Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de enero de 2021

MISCELÁNEA ENERO 2021. CLÁSICOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana seguimos los pasos de la emisión de hace siete días en la que, como recordaréis los seguidores del programa, os planteaba presentar mis recomendaciones lectoras bajo un esquema diferente al más habitual en nuestra ya dilatada historia. Y es que, en estas tres primeras semanas del año en vez de centrar cada emisión en un único título, estoy ofreciéndoos una muestra plural y variada de libros que he leído a lo largo del pasado 2020 pero que no he tenido tiempo para glosar convenientemente, de manera detallada y con la extensión debida, ni en las ediciones de los últimos meses ni en las que se avecinan en el primer trimestre de 2021. 

El miércoles pasado mi planteamiento giraba en torno a las novelas, con siete títulos -Los chicos de la Nickel, de Colson Whitehead; Habladles de batallas, de reyes y elefantes, de Mathias Enard; Orfeo, de Richard Powers; El espejo de nuestras penas, de Pierre Lemaître; La única historia, de Julian Barnes; Lluvia fina, de Luis Landero; y La fuente, de la escritora francesa Anne-Marie Garat. Hoy serán cuatro los libros cuya lectura os aconsejo, cambiando de tercio en cuanto al ámbito elegido, pues todos ellos son textos clásicos que llevan con nosotros varios siglos y han sido profusamente reeditados en nuestro país, como corresponde a su condición de títulos mayores de la historia de la literatura, pero que en los últimos meses han sido objeto de nuevas ediciones bellamente ilustradas en volúmenes que aúnan el estricto e indiscutible valor literario con el cuidado, la pulcritud y la calidad formal de su presentación. 

Empecemos, pues, por la primero de mis sugerencias, que presentaré en un riguroso orden cronológico. Yo leí la Odisea -también la Ilíada- de pequeño, en los textos, hoy imposibles para mí por el tamaño de la letra, de la minúscula colección Crisol de la editorial Aguilar, que mi padre compró íntegra cuando yo tenía, no lo recuerdo bien, diez o doce años. La edición de ambas obras, que pasa por ser la más “clásica” del último siglo, se presenta con la traducción, directa y literal del griego, de Luis Segala y Estalella. Guardo un recuerdo imborrable de las peripecias de Ulises -una dimensión, la “aventurera”, que resultaba la más directamente apreciable para un niño-, en particular la huida del cíclope Polifemo y el episodio de los carneros, la bruja Circe y los cerdos, los cánticos de las sirenas, entre otras; a cuya fascinación sin duda contribuían las preciosas ilustraciones de John Flaxman, unos dibujos que se reproducían a partir de los de una edición londinense de 1805. 

Hoy, sin embargo, no voy a hablaros de aquellos deliciosos libritos, sino que quiero comentaros una curiosa -y polémica- reedición de la Odisea, publicada en nuestro país el pasado septiembre por la editorial Blackie Books que inaugura con este título mayor su colección Clásicos liberados, la cual aparece bajo el lema: Los grandes clásicos de la literatura universal, en nuevas versiones fieles y desacomplejadas, ilustradas y comentadas con la mente abierta y el corazón ligero. Son precisamente el carácter “liberado” y “desacomplejado” de la serie (al clásico de Homero le seguirán, al parecer el Génesis, el Quijote, Gargantúa y Pantagruel y la propia Ilíada), y la apelación a la ligereza y la apertura de mente de quienes la presentan, los que suscitan las principales críticas de los detractores de la edición, celosos, quizá, de un mayor rigor de la publicación y una mayor fidelidad al texto originario. 

Y es que el propósito de los responsables de Blackie Books, conscientes de que las versiones “canónicas” de los grandes clásicos disuaden al lector y lo alejan de su lectura, consiste en proponer textos más asequibles, sin las “asperezas” de las creaciones primigenias, y rodeados, además, de un “aparato iconográfico” -dibujos, esquemas, mapas, colores- que incluye hasta el uso de los márgenes y una suerte de frisos a pie de página, que faciliten el acercamiento a unas obras que se tienen -equivocadamente, a mi juicio, al juicio del adolescente que las leyó gozosamente hace tantos años- como difíciles, complejas o, directamente, imposibles. Reconociendo la buena voluntad del empeño editorial, no puede haber duda de que las “simpáticas” y muy esquemáticas ilustraciones de Calpurnio o el moderno diseño gráfico a cargo del estudio Setanta están muy lejos de la belleza y la capacidad de evocación de “mis” estampas infantiles de John Flaxman. 

Pero es que, además, la “heterodoxia” -llamémosla así- del “desprejuiciado” proyecto editorial, va más allá de la mera cuestión formal y alcanza al contenido mismo del texto que se ofrece al lector. La Odisea de Blackie Books no se presenta a partir del texto griego, un largo poema en hexámetros, sino siguiendo como referencia la versión en prosa del novelista inglés Samuel Butler (la cual, según Borges, así lo subraya la editorial, es la más fiel de las versiones homéricas). En realidad, pues, lo que el lector español conocerá es la traducción a nuestro idioma, hecha por Miguel Temprano García, de la traducción inglesa del siglo XIX, que a su vez vierte a su lengua un texto griego del siglo VIII antes de Cristo, que antes había sido un conjunto de historias de transmisión oral, en un palimpsesto objeto de numerosas recreaciones a lo largo de los siglos. Por cierto, Butler sostenía -y argumentó su tesis en sus escritos- que la Ilíada y la Odisea eran obra de dos autores distintos, ninguno de ellos Homero; siendo además la Odisea el fruto de la creación de una mujer. En la introducción del libro que ahora os presento se incluye una breve pero sugestiva reflexión acerca de la nebulosa identidad del vate griego, una cuestión, tópica en los estudios sobre el tema, a la que ya se había referido, de un modo mucho más intenso y elocuente, Irene Vallejo en El infinito en un junco

Merece la pena, sin embargo, leer esta edición de Blackie Books. Aparte del propio interés del relato, que se degusta con interés y agilidad, puede ser la puerta que permita el acercamiento a versiones más ortodoxas (destaca también, al margen de la ya mencionada de mi infancia, la canónica de la editorial Gredos, que fue reeditada en 2019 con la traducción original de José Manuel Pabón y nuevo prólogo de Begoña Ortega Villaro). Y, por añadidura, permite disfrutar de una pequeña muestra de los miles de referencias que a lo largo del tiempo se han hecho de la Odisea desde distintos ámbitos culturales -cine, literatura, arte, música-. En concreto, y como coda al generoso volumen, cercano a las quinientas páginas, se recogen La versión de Penélope, un breve texto de Margaret Atwood; el poema Penélope de Dorothy Parker; la letra de la canción Más noticias de ninguna parte, de Nick Cave & The Bad Seeds; el microrrelato La tela de Penélope o quién engaña a quién, de Augusto Monterroso; y la letra de otra canción, Como Ulises, de nuestro irrepetible Javier Krahe, en una selección que profundiza en esa lógica algo iconoclasta y anticonvencional -“hereje”, dicen los responsables- de la edición. 

Mi segunda propuesta de esta tarde nos lleva a casi veinte siglos más tarde de la Odisea. Se trata de las Rubaiyat o Rubaiyyat (entre otras posibles denominaciones), la obra poética mayor, creada a caballo de los siglos XI y XII de nuestra era, del matemático, astrónomo y filósofo persa Omar Jayam, Jayyam o Khayyan, pues también hay diversas grafías admisibles (utilizaré indistintamente unas y otras en el transcurso de esta reseña). Rubaiyat es el plural de rubai, que significa “cuarteta”, pues ese es el esquema y la métrica del conjunto de estrofas que, desde la aparición de la primera edición europea, la muy elogiada de Edward Fitzgerald, presentada en Londres en 1859, forman parte del canon de la poesía universal de todos los tiempos. 

Yo conocí las Rubaiyat hace cuarenta años. En 1981 está fechado mi pequeño libro de la editorial Visor, de ese mismo título, en el que Carlos Areán traduce ciento cincuenta de estos breves poemas (de los doscientos, trescientos o hasta mil, según diversos estudiosos, que componen el corpus íntegro de la poesía de Jayyam) y los presenta en un prólogo extraordinariamente informado, muy ilustrativo e interesante y que, desde mi limitado punto de vista, sigue siendo el referente indispensable para acercarse al clásico persa. En noviembre de 2019 la editorial Reino de Cordelia, que volverá a aparecer más adelante en esta misma emisión, presentó una nueva versión de setenta y cinco rubaiyat traducidas del inglés por Victoria León, a partir de aquella primera traducción incomparable de Edward Fitzgerald (el adjetivo es de Luis Alberto de Cuenca, que firma el prólogo del libro). El volumen, formal y tipográficamente bellísimo, incluye las célebres ilustraciones ad hoc del artista húngaro, nacionalizado estadounidense, Willy Pogány (1882-1955), un auténtico as de su especialidad, en palabras, de nuevo, del poeta madrileño. Las estampas, con una clara influencia del Art Nouveau, son espléndidas, aunque, para el disfrute de los textos yo prefiero la edición de Visor. Os sugiero, pues, una lectura combinada que aproveche lo mejor de cada propuesta. 

El sucinto estudio de Carlos Areán analiza la figura de Omar Jayyam, lo sitúa en el contexto de su época, detalla las conexiones históricas, políticas, filosóficas y religiosas de su poesía, repasa las principales traducciones occidentales de su obra, plantea las dificultades -rítmicas, de métrica, de orden, de sentido- de las traslaciones a nuestro idioma y, sobre todo, apunta los principales motivos, preocupaciones, símbolos e imágenes fundamentales de unos versos sencillos y, a la vez, repletos de connotaciones, interesantes, aunque, en su mayor parte, no demasiado necesarias para su completo disfrute. 

A Omar Khayam, nacido en 1030 o 1040 en Nischapur, en lo que hoy es Irán, y muerto en 1123 o 1124 (hay muchas lagunas en lo que nos ha llegado de su vida y su obra: Luis Alberto de Cuenca -y la Wikipedia- cifran su nacimiento en 1048), se lo consideraba en su época un científico y no un poeta. Fue autor de libros científicos y filosóficos de los que, al parecer, solo se conservan dos, y director de un Observatorio astronómico. Estudioso de las matemáticas, en su Álgebra se ocupa de las ecuaciones, en especial las de tercer grado -cuando en su tiempo solo se conocían las de primer y segundo grado-, y llega a catalogar hasta veinticinco tipos diferentes. Sin embargo, ha pasado a la historia por la maravilla intemporal de sus poemas, no demasiado valorados en su momento. Cuenta Areán, que en el último cuarto del siglo XI y el primero del XII, los manuscritos de las Rubaiyyat circulaban clandestinamente, pues a menudo provocaban el silencio de los exquisitos o las iras de los musulmanes fanáticos. Es la “occidentalización” de su poesía, tras la acogida que de ella hace Fitzgerald a finales del siglo XIX, la que lo convertirá en una figura imprescindible de la cultura de la humanidad. 

Las versiones que nos ofrecen ambos libros son muy diferentes, apenas mantienen en común un eco, una leve semejanza, una sombra, una atmosfera, la tenue evocación de algunos vocablos coincidentes. Yo estoy acostumbrado a la “recreación” de la editorial Visor, que soslaya las dificultades derivadas del mantenimiento de la rima, la estructura interna de los versos, las convenciones del idioma en que fueron escritos, apostando por una traducción literal -aunque no desecha la perifrástica cuando lo exige la claridad del texto- que intenta preservar la calidad literaria, el aliento poético y las múltiples sugerencias a las que abren los poemas. En ella me basaré en los dos programas monográficos que dedicaré a las Rubaiyyat, dentro de unos meses, en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca. 

Si hubiera que resumir en una sola idea, la esencia de la poesía del persa, ella sería, sin duda, la del carpe diem. Las Rubaiyyat nos hablan, con un tono entre melancólico y apasionado, de la transitoriedad de la vida, de la brevedad de nuestros días, de lo efímero de todo lo que existe, de la conciencia de la muerte, de la lúcida percepción de que estamos llamados a perdernos en la nada. Y, junto a todo ello, en paralelo, complementariamente, Jayam defiende también la salvación en el instante, el fulgor del placer, los pequeños goces, el vino, las mujeres, el amor. Frente al desengaño, el desamparo, la ansiedad que derivan de la fría razón que constata el sinsentido y el absurdo de la existencia, afloran de continuo, rompiendo esa cruda e implacable lógica, unas intuiciones, como fogonazos o relámpagos iluminadores, en las que se revela el milagro del ser y se elogia la plenitud de la vida, su presente soberano y rotundo, completo, feliz. Con un indudable trasfondo filosófico y religioso -son muchas las menciones a Dios en sus versos-, el mensaje final, en cambio, es ateo, desmitificador, muy humano y a la vez panteísta (todo a nuestro alrededor, la creación entera es fuente de entusiasmo, de divinidad). Aunque hay siempre un regusto amargo en la evocación del placer, hay un punto de nostalgia triste cuando los cuencos de barro rebosantes de vino, las flores, el abrazo de las mujeres, sus pies, sus cabelleras -sus “tópicos” recurrentes-, dan paso a la escéptica realidad de nuestra condición mortal. Felicidad y desconsuelo, fervor y pesadumbre, desesperanzado nihilismo y vivencia intensa del tiempo presente, en unos versos deslumbrantes que, en cualquiera de sus traducciones, la de Visor o la del Reino de Cordelia, no deberíais dejar de leer. 

Esta última editorial, Reino de Cordelia, es responsable también de una muy apetitosa reedición de El lazarillo de Tormes, publicada por un autor anónimo en 1554 y obra cumbre de la novela picaresca española. En este recordatorio de mi adolescencia lectora en que ha acabado por convertirse el Todos los libros un libro de hoy, debo anotar que, una vez más, fue la inmejorable antología de clásicos de la colección Crisol de la editorial Aguilar, la que me abrió la puerta al Lazarillo, que yo leí deslumbrado muy joven, en aquel librito a cargo de Ángel Valbuena Prat y con medio centenar de ilustraciones inolvidables. Hay, como es de imaginar, decenas de ediciones más del clásico, a destacar la de Austral, con responsabilidad de Víctor García de la Concha y prólogo de Gregorio Marañón, y la de Francisco Rico para Cátedra, referencia inexcusable sobre la obra. Esta que ahora os traigo cuenta con la edición, introducción y notas de Adrián J. Sáez, joven doctor en Literatura Hispánica por la Universidad de Navarra y doctor en Ciencias Humanas y Sociales por la Université de Neuchâtel, experto en el Siglo de Oro español y profesor en la Università Ca’ Foscari di Venezia. El libro se presenta, además, con cerca de cuarenta sobresalientes estampas de Manuel Alcorlo, académico de Bellas Artes, y pintor de carrera consolidada, con prestigio y numerosos premios, y con algunas destacadas incursiones en la ilustración de obras literarias. Por otro lado, la edición sobresale por el sucinto pero relevante acompañamiento crítico, que se muestra en la sugerente presentación de Sáez, en las cerca de doscientas setenta notas en los márgenes y en las bien cumplidas cuarenta referencias bibliográficas que completan el estudio preliminar. 

El contenido de la obra es bien conocido, todos la hemos leído en el colegio, o hemos visto la película de César Pérez Ardavín, un título legendario de nuestra cinematografía, que ganó el Oso de Oro en el festival de Berlín en 1960, o la de Fernando Fernán Gómez y José Luis García Sánchez del año 2000, con dos Goya (y no Oscar, como digo, erróneamente, en la emisión) menores en su haber, pese a contar en su elenco con la plana mayor de los actores españoles de la época, con Rafael Álvarez, el Brujo, al frente. El joven Lázaro, de orígenes humildes y con solo ocho años al comienzo de la novela, va pasando, en un aprendizaje accidentado y doloroso que, sin embargo, lo hará crecer, conocer el mundo, desarrollar su personalidad y abrirse a la vida, de amo en amo, a cuál más estrambótico, desapegado y miserable, en un proceso formativo lleno de pruebas, infortunios, adversidades y desventuras, hasta ir mejorando, poco a poco, en su ascenso en la escala social y su final conversión en “hombre de bien”. Los lances con el ciego cruel, avaro y mezquino (imborrables para siempre los episodios del jarro de vino, las uvas, la longaniza o el poste), sus días al servicio del clérigo tacaño y el permanente toma y daca en torno al arcón de los panes, la hambrienta estadía con el escudero en la ruina, aunque orgulloso, el fugaz contacto con el fraile lujurioso, las peripecias con el fraudulento vendedor de bulas, conchabado en sus engaños con el alguacil, su contacto episódico con el pintor de panderos, su oficio de aguador con el capellán, su condición de pregonero de Toledo y el matrimonio postrero con una criada, de dudosa fidelidad, del arcipreste de la iglesia de San Salvador, forman parte, pienso, de la memoria colectiva de los españoles de más de quince años. 

Siendo imposible abarcar siquiera una limitada muestra de los muchos puntos de interés del libro, sí quiero llamar la atención sobre algunos de los que el editor incluye en su análisis inicial. Es el caso de los apreciables apuntes sobre la novela picaresca y la figura del pícaro; sobre el misterio de su autoría; sobre sus distintas ediciones; sobre su condición de Bildungsroman o novela de aprendizaje; sobre el enfoque -el carácter- humorístico del libro; o sobre, pese a ello, su indudable dimensión crítica. Con respecto a la novela picaresca, el Lazarillo no solo inaugura un género, que se consolidaría con la aparición del Guzmán de Alfarache, casi medio siglo después, o del Buscón de Quevedo (otro clásico que yo leí con delectación y asombro en la referida colección Crisol), entre otras muchas; sino que la creación del pícaro cruzará la historia entera de la literatura universal, pues pícaros son, de un modo u otro, Moll Flanders, Tristam Shandy, Barry Lindon, Oliver Twist o Huckleberry Finn (y Sáez cita a nuestro Eduardo Mendoza o algún actualísimo pícaro “zombie”). Es muy ilustrativo el decálogo en el que el propio Sáez recoge los rasgos definitorios del pícaro: la genealogía vil; la narración, humilde, en primera persona; la infancia y la niñez como escuela de la vida; su soledad prematura; el relato autobiográfico contado a través del encadenamiento del servicio a varios amos; el desplazamiento constante de la “acción”, con predilección de los centros urbanos frente a los rurales; el gusto por la palabra y la condición del pícaro como hablador por definición; el afán de medro que corre en paralelo con el deseo de supervivencia; la escritura como modo de construcción de la propia identidad; y el remate en deshonor, que cierra en círculo la historia. 

Sobre la incógnita que encierra el anonimato de la obra, se nos ofrecen los nombres de hasta dieciséis candidatos a la autoría, un listado que incluye un sorprendente autor colectivo: un grupo de obispos españoles en viaje al Concilio de Trento. Se nos informa, además, de las cuatro ediciones conocidas, tras la inicial -de 1552 o 1553- perdida: las de Burgos, Alcalá de Henares, Amberes y Medina del Campo, todas de 1554. El editor las sigue con criterio ecléctico, consolidado por la autoridad de Francisco Rico, en la que nos presenta, si bien con algunos cambios de puntuación y la modernización de las grafías sin relevancia fonética y del uso de las mayúsculas. En las abundantes notas se aclaran los referentes culturales, lingüísticos y eruditos incomprensibles para el lector actual, lo que resulta de agradecer. 

Leída desde siempre como una “novelita cómica” o de entretenimiento, el Lazarillo encierra, no obstante, una profunda, corrosiva y ácida visión crítica sobre la sociedad de su tiempo, una incisiva y despiadada carga contra el poder en sus distintas manifestaciones -sobre todo el de clérigos y religiosos-, lo que le valió el ser incluido muy pronto, al poco de su aparición, en el Índice de libros prohibidos. El libro se ríe, cuestiona y denuncia la hipocresía de la época, el egoísmo generalizado, la falsedad del sentido del honor imperante, la impostura de la honra, del linaje y la limpieza de sangre; los vicios sociales, la lujuria, la falsedad, la avaricia… 

En fin, por tantos y tan distintos motivos es aconsejable su relectura aprovechando la estupenda reedición de Reino de Cordelia. Como lo es también la de mi última sugerencia de hoy, que surge aquí sin tiempo ya, apenas, para un breve comentario, algo, por otra parte, casi innecesario, porque como ocurre con la mayor parte de los libros recomendados esta tarde, se trata de una obra mayor de la literatura universal, objeto de análisis exhaustivos y pormenorizados hasta en sus menores detalles, por lo que su argumento y los temas que trata son bien conocidos. Hablo de La transformación, el título con el que, desde hace ya unos cuantos años, viene traduciéndose en nuestro país el clásico La metamorfosis, de Franz Kafka. Como es natural, hay decenas de ediciones del libro, de las que quiero resaltar dos, la de mi juventud, en Alianza Editorial, cuya traducción tiene detrás una historia interesante que contaré a continuación, y la que hace unos meses ha llegado a las librerías, en un volumen espléndido, respaldado por el buen hacer de Galaxia Gutemberg, responsable de unas ejemplares reediciones de las obras completas del escritor checo, entre las que ya estaba, desde 2003, el texto reeditado en 2020. El libro, que la editorial catalana presenta ahora, en colaboración con el prestigioso sello francés Gallimard, incluye, claro está, el conocido texto “kafkiano”, en versión magnífica de Juan José del Solar, Premio Nacional de Traducción en 2004 y, por desgracia, ya fallecido, además de sesenta espléndidas acuarelas de Miquel Barceló, que se ven realzadas, más allá de su valor intrínseco, por el gran formato, 33x25, de la obra. Hay, también, una breve nota final, en la que el responsable de las Obras Completas de Kafka para Galaxia Gutemberg, Jordi Llovet, explica el porqué de la modificación del título con el que la historia de Gregorio Samsa era conocida en nuestro país. La tesis que defiende el catedrático y crítico catalán sostiene que el término con el que Kafka rubricó su obra, Die Verwandlung, se corresponde naturalmente con “cambio”, “transformación”, “mutación” y otras similares, admitiendo la acepción de “metamorfosis” exclusivamente cuando alude a referencias mitológicas, connotación que, al decir del experto, no se da en este caso. Isabel Hernández sostiene la postura contraria, con cierto aire “combativo”, en un artículo publicado en 2015 en El País, con ocasión de la aparición de su versión en Nørdica, en la que mantuvo el vocablo “Metamorfosis” para titular la obra. Merece la pena también, a este respecto, leer un breve trabajo de Nina Melero, “Los traductores de La Metamorfosis”, en el que la escritora y coordinadora del Departamento de Español en la Universidad de Singapur rastrea las distintas aproximaciones editoriales al polémico título, demuestra la falsa atribución a Jorge Luis Borges de la edición de Alianza, la que yo leí de joven, que se ofrecía al lector sin mención alguna al traductor, y apunta, siguiendo el criterio de José Ortega, hijo de Ortega y Gasset, a Margarita Nelken como verdadera autora del texto y el título que constituyeron la referencia, el canon interpretativo del clásico de Kafka hasta hace poco tiempo. 

Por lo demás, la historia, publicada en 1915, es bien sabida desde su inolvidable comienzo: Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama transformado en un bicho monstruoso (en la versión de del Solar); o el para mí más “reconocible”: Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto (en el querido volumen de Alianza Editorial). El oscuro viajante de comercio que vive con sus padres y su hermana Grete, y que, horrorizado por su repugnante cambio, se encerrará en su cuarto, condenándose al abandono de su familia, la soledad y la muerte, protagoniza un relato en el que afloran la terrible relación del autor con su progenitor (no deberíais dejar de leer su terrible, desesperada, trágica Carta al padre), el miedo a la autoridad, las dificultades de las relaciones con la sociedad de un individuo atormentado, la deshumanización del hombre, la presencia de la culpa, la angustia existencial, la sombra de la guerra (la primera mundial, iniciándose en los días de la publicación del libro…), entre otros. 

Cuatro clásicos, pues, en la emisión de esta tarde de nuestro espacio, y todos, de lectura indispensable. No os los perdáis. Os dejo ahora con un texto, precisamente, de La transformación, al que seguirá el tema musical de Nick Cave, ya mencionado, recogido en la edición de la Odisea de Blackie Books. 

¿Quién, en esa familia agotada por el trabajo y rendida de cansancio, podía tener tiempo para ocuparse de Gregor más de lo estrictamente necesario? El presupuesto familiar se iba reduciendo cada vez más; la criada fue finalmente despedida; una asistenta gigantesca y huesuda, de pelo blanco y desgreñado, empezó a venir por la mañana y por la tarde a hacer los trabajos más duros; de todo el resto se encargaba la madre, además de sus numerosas labores de costura. Llegaron incluso a vender una serie de joyas de la familia que, tiempo atrás, la madre y la hermana habían lucido muy contestas en fiestas y celebraciones, según se enteró Gregor una noche en que comentaban los precios conseguidos. Pero la mayor queja guardaba siempre relación con el hecho de que no podían dejar ese piso excesivamente grande en las circunstancias actuales, pues no lograban imaginarse cómo podrían trasladar a Gregor. Gregor se daba perfecta cuenta de que no solo era la consideración hacia él lo que impedía un traslado, pues hubieran podido transportarlo fácilmente en una caja adecuada con unos cuantos agujeros para respirar; lo que realmente impedía a la familia cambiarse de piso era más bien la absoluta desesperación y la idea de haber sido golpeados por una desgracia sin parangón en todo su círculo de parientes y conocidos. Todo cuanto el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos con creces: el padre llevaba el desayuno a los pequeños empleados de un banco, la madre se sacrificaba por la ropa interior de gente extraña, la hermana corría detrás de un mostrador de un lado para otro a petición de los clientes; pero las fuerzas de la familia ya no daban para más.

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Miscelánea enero 2021. Clásicos

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