Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de febrero de 2021

RUDYARD KIPLING. EL HOMBRE QUE LLEGÓ A SER REYKIM

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca sale al aire, una semana más, con nuevas e interesantes recomendaciones de libros. Como sabéis nuestros oyentes habituales, el miércoles pasado iniciábamos una serie, que se prolongará por un total de tres semanas, con el cine como protagonista indirecto de cada emisión, con propuestas de libros, novelas exactamente, que a su indudable valor literario suman lo valioso de sus correspondientes traslaciones cinematográficas. La acostumbrada celebración, en este mes de febrero, de la entrega de los más importantes premios de la industria del cine, retrasada este año, en muchos casos, a causa de la pandemia, justifica esta reiterada dedicación cinéfila del programa, curso tras curso, en este segundo mes del año. 

Si hace siete días nuestro “invitado” fue El paciente inglés, en su dimensión literaria -la novela de Michael Ondaatje- y cinematográfica -la película de Anthony Minghella-, hoy mi “oferta” es cuádruple, con dos libros y sus correspondientes traslaciones a la gran pantalla centrando mis comentarios. Se trata de un conocido cuento y una también muy divulgada novela de Rudyard Kipling, el autor británico nacido en la India en 1865 y muerto en Londres hace ahora ochenta y cinco años, en 1936. El hombre que llegó a ser rey es el nombre del relato en la muy reciente edición de Fórcola, en la que aparece con una nueva traducción de Amelia Pérez de Villar (que, entre otros cambios con respecto a versiones anteriores, introduce uno, muy sustancial, en el título, que abandona el clásico El hombre que pudo reinar, con el que ha sido conocido desde siempre), un prólogo del sabio Eduardo Martínez de Pisón y un epílogo de Ignacio Peyró. La novela, probablemente la mejor del primer Nobel del Reino Unido, es Kim, que llega este 2021 a otro aniversario redondo: ciento veinte años. De las muchas ediciones del libro os traigo la presentada en 2006 por Mondadori, en su colección Grandes Clásicos, con traducción de Verónica Canales. Hoy Mondadori pertenece al grupo Penguin Random House, en donde pueden encontrarse reediciones más actuales del libro. 

De la infinidad de recreaciones de la obra de Kipling en el cine -Gunga Din, Capitanes intrépidos, las muchas de El libro de la selva-, las correspondientes a los dos títulos elegidos para el espacio de hoy son especialmente memorables. Lo es sin duda, mejor incluso -si cabe- que el cuento en el que se basa, El hombre que pudo reinar, dirigida en 1975 por John Huston con la inolvidable presencia de Michel Caine y Sean Connery en sus papeles principales. Antes, en 1950, Victor Saville había dirigido Kim de la India, con Errol Flynn y un jovencísimo Dean Stockwell, perdido en el olvido tras alguna interpretación reseñable en cintas destacadas de los ochenta, como Kim. De ambas os hablaré al término de este comentario, tras la presentación de los respectivos libros. 

Rudyard Kipling nació y vivió los primeros años de su vida -los más felices de su existencia, tal y como él mismo afirmaba- en la India. (Hay una interesante recreación de ciertos aspectos algo insólitos de su biografía en el libro de Javier Marías Vidas escritas, en un capítulo titulado Rudyard Kipling sin bromas). Su padre, oficial del Ejército británico, decidió mandarlo, con solo seis años, en compañía de una hermana, a una institución escolar en Inglaterra para completar su educación. El sentimiento de abandono, la tristeza y el sufrimiento de esos años de formación se reflejarían en su obra. Ante la imposibilidad de continuar sus estudios en la Universidad, viajó de nuevo a la India, con diecisiete años, para trabajar como redactor en un periódico de Lahore y comenzar su carrera de escritor. Con sus primeros relatos (con solo veintidós años publicó El hombre que llegó a ser rey) obtuvo un formidable éxito de público y una fama casi universal, lo que le permitió viajar por medio mundo -Japón, Canadá, Estados Unidos, Brasil, Ceilán, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica- antes de instalarse, de manera más o menos definitiva, en Inglaterra. Pero es la profunda impregnación en su vida de las fecundas estancias en el vasto país asiático lo que caracteriza su obra literaria más destacada, en la que el entorno, las costumbres, los valores, los personajes, los mitos, la sociedad, las instituciones y los conflictos étnicos, políticos y religiosos de la India Colonial británica, constituyen el marco de referencia de sus historias. 

El hombre que llegó a ser rey refleja de modo paradigmático la experiencia y el conocimiento de Kipling de la realidad de aquellas regiones del Indostán, en un cuento en el que no resulta difícil vislumbrar la figura del propio autor tras el periodista que, en las primeras páginas del libro, recibe la visita, en una noche sabatina de tranquilidad en las rotativas y aburrimiento en la redacción, de los dos extravagantes personajes, los suboficiales británicos Danny Dravot y Peachey Taliaferro Carnehan, a los que había conocido -por separado- meses antes en un confuso episodio en sendos trenes de los muchos que atraviesan el país. Dravot y Carnehan son dos loafers, europeos que pululan por la India sin oficio ni beneficio, buscavidas, truhanes, trotamundos, pícaros, vagabundos, mendigos, rateros, que se presentan ante el narrador con un proyecto descabellado: Hemos recorrido toda la India, casi siempre a pie. Hemos sido caldereros, maquinistas, chapuzantes… de todo. Y hemos decidido que la India no es lo bastante grande para gente como nosotros. Espoleados por el ejemplo de sir James Brooke, un soldado inglés que en 1841 llegaría a ser nombrado rajá de Sarawak, por orden del sultán de Borneo, los estrafalarios amigos deciden convertirse en reyes de Kafiristán, una región inhóspita del noreste de Afganistán, hoy conocida como Nuristán, un lugar casi inaccesible, un amasijo de montañas, picos y glaciares, cuyos bárbaros habitantes estarían dispuestos -al decir de los entusiastas y lunáticos aventureros, curtidos en mil batallas- a aceptar como rey a cualquiera con los suficientes arrestos como para llegar a aquellos territorios, sobrevivir a las múltiples escaramuzas con las muchas tribus de la zona y aprovechar los enfrentamientos entre ellas para levantar un ejército con el que usurpar el trono de algún reyezuelo ignorante. Persuadidos no solo de la legitimidad sino, sobre todo, de la viabilidad de su propósito, firman un contrato el que rubrican su amistad, se comprometen a permanecer juntos y ayudarse ante cualquier dificultad y aceptan no mirar ni a una botella de licor ni a una mujer negra, blanca o mestiza, mientras no alcancen el ansiado reinado. El periodista, al que han acudido en busca de ayuda “logística” -algún mapa, algún libro-, los verá partir hacia su delirante objetivo a la mañana siguiente, disfrazados de sacerdote enloquecido y de criado afanoso, con dos camellos de alforjas cargadas con armas y munición para solventar los más que posibles combates que habrán de arrostrar en su insensata expedición. 

Lo que sucederá en esa aventura lo conoceremos por boca del narrador que, tras una larga elipsis de dos años, escuchará de boca de Carnehan, que vuelve para contarlo, el relato de la trepidante, absurda, disparatada y, en cierto modo, ejemplar, sucesión de proezas y desgracias vividas por los valientes, ilusos, geniales y algo chiflados buscadores de gloria y fortuna. El cuento es una oda a la aventura, con una presencia principal de los temas que, desde siempre, se han asociado a ella: la lealtad, la codicia y el honor, la amistad, la solidaridad fraterna y la camaradería, la alegría, la nobleza, la valentía, la ambición, el pleno disfrute de la vida sin miedo, la dignidad, la derrota, el fracaso, el coraje, la fortaleza, los ideales, el sentido de la justicia, la búsqueda de la gloria, la fatalidad y el destino, el aliento épico. En La infancia recuperada, Fernando Savater evoca -indirectamente- su pasión por estas figuras contradictorias, admirables aunque no siempre moralmente intachables, que pueblan la obra de Kipling: Aunque esta confesión pueda políticamente perjudicarme, debo admitir que siento decidida simpatía por ese tipo de aventurero inglés, dorado hijo del imperialismo, cuyo poético coraje descubrió (o inventó) las maravillas de la India para una Europa fascinada. Es el tipo de soldado o funcionario británico que aparece como protagonista en muchos de los mejores relatos de Kipling: un héroe tan incompatible con el mero respeto a las formas y seres del medio colonial en que se mueve como lo fueron los españoles en América, un héroe cuyo heroísmo consiste en ser lo suficientemente impermeable a lo que le rodea como para no perder jamás su identidad y sus anglovalores, y lo suficientemente sensible a la belleza épica como para fraguar la leyenda del mundo que destruye. 

En el libro se incluyen, además de la maravilla del relato, nuevamente traducido, como ya he señalado, varios otros elementos que aumentan su disfrute. Hay unas breves palabras preliminares del editor, Javier Jiménez, que ensalzan este espíritu de aventura presente ya en la mitología clásica y en las peripecias de sus dioses, y que recogen tanto el cine como la literatura que muchos hemos disfrutado desde niños. Aparecen también una veintena de ilustraciones -carteles de películas, grabados, fotografías, dibujos, mapas- que recrean el universo en el que se desenvuelven nuestros dos “héroes” (más bien antihéroes). Podemos leer, igualmente, el prólogo -Lectura geográfica de la montaña de los infieles- de Eduardo Martínez de Pisón, ya conocido en nuestro espacio, en el que la consabida erudición del emérito catedrático de Geografía corre en paralelo a su entusiasmo viajero y a su entrega apasionada a las historias del género, desde Julio Verne a Tintín, sobre los que ha publicado libros. Y resulta estimable, igualmente, el cierre del pequeño volumen, con el epílogo, La busca y la gloria, de Ignacio Peyró, centrado en el análisis del Imperio británico a partir de su representación en el cuento. 

Todas estas dimensiones del texto de Kipling están presentes en la película El hombre que pudo reinar, a la que nunca podremos cambiarle el nombre con el que nos impresionó hace más de cuarenta y cinco años. Cuatro décadas y media que han hecho mella en ella, sobre todo desde el punto de vista formal. Para la recreación del entorno físico afgano, con las resbaladizas escarpaduras, los valles escabrosos, las peligrosas montañas, las vertiginosas gargantas, las turbulentas cuencas fluviales, se eligieron escenarios reales ubicados en Marruecos y, para las escenas de nieve, las cumbres de… ¡¡Chamonix!!; y algo de esa “artificiosidad” se trasluce en la cinta. Los decorados, los interiores, los patios y las construcciones en los palacios de los jerarcas locales dejan ver, de modo ostensible para un espectador de 2021, la impostura del cartón piedra. Los muchos extras, necesarios para las abundantes escenas multitudinarias, revelan su origen norafricano, especialmente cuando hablan o cantan. Sus vestimentas -en síntesis: pellejos de oveja por doquier- tampoco revelan un exceso de fidelidad a la investigación etnográfica. Del mismo modo, las escenas callejeras, el abigarramiento de los mercados, el bullicio y la turbamulta del paisaje urbano, recuerdan más a los intrincados zocos marroquíes que a las igualmente repletas y coloristas ciudades de la India. Incluso la música de Maurice Jarre resulta en exceso enfática y suena un poco de “baratillo”. Se percibe, en general, un tratamiento formal algo naif, de serie B; una estética como de -exagerando- voluntarioso vídeo casero, al menos con la perspectiva actual, quizá demasiado mal acostumbrada a la exhibición de medios y, en consecuencia, a una casi absoluta perfección en la dirección artística. 

El espíritu de la obra, sin embargo, sigue siendo tan memorable ahora como en las muchas ocasiones en que he visto la película desde su estreno. Los temas principales del relato están en el film, realzados por las espléndidas y muy convincentes interpretaciones de Caine y Connery (también la de Cristopher Plummer, fallecido la semana pasada, como Kipling), convirtiendo la historia de Carnehan y Dravot en el paradigma del “cine de perdedores” que tan buenos exponentes ha dado el largo siglo de vida del celuloide (y, en particular, en la propia obra de John Huston). Hay en la cinta una notoria presencia de algunos aspectos “externos” que, estando presentes -y de manera importante- en la narración original, cobran aquí, quizá, un mayor protagonismo: las referencias a la masonería, la ambigüedad en la representación -crítica y, a la vez, reivindicativa- del fenómeno colonial y de los valores y rituales del Imperio Británico, los vínculos históricos con la figura de Alejando Magno, el tratamiento de la locura megalómana de Dravot, el episodio del matrimonio del sobrevenido rey con una lugareña (que en la película interpreta la esposa de Caine, Shakira Caine, de una exótica belleza). 

Pero es, sobre todo, en la vertiente menos explícita, la que refleja los valores, ya referidos, de la amistad, la camaradería, la persecución de los sueños, la nobleza de los propósitos, las falsas ilusiones, la fortuna y el azar, el desengaño y el fracaso; en definitiva, la vida como aventura irremisiblemente malograda, en donde la película alcanza cimas sublimes. La conversación en que los dos arriesgados soñadores, creyendo la muerte cercana, ateridos de frío en una oscura gruta, incapaces de llegar a Kafiristán a causa de las terribles nevadas, se preguntan si su vida ha tenido sentido y se despiden de ella entre carcajadas, recordando los momentos felices; la secuencia en que, ante el ataque final de las encolerizadas tribus, desarmados y sabiéndose definitivamente derrotados, reavivan su amistad; la secuencia -casi postrera- en el puente de cuerda, con el saludo final entre ambos, cantando The Minstrel Boy (que cerrará esta reseña en un vídeo que contiene un decisivo spoiler), el himno irlandés al que, para la ocasión, Huston cambió la letra por las de otro tema similar, The son of god goes forth to war, de Reginald Heber; las emotivas palabras de un agotado, desvalido, desesperanzado, triste y nostálgico Darnehan a Kipling, cuando clausura el largo flashback en que consiste la película… son escenas, momentos excelsos de la historia del cine. 

Ambientada igualmente en el vasto y colorista país asiático, Kim pasa por ser la obra más importante de Rudyard Kipling. Se trata de una simultáneamente entretenida y compleja, asequible y difícil, mezcla de narración de aventuras, novela picaresca, historia de iniciación, road “movie” literaria y relato de espías, que incorpora elementos de la crónica histórica, del estudio antropológico y hasta del reportaje periodístico, ambientada en la India de “El Gran Juego”, el conflicto entre dos Imperios, el británico y el ruso, por hacerse con el control de las regiones del Asia Central y el Cáucaso a lo largo del siglo XIX. Publicada originariamente en 1901, la novela sigue los pasos de Kimball O’Hara -obviamente, el Kim del título- un muy joven huérfano de un sargento irlandés del ejército indio y una madre inglesa y también blanca. De sus difusos orígenes conserva su partida de nacimiento y un par de raros documentos, con símbolos vinculados a la imaginería masona -como en El hombre que llegó a ser rey-, a los que el chico otorga un valor de amuleto y que guarda en un saquito que siempre lleva colgado al cuello. Su infancia de “niño de la calle”, pobre entre los pobres, se desenvuelve en los bazares de Lahore, en los que sobrevive mendigando, haciendo encargos, llevando recados misteriosos entre amantes, procurándose el sustento de mil maneras, correteando de aquí para allá, en el fondo un niño, jugando entre las callejuelas, trepando por las cañerías, saltando de terraza en terraza, huyendo de las consecuencias de sus pillerías por pasajes oscuros. Su apodo, “Amigo de todo el mundo”, da cuenta de su popularidad en las míseras y abigarradas calles de la ciudad, en las que pasa por ser un lugareño más, casi nadie percibe en él a un blanco. Desarraigado, carente de referencias que le sitúen en una identidad acogedora (¿Qué soy yo? ¿Musulmán, hindú, jaino o budista?, dirá de sí mismo; y también, de un modo aun más explícito: Este es un vasto mundo, y yo soy solo Kim. ¿Quién es Kim? Pensó en su identidad, algo que no había hecho jamás, hasta que la cabeza empezó a darle vueltas. Era un ser insignificante en todo ese torbellino ensordecedor de la India, que se dirigía hacia el sur sin saber qué le deparaba el destino) desconocedor de su lugar en el mundo, se ve obligado a buscarse la vida, a espabilar de modo prematuro, a avivar el ingenio, a endurecerse, a entrar en contacto con los aspectos más sórdidos de la existencia, también con el mal (sabía reconocer lo malo desde que tuvo uso de razón). Muy pronto se encontrará con un viejo lama que busca el río sagrado que según una leyenda tibetana hizo crecer una flecha lanzada por Buda en una conocida ceremonia de iniciación. La búsqueda de ese río será para el monje, y para Kim, que se convertirá en su chela, su discípulo, el motivo último de su existencia, en una de las dimensiones, la iniciática, del libro. En pos de sus aguas salvíficas, que lavan todos los pecados, maestro y aprendiz vagabundean como mendigos aventureros por la India, atravesando la “Gran Vía” (así traduce Verónica Canales The Grand Trunk Road, la gran carretera nacional que une Calcuta y Peshawar -en el actual Pakistán- y que los protagonistas transitan, en distintas idas y vueltas, desde Lahore a Benarés, con diversas desviaciones hacia el Tibet, Cachemira y la cordillera del Karakorum, en las estribaciones del Himalaya). La desenvoltura del muchacho, su inteligencia natural (reflexivo, inteligente y cortés, aunque un tanto pillín, dirá el lama de él), la facilidad de movimientos que le proporciona su constante deambular, su fluido dominio de varias lenguas y un inusitado talento para el disfraz que lo hace pasar desapercibido en distintos ambientes, acaban llevando a Kim, jovencísimo aún, a ser captado por el servicio secreto inglés para colaborar en un plan que pretende desbaratar una conspiración urdida por agentes rusos que alienta la insurrección antibritánica de una de las provincias del norte del estado indio del Punjab. En el curso de ese peregrinaje y tras las múltiples peripecias a las que lo conduce su enigmática y reservada carrera de espía, Kim conocerá a Mahbub Alí, un comerciante afgano de caballos que trabaja para los ingleses, al coronel Creighton, jefe del servicio secreto británico y etnógrafo, a otros espías como Lurgan Sahib y Hurri Babu, y a infinidad de personajes locales con los que trabará relación en su periplo por las muy bulliciosas y pobladas rutas de la península indostánica. En su recorrido, geográfico y vital, íntimo y aventurero, espacial y temporal, Kim crecerá, se hará un hombre y acabará por descubrir su identidad (Yo también soy un buscador […] aunque solo Alá sabe lo que busco) y -en la lectura mística de la obra- acceder a la iluminación. 

En un primer plano, ya se ha dicho, Kim es una novela de aventuras, poblada de lances, de acontecimientos, de episodios, de intrigas, de sorpresas, de mensajes secretos, de documentos escondidos, de incidentes inesperados, de ocultaciones y secretos, de robos, persecuciones y enfrentamientos, de huidas y tiroteos, en un relato en el que brilla el ingenio y la ligereza de espíritu de su autor, que dota a la narración de un carácter vivaz, lleno de atractivo y energía. El entorno en el que se desarrolla la agitada experiencia del chico aparece descrito con sobresaliente verosimilitud como una muy detallada y fidedigna “fotografía” de la India de la época, no en vano Kipling era un profundo conocedor de aquellos lugares. Es en la presentación de este marco -mucho más que un mero telón de fondo- en donde se nos muestran numerosas manifestaciones del intenso colorismo local. La ingente turba de los pasajeros que atestan los trenes y duermen en los andenes, los incontables caminantes en la gran ruta, las familias numerosas, las mujeres no siempre sometidas (¡Los dioses nos ayuden!; qué sería de nosotras, pobres mujeres, si no pudiéramos hablar), los aldeanos con trajes festivos, los vendedores de dulces, los muchos santones, los malabaristas ambulantes, los soldados del Raj, los oficiales del Servicio de Espionaje del Ejército británico, los policías locales, y una turbamulta de ladrones y extorsionadores, presidiarios, brahmanes y chamares, banqueros y rateros, barberos y banianos, peregrinos y alfareros, miembros de todas las castas y clases de hombres (pastunes, sansis, cachemires, akalis, sijs, jainies, santones de toda laya), gentes variopintas hablando en decenas de lenguas y dialectos (urdu, inglés, euroasiático, chino del Tibet, indi y bengalí), el mundo entero que va y viene, constituyen una suerte de tumultuoso río que “inunda” la novela entera y que nos permite conocer la exótica India de hace más de cien años. 

Pero si solo leemos Kim como un relato de aventuras de un muchacho, o como una descripción detalladísima de la vida en la India, no leeremos la novela que Kipling escribió en realidad. Así lo afirma el prestigioso intelectual y reconocido crítico Edward W. Said, fallecido hace ya casi diez años, en el sustancioso, esclarecedor e interesantísimo prólogo que ocupa las cincuenta primeras páginas de la edición de Mondadori y que, como ocurre a menudo con estos muy reveladores preámbulos, yo aconsejo leer -y hasta “estudiar”- tras la lectura del libro. 

En él, Said, que es responsable también del medio millar de notas que aclaran aspectos del texto de difícil comprensión para un lector occidental, se aproxima a la obra desde una perspectiva mucho más rica que la que aflora tras una simple lectura superficial, y resalta en ella elementos de consideración indispensable para una completa intelección de las muchas dimensiones de la novela. Así, la penetrante inteligencia del pensador, su lúcida capacidad de análisis, desvelan el imperialismo subyacente al relato, que es también, obviamente, el del propio Kipling (su autor escribe no solo desde el punto de vista dominante de un blanco en medio de una posesión colonial, sino desde la perspectiva del conjunto del sistema colonial, cuya economía, funcionamiento e historia habían adquirido prácticamente la categoría de un hecho natural); los rasgos principales que explican la compleja situación política de la época y la región, con dos imperios, ambos en el inicio de su declinar, en liza; los cambios sociales y la dinámica de oposición al dominio británico, que acabarían por confluir en la independencia del país en 1947; los tópicos sobre el mundo oriental que impregnan la mirada que el narrador posa sobre la India, como el papel subordinado de los orientales frente a los blancos, su inferioridad “congénita”, la necesidad de que esas razas fueran gobernadas por una civilización superior; los vínculos de Kim con la tradición literaria británica (Thomas Hardy, Henry James, George Eliot, Samuel Butler) y universal (Flaubert, Zola, Proust… y hasta nuestro Quijote), con una breve pero enjundiosa acotación sobre las semejanzas y diferencias entre los personajes de Kim y Jude, el protagonista de Jude el oscuro, de Thomas Hardy, un libro presentado en estas páginas hace años; el optimismo desbordante de Kim, el héroe positivo que viaja disfrazado por toda la India, que cruza cercas y tejados, que se adentra en pueblos y tiendas, con un desparpajo y una seguridad que, a decir del prologuista, son traslación de la suficiencia y hasta la impunidad derivadas de la perspectiva imperialista de Kipling; la relevante consideración que tienen el ámbito espacial y el temporal en los que se desarrolla la novela, reflejo en ambos caso de la visión eurocéntrica, ultrarreaccionaria y cercana al racismo que permea el libro, de nuevo en la interpretación de Said: la lujosa expansión geográfica y espacial de Kim por la Gran Vía india, el mapa de sus movimientos, transmiten la impresión de que el tiempo está de nuestra parte (correspondiendo el posesivo, de modo evidente, al imperio británico), y traslucen la idea de que nada en aquel territorio podía escapar del control del colonizador que “posee” de modo “natural” un espacio que es suyo, que le pertenece por naturaleza o por algún extraño e inmutable designio divino. 

La película de Victor Saville, correcta sin más, resulta sin embargo interesante por la cuidada ambientación, lo cual no resulta de extrañar cuando su director artístico es Cedric Gibbons, uno de los grandes nombres de la historia del cine, miembro fundador de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, institución que concede los Oscars, a los cuales fue nominado ni más ni menos que en treinta ocasiones, habiendo obtenido el galardón en once de ellas. El colorista ambiente de la India, las abigarradas escenas en The Grand Trunk Road, las vestimentas (salvo las de Errol Flynn, que parece un galán de opereta), la atmósfera de las callejuelas, trasmiten una sensación de verosimilitud gracias, fundamentalmente, a la labor de Gibbons. Por lo demás, el film tiene, a mi juicio, fallos clamorosos, principalmente la insensata elección de Paul Lukas, un secundario clásico de Hollywood, alejado -a años luz-, por fisionomía y “estilo”, de la pacífica espiritualidad que debía emanar su personaje. A su poca consistencia en pantalla contribuye sin duda la absurda caracterización, con sus ropajes abigarrados y fuera de contexto -no dejéis de observar, si decidís acercaros a la película, su extemporáneo calzado-. 

Por lo demás, la película, que la Metro Goldwin Mayer había querido hacer por primera vez en 1938, con el niño prodigio Freddie Bartholomew como Kim y el guapo Robert Taylor como Mahbub Alí, en un proyecto que truncó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial; y que los legendarios estudios volvieron a intentar en 1942, con Mickey Rooney en el papel del niño, y Conrad Veidt (el marido de Ingrid Bergman en Casablanca) como lama, sin que la idea progresara más allá de su planteamiento inicial, esta vez por el miedo a ofender los intereses indios en plena contienda, acabaría por hacerse en 1950, con Dean Stockwell, que entonces tenía catorce años y que borda su interpretación del chico respondón, pillo, descarado, resuelto, atrevido, noble, responsable y sensible que era Kim. La participación de Errol Flynn como Mahbub Alí, amanerado, artificioso, impostado y ceremonioso, no es uno de sus principales papeles. La escena en la que el chico y su mentor “mundano” (el espiritual era, sin duda, el santón), hacen caer una gran roca -de un evidente cartón piedra- sobre sus perseguidores afganos (que huyen de la avalancha ante un muy notorio croma), puede estar sin excesiva dificultad en un catálogo de los más disparatados momentos de la historia del cine. Y otro tanto puede afirmarse de la inenarrable secuencia en el que el lama accede a la iluminación, capaz, por sí sola de provocar las carcajadas del espectador. Pese a ello, la visión de la película -sobre todo si antes se ha leído el libro- puede proporcionar una hora y media larga de entretenimiento. 



El lama no alzaba los ojos del suelo ni un solo momento. No se daba cuenta de que pasaba apresurado el prestamista, montado en su jaca de ancha grupa, para cobrar los intereses vencidos; o la pequeña turbamulta -todavía formada militarmente- de soldados indígenas de permiso, alegres de verse libres de sus calzones y polainas, gritando a voz en cuello y diciendo los requiebros más desvergonzados a las mujeres más respetables con que se cruzaban. Ni siquiera vio al vendedor de agua del Ganges, aunque Kim esperaba que por lo menos compraría una botella de ese precioso líquido; miraba fijamente al suelo, caminando con el mismo paso regular hora tras hora con su alma alejada de aquellos lugares. Pero Kim se encontraba transportado al séptimo cielo. La Gran Carretera, en aquel sitio, está construida sobre un terraplén que la preserva de las crecidas invernales, y el camino resultaba un poco elevado sobre el campo; marchaban, pues, como por una majestuosa galería, viendo ensancharse toda la India a derecha e izquierda. Era hermoso contemplar los carros cargados de grano y algodón, que, arrastrados por varias parejas de bueyes, serpeaban en los caminos vecinales; el chirrido quejumbroso de sus ejes se percibía desde una milla de distancia, e iba acercándose poco a poco, mezclado con gritos, aullidos y blasfemias, hasta que ascendiendo los carros por la inclinada rampa de acceso, se hundían en la avenida central entre mutuos insultos de los carreteros. Era también un hermoso espectáculo ver a los campesinos -pequeñas manchitas de rojo, azul, rosa, blanco y azafrán- regresar a sus aldeas por grupos de en dos y de tres en tres, separándose, dispersándose y haciéndose cada vez más pequeños, a través de la inmensa llanura. Kim devoraba todas estas emociones, aunque no podía expresar con palabras sus sentimientos. Se limitaba a comprar caña de azúcar pelada, y escupía generosamente la médula sobre el suelo. De vez en cuando, el lama tomaba rapé; al fin llegó un momento en que Kim no pudo resistir el silencio. 

- ¡Es una buena tierra..., la tierra del sur! -dijo-. El aire es bueno, el agua es buena, ¿no es cierto? 

- Y todos atados a la Rueda -replicó el lama-. Atados, vida tras vida. A ninguno de éstos les ha sido mostrada la Senda. - Y la agitación lo hizo volver a este mundo. 

- Hemos hecho una buena jornada -dijo Kim-. Seguramente que pronto llegaremos a un parao (lugar de descanso). ¿Nos detendremos allí? Mira, ya se está poniendo el sol. 

- ¿Quién nos alojará esta noche? 

- Es lo mismo. El país está lleno de buena gente. Además -y bajó la voz hasta que no fue más que un susurro-, tenemos dinero. 

La multitud se iba haciendo cada vez más compacta conforme se acercaban al lugar de descanso que marcaba el fin de la jornada. Una hilera de puestos donde se vende tabaco y comistrajos, un montón de leña, una comisaría de policía, un pozo, un abrevadero, un grupo de árboles, y, bajo ellos, un suelo endurecido por las pisadas y manchado con las cenizas blancas de lumbres apagadas. Tales son los principales rasgos que caracterizan a un parao del Gran Tronco, si se añaden los mendigos y los cuervos..., siempre hambrientos. 

A la hora de su llegada, los rayos del sol se filtraban a través de las ramas del mango en anchas franjas de oro; los periquitos y las palomas regresaban a centenares en busca de sus nidos; las parlanchinas siete hermanas 9 de grises espaldas, charlaban sobre las aventuras del día, paseando en grupos de dos y tres arriba y abajo, casi entre los mismos pies de los viajeros; y las sacudidas y agitaciones de las ramas indicaban que los murciélagos se disponían a salir en sus nocturnas cacerías. Rápidamente, la luz pareció replegarse en sí misma y pintó por un momento de intenso rojo escarlata los semblantes, las ruedas de los carros y los cuernos de los bueyes. En seguida se hizo de noche, variando el aspecto del paisaje. Una suavísima niebla a ras de tierra surgió como gasa azulada y sutil que se extendía a través de los campos. Y esta bruma difundía poderosamente el humo de leña, el olor del ganado y el agradable aroma de las tortas de trigo asándose en las cenizas. La patrulla de policía en servicio de tarde se dirigió apresuradamente hacia el puesto, con fuertes toses y reiterando órdenes. La bola de carbón encendido en la cazoleta de un narguile que pertenecía a un carretero situado a la orilla del camino, brilló con bermejo fulgor; los ojos de Kim percibieron los últimos destellos del sol en las pinzas de latón. Traducción de José Luis López Muñoz para Alianza Editorial 

Videoconferencia (de nuevo, con un sonido deplorable y muchas deficiencias técnicas)
Rudyard Kipling. El hombre que llegó a ser rey

No hay comentarios: