Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de enero de 2021

MISCELÁNEA ENERO 2021. POESÍA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el programa de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca. Este miércoles continuamos con la algo anómala serie que desde comienzos de año os estamos ofreciendo en nuestro espacio. Se trata, como ya anticipé hace quince días, de una propuesta distinta a la habitual en nuestras emisiones, cada una de las cuales suele centrarse con carácter monográfico en una única obra. En esta ocasión, sin embargo, y movido por mi afán de “dar salida” a libros que yo he leído el pasado 2020 y que, ni han tenido sitio en un comentario convencional, extenso y demorado, en alguno de nuestros programas anteriores, ni, por otro lado, quiero, dada su calidad, dejar de recomendarlos, he decidido organizar un ciclo -con cuatro entregas en total, la de hoy es la tercera- en el que os sugiero, de manera algo apretada y estirando al máximo las costuras del espacio, la lectura de varios títulos en cada emisión. Las novelas protagonizaron la primera de estas propuestas plurales, seguidas por los grandes clásicos de la literatura universal, objeto de análisis la semana precedente a la actual, para llegar ahora a la poesía, que nos ocupará en exclusiva en la edición de esta tarde. Un género, el poético, que no siempre aparece en Todos los libros un libro con la frecuencia merecida y del que hoy quiero dejaros, de un modo muy sucinto aunque entusiasta, cuatro excelentes muestras. 

Vayamos, pues, y sin más dilación, con la primera de ellas, la de la revista Litoral. Definida de modo explícito por la rúbrica que acompaña a su cabecera, Revista de Poesía, Arte y Pensamiento, Litoral lleva noventa y cinco años -su primera aparición fue en 1926- ofreciendo al lector interesado por tan amplio abanico de temas unos siempre muy cuidados e interesantes números. Hace ahora diez años, en marzo de 2011, os ofrecí aquí una primera aproximación a la revista, de la que os dejo ahora una breve cita en la que se recuerdan los orígenes y el desarrollo posterior del inusual, ambicioso y longevo proyecto, en el que se suceden las vicisitudes, los silencios y las reapariciones: 

En 1926, dos poetas, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, deciden poner en marcha una revista que pudiera canalizar sus ideales poéticos y aun estéticos en el sur de España, en una Málaga no demasiado unida hasta entonces a proyectos artísticos o experiencias literarias de envergadura. La cercanía al mar de la pequeña imprenta en la que se editaban los primeros números, la reiterada presencia de los motivos marinos en la poesía de algunos de los colaboradores más destacados, caso de Rafael Alberti, por ejemplo, junto a la explícita voluntad de los fundadores de editar una revista que evocara al mar, fueron algunas de las causas que llevaron a la elección del nombre, Litoral, y del dibujo, un pez saliendo de un agua azul, el símbolo identificativo de la revista, obra del pintor Manuel Ángeles Ortiz, y que se ha mantenido hasta nuestros días, como un icono de lo mejor de nuestra cultura en el siglo XX. En el sumario de aquel primer número, aparecen los nombres de Federico García Lorca, Jorge Guillén, José Bergamín, Gerardo Diego, que, junto a los ya mencionados Rafael Alberti y los promotores de la revista, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, constituyen lo más granado de la excepcional generación del 27. 

Desde entonces, Litoral ha acogido a todos los poetas, pintores, pensadores y artistas que han significado algo en nuestra vida cultural de los últimos ochenta años. La lista, aunque sólo fuera de las figuras señeras, sería interminable. Dejadme que os cite, en enumeración apresurada y forzosamente limitada, a Luis Cernuda, Gómez de la Serna, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Juan Gris, Pablo Picasso, Benjamín Palencia, Salvador Dalí o Manuel de Falla, para referirme a la primera época de la revista. También Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Max Aub o Francisco Giner de los Ríos como muestra de los colaboradores en la etapa del destierro, en México, tras la nefasta guerra civil. En los años sesenta y setenta Litoral acoge, entre otros, a José Ángel Valente, José Agustín Goytisolo, José Manuel Caballero Bonald, Fernando Quiñones, Claudio Rodríguez, Gabriel Celaya, Jaime Gil de Biedma, Ángel González. Todos ellos nombres mayores, muy mayores, de nuestra poesía. En los últimos veinte años, con la presencia destacada de Lorenzo Saval, su actual director, Litoral ha ofrecido sus páginas a todos los poetas que tienen algo que decir en nuestra poesía actual. 

A lo largo de su historia, la revista, que normalmente gira en cada nuevo número, sobre un tema de referencia, un eje central y monográfico que lo articula, han dedicado su espacio en exclusiva a Felipe Benítez Reyes, Luis Antonio de Villena, Luis García Montero, Ángel González, José Manuel Caballero Bonald, Carlos Marzal, Luis Alberto de Cuenca o Rafael Pérez Estrada, por citar a algunos de los poetas españoles más o menos “actuales” con un volumen “propio”. También, Kavafis, Neruda, Alberti o Picasso, entre otros nombres de dimensión internacional, han tenido su ejemplar. Igualmente, la revista ha presentado ediciones en las que se ha repasado la poesía de Argentina, Galicia, Italia, Cataluña, México o Chile. No obstante, la mayor parte de los títulos han girado sobre muy apasionantes temas como el mar, la ciudad, los animales, el deporte, el flamenco, el cine, el jazz, la identidad, el rock español, los trenes, los árboles, el arte de volar, el agua, el humo (del tabaco), el vino, la gastronomía, la pintura escrita, las cartas, las marcas, la noche, los viajes, la locura, el cuerpo, el humor, las islas, el automóvil o la moda. 

En este último esquema temático se inscriben las dos publicaciones de la revista -números 269 y 270- en este pasado 2020 (son dos, en efecto, los números anuales que se editan), dedicadas a Eros, la primera, y al Mundo sensible, la más reciente. Ambas, como ocurre, por otro lado, en la totalidad de las entregas que integran la larga historia de la “firma”, se presentan en un muy atractivo formato misceláneo, con cientos de páginas que albergan decenas de poemas, numerosos estudios, algunos pequeños ensayos, infinidad de imágenes, cientos de reproducciones de cuadros, múltiples ilustraciones, en un conjunto siempre deslumbrante de consulta, lectura y “degustación” siempre interesantes y placenteros. Una delicia de disfrute asegurado. 

En Eros, la mera enumeración de los capítulos ya resulta muy seductora -y nunca mejor empleado el término-: lujuria, fluidos, orgasmos, voyeurs, amantes, seducción, de la cabeza a los pies (con un exhaustivo recorrido por el cuerpo entero, “leído” en clave erótica), ninfomanía, homosexualidad, alcobas, cuernos, onanismo, pedofilia, fetichismo, prostitución, incesto o pornografía, entre otros. 

Mundo sensible, un ejemplar guiado por la preocupación por el medio ambiente y por la destrucción del entorno, agrupa una secuencia de eventos involucrados en el desarrollo del planeta. Una visión telescópica y microscópica desde la creación del cosmos hasta el mundo amenazado de hoy en día. En sus páginas hay poemas -y reproducciones de obras de arte y textos en prosa- dedicados a la cosmogénesis, los cuatro elementos, la tierra, la vida, el mundo humano -en particular el urbano-, el vegetal y el mineral, las cuatro estaciones, la naturaleza, la ecología, el pacifismo y un par de secciones postreras que se ocupan del mundo exterior y del mundo amenazado, con apartados sobre la bomba atómica, el cambio climático, la contaminación, los accidentes nucleares, la deforestación y la sequía, la extinción de las especies y un actualísimo, por desgracia, capítulo sobre las pandemias, con un evocador poema en prosa de Ana Grandal que os dejo como cierre a esta reseña. 

Con idéntico criterio recopilatorio y similar voluntad de antología y compendio “monotemático” apareció el año que acaba de terminar La cerveza, los bares, la poesía, un título explícito para encabezar el volumen número 1.100 de la ya clásica colección de poesía de la editorial Visor. Su editor, Jesús García Sánchez -Chus Visor en el “milieu”-, presenta el libro en un prólogo interesante en el que explica, con sintaxis desmañada y con más de un fallo tipográfico, la pequeña historia del benéfico “brebaje”, la de los bares, tabernas, cafés y establecimientos de bebidas, y la fuerte vinculación de ambos, cerveza y locales en los que se dispensa, con la literatura y, más en particular, con la poesía. 

La Colección Visor de Poesía, muy reconocible con sus libros de portada de color negro, brillante, y el acogedor diseño del maestro Alberto Corazón, lleva más de cincuenta años ofreciendo al lector lo mejor de la poesía española y universal, en un catálogo inigualable. En un género tan minoritario, en principio, resulta elogiable este empeño, tenaz y, a la postre, exitoso, por iniciar, primero, y consolidar, después, una labor de difusión de la poesía entre un público no especialmente proclive al acercamiento a la lírica ni tampoco propenso a su valoración y disfrute. Orgullosa de sus logros, la editorial ha tendido a conmemorar la llegada de su colección a los números que redondean las distintas centurias con diversas antologías, dedicadas, por ejemplo, a Ángel González (nº 300), los mejores poemas del siglo XX (nº 500), Madrid, capital de la gloria (nº 600), la bibliofilia y el amor al libro (nº 700, del que ya hablé hace años en el espacio), el fútbol (nº 800, que apareció en Buscando leones en las nubes), el propio editor, con textos (no solo versos) a él dedicados por poetas amigos y colaboradores (nº 900), Antonio Machado (nº 1.000), y lo hace también ahora, llegada la entrega 1.100 de la serie, con el protagonismo de esas cervezas y bares que nos “invitan” desde el título. 

Más allá del provechoso preámbulo, que ocupa cincuenta de las cuatrocientas páginas del libro, éste interesa por la selección de más de ciento cincuenta textos, en su mayoría poemas, relativos al tema objeto de la antología. Desde el anónimo autor del Poema de Gilgamesh, del siglo X a.c, que abre la recopilación, hasta el joven poeta costarricense Juan Carlos Olivas, cuyos versos (honor a aquellos […] que vendieron a su Cristo por treinta cervezas y predicaron de su vida entre los bares), ponen término al libro, el repertorio de autores escogidos es impresionante, en un espléndido y representativo elenco de lo más destacado de la poesía española, hispanoamericana y universal. 

Homero, Shakespeare, François Villon, Poe, Paul Verlaine, Stevenson, Cavafis, Rubén Darío, Chesterton, Antonio y Manuel Machado, Apollinaire, T. S. Eliot, Ramón Gómez de la Serna, Fernando Pessoa, Anna Ajmátova (en un libro con una obvia poca presencia femenina), Gerardo Diego, Scott Fitzgerald, Lorca, Alberti, Neruda, Cesare Pavese, Malcolm Lowry, Gabriel Celaya, Cunqueiro, Elizabeth Bishop, Benedetti, Bukowski, Jack Kerouac, Ángel González, Carlos Barral, Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, Carver, Manuel Vázquez Montalbán, los dos Panero poetas, Luis Alberto de Cuenca y Luis Antonio de Villena, Luis García Montero, Fernando Aramburu, Karmelo C. Iribarren, Felipe Benítez Reyes, Carlos Marzal, Benjamín Prado, Manuel Vilas, la obra de muchos de los cuales no se explica sin la presencia -literaria o vital- del alcohol, pueblan las páginas del volumen, en el que también hay sitio para los guiños (un doliente poema de Marilyn Monroe), las eternas amistades (el para mí insufrible Sabina “canta” 19 días y 500 noches, por otro lado espléndido, si se obvia al personaje), la autocomplacencia (la sensiblera evocación, a cargo del propio García Sánchez, del bar KonTiki y de sus encuentros en él con el poeta Ángel González) y las presencias algo extemporáneas (de Philippe Delerm, autor de un interesante El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, se incluye el pasaje que explica el título de su libro, con poco en común con los demás autores escogidos, aunque sí, como es claro, con el tema central). Estamos, en cualquier caso, ante un apetitoso muestrario etílico-lírico-festivo cuya lectura es altamente recomendable. Dentro de unos meses, en Buscando leones en las nubes, muchos de los textos del libro protagonizarán una breve serie en la que también la música girará sobre el motivo central de los bares y las cervezas. 

Uno de los poetas presentes en la antología de Visor, el cartagenero José María Álvarez, es mi tercer “invitado” de esta tarde en relación con una relativamente nueva antología de su obra, de título La mirada de la esfinge, una publicación, a cargo de la también poeta y experta en la obra de Álvarez, Noelia Illán Conesa, aparecida en 2019 en la editorial Olé Libros. La selección de poemas, regida esta vez por el hilo conductor del deseo, continúa en cierto modo otra compilación de la misma antóloga que en 2015, y bajo la borgiana rúbrica de El oro de los tigres, se centraba en las ciudades de presencia recurrente en la poesía de Álvarez: Esmirna, Venecia, Alejandría, Estambul, Budapest, Nueva York, Roma, Essaouira, París, Benarés, Barcelona, Sevilla, Atenas, Cartagena, Taormina, Alejandría, Berlín, Kyoto, San Petersburgo o Nueva Orleans, entre otras. La excusa de la novedosa edición me permite, no obstante, desviar la mirada de sus páginas, interesantes aunque limitadas (el libro se organiza en dos breves partes, Las huellas del deseo e Imposible terciopelo, con 27 y 32 poemas, respectivamente), para centrarla en Museo de cera, la obra magna en continua reelaboración, cuya última y quién sabe si definitiva versión es de 2016. 

Mi interés por la poesía y la figura de José María Álvarez se remonta a finales de los años setenta cuando en mi etapa universitaria, en Santiago de Compostela, asistí, con una sensación ambigua, entre el desconcierto y el entusiasmo, a una conferencia suya, acompañada de una lectura de poemas. Yo ya conocía al poeta por su presencia -con el paso de los años polémica- en la antología de José María Castellet, Nueve novísimos poetas españoles, que revolucionó el panorama poético de nuestro país a partir de su aparición en 1970. Allí estaba, en efecto, Álvarez, acompañado de otros nombres mayores de nuestra lírica: Vázquez Montalbán, Martínez Sarrión, entre los de mayor edad, y los entonces jovencísimos Guillermo Carnero, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Ana María Moix, Vicente Molina Foix y Leopoldo María Panero. Por simplificar el impacto de aquella “aparición”, los novísimos representaban una ruptura radical con la poesía social de la generación anterior, la de los 50, realista, costumbrista, combativa y hasta militante, con una propuesta que, al margen de las muchas diferencias entre los distintos autores, se presentaba como esteticista, cosmopolita, culturalista, libre y abierta, atrevida formalmente, con vínculos tanto con la antigüedad clásica como con los más actuales referentes de la cultura pop, el cine y la música, renovadora y, como consecuencia de todo ello, bastante alejada de los postulados éticos y estéticos de los movimientos culturales de la época, progresistas y antifranquistas, frente a los cuales algunos de los componentes del grupo se ofrecían con no disimulada voluntad provocadora. Ese carácter desafiante y atrevido, agitador y hasta iconoclasta, especialmente destacado en el caso de José María Álvarez, fue el que dejó en mí una huella confusa e imborrable -por cuanto cuestionaba los simplistas esquemas “progres” en aquel tiempo y, a la vez, abría nuevos horizontes en mis pensamientos y mi sensibilidad- tras aquel casi iniciático acto compostelano. Su obra, inmensa, se prodiga en novelas, ensayos, infinidad de libros de versos, artículos, colaboraciones con el cine y la radio, conferencias, traducciones -en 1976 presentó la de Kavafis en Hiperión, que me deslumbró entonces y aún lo sigue haciendo- pero es en Museo de cera donde, a mi juicio, alcanza su mejor expresión. Aparecido por primera vez en 1970, en la editorial Helios, con el título de 87 poemas, el libro ha ido creciendo en sucesivas ediciones (yo tengo, además de aquella primeriza, las de La Gaya Ciencia, Hiperión, Visor y Renacimiento, tanto la de 2002, como esta última, de 2016, que alcanza ya las 900 páginas; hay dos más publicadas por la Editora Regional de Murcia). 

No puedo siquiera proporcionar aquí un ligero atisbo de la inabarcable frondosidad de un libro desbordante y excesivo, en cierto modo infinito. Apuntaré, tan solo, que la poesía de Álvarez es interdisciplinar y cosmopolita, rebosa ingenio, capacidad de provocación e incorrección política, y está guiada por un esteticismo y un refinamiento algo elitista. Sus poemas, a los que habitualmente antecede un conjunto de citas que en ocasiones superan en amplitud a la de la propia composición, encabezados, a menudo, con un título también extenso, aparecen poblados por abundantes referencias culturales (en ocasiones, el texto es “solo” una sucesión de frases, menciones, reflexiones, entresacadas de diversas obras artísticas), pertenecientes, sobre todo, a los fecundos territorios de la literatura, el cine -en particular el clásico de Hollywood-, la música -sobre todo el jazz- o el arte, que el poeta presenta con una babilónica erudición, una elogiable -y quizá, para sus detractores, algo pedante- variedad de idiomas (francés, inglés, alemán, francés, griego, latín), y siempre envueltas en un aura romántica, exótica, algo evanescente y, a la vez, muy tangible, carnal. 

Como mera muestra de la amplitud del universo cultural que el lector puede encontrarse en Museo de Cera, transcribo aquí la lista de autores más representados en el libro, un elenco de veintinueve nombres clasificados por el profesor de la Universidad de Murcia José Ángel Baños Saldaña, que en su estudio La poesía es infinita: la reflexión metaliteraria en Museo de cera, de José María Álvarez, ha identificado aquellos artistas que son nombrados al menos diez veces en los versos del poeta cartagenero: Shakespeare, Borges, Stendhal, Mozart, Tácito, Quevedo, Virgilio, Stevenson, Hölderlin, Montaigne, Kavafis, Melville, Cervantes, Nabokov, Kafka, Flaubert, Velázquez, Lampedusa, T. E. Lawrence, Orson Welles, Baudelaire, Maria Callas, Homero, Goethe, Rimbaud, Casanova, Valle Inclán, Scott Fitzgerald y Rilke. Pero son muchos más, decenas… 

Entre este apabullante aluvión de referentes, la poesía de Álvarez se mueve en torno a una serie recurrente de temas, la búsqueda de la belleza, el alcohol, el arte, la lectura, la mujer -una mujer siempre poderosa, “superior”, con una presencia siempre ambivalente, capaz de transformar la vida y elevarla de la miseria cotidiana, y capaz igualmente de arruinarla y llevarla a la destrucción-, el sexo, el deseo carnal, el erotismo, la muerte, la decadencia, el pasado, las ruinas, las alusiones nostálgicas al mundo clásico, mitificado frente al presente mediocre, inculto, mezquino. Hay siempre una suerte de carpe diem profano, libertino, que defiende, con elegancia y sofisticación, el exceso y el placer, el refinamiento y la lujuria, la exaltación de los sentidos, en una aceptación elegante, algo estoica y con una ostensible melancolía, de la belleza ante la consunción de todo lo que hay. Un poeta indispensable. 

Como lo es, también, Louise Glück, a la que quiero traer aquí, apresuradamente y como cierre al espacio por esta tarde, movido por mi entusiasta descubrimiento de su poesía tras la reciente concesión del Premio Nobel en octubre pasado, otorgado por su inconfundible voz poética, que, con una belleza austera, convierte en universal la existencia individual. Yo no había leído a la poeta norteamericana hasta que, hace unas semanas, y pasados los fastos del galardón, recibí, como un inesperado regalo, Una vida de pueblo, un poemario de 2009, publicado en España en marzo de 2020, en el siempre cuidadoso y elegante sello de la editorial Pre-Textos, que alberga en su catálogo -muertos en sus almacenes, como ahora explicaré- los otros seis títulos de Glück que han aparecido entre nosotros: El iris salvaje (2006), Las siete edades (2011), Ararat (2008), Averno (2011), Vita nova (2014) y Praderas (2017). Desde entonces, he podido acercarme también los dos primeros de esta lista, manteniendo -y hasta acrecentando- el deslumbramiento provocado por el que inauguró mi experiencia lectora de la nueva Nobel. 

Antes de comentar, siquiera brevemente, mis apasionadas impresiones sobre el primero de los tres libros leídos, quiero reseñar, pues será de utilidad para el lector que esté interesado en acceder a la obra de Glück, la sorprendente y lamentable peripecia editorial en la que se han visto envueltas las versiones españolas de sus poemas. La ejemplar editorial Pre-Textos se lanzó en 2006, de modo humilde pero obstinado, a la difícil tarea de dar a conocer la obra de una poeta entonces -y hasta hace tres meses- casi desconocida para el público medio. La perseverancia de sus responsables, la calidad de la obra y la belleza de las ediciones (textos bilingües, traducciones cuidadas a cargo de reconocidos poetas -Abraham Gragera, Ruth Miguel, Eduardo Chirinos, Mirta Rosenberg, Andrés Catalán, Adalber Salas o Mariano Peyrou-, delicadas viñetas de Ramón Gaya y otros pintores en la portada, acogedor formato, elegante tipografía) no fueron suficientes para conseguir cubrir gastos, tras la venta, en catorce años, de apenas algunos escasos centenares de los siete títulos, condenados al olvido y a la indiferencia por parte, incluso, de la crítica especializada. La “lotería” del Nobel resultaba, pues, un acto de justicia poética -nunca mejor dicho- que iba a recompensar la esforzada labor de la editorial independiente y su hasta entonces poco valorada apuesta por la escritora neoyorquina… Y a ello parecían apuntar todos los indicios: “En un cuarto de hora vendimos más libros que en 14 años”, confesaban, exultantes, los editores una semana después de darse a conocer el nombre de la premiada, anticipando la inmediata reedición de los libros ya publicados y augurando la traducción de los otros cuatro o cinco escritos por la autora y sin ver aún la luz en nuestro país. 

Al poco, no obstante, en noviembre de 2020, transcurrido un mes escaso del premio, conocíamos por los medios de comunicación que el agente literario de Glück, Andrew Wylie, significativamente conocido en los ambientes culturales como El Chacal, por su planteamiento agresivo y hasta despiadado de las negociaciones entre escritores y editoriales, y que cuenta entre sus clientes con una lista interminable de muy afamados autores en el mundo entero, denunciaba el contrato con Pre-Textos, retiraba al sello los derechos de traducción y difusión de las obras, prohibía la venta de los ejemplares que pudieran obrar en su poder y exigía su destrucción (de hecho, en la página de la editorial cualquier posibilidad de compra de los libros resulta estéril). Ofrecida, al parecer, al mejor postor, la obra de Glück aparecerá en pocos meses en la editorial Visor, que se ha hecho con sus derechos. Una historia, en fin, que, pese a que las razones de ambos litigantes puedan ser entendidas, resulta muy triste e insatisfactoria. 

Louise Glück, que tiene en la actualidad 77 años, es miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras y profesora en diversas universidades. Su obra poética, que alcanza la docena de títulos, le ha proporcionado numerosos premios aparte de este Nobel de su consagración: el Nacional de la Crítica de su país, el muy prestigioso Premio Pulitzer, el de los lectores del New Yorker, la influyente revista cultural norteamericana, el de la Biblioteca del Congreso, entre otros. 

Una vida de pueblo -no hay tiempo para comentar otros libros- es una maravilla. Con un planteamiento aparentemente sencillo y un estilo austero, transparente, Glück muestra, en una especie de monólogos interiores en los que se aprecia el tono autobiográfico, el discurrir de la existencia en un entorno rural norteamericano. En ellos la naturaleza cobra un especial protagonismo, los ciclos vitales, el paso de las estaciones y su reflejo en el paisaje (Cosas verdes seguidas por cosas doradas seguidas por blancura), las montañas y los campos, las cosechas, el río cercano, los árboles -álamos, olivos, pinos, durazneros-, las hojas, el humo de las fogatas, los animales -la lombriz, el zorro, grillos, cigarras, y perros, y gatos, y ratones, y murciélagos, y gaviotas (estas solo imaginadas)-, los olores -limoneros, naranjos, romero, tomillo, menta-, la tierra, dura, fría, poderosa, la luz, el sol que se cuela entre las cortinas, la lluvia, la nieve como silencio cayendo del cielo, las tormentas, el crepúsculo (el poema así titulado, que leí en antena, aparece cortado, desprovisto de su verso final, por un problema técnico), la oscuridad nocturna, las estrellas reflejándose en las aguas del río. También las desoladas calles de la pequeña ciudad, sus restaurantes, la plaza y su triste fuente, el café, las madres con sus carritos de bebé, la anodina vida de pueblo, sin expectativas (Nadie entiende realmente/ la ferocidad de este lugar,/ la manera en que mata gente sin razón). Y el discurrir del tiempo y sus efectos en las gentes: las adolescentes perdidas en su confuso descubrimiento del mundo, los chicos que se enamoran, la tibia y perturbadora intuición del sexo, los bailes populares y los rituales de acercamiento entre sexos, los matrimonios que se rompen, la derrota del amor (no queda nada del amor,/ sólo extrañamiento y odio), los nacimientos, la tristeza de los que se van, la soledad de quienes se quedan, el silencio, el cansancio vital, la muerte, y de nuevo todo recomienza... Los poemas, bellísimos, son como instantáneas, fotografías que atrapan un momento fugaz: una mujer que mira por la ventana; un hombre que bebe en soledad, abandonado; la madre mortalmente harta de su vida; el amigo enamoradizo, amante de las mujeres, pujante, feliz en su cuerpo; una vecina que sueña con el mar; jóvenes fumando apoyados en la pared de la clínica del pueblo, en domingos crueles, perdida ya toda esperanza; ancianos merodeando entre las mesas de la plaza; la doctora que cena en soledad tras el funesto diagnóstico a un paciente; una vieja que camina a medianoche, invisible ya a los ojos del mundo; un hombre que conversa con el dueño de un oscuro bar, menos sombrío, en cambio que el cuarto solitario… hay algo "hopperiano" en estas estampas, el mismo tono neutro, casi documental, pero lleno de emoción, de ternura, de delicadeza, de sensibilidad, de una belleza inconmensurable. No dejéis de acercaros a Una vida de pueblo, y el resto de poemarios que podáis conseguir de Louise Glück, os aseguro una experiencia inolvidable. 

La noche de verano resplandecía; en el campo las luciérnagas brillaban. 
Y para aquellos que entendían de estas cosas, las estrellas enviaban mensajes: 
dejarás el pueblo en que naciste 
y te harás muy rico, muy poderoso en otro país, 
pero siempre lamentarás algo que dejaste atrás, aunque no puedes decir lo que era, 
y eventualmente regresarás a buscarlo 

Os dejo ahora, como complemento musical a mis propuestas, con Billie Holiday, muy querida de José María Álvarez, interpretando Easy living, presente en Maduz, uno de sus poemas. 


El día después. Ana Grandal 

La cuarentena ha llegado a su fin. Durante un mes largo, las calles, vacías de coches y ausentes de voces, se habían poblado de silencio, y los vecinos enclaustrados en sus casas parecían haberse contagiado de esa misma quietud. En las escasas salidas para comprar alimentos, ella descubrió una ciudad muda, un animal tranquilo y callado que acaba de despertar envuelto en una algarabía de bocinas, gritos entusiastas y músicas desenfrenadas que surgen del asfalto y de toda ventana abierta, en celebración del retorno a la normalidad. Ella también abandona su encierro: ha decidido irse a vivir a una isla desierta. 
 
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Miscelánea enero 2021. Poesía 

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