Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de junio de 2019

PATRICK WHITE. VOSS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que, fiel a su cita de cada miércoles con su audiencia, os ofrece esta tarde una nueva propuesta literaria. Una sugerencia, la de hoy, que continúa la serie que desde hace tres semanas os estamos presentando, con libros que nos permiten dar la vuelta al mundo, en una invitación a la lectura y, a la vez, al viaje, al acercarse ya esta larga etapa veraniega tan propicia para la aventura y el descubrimiento viajeros. Habiendo “recorrido”, en emisiones precedentes, América del Sur con Karina Sainz Borgo y su La hija de la española; América del Norte, con Oeste, de Carys Davies; Europa, con La octava vida, de la georgiana Nino Haratischwili; y África, a través de la Ghana de Yaa Gyasi y su Volver a casa, hoy le toca el turno a Oceanía, con una obra mayor de Patrick White, el único premio Nobel australiano (aunque nacido en Londres en 1912, cuando contaba pocos meses su familia se trasladó a la entonces colonia, en donde vivió hasta su muerte en 1990). Y es que precisamente en Australia transcurre la acción de Voss, una magnífica novela de 1957, publicada en nuestro país en 2018, en el sello Impedimenta, en traducción -ardua pero gozosa, al decir de su autora- de Raquel Vicedo (no dejéis de escuchar la estimulante entrevista que le hacen, en relación con el libro, en El ojo crítico, el programa de Radio Nacional de España). La obra ya había sido publicada en España años atrás, concretamente en 2008, en otra versión, con el título Terra ignota, en la muy controvertida editorial Ícaro. 

Con la referencia inequívoca de los viajes del naturalista prusiano Ludwig Leichhardt por el interior de Australia, en cuyas experiencias se basa en parte el libro, la novela nos presenta a Johann Ulrich Voss, un excéntrico personaje, alemán también, que llega a Sídney en torno a 1845 con la intención, de propósito y alcance no demasiado explícitos, ni siquiera para él mismo, de recorrer los agrestes e inexplorados paisajes del enorme y desértico país, casi un continente. Desconocido entonces en su mayor parte, el inmenso territorio australiano se presentaba ante los colonos británicos y el resto de europeos miembros de la nobleza y pequeña burguesía allí llegados con afán de aventura, con unas connotaciones casi mitológicas, como un espacio por descubrir, un lugar árido habitado por tribus hostiles y de costumbres bárbaras y por ignotos animales de un salvajismo feroz. La expedición estará financiada por el señor Bonner, un comerciante británico instalado en la región que oficia de mecenas, dotando al alemán de vituallas, mercancías, animales para el transporte y la alimentación y, sobre todo, una partida de acompañantes, a cuál más singular, con los que llevar a cabo su atrevida empresa. El lector entrará en contacto con Voss cuando éste, recién arribado a la capital de Nueva Gales del Sur, se presente al señor Bonner antes de iniciar su andadura. En esa reunión inicial, “el andrajoso desconocido” conocerá a Laura Trevelyan, una joven huérfana, sobrina del empresario, en un breve encuentro al que seguirán algunos más -esporádicos y siempre de corta duración-, de los que nacerá una extraña, poco convencional e intensa relación hecha de rechazo y repulsión, por un lado, e irresistible e inexplicable -al ser tan aparentemente opuestas sus personalidades- atracción. La novela narrará, en dos planos paralelos que se van alternando en el relato (en una de las muchas muestras del juego de dualismos que impregna la obra), la arriesgada peripecia “descubridora” del alemán, teñida de penalidades, sufrimiento, incertidumbre, peligros y soledad, con ribetes de locura suicida, y la larga espera de la muchacha, años de separación y decreciente expectativa, enfangada en una existencia anodina, absolutamente ajena a su decidida naturaleza y a su superior inteligencia, y sostenida, tan sólo, por la “construcción” de un amor nunca realizado a partir de los leves indicios de aquellas ligeras -y frustrantes- aproximaciones iniciales. 

En cada uno de los dos ámbitos -el “externo” de las inhóspitas regiones australianas y el “interior” del hogar en el que transcurre la lenta, plácida y también exasperante normalidad de la familia Bonner- destacan las poderosas presencias de dos personajes, el visionario Voss y la intelectual e inadaptada Laura, dos construcciones literarias formidables, perfiladas con una excepcional hondura, con un altísimo grado de penetración psicológica. 

Voss es un individuo enigmático -¿Qué clase de hombre es?, surge la pregunta en la novela-, dotado de una energía y una fuerza vital descomunales, poseído por una voluntad de hierro (Cruzaré el continente de un extremo a otro. Tengo la intención de llegar a conocerlo como la palma de mi mano. En cuanto al motivo que me impele a hacerlo, lo ignoro tanto como usted), empecinado (No tendré en cuenta la llamada del amor -dijo-, ni desistiré de mi intención de cruzar este país), convencido de la trascendencia de su misión (el futuro […] es voluntad) y, aun más, de lo sobresaliente de su posición en el mundo. Es un líder natural, por su vigor y su empuje, por su ánimo y firmeza, también por su magnetismo, por el ambiguo impacto que produce en cuantos le rodean (Es un hombre de un atractivo inusual). Es, sin embargo, simultáneamente respetado y aborrecido, pues su exacerbada singularidad lo convierte en un ser egoísta (Todo lo hace por usted. Cuando experimenta emociones humanas, se siente halagado. Si dichas emociones despiertan algo en los demás, también se siente halagado. Pero creo que cuando más halagado se siente es cuando despierta el odio, o incluso la cólera de los caracteres más débiles), ajeno a las comunes preocupaciones de los hombres. Asocial y sin anclaje alguno en la comunidad de sus conciudadanos (nadie sabía muy bien dónde podría encajar, ni siquiera él mismo), incapaz de una vida convencional, de difícil acoplamiento en la estabilidad de una existencia consabida y rutinaria (Cada hombre tiene un objetivo distinto. Por ejemplo, muy a mi pesar, mi naturaleza no me impulsa a construir una casa sólida) es, en consecuencia, un solitario (está usted aislado de todos) e incluso un misántropo (De haber podido, habría rechazado mantener cualquier tipo de relación con los demás hombres; y también: Volvía a sentir aversión hacia los hombres, especialmente hacia aquellos de los que se había rodeado o, para ser más precisos, de los que un idiota ignorante lo había rodeado en contra de su voluntad). 

Su ensimismamiento, su natural conciencia de sus excepcionales capacidades, de su extrañeza, de su inteligencia descollante, de su anómalo y sobresaliente carácter, lo convierten también en un ser torturado, a menudo abismado en las honduras de su alma convulsa (Explorar las profundidades de la repulsiva naturaleza de uno mismo no solo es irresistible, sino necesario), afligido por las limitaciones de su mediocre condición humana tan alejada de sus sueños (Caminando arriba y abajo sin descanso, aquel hombre se sentía superado por la distancia que separaba la naturaleza humana de sus aspiraciones), permanentemente angustiado por su incapacidad (Él era el responsable de sus propios fracasos), abrumado por su inanidad (Estaba sentado en medio de la nada. Una nada que, naturalmente, era de una naturaleza demasiado fantástica, demasiado expresiva de su vacío, de su propia nada) y por la culpa y la imposible redención (creo que está pidiendo a gritos que lo salven). Es, en suma, una especie de “monstruo” inaccesible -también en el plano físico (Es usted grande y feo, le espetará, inclemente, Laura)-, que avanzará a través de aquel desolado universo obcecado, inflexible y arrebatado por una conmovedora locura (Volvió a ser el esqueleto de antes, enjuto y obsesionado), por un delirio de omnipotencia, por el soberbio convencimiento de su imposible divinidad (Nunca fue Dios, aunque le gustaba pensar que lo era. A veces, cuando se le olvidaba, era un hombre (…) Era más que un hombre). Una convicción minada, no obstante, por las dudas, que lo agobian de continuo (Entonces se dio cuenta de que siempre había tenido un miedo terrible. Incluso cuando se encontraba en la cima de su poder divino, no era más que un dios frágil sobre un trono desvencijado, temeroso de abrir cartas, de tomas decisiones, temeroso del conocimiento instintivo que revelan los ojos de las mulas, los ojos inocentes de los hombres buenos, temeroso de la naturaleza elástica de las pasiones, incluso de la devoción que le habían demostrado algunos hombres, una mujer y los perros). Así, en su angustia y su dolor, en su tragedia interna y su intensa tensión espiritual, en su distante superioridad lo percibirán sus hombres (Estaban acostumbrados a esperar cualquier cosa de Voss. O de Dios, que venía a ser lo mismo), también Laura (Estoy convencida de que Voss, como todos los hombres, tenía en su interior una parte de Cristo. Si también había maldad en él, me consta que luchó contra ella. Y que fracasó). 

Y junto a Voss, Laura Trevelyan, otra figura inolvidable. Son pocas las personas de talento que se adaptan con facilidad a un plan para superarse. Algunas descubren muy pronto que su perfección no es capaz de tolerar el insulto. Otras advierten que su placer intelectual reside en la teoría, no en la práctica. Solo unas pocas tienen la terquedad suficiente para abandonar, con mucho esfuerzo, el exuberante mundo de sus pretensiones y adentrarse en el desierto de la mortificación y la recompensa. Laura Trevelyan pertenecía a esta tercera categoría. Así describe Patrick White al segundo gran personaje del libro, una mujer culta (Aquellos que conocían a Laura Trevelyan no le prestaban demasiada atención, pues sabían que tenía por costumbre leer libros), de una belleza impredecible, con una inteligencia que podía resultar ofensiva en aquel entorno mediocre (Era pedante, pero no tanto como para no reconocerlo de vez en cuando, cosa que demostraba su inteligencia), muy consciente de su valía, incluso ególatra (No podía renunciar a la alta opinión que tenía de sí misma), fuerte y segura de sí misma, hasta llegar a arrogante, pero asaltada por todo tipo de vulnerabilidades. Coincide con la personalidad de Voss en algunos rasgos esenciales: un cierto grado de empecinada culpabilidad (Quería expiar los pecados ajenos por todos los medios), la complejidad de carácter, su intensidad, la posición de marginalidad en relación a los valores y las costumbres de su familia y de sus conciudadanos, la infelicidad y la perpetua insatisfacción (Se sentía presa de una insatisfacción desoladora, por irracional), el atrevimiento, la valentía, la obstinación, la capacidad para enfrentarse sin miedo -o al menos para no exteriorizarlo- a las convenciones sociales. También como Voss es una “anomalía”, obsesiva, solitaria y extraña (Se hallaba apartada del resto de los seres humanos). Sus insulsos días entre las rutinas burguesas de los Bonner y sus mezquinas cuitas cotidianas, que, un siglo antes, encontramos en las novelas de Jane Austen, son vividos con frustración (Siento […] que la vida que voy a vivir ya ha escapado por completo a mi control) y se sostienen, tan sólo, por la ficción -de exclusiva existencia en las mentes de los dos afectados por la alucinada quimera- del amor de y hacia el expedicionario alemán. 

Un amor, como todo en la novela, intenso y excepcional, nada previsible, ajeno, en cierto modo, a las leyes de los hombres. Inusual ya desde su inicio, pues la joven y el extravagante aventurero apenas llegan a tener ocasión de conocerse, el escaso contacto entre ellos se desenvuelve en un plano atípico hecho de retos y provocaciones intelectuales, de provocaciones y réplicas y estímulos y ocultaciones y enfrentamientos y discusiones y tensión y aproximaciones y rechazos y oculta seducción, siempre en un plano mental, espiritual, en un permanente juego de cerebros, una suerte de sofisticada esgrima racional, una especie de combate simulado, no explícito, muy alejado en cualquier caso de las coordenadas en las que se vive el desarrollo de esa emoción entre las gentes del común. Nunca habían hablado empleando las palabras auténticamente sencillas que comunican la realidad más íntima: pan, por ejemplo, o agua, leemos en un fragmento del texto. De este modo, y pese a las apariencias, construirán -y las connotaciones de voluntad, de decisión, de intención, de premeditada determinación del verbo son un corolario natural de las férreas personalidades de ambos- un fortísimo vínculo, incomprensible y absoluto, primordial y salvaje, fundado en esos rasgos coincidentes de sus caracteres. Separados por miles de millas, por decenas de meses, su único contacto será, en los primeros momentos del viaje, a través de muy ocasionales cartas que se hacen llegar a través de otros viajeros improbables. En cuanto la expedición se extravía en las infinitas extensiones australianas y con ella se pierden también las cartas, inaccesibles ya el uno para el otro por cualquier medio, la conexión entrará en una dimensión irracional y hasta esotérica, impenetrable, dominada por la intuición (Con ella había mantenido varias conversaciones frías y una discusión acalorada. Además de eso, se habían encontrado en algunos destellos de intuición, y en sueños), los pálpitos, lo sobrenatural, incluso la telepatía o las visiones, en la que las limitaciones de la distancia y el alejamiento, de la falta de contacto de los cuerpos, se suplen mediante el acceso a una como exaltación febril, onírica, que transporta a los amantes a un estado rayano en el delirio místico, en el que ambos hacen aflorar recuerdos de lo que nunca tuvo lugar, inventan un vínculo irreal sólo existente en sus ardientes imaginaciones y “dialogan” y con una lucidez y una clarividencia insólitas con las sombras fantasmales del otro, un otro del que desconocen hasta la propia certeza de su existencia. Una historia de amor, pues, de un aliento y una pujanza extraordinariamente literarias, de leyenda casi. 

Al margen del hondo y exhaustivo retrato de los dos personajes y del relato de su infrecuente y exótica historia de amor, las páginas que se ocupan de la larga ruta de los exploradores por la desértica inmensidad de las tierras australes, memorables, son otro de los grandes logros de la novela. Guiados por un Voss hermético, iluminado, místico, enloquecido, casi inhumano en su obstinada sinrazón, el heterogéneo grupo se encamina hacia su infernal destino deteriorándose física y mentalmente a medida que se alejan de los escasos restos de civilización de los que han partido. El conjunto que forman resulta dispar y desconcertante, insólito: el joven y simple Harry Robarts, siempre solícito y servil -su vida solo tenía sentido cuando podía servir a los demás-, aportando su fuerza física al margen de sus pocas luces; Frank Le Mesurier, de humor cambiante, que había encadenado diversos trabajos antes de sumarse al equipo, siempre buscándose la ruina, un esnob que escribe su diario y mira por encima del hombro a sus compañeros, un cínico frío; el cristiano señor Palfreyman, ornitólogo de muy sólidos principios, un hombre rígido e insignificante, recogido en su mundo interior; el entusiasta e impetuoso Angus, dueño de una hacienda y deseoso de incrementar su fortuna; el expresidiario Judd, que había forjado su carácter en el infierno, de gran resistencia física e intachable integridad moral, con un sexto sentido para la naturaleza, ufano de haber sobrevivido a una vida de tribulaciones; y los dos guías aborígenes, impenetrables y poco fiables: Dugald, el viejo, muy serio y formal, siempre inmerso en la profundidad de sus cavilaciones, y Jackie, casi un niño, frágil y delicado, buen conocedor de los secretos del entorno, los dos enigmáticos y silenciosos, figuras casi espectrales cabalgando prácticamente en cueros, apartados del resto. 

Siguiendo a un Voss empecinado pero errático, que en su tozudo delirio se orienta por pálpitos y por su férrea e irreductible terquedad, sin más referencia que un mero esbozo de mapa (Allí mismo había una especie de mapa: la mitad estaba en blanco; la otra mitad basada en conjeturas), juntos atraviesan ese país irracional, esa tierra salvaje, hecha de infinitas extensiones desérticas y abruptas montañas, un paisaje excesivo e insensato, presidido por una meteorología inclemente, un sol calcinante o una insoportable humedad fruto de lluvias interminables (Después empezó a llover otra vez, y ya no paró. Nadie podía imaginarse la eternidad, salvo en forma de lluvia). Son numerosas -y bellísimas, de una esclarecedora significatividad- las descripciones de ese escenario de espanto, reveladoras de la magnitud de la tarea (Se sentía más atraído que nunca por el paisaje, por aquel océano de hierba que rara vez estaba inmóvil, por los árboles retorcidos de tonos grises y negros, por la creciente intensidad del azul del cielo; contemplando aquel paisaje se sentía el centro de todo), de la luz deslumbrante y cegadora (Lo que prevalecía sobre todas las cosas eran la luz y la distancia que, al fin y al cabo, era una masa de luz y las bandadas de cacatúas, que explotaban y, entre chillidos y repiques, se fragmentaban en destellos de luz blanca y azufre. Los árboles también eran materia ilusoria, porque enseguida se convertían en sombras, que no son más que otra de las formas que adopta la luz, siempre proteica), de las sobrenaturales dimensiones del tiempo y el espacio (La extensión de tierra que los rodeaba achicaba las esperanzas y los temores de los hombres hasta casi hacerlos desaparecer. Una eternidad de días se abría ante ellos, así que se despertaban y se levantaban con una especie de respeto pudoroso hacia su entorno), de las terribles colinas de cuarzo (aquella región diabólica, que al principio era llana, muy pronto empezó a desgarrarse en barrancos sinuosos, no especialmente profundos, pero sí lo bastante inclinados para torcer las espaldas de los animales que tenían que atravesarlos, y para dejar extenuados los cuerpos y los nervios de los hombres a causa del frenético movimiento que tenían que soportar. Y no había forma de evitar aquella vorágine dando un rodeo: debían atravesar los barrancos sinuosos y, cuando llegaban al final, siempre encontraban otro esperándolos). 

Aquella región diabólica. Los viajeros van acercándose a las proximidades del infierno, donde sólo se oían los pasos de los caballos atravesando el desierto y el sonido de las plantas de sal que arañaban el viento, en una incursión en la que, progresivamente, se alejan de la realidad, adentrándose en la degradación y el desatino (Habían llegado a un punto en el que serían sacrificados, en mayor o menor grado, al caos o al heroísmo): los animales de carga y los incorporados a la expedición para proveer de sustento a los hombres desfallecen y se agostan, deshidratados; los alimentos y el agua escasean; los expedicionarios languidecen cabalgando y dormitando en una polvareda perpetua, golpeándose contra las laderas rocosas de las colinas por las que estaban subiendo; depauperados, esqueléticos, afiebrados y enfermos (padecía de escorbuto y su aspecto y su olor eran repugnantes), agitados por sus fantasmales desvaríos, el grupo de caballos sudorosos, mulas ordenadas, reses estúpidas que no dejaban de mugir y hombres sedientos y entumecidos continua avanzando, en un viaje de polvo, moscas y caballos moribundos, perdida del todo la determinación originaria, siguiendo su camino como una ola de animales sacrificiales y hombres devotos. La salvífica llegada de la inesperada lluvia, pronto torrencial, los condenará a una nueva tortura: Los escalofríos y las fiebres habían hecho su aparición. No había quien no se frotara los jirones de carne temblorosa y ajada, que de tan seca parecía bacalao salado, para entrar en calor. Los dientes de color amarillo verdoso castañeteaban en los cráneos cadavéricos de los hombres. Ahora, los días, impregnados de enfermedad, lluvia y búsqueda de leña, goteaban lentamente, volaban en ráfagas de venganza apasionada o se quedaban muy quietos durante unas cuantas horas, en las que solo se escuchaba la pasiva humedad. Y habrá cruentos enfrentamientos con los indígenas -los negros-, y el escenario se volverá aún más dantesco, y habrá furiosas disputas (algunos hombres se odiaban entre sí más que nunca), y abandonos y deserciones y muertes y, en los que van quedando, una irremisible soledad (cada uno contemplaba el rostro del otro con los ojos de un náufrago que divisa una balsa). Y el relato trasciende la consabida narración de exploración y aventuras, para abrirse a una dimensión telúrica, metafísica, espiritual, lo que convierte a Voss en un texto ambicioso, trascendente, de una enorme calidad, literaria, claro está, pero también moral.

Y es que son muchos los temas “secundarios” a los que se abre esta novela magistral, un elenco que las limitaciones de este espacio sólo me permiten enumerar. Está, ya se ha dicho, el plano filosófico, pues el periplo de Voss, su incursión en las ignotas vastedades australianas, constituye, sin un duda, un viaje iniciático, un arriesgado adentrarse en los abismos más convulsos de su perturbada alma (Antes sabía de lo que era capaz, sabía adónde me dirigía. Ahora no lo sé, reconocerá el convicto y clarividente Judd, otro personaje memorable), en un transformador itinerario psicológico y moral (El misterio de la vida no se resuelve con el éxito, que es un fin en sí mismo, sino con el fracaso, con la lucha perpetua, con el proceso de convertirse en algo) que emparienta la obra con otros clásicos de la novela de aventuras dotados también de esa perspectiva abstracta o existencial, como son El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad o el Moby Dick de Melville. 

Interesa también el papel cardinal de Australia, presente no sólo a través de su extremado paisaje, ya comentado, sino como referente último de numerosas metáforas: la fascinación y el miedo que suscita lo desconocido (Todos, o la mayoría de nosotros, tenemos miedo de este país, aunque no lo digamos. Todavía no lo entendemos bien); la poderosa e irresistible naturaleza, que remite a las pulsiones más atávicas del ser humano; la ominosa presencia de los aborígenes siempre acechantes, con sus rituales, con su desnudez, con su deambular inexplicable y primitivo en torno a los exploradores, prolongación en cierto modo de esa naturaleza primordial y símbolo igualmente de lo salvaje, de lo inhumano, del registro más elemental e incontaminado, también más brutal, de nuestro ser; su condición de territorio por explorar, de dilatado espacio para la conquista, para la ampliación de los límites de nuestras vidas, para el desarrollo económico y la oportunidad de gloria y riquezas (Este es un país con futuro. Pero ¿cuándo se convierte el futuro en presente?), el enorme país aún por hacer, el inmenso penal de Gran Bretaña, con su proliferación de convictos, expresidiarios y siniestros buscadores de fortuna, el sueño de un destino para tantos hombres que entregarán su vida a una ilusión (¿Sabías que un país no se desarrolla a partir de la prosperidad de unos pocos terratenientes y comerciantes, sino gracias al sufrimiento de los más humildes?). 

Y están también las numerosas referencias religiosas, Dios, el Mal, el pecado, la penitencia en el desierto, la entrega y el sacrificio, la expiación y la culpa, la figura de Cristo y tantas otras… Y el muy interesante juego de dualismos, Voss y Laura, el desierto y la ciudad, la naturaleza inclemente y la acolchada civilización, el paraíso y el infierno, la próspera costa y el interior hostil, los desenfadados burgueses con sus fiestas y ceremonias y el crudo sufrimiento de los pobres expedicionarios, el ameno jardín de la joven Trevelyan y la austeridad mortal de las inhóspitas llanuras y los infranqueables riscos por los que padece el alucinado alemán, la inflexible voluntad y el dúctil amor… 

Cabe, por último, un breve comentario acerca de las virtudes estrictamente literarias de White, sobre todo un lenguaje muy complejo, coherente con la altura, con la profundidad, con la riqueza de facetas que caracterizan el libro: registros lingüísticos diversos en función de los personajes, léxico que recoge, con inusuales agudeza y capacidad de penetración, los recovecos del pensamiento y los sentimientos de los protagonistas, la hondura de los temas tratados o, simplemente, sugeridos… En definitiva, una novela en la que sobresale -como en pocas otras- la descollante y lúcida inteligencia de un autor genial. 

Sin tiempo para más comentarios y con la encendida recomendación de que leáis el libro, os dejo ya, con un tema tradicional del folklore alemán, Es ritten drei Ritter zum Tor hinaus. Sobre la base de esta melodía, el propio Patrick White compuso una canción, Eine blosse Seele ritt hinaus, que Voss canta en el libro y que me ha resultado imposible encontrar en mi búsqueda por internet.


Y entonces Laura cerraba los ojos y ambos cabalgaban juntos hacia el norte entre las pequeñas colinas: algunas eran verdes y mullidas, con las plumas del maíz joven ondeando junto a ellos; otras, duras y azules como zafiros. Los dos visionarios enamorados avanzaban a caballo mirándose mutuamente, y sus dientes resplandecían. Se hablaban con el lenguaje de aire, del susurro del maíz y de los fuertes chillidos de los pájaros, y por consiguiente nadie más los entendía. Mientras cabalgaba, el metal tintineaba; por ejemplo, el de os estribos, o el de los bocados de los caballos. El cuero era el más intenso de los aromas de su viaje cuando, por las noches, las cabezas se hundían en la almohada de la cálida y húmeda montura. Las manos de los ciegos habían pulido los borrenes delanteros hasta conseguir la suavidad del marfil. Aquel fue un período muy feliz para Laura Trevelyan, su único período de felicidad, al parecer. Al otro lado de sus párpados, por supuesto, había muchas cosas que esperaban para hacerle daño. Solo si los abría. Pero no los abrió.




Patrick White. Voss

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