Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de enero de 2020

ANDREU NAVARRA. DEVALUACIÓN CONTINUA; INGER ENQVIST. CONTROVERSIAS EDUCATIVAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde, con el primer trimestre del año recién comenzado, reanudadas las clases en secundaria y en muchos de los cursos universitarios, quiero presentaros un par de libros que tienen al mundo de la educación como eje central y que están conociendo, desde su publicación en los últimos meses de 2019, un relativo éxito editorial. El primero de ellos es Devaluación continua, una obra, escrita por Andreu Navarra, de nulo interés literario y de muy escaso valor como ensayo científico o académico pero que resulta oportuna como mero documento, subjetivo y cuestionable pero veraz, del estado de cosas en que se encuentra lo que tradicionalmente se denominaba enseñanza media -actualmente la ESO y el bachillerato- en nuestro país. En su texto, que luego comentaré detenidamente, Navarra alude a su deuda intelectual con la profesora Inger Enqvist, hispanista y pedagoga sueca, buena conocedora de la realidad escolar -aunque no solo- española. Autora de numerosos libros sobre educación, los dos últimos presentados entre nosotros, La buena y la mala educación y Educación: guía para perplejos, han tenido una importante repercusión en los medios y entre los lectores, lo que ha propiciado el que en este 2019 haya visto la luz Controversias educativas. Una conversación con Olga R. Sanmartín, un interesantísimo volumen, del que también quiero hablaros esta tarde, en el que la experta catedrática de español en la Universidad de Lund, una estudiosa e investigadora que nunca ha escondido sus combativas tesis contra la “nueva pedagogía”, responde a las preguntas de la responsable de educación del diario El Mundo.

El texto de Navarra, que se presenta con un subtítulo algo difuso y de redacción desmañada -Informe urgente sobre alumnos y profesores de secundaria- parte de una serie de limitaciones de principio que el autor reconoce sin ambages desde las páginas iniciales y que, pese a esa encomiable sinceridad, minimizan el posible valor del libro. En primer lugar, Devaluación continua es una sucesión -interesante pero discutible- de desperdigadas anécdotas a propósito de la vida en los institutos de secundaria, un elenco de episodios vividos por Andreu Navarra en su -corta- carrera como profesor interino en diversos centros de Cataluña, “sucedidos” que se acompañan de sus correspondientes glosas, que dan pie a divagaciones, reflexiones varias, consideraciones más o menos consistentes: nada demasiado diferente a las múltiples “conversaciones de cafetería” -sin rigor científico alguno: meras opiniones, pálpitos, intuiciones derivados de nuestra reiterada práctica docente- que mantenemos los profesores en nuestro día a día profesional. El autor, como digo, no articula una estructura coherente y ordenada, no construye un corpus de pensamiento organizado y sistemático, ni mucho menos elabora una tesis fundamentada en un mínimo sustrato teórico. Ya, de entrada, el lector se encuentra con una justificación en la que Navarra se apresura a poner “la venda antes de la herida”, adelantando lo poco ambicioso de su planteamiento en una suerte de “aviso para navegantes” introductorio que tiene, al menos, el valor de la honradez intelectual y la ventaja para el lector de disfrutar de la posibilidad de saber a qué atenerse -dónde se mete- desde el principio: Éste es un libro más humilde en sus presupuestos y objetivos. No he venido a iniciar una revolución educativa ni a inaugurar una nueva era. Únicamente trataré de dar voz a quien no la tiene, y de explicar historias vividas u observadas que nos pueden ayudar, precisamente, a aplicar mejor los dictámenes de la innovación. Me propongo, únicamente, comentar sucesos observados en muy diversos centros de educación secundaria para tratar de informar de cosas que podrían estar sucediendo, y que no queremos o no podemos tener en cuenta. Nada más que eso: un libro a pie de aula, resultado de decenas de conversaciones informales mantenidas con compañeros de la profesión. Si se me permite, mi acercamiento es más empírico, más ingenuo. No trataré de cimentar teorías ni sistemas de oposiciones conceptuales: sí intentaré, no obstante, señalar problemas incómodos que parece que no existan, y para los que deberíamos imaginar una solución.

Sin embargo, sus reflexiones -imbuidas de un cierto tono paternalista y ejemplarizante que a mí me ha resultado muy molesto: la voz que en todo momento nos habla es la autocomplaciente y muy enojosa del profesor humilde y entregado que lucha por sus alumnos y cambia el estado de cosas desde dentro- sí se apoyan en una cierta base teórica, aunque sea más bien parva y “sesgada”. Así, la bibliografía final -en el fondo innecesaria, si se postula abiertamente la mera voluntad de comentar sucesos observados- es, en efecto, raquítica (una corta veintena de títulos) y, sobre todo, centrada en autores de la misma “corriente” pedagógica (tradicional, por definirla de modo reduccionista). La reiteración a lo largo del texto de citas de solo dos o tres de estos “autores invitados” (algunos bien valiosos, como la propia Inger Enkvist, de la que hablaré luego, o José Antonio Marina) se hace pesada incluso para el autor, que llega a afirmar: Como escribe Gregorio Luri [cuya desmesurada omnipresencia “tutelar” en el libro lleva a hacer dudar a lector si Navarra tiene ideas propias sobre el asunto o todas las ha “encontrado” en la obra de su muy admirado “consejero”], y me perdonarán que insista tanto en sus frases y orientaciones… 

En el mismo sentido, el enfoque exageradamente personal y subjetivo, el acercamiento descaradamente biográfico al objeto de su estudio (Empecé a oír hablar de proyectos en un claustro de centro hará ya cerca de cinco años, en boca de un director que sonó bastante convincente. Lo primero que tengo que decir es que soy pro proyectos. Realmente creo en el poder transformador y pedagógico de los proyectos. En una charla o curso sobre evaluación competencial y generación de proyectos fuera del currículo lineal de toda la vida, es donde cuentan con mi máxima atención. He tenido ya muchas experiencias con proyectos: algunas de relativo éxito, otras de franco batacazo. Por lo tanto, si algún valor tiene este apartado, es el de un acercamiento biográfico, no teórico), dotan a éste de una indiscutible y encomiable verosimilitud -digámoslo ya: Navarra cuenta su verdad, una verdad que, en mi propia experiencia, se parece bastante a la realidad- pero lo privan de rigor y calidad científica, haciendo que su estudio quede en una mera formulación de intuiciones: Esto que escribo no es muy científico que digamos. Pero lo pienso firmemente (como puede observarse, el tono elegido es también accesible y coloquial, ligero y poco ambicioso; quizá en ello resida el "secreto" de su "resonancia").

Uno puede dudar, pues, del valor y la necesidad de un texto así: un profesor que cuenta sus “batallitas” (pero hay muchos que podrían hacerlo), que da cuenta de unas experiencias no del todo representativas (los escenarios de pobreza, marginación, hambre y precariedad en los que se desenvuelven algunos de sus alumnos, siendo reales, y valiosa la constatación de su existencia, no son extrapolables ni permiten la generalización de una lectura que abarque el funcionamiento entero del sistema educativo: ¿un treinta por ciento de los alumnos carecen de medios económicos para comer todos los días?, como se afirma de modo rotundo pero discutible). El lector, al menos uno tan “maniático” como yo mismo, echa en falta la elaboración y sustentación -firme, sólida, con fundamentos argumentados e indiscutibles- de una teoría que aclare, diseccione, revele las contradicciones y apunte soluciones (alguna hay, no obstante, aunque algo ingenua y poco definida, en la propuesta de Navarra de una nueva institución educativa: una posible solución sería la creación de nuevas instituciones en las que el respeto mutuo y el interés por el avance cultural y científico fueran una condición previa inexcusable) a los muchos problemas que acucian hoy día a la escuela.

Y pese a este preámbulo solo en apariencia negativo, la sucesión de anécdotas es muy reveladora y el libro, a la postre, ilustrativo para quien no conozca de primera mano la vida interna de los Institutos. A lo largo de sus páginas aparecen todas las situaciones a las que se enfrentan los docentes en su cotidiano acontecer profesional: el desinterés general, la desidia y la falta de motivación de los alumnos, la creciente indisciplina y la aún esporádica pero significativa violencia en las aulas; la muy notable degradación de los conocimientos, que menguan a cada nuevo curso escolar, y por tanto la generalizada ignorancia (La realidad que me cuenta un profesor de geografía, que se encuentra con que sus alumnos de segundo de bachillerato confunden los océanos con los continentes en el mapamundi. Creen que la tierra es la mancha azul, y que el mar es la mancha marrón. Y también: Una vez tuve que emplear una buena porción de clase para explicar, a unos alumnos de cuarto de humanidades que cursaban historia moderna, qué era un «imperio». Por descontado no tenían ni la más remota idea de lo que era una «federación». Una de aquellas alumnas, ataviada con una bandera independentista, no me supo explicar quién era Lluís Companys. E igualmente: Alumnos a las puertas de la selectividad que sitúan Madrid en el centro de un mapa de Cataluña, junto al mar); la disminución en la población (los alumnos no son otra cosa que su reflejo) de los umbrales de resistencia a la frustración y la inquietante merma de la atención (cita Navarra a José Antonio Marina: Ha llegado el momento de elaborar una pedagogía de la atención, del autocontrol y de la perseverancia); la práctica desaparición de la lectura entre los hábitos cotidianos de los estudiantes; consecuentemente el léxico depauperado que los jóvenes manejan, el analfabetismo funcional y su corolario inevitable, el fracaso escolar; la progresiva falta de implicación y el desánimo de los profesores; la profunda insatisfacción de unos y otros; el caos legislativo abonado por la voluntad de los sucesivos gobiernos de cambiar radicalmente la regulación de la enseñanza en cuanto llegan al poder; la cada vez más invasiva presencia de las tareas burocráticas que entorpecen la labor principal del profesor, que no debiera ser otra que la de enseñar; el ostensible desprecio hacia la educación de una sociedad -no solo de sus políticos- consumista y banal, superficial e infantilizada; la relegación de la importancia del conocimiento, del saber, del magisterio de los expertos por parte de esa misma sociedad, imbuida de un falso igualitarismo absurdo…, por citar solo algunos ejemplos.

En Devaluación continua están también -aunque, como digo, analizadas de un modo ligero e inconsistente (en realidad meramente apuntadas)- las grandes cuestiones que protagonizan en la actualidad el vivísimo debate sobre la educación que se mantiene en la mayor parte de los países desarrollados: la necesidad (o no) de la memoria como un componente esencial en la enseñanza; la pervivencia en este nuestro frívolo mundo, hecho de juego y facilidad, de valores como el esfuerzo, la perseverancia, la fuerza de voluntad y la disciplina, y su aplicación -o proscripción- en las aulas; en consecuencia, el conflicto entre diversión y felicidad, por un lado, y trabajo y rigor, por otro, como ejes que deben guiar la práctica docente (ambas tesis se postulan desde perspectivas ideológicas distintas); el conflicto intelectual que suscita la permisividad -incluso el fomento- de la presencia de los móviles y en general de la tecnología en las aulas; el controvertido dilema (muy sensatamente el autor opta por una vía intermedia) entre la enseñanza basada en contenidos o la que se centra en las competencias; el interminable, furibundo y primario enfrentamiento entre irreconciliables “facciones” pedagógicas fuertemente ideologizadas (que operan de un modo similar al del forofismo futbolero o al del deplorable espectáculo de la rivalidad política hecha de apriorismos ciegos entre bandos antagónicos): los adalides de la férrea educación “de toda la vida” y los igualmente rígidos profetas de las “nuevas teorías pedagógicas” (los chamarileros, los llama Navarra), absurdamente tildados de “progresistas” y “conservadores”, ambos irracionalmente dogmáticos, ambos enfrascados en linchamientos morales de todo el que no piensa como ellos; el riesgo de manipulación y por lo tanto el peligro para el funcionamiento de la democracia que encierra el mantenimiento de una institución escolar que abona la irresponsabilidad, el infantilismo y la ausencia de deberes que caracterizan la realidad de nuestras sociedades (de nuevo la escuela, el mundo de “dentro” de la institución escolar, no es más que un espejo que muestra lo que ocurre fuera de ella)…

Todos estos interesantes asuntos están también, formulados de un modo “algo” más riguroso, en Controversias educativas, la larga conversación de Inger Enqvist con la periodista Olga R. Sanmartín (y las tímidas comillas se explican porque, al tratarse de una suerte de larga entrevista, no estamos ni ante un espacio o un formato que permitan una aproximación más profunda al tema educativo; no obstante hay algo no tangible -pero muy evidente, a mi juicio- en las palabras de la experta sueca que las dota de consistencia, frente al tono algo improvisado e intuitivo del libro de Navarra: en este último caso el lector tiene siempre la impresión -ya se ha dicho- de asistir a un repertorio de anécdotas y ocurrencias subjetivas sin más enjundia ni especial trascendencia que las que derivan del relato de una experiencia personal; tras las formulaciones de Enqvist, en cambio, asoma siempre el rigor y “suenan” -pese a que también son, en muchos casos, discutibles- como si se tratara de “verdades” objetivas).

Tras una reveladora introducción, de título explícito: ¿Quién es Inger Enkvist?, en la que se nos da a conocer la biografía personal y la trayectoria académica y profesional de la catedrática e investigadora sueca, un preámbulo indispensable para conocer la sobresaliente “densidad” del bien nutrido y extraordinariamente variado currículo de la hispanista y los planteamientos ideológicos y apriorismos teóricos desde los que construye su pensamiento (resulta especialmente iluminadora la siguiente consideración, que transcribo literalmente: En enero de 2019, Enkvist asistió como experta educativa a la Convención Nacional del PP, mientras que Ciudadanos la llevó en 2017 al Congreso de los Diputados para intervenir en el marco de las negociaciones del pacto de Estado por la Educación. Pero ella se desmarca de ambas formaciones políticas. Tiene una voz propia respecto a la Religión en las aulas o al bilingüismo, y tampoco tiene reparos en censurar la inacción del Gobierno de José María Aznar frente al avance de la inmersión lingüística en las escuelas de Cataluña o el repliegue de Mariano Rajoy con la aplicación de la Lomce), el resto del libro repasa en ciento sesenta largas páginas (para tratarse de una entrevista) y ocho capítulos organizados por ejes temáticos lo que previsiblemente han sido decenas de horas de muy fructífera conversación con su bien preparada interlocutora, un apasionante diálogo en el que afloran todas las cuestiones de relevancia a la hora de analizar la experiencia educativa, en particular las controversias básicas que se han disputado la primacía ideológica en los cuarenta últimos años de la escuela española (y del mundo entero, Enkvist es una excelente conocedora de la organización de la enseñanza en diversos países, con estancias y estudios en Singapur, Portugal, Brasil, Colombia, Canadá o EEUU): las tensiones entre equidad y calidad, entre lo público y lo privado, entre el modelo inclusivo y el diferenciado, entre las competencias autonómicas y el currículo nacional, entre el laicismo y la religiosidad, entre lo tecnológico y lo tradicional.

Sin que pueda ahora entrar en el comentario pormenorizado de cada una de ellas, en las diferentes secciones, todas con un núcleo central monográfico (el uso político de la educación; las causas del abandono escolar; la idoneidad de los nuevos métodos educativos y la pertinencia de los tradicionales: esfuerzo, memoria y exigencia; la experiencia de los países del este asiático, que adelantan a los occidentales en eficiencia y resultados académicos; el papel de los profesores y el cuestionamiento de su actual rol como meros guías o facilitadores de los alumnos; la oportunidad de reválidas e itinerarios; la función de la Formación Profesional y la Universidad; el futuro del aula en un mundo en el que el auge de las nuevas tecnologías parece relegar -o hacer desaparecer- a las Humanidades), se abordan asuntos como la poca especificidad de la nomenclatura pedagógica, ambigua y, por tanto, susceptible de interpretaciones más o menos “esotéricas”; el carácter escasamente científico de muchos de los postulados de la más moderna pedagogía, lo que a menudo sirve para encubrir un enfoque claramente ideológico, “de parte” pues, y poco objetivo; los nefastos efectos de la división educativa autonómica de nuestro país, diecisiete “hechos diferenciales” en una cuestión que debiera responder a planteamientos más uniformes; la captación del profesorado de Primaria y Secundaria entre los expedientes menos brillantes de las distintas promociones (siempre en España; Finlandia, Estonia o Singapur, países de políticas educativas exitosas, “filtran” con criterios opuestos); el hoy hegemónico populismo operando también en el ámbito de la docencia con el inconcebible -siempre a su juicio- rechazo a las reválidas y los mecanismos de control externo; la enseñanza de la Religión, de la educación sexual, de la igualdad de género, de los valores cívicos en la escuela; el conflicto -poderosa y engañosamente ideologizado, como casi todo en nuestro país- entre enseñanza pública y concertada: Dinamarca, un país intachablemente democrático, dispone de una amplia red de centros concertados; el error que supone poner al alumno como centro y figura principal de la educación; la actual desconfianza en la obediencia, la instrucción, la excelencia, la disciplina y el cumplimiento de las normas, y, por el contrario, el correlativo énfasis en lo divertido, lo lúdico o el aprendizaje por descubrimiento; el descrédito del profesor que pretende enseñar; la relativización de la importancia del conocimiento, del saber, sustituidos por las destrezas, las habilidades o las actitudes; la dicotomía, fraudulenta al presentarse como excluyente, entre conocimientos y competencias; la sacralización de los métodos pedagógicos innovadores y la insensata relegación -por supuestamente obsoleta- de la tradicional explicación del profesor; la entrega irrestricta de la escuela a las “nuevas tecnologías” que se presentan como la panacea de todos los males de la enseñanza; la chata visión de la educación considerada como una preparación para el mercado y la vida laboral; la rebaja de la exigencia y la devaluación del nivel de los estudios, de los currículos, de los libros de texto, de los diplomas y los títulos; el infantilismo general promovido -confiemos en que de modo no consciente- por una institución escolar que consiente el bajo nivel de frustración del alumnado, su falta de paciencia, su anhelo de fama y celebridad fáciles, su absoluta carencia de esfuerzo y sacrificio, su irresponsabilidad casi congénita, su horror al aburrimiento, su “presentismo” suicida; la controvertida “equidistancia” de los padres, que dimiten de su función educadora y “comprenden” y hasta alientan la desidia de sus hijos; la necesidad -hoy más que nunca- de la atención y la concentración como presupuestos indispensables de cualquier aprendizaje fecundo, o lo que es lo mismo: de cualquier aprendizaje que merezca en realidad ese nombre; la obligación del educador -profesores y padres- de marcar límites y normas, de imponer pautas y constricciones, de exigir y decir “no”, pues solo se crece y se es libre si antes se ha adquirido el dominio de uno mismo; la urgencia de recuperar la instrucción (el profesor que “enseña” una materia) frente a su actual sustitución por la educación (el profesor que actúa como una especie de asistente social y que acaba por hacer funciones que corresponderían a las familias, desdibujando su tarea primordial); la polémica -con más aristas que las que afloran en el simplista debate público, de nuevo muy cargado de ideología- sobre la educación diferenciada por sexos; los muchos problemas de la Universidad y su endogámico y en muchas ocasiones no convenientemente seleccionado profesorado; la escasa cualificación de los universitarios españoles (La OCDE dice que un universitario español tiene el mismo nivel que un bachiller de Holanda o Japón); la antinatural consideración, en un mundo hipercapitalista, del alumno como cliente o consumidor, con las perniciosas consecuencias derivadas de ello; las repercusiones, no siempre benéficas, de la omnipresencia de las nuevas tecnologías en la educación; y tantos otros interesantes temas de reflexión…

Pese a sostener sus tesis desde una posición parcial, aunque muy sensata, que admite, al menos en mi caso, numerosas objeciones, el exhaustivo repaso que hace Enkvist al mundo de la enseñanza es muy sugerente y lleno de interés, razón por la que os recomiendo, como puerta de entrada al resto de su obra traducida en España, este estimulante Controversias educativas.

Os dejo ahora con un fragmento entresacado del libro de Andreu Navarra y con Kodachrome, el clásico de Paul Simon, cuya primera estrofa habla de los días de la escuela:

Cuando pienso en todas las tonterías que aprendí en el colegio. 
Es un milagro que todavía sepa pensar. 
Y aunque mis carencias educativas no me han perjudicado, 
puedo leer lo que está escrito en la pared. 




Entra una de las psicopedagogas del centro, se sienta, y me cuenta que sus alumnos de atención individualizada no hacen los exámenes por pereza. Cuando se les enuncian las consecuencias de ello, se encogen de hombros. Es que les da igual. Como les da igual caerse por las escaleras. En algunos casos, hemos alcanzado una especie de nihilismo final, de estación definitiva: el alumno que no hace nada, y se pasa sin hacer nada unos tres o cuatro años. 

Lo digo sin un ápice de sensacionalismo o acritud. Al revés. Lo comento como un hecho cotidiano que despierta hasta mi simpatía. Confieso que el fenómeno me intriga, me inquieta; y, por supuesto, trato de atajar el problema con todos mis recursos. 

Cuando me lo explicó una compañera de catalán, en otro centro, durante una vigilancia de patio, yo no me lo creí. Que había institutos en los que la mitad de los alumnos dejaban absolutamente todos los trabajos en blanco, incluso los exámenes. Hasta que lo pude comprobar con mis propios ojos. Hay una bolsa de alumnos, minoritaria pero no menos preocupante, a quien se le hace una montaña insalvable escribir una redacción de diez líneas o contestar un cuestionario. Aún espero convencerlos, invitarles a ingresar en el curso. Pero a veces solo consigo avanzar un poco. 

Con dos cafés delante, la profesora de francés me explica algo que le acaba de ocurrir. Al parecer, en su clase de cuarto de ESO se acaba de producir un amago de motín. Inés ha traído hoy una ficha que era un mapa de Francia en blanco, donde había que poner nombre sobre los puntos de París, Lyon y Marsella, y sobre el río Ródano y el Sena, más un par de cordilleras. El ejercicio había que repetirlo al cabo de una semana, sin el modelo delante, es decir, de memoria, y al parecer los alumnos han protestado. 

¡Aprenderse todo aquello! ¡Para qué! 

Inés me mira y me confiesa su oculto pecado: sigue creyendo en la memoria. En el poder liberador y civilizador de la memoria. En este caso, memoria para almacenar una cantidad realmente mínima de datos, información absolutamente básica sobre un país vecino. 

El para qué es la gimnasia mental, el ejercicio de nuestra herramienta biológica de supervivencia en el mundo. Hay un movimiento muy denso, muy potente, contra todo lo que pueda significar movimiento, agilidad y retención dentro de la mente. 

Pero yo sé que mi hijo, que tiene nueve años, hace una extraescolar de teatro. Es perfectamente capaz de aprenderse un papel, de aprenderse unos movimientos. Y lo hace con una gran sensación de alegría. 

Es posible que mi compañera Inés sepa perfectamente que la mayoría de los profesores viven en secreto, como un delito inconfesable, su fe en la pervivencia de la memoria. Yo mismo opino que resulta imposible expresarse con viveza sin un ejercicio de memoria, sin disponer de léxico y de ideas relacionables, almacenadas, al alcance de la mano. Conceptos básicos que uno debe manejar cuando ha de generar un texto o entenderlo. 

Recuerdo otro suceso que observé cuando yo empezaba a dar clase, precisamente en el centro en el que supe por primera vez de esa especie de nihilismo en forma de pereza extrema que avanza subrepticiamente y que he convenido en llamar «síndrome del examen en blanco». Ocurrió en una clase dificilísima de tercero de ESO. En esa aula tenían que convivir, toda la mañana y apretados, treinta y ocho adolescentes. Un día llevé una fotocopia: en una cara había un texto sobre los cantares de gesta y en la otra cuatro o cinco preguntas que había que contestar. Leer en silencio, responder unas preguntas de comprensión. Dije que lo recogería al final de clase. 

Se hizo el silencio, los alumnos se concentraron y empezaron a leer. De repente, escuché unos sollozos. Otra de las cosas que un profesor aprende rápido a detectar es a un alumno llorando: a acompañarle fuera del aula e intentar entender por qué. En estos casos es esencial actuar deprisa, sobre todo para detener procesos de humillación o problemas personales. 

En este caso, la alumna no paraba de llorar, visiblemente afectada, y se negaba tanto a levantarse para salir afuera como a verbalizar la causa de su llanto. 

Hasta que al final terminé por comprender: la alumna lloraba porque tenía que leer. Porque comprendió, con estupor, que sus compañeros estaban leyendo el texto y que terminarían respondiendo a las preguntas de comprensión. Lloraba porque no le quedaba más opción que hacerlo. 

Andreu Navarra. Devaluación continua

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