Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de marzo de 2021

ALICE MCDERMOTT. ALGUIEN; EN BODAS Y ENTIERROS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a la segunda edición del mes de marzo de Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Como es bien conocido por nuestros seguidores más habituales, desde hace algunos años nuestro espacio suele centrar las emisiones de este mes en libros escritos -y muchas veces protagonizados- por mujeres, con la innecesaria y sin embargo oportuna excusa de la celebración, el día 8, del Día internacional de la Mujer. Innecesaria, digo, porque en condiciones normales, sin necesidad de justificación de ningún tipo, entre mis reseñas aparecen a menudo libros de autoría femenina -siete hasta ahora, en lo que llevamos de temporada-, aunque ya he repetido con frecuencia en este mismo ámbito radiofónico -y fuera de él- que a la hora de elegir qué libros leo yo no me detengo ni un solo segundo -la idea no pasa por mi cabeza siquiera fugazmente- en considerar cuál es el sexo -o el género, como se prefiera- de quien lo escribe. Busco, en mis opciones de lectura, historias que me seduzcan, temáticas que hablen de la naturaleza del alma humana, narraciones que amplíen mi siempre limitada experiencia vital, contenidos que me estimulen intelectualmente y me hagan reflexionar, también entretenimiento y evasión, en el mejor sentido de ambos términos… e imagino, pues, que estaréis de acuerdo en que provocar esos efectos en el lector es tarea que está al alcance del talento y la creatividad, de la inteligencia y la sensibilidad de hombres y mujeres, indistintamente. Anna Karénnina y Emma Bovary son creaciones de autores masculinos, y Fortunata y Jacinta y la Maga y Alicia; pero Heathcliff y Fitzwilliam Darcy y Frankenstein y Atticus Finch, “nacieron” de mujeres, como, en otro “plano”, el Poirot de Agatha Christie, el Marco Didio Falco de Lindsey Davis o el Tom Ripley de Patricia Highsmith. ¿Son “defectuosos” o parciales o incompletos o sesgados esos “retratos” al haber sido elaborados por escritores de otro sexo? ¿Podrían haberse intercambiado las autorías? Y, sobre todo, de no estar sobre aviso los lectores… ¿lo apreciaríamos?, ¿nos daríamos cuenta? En fin… 

El caso es que, en consonancia con este mi recurrente propósito, hoy abrimos, sin contar la excepción de Álvaro Cunqueiro, hace siete días, motivada por su aniversario, la actual serie marceña, con un par de novelas de una escritora norteamericana, Alice McDermott, de la que yo he leído recientemente Alguien, un libro publicado originariamente en 2013 y que en España presentó dos años después, en traducción de Vanesa Casanova, la editorial Libros del Asteroide, y En bodas y entierros, que había visto la luz en Tusquets en un ya lejano 2002, aunque se ha reeditado en 2020, con una nueva portada, mucho más atractiva y ajustada al contenido de la obra que la inicial, manteniendo en ambos casos la misma traducción, si bien “retocada” y convenientemente actualizada, como luego comentaré, de Antonio-Prometeo Moya. 

Alice McDermott nació en Brooklyn, en el seno de una familia de origen irlandés, circunstancias muy presentes en las novelas que esta tarde os propongo, en las que el telón de fondo de la historia lo constituye el barrio neoyorquino, cuya atmósfera está muy bien captada por la autora y alcanza un relevante protagonismo en los dos libros, y en las que los personajes pertenecen al “microcosmos” de la emigración irlandesa llegada a Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX, con sus relaciones endogámicas, sus códigos, sus costumbres y tradiciones, su fidelidad al pasado europeo, su intensa vivencia de la religión católica. McDermott es profesora de Humanidades en la prestigiosa Universidad John Hopkins, y su carrera como escritora cuenta con media docena de novelas que han cosechado un buen número de premios literarios. Y, por cierto, a propósito de la polémica sobre la literatura “de género”, y en una tesis contraria a la que acabo de exponer, Alice McDermott se muestra claramente a favor de la singularidad del enfoque femenino, pues las mujeres, señala en una entrevista, nos fijamos más en el por qué y en la vida interior

Y es que, en efecto, la “vida interior” de sus personajes, sobre todo en Alguien, es el núcleo sobre el que gravitan las dos novelas que esta tarde os comento. El mundo que describe McDermott es el de la simple cotidianidad de unos personajes comunes, que no cuentan en sus existencias con alicientes excepcionales -las bodas y los entierros, tan prosaicos, operan en ambas obras, como luego veremos, en la segunda ya desde el título, como grandes metáforas de la “normalidad”: la vida que empieza, la muerte que acaece inexorable-, sino que se desenvuelven en una realidad ordinaria, en un día a día corriente, sin estridencias, sin episodios demasiado relevantes, un discurrir vital tan anodino, tan habitual, tan “general” que podría ser el de cualquiera de nosotros, y en el que es la vivencia íntima de esos días, de esos años que pasan, el elemento más destacado, el que la escritora subraya y el que, al coincidir en lo esencial con el del propio lector -sea cual sea su origen o condición-, dota a las novelas del, a mi juicio, extraordinario valor universal que las hace altamente interesantes (sin contar con sus virtudes específicamente literarias). La protagonista de Alguien, Marie Commeford, y quienes la rodean (los padres, el hermano Gabe, los vecinos Walter Hartnett y Bill Corrigan, las amigas, la infortunada Pegeen Chehab, más adelante el marido, Tom, el señor Fagin), y los de En bodas y entierros (Lucy Towne, sus tres hijos, sus propios padres y sus tres hermanas solteronas, la madrastra de todas ellas, Mamá Towne), viven en Brooklyn, que pasa ante nuestros ojos en un arco que va de los años veinte hasta siete décadas después, en una sucesión de rituales y costumbres familiares -punteados por los grandes “acontecimientos” mencionados: bodas, funerales, celebraciones navideñas, algún aniversario, cierta conmemoración- en la que afloran las ilusiones y los altibajos de la existencia, las rencillas, los enfrentamientos, las rivalidades y los afectos en el seno familiar, el lento acontecer de la vida del barrio, los hábitos humildes, sencillos, las diversiones simples, las infrecuentes migajas de felicidad, el primer enamoramiento, la primera decepción, las esperanzas, las ilusiones, los vaivenes en las relaciones, la amistad, la dificultad del matrimonio, el encanto y la aflicción de la maternidad, los claroscuros de la paternidad, los problemas económicos, las lejanas guerras y sus efectos, estos tan próximos, los trabajos más o menos satisfactorios, la llegada de los hijos, su abandono del hogar, los recuerdos, la añoranza, la edad, la vejez, las limitaciones, lo no vivido, la tristeza, las enfermedades y la muerte, la alegría, la pasión, el amor, el destino, el tiempo que corre, la inevitable aceptación de su transcurso… el mero pasar, en definitiva, la vida de todos, la vida normal, la vida: Cualquiera que fuera el encanto que la habitación hubiera tenido la noche anterior, con la iluminación tenue y las persianas bajadas y la elegante cubitera plateada para el champán, no había desaparecido por completo —al fin y al cabo, yo nunca había pasado una noche en ningún lugar parecido al hotel St. George—, pero había algo extraño en todo ello a aquellas horas de la mañana: la luz tras las cortinas verde pálido y el traqueteo del radiador oscuro, una puerta cerrándose de un portazo, los motores revolucionados en la calle, la decepcionante sensación de un día cualquiera, incluso allí, en aquel precioso hotel, un día cualquiera que simplemente seguía su curso. Tom, aquel desconocido, con su pelo ralo rizado como el de una muñequita Kewpie de Coney Island sobre su rostro rosado, dormía plácidamente junto a mí. Un perfecto ejemplo del clima de las novelas: cotidianidad sencilla y emociones íntimas. 

Y todo ello en un marco “exterior” de presencia muy intensa, un Brooklyn, que tantas veces hemos visto representado en el cine y la literatura, hecho de gentes que llegan de Europa con la esperanza de un mundo nuevo (irlandeses, también italianos, pues el mundo judío, asociado “naturalmente” al barrio, el de las novelas de Auster y las películas de Allen, está ausente del universo McDermott), que ocupan las plantas bajas y los sótanos de casas de tres y cuatro pisos, el calor insoportable de los veranos, las tertulias estivales en las escaleras de los edificios, los niños jugando al béisbol en las calles, las niñas cotilleando al margen, haciéndose notar sin querer mostrar ostensiblemente su interés por los chicos, los ritos católicos, la actividad de las parroquias, las misas, las pequeñas tiendas en las que los emigrantes se afanan por salir adelante -la confitería del señor Lee, la funeraria del señor Fagin-, los locales clandestinos de venta de alcohol en la época de la prohibición, los adolescentes demostrando su recién adquirida dureza en pequeños robos y asaltos a los viandantes, un barrio ya entonces en decadencia (no en la actualidad, un paraíso de lo cool, en auge por la gentrificación), edificios descuidados, las cucarachas en las casas, pero capaz aún de generar vínculos entre sus habitantes, la sensación de comunidad: Puede que fuera aquella la primera vez en toda mi vida, leemos en Alguien, en que comprendí la sencillez de aquel vínculo, de compartir un barrio como lo habíamos hecho nosotros, de compartir un tiempo pasado. Todo eso, la fotografía de un espacio y de una época, está también, capturado de manera magnífica, en las dos novelas. 

Y el tercer gran aliciente de los dos libros -vidas, sentimientos y emociones comunes, por un lado, y espléndida recreación del entorno, en segundo lugar- lo constituye el estilo, preciso, detallista, también muy sencillo, aparentemente simple, pero en el que el talento de la autora consigue que esa simplicidad oculte la técnica literaria, el “oficio” que hay detrás. Con una narración en primera persona, en Alguien, y en tercera -aunque muy “cercana”, propiciando también la identificación del lector-, en En bodas y entierros, alternando los tiempos verbales presentes y pasados, en ambos libros hay, en efecto, ciertas concomitancias de estilo en lo que parecen constituir unos rasgos “marca de la casa” de la autora. 

Por un lado, los constantes cambios en el marco temporal, con idas y venidas de unas épocas a otras. La narración del presente se puebla así de muy frecuentes evocaciones del pasado vivido y de anticipaciones del futuro que está por llegar, en un ir y venir que entremezcla no solo los episodios de distintas etapas vitales si no también los sentimientos de los personajes. He aquí un ejemplo de Alguien, significativo de este recurso, que se usa de un modo muy sutil, casi imperceptible: Se reía al contarlo, como si todo hubiera sido una broma y él, la víctima. Con el paso de los años, siempre lo contaría de la misma manera. Así era como incluso nuestros hijos lo contaban, dice Marie con respecto al joven Tom, cuando aún no sabemos ni que se van a casar, mucho menos que tendrán hijos. Hay, sin embargo, sobre todo en Alguien, un cierto hilo conductor cronológico, los años pasan y con ellos los protagonistas evolucionan, pero, como digo, la continuidad se rompe a menudo con los recuerdos de la infancia, con los vislumbres del porvenir, con las frecuentes elipsis, dando un resultado final fragmentario, como de yuxtaposición de escenas, muy sugestivo y muy eficaz (porque así son nuestras vidas, más allá de la continuidad biológica: retazos hechos de memoria y olvido, de proyectos y sueños incumplidos, de esperanzas y decepciones entremezcladas, de experiencias que se muestran en jirones deslavazados, en una superposición no siempre nítida). 

Es magistral también la atención a los detalles, la descripción sencilla de lo cotidiano, de las pequeñas vivencias, de lo anodino en apariencia, todo ello descrito con una mirada tierna, próxima, lo que contribuye a crear una atmósfera de naturalidad, que rezuma lirismo, muy íntima, como en este fragmento: 

El padre, que en razón de la visita no se quitó la chaqueta ni la corbata, preparó unas bebidas. La madre hizo circular una bandeja de galletas saladas y untadas con queso al pimentón. Pareció a los niños que los dos hombres llenaban el espacio de la sala de estar y por vez primera repararon en lo pequeña que podía resultar su propia casa: tres dormitorios, garaje y jardín. Pensaron entonces, cosa que no habían hecho hasta aquel instante, que sus padres habían tenido que recorrerla, antes de que las niñas naciesen, en calidad de inquilinos en potencia que sólo quieren mirar, hacerse una idea, tantear las posibilidades. En una pared había dos paisajes que le gustaban al padre: una tempestad en invierno, un prado en primavera; y en otra lo que le gustaba a la madre, una colección de fotos de niñas tocadas con sendas papalinas ya pasadas de moda. Las cortinas eran de color verde claro y los visillos de un blanco pajizo. Había un sofá tapizado con motivos florales, dos sillones verdes, una alfombra marrón bordeada por una cenefa de rosas de color rosa. Sendas mesitas en los extremos del sofá, con una lámpara beige encima del tapete bordado. Una mesita para el café cubierta asimismo por un tapete, encima del cual colocaba la madre la bandeja de las galletas saladas y las servilletas con bordados que se utilizaban a la hora del aperitivo. Un televisor en el rincón del fondo. Un cubo de latón lleno de revistas. Se les ocurrió de pronto que no todos los objetos que veían habían estado siempre allí. Que se habían acumulado con el paso del tiempo, quién sabe si con ternura. 

Y hay, por último, en este rápido repaso a los elementos comunes a las dos novelas, una soberbia construcción de los personajes, no solo Marie, que centra el relato en Alguien, sino el resto de los que su narración muestra, el querido padre, la madre exigente, Gabe, el hermano sacerdote de vida torturada, el primer novio, el egoísta y desconcertado Walter Hartnett, Bill Corrigan, el vecino ciego tras haber sido gaseado en la guerra del 14, el marido, Tom, el antidickensiano señor Fagin; y todos los de En bodas y entierros, una novela coral, en cierto modo: Lucy Towne, pesimista y amargada, siempre negativa, su marido, alegre y cariñoso pese a la adversidad, sus hijos, las tres tías solteronas, tía Agnes, tía Verónica y tía May, la formidable figura de Mama Towne, fatalista y aciaga. Todos están vivos, hablan con voz propia, y su retrato es siempre preciso, penetrante en lo psicológico, comprensivo y rebosante de humanidad, contribuyendo a hacer de la lectura de las dos novelas una experiencia emotiva e intensa. 

Alguien recorre la vida de su protagonista, Marie Commeford, a lo largo de setenta años. La vemos inicialmente con solo siete, en la década de los veinte del siglo pasado. Sentada en las escaleras de su edificio, nerviosa y excitada por la espera, atisba en la calle la llegada de su padre, a quien adora y que vuelve del trabajo. A los siete años yo era una niña tímida, de aspecto cómico, con cara de pan, dos rajas negras por ojos, gafas gruesas, flequillo negro y una boca recta y seria: una caricatura de niña. Por aquel entonces, yo bebía los vientos por mi padre. Aquí, está en germen, la esencia de Marie, una mujer normal, vulgar incluso, reflexiva y sensible. A partir de ahí el libro nos mostrará su vida, la vida de alguien sin relevancia en la “Historia” con mayúsculas, condicionada, limitada por sus circunstancias, por su época. Pero, a la vez, decidida, valiente, en cierto sentido rebelde pese a su aceptación de lo que la vida le va dando. Se recrean los días infantiles, con el entorno familiar, la madre exigente, el padre amado que la lleva a las tabernas clandestinas en cuya puerta la deja mientras él entra a beber, el amor por su hermano. La veremos con diecisiete años, los agudos problemas de visión, sus inseguridades, su decepcionante amor por Walter Hartnett, el vecino cojo y calculador, un niñato egocéntrico cuyo despecho la sumirá en la desolación: Me senté en el borde de la cama. Quería quitarme las gafas, arrojarlas al otro extremo del dormitorio. Arrancarme de cuajo el sombrero nuevo de la cabeza y lanzarlo por los aires. Llevarme las manos al cuero cabelludo y arrancarme aquella cara feúcha. Desabrocharme el vestido, quitarme el cinturón, la delicada combinación. Llegar a tocarme el cuello y despegar la carne del hueso, abrir la cremallera de mi espalda, salir de mi propia piel y arrojarla al suelo. Espalda hombro tripa y pecho. Pisotearla. Levantar el puño hacia Dios por la forma que Él me había dado en aquella primera oscuridad: sin una pizca de atractivo, sin una pizca de amor. La entrañable relación con Gabe, sensible, solitario, afligido, con vocación hacia el sacerdocio, al que accederá para luego renunciar y volver a la vida “civil”; un Gabe que la consolará tras su desengaño adolescente, en una frase que explica en parte el título del libro: —¿Y a mí quién me va a querer? —dije yo. El ala del sombrero le ocultaba los ojos. Detrás de él, el parque bullía con desconocidos. —Alguien —me dijo—. Alguien te querrá. Más adelante, a principios de los cuarenta, durante la Segunda Guerra Mundial (con todo lo que estaba pasando en Europa), trabajando en la funeraria del señor Fagin (cuyo nombre dickensiano, como el del señor Heep, otro personaje, permite las bromas en el libro), diez años de contacto estrecho con la muerte (no tardé en desarrollar cierta indiferencia rutinaria hacia los muertos). Y están los insulsos escarceos amorosos con distintos jóvenes, los problemas en la vista, agudizados, la marcha de Gabe a Europa, movilizado en las Fuerzas aéreas, el encuentro con Tom, antiguo feligrés de su hermano y, como él, también movilizado. Y luego las bodas, la inusitada de Dora Ryan, las de sus amigas, la suya propia, en todas siempre esperanza, también, a menudo, el germen de la desilusión. Y muertes, la dolorosa del padre, las incontables y no tan anónimas de la funeraria, la de la jovencísima Pegeen Chehab, la de Bill Corrigan, la de la madre de la amiga Gerty, y tantas, tantas otras… en una sucesión de hospitales, de entierros, de funerales, de vivencias dolorosas. Y los años pasarán acelerados (Comprendí la rapidez con que el dolor hace transcurrir el tiempo de toda una vida), llegan los cuatro hijos (las dificultades del primer parto, que la llevarán al borde de la muerte) y los seis nietos y más muertes, y la casi total ceguera, y el resignado recuento final: Yo ya llevaba cinco años viuda, ocho sin Gabe, treinta sin mi madre en este mundo y más de sesenta (¿sesenta y seis, quizá?) desde la muerte de mi padre y, aunque podía contar con mis cuatro hijos, a veces sentía que esta época de mi vida era fruto de una negociación sostenida desde un lugar elevado y precario. Por cada muestra de cariño que mis hijos me daban, por cada vez que me llevaban al médico, por cada recado hecho o por cada cena compartida los días de fiesta, me imaginaba cómo me las apañaría si mis hijos no estuvieran allí, si no pudieran acudir, si tuvieran algún compromiso

Y por entre todos estos pequeños acontecimientos, la voz de Marie que narra, la voz de “alguien” cualquiera, alguien a quien la vida no le ofreció nunca ocasiones para “significar”, ni focos que la pusieran de relieve, alguien anónimo de quien, sin embargo, gracias a la literatura, a la voluntad y al genio de McDermott, podremos escuchar sus reflexiones, cargadas de emoción, de sensibilidad, de sensatez, de profundidad, sobre la crueldad del mundo, lo extraño, terrible y frágil de la existencia, la muerte, el fracaso, la dificultad de encontrar un acomodo razonable entre la realidad y las ilusiones, las penas solitarias, las desapariciones, la pérdida, lo inextricable del corazón humano, Dios, la fe, el misterio, las creencias, el miedo, las vidas que se cerraban, olvidadas, desvanecidas en un abrir y cerrar de ojos

En bodas y entierros
, se mueve, con el natural cambio de personajes, ambientación y trama argumental, en el mismo territorio definido por la descripción de las vidas cotidianas y sus afanes, así como por la indagación, penetrante y sutil, en la psicología de sus protagonistas. La más reciente edición de 2020 retoma, como se ha comentado, la primera de 2002, aunque la traducción de Antonio-Prometeo Moya aparece en esta última muy retocada, más “pulida”, menos académica. Os dejo como prueba -hay decenas- las primeras frases del libro, en su versión originaria y en la actual: 

Dos veces a la semana durante todo el verano, salvo la última semana de julio y la primera de agosto, la madre cerraba la puerta principal, la puerta blanca de ocho paneles que hacía de telón de fondo de las fotografías de Pascua, la primera comunión, la confirmación y fin de curso que pasaban a engrosar el álbum familiar, y sosteniendo el frágil cancel con el hombro, daba la vuelta a la llave en la negra cerradura, asía la curva manija de hierro forjado como un sarmiento negro con la forma de un signo de interrogación, y con un ademán rápido y firme que parecía imitar los de un impaciente efractor de viviendas, tiraba de la puerta hasta que, satisfecha del todo, se daba la vuelta, apartaba el hombro del cancel como si se desprendiera de una capa, y decía: «Andando». 

Dos veces a la semana durante todo el verano, salvo la última semana de julio y la primera de agosto, la madre cerraba la puerta principal, la puerta blanca de ocho paneles que hacía de telón de fondo de las fotografías que tomaban siempre por Semana Santa, cuando alguien hacía la primera comunión o la confirmación o a final de curso, y que pasaban a engrosar el álbum familiar, y, con la frágil mosquitera apoyada en el hombro, daba la vuelta a la llave en la cerradura negra, agarraba la curva manija de hierro forjado semejante a un sarmiento negro con la forma de un signo de interrogación y, con un ademán rápido y firme que parecía imitar a un ladrón impaciente, tiraba de la puerta hasta que, satisfecha del todo, se daba la vuelta, apartaba el hombro de la mosquitera como si se desprendiera de una capa, y decía: «Andando». 

La madre es Lucy Dailey, Towne de soltera. Sus hijos, los pequeños Bobby, Margaret y Maryanne, que en esta escena inicial del libro se aprestan, dirigidos por su madre, a dejar su casa y encaminarse al hogar de la familia Towne, en Brooklyn, en su doble visita semanal de cada verano. Allí viven las tres hermanas de Lucy, las tres solteras: tía Agnes, seria, responsable, sensata, vagamente intelectual; tía May, cariñosa y alegre, que fue monja y dejó el noviciado y que acabará por casarse, ya madura, con el simpático y encantador Fred; y tía Verónica, la menor, su cara quemada en la infancia, desafortunada en sus infrecuentes relaciones amorosas, desgraciada y marchita (demasiada represión, demasiada autocompasión, demasiada mala suerte. Y por último, convencidos de que por fin habían dado en el clavo, demasiado alcohol). Y con ellas, rigiendo sombría la vida del gineceo, Mama Towne, agorera, insatisfecha, siniestra y permanente infeliz. Casada con el padre de las tres hermanas cuando la madre de estas -a su vez su propia hermana- muere al dar a luz a Verónica, y viuda al poco tras el fallecimiento del marido, su visión de la existencia es nefasta, negativa, vive instalada en la queja perpetua, subrayando siempre los aspectos deplorables de la vida, protestando, lamentándose, quejándose de su mala suerte, reprochando y reprimiendo los atisbos de felicidad ajenos. Tiene un quinto hijo, Johnny, el único biológicamente “suyo”, que muy joven dejó la casa para siempre tras un conflicto enconado, y que reaparece de modo fugaz en algún episodio final.

Sin tiempo para comentar demasiados detalles del libro, sí quiero resaltar que la idea esencial sobre la que gira la novela está recogida en el dualismo que adelanta su título y que ya he anticipado: bodas y entierros, gozosa celebración de la vida y triste conciencia de la muerte. Ambientada en los años sesenta del pasado siglo -hay menciones a Kennedy y a su muerte, y una, tangencial, a la guerra del Vietnam-, personajes y acciones se “ubican” en esa suerte de confrontación dual vida/muerte. En un frente, oscuro y deprimente, las mujeres, marcadas por todo lo que habían vivido, las tragedias, la tristeza, las viejas afrentas, con su silencio fúnebre, su dolor, su pesadumbre, sus pérdidas, sus ausencias, sus desapariciones, su vacío, su torturante anclaje en el pasado, con las lágrimas, los lamentos, las recriminaciones, las rencillas, la desdicha… y con la anciana Mamá Towne frustrando de continuo los momentos placenteros y recordando a todos su carácter efímero y que, en realidad, solo habían bailado encima de las tumbas. En el otro lado, el optimista, esperanzado y feliz, el padre de los chicos -aun tocado por la segunda contienda mundial, en la que participó-, con sus bromas, sus guiños, la atmósfera alegre que recrea a su paso, con rescoldos del entusiasmo juvenil aún encendidos, la satisfacción y la ilusión pese a las adversidades, pese a, sobre todo, la oscura y derrotista negatividad de las mujeres. A su lado, el jovial Fred -pese a su soledad, su trabajo modesto, la sacrificada dedicación al cuidado de su anciana madre-, siempre chispeante, que representa también la voluntad, el brillo de la vida, la aceptación satisfecha y contenta de la dicha que la existencia nos trae en pequeñas y fugaces dosis que deben celebrarse: las sonrisas, los encuentros, los detalles en los que reside el sentido del milagro, la belleza y la vida. También la tía May, que rechaza ese aciago destino de derrota y sufrimiento. —¿Verdad que es una suerte —afirmó con majestad— no ver a toda la familia más que en las bodas y los entierros? Y el chiste que la tía hace a sus pequeños sobrinos encuentra la respuesta ilusionada de estos: Los niños se echaron a reír y contestaron: Sí, sí, viendo en ella a su capitana, a la primera persona de su misma generación que por fin enviaba a paseo las sempiternas lamentaciones

Un último apunte que podríamos llamar “metaliterario”. En las dos novelas hay, espigadas a lo largo del texto, algunas -pocas, pero significativas- referencias acerca de la importancia de narrar, de urdir historias, de contarse historias (a veces me acordaba de las muchachas de mi infancia, sentadas en las escaleras susurrando historias), de inventarse historias (para ella la historia del fallecimiento de su tía ya no era verdadera. Que hubiese sucedido realmente era secundario; ya no era verdadera como fenómeno material porque para la niña se había transformado en un medio de llamar la atención de la hermana, de conquistar su amor, y una vez que la niña se había dado cuenta de que lo tenía […], una vez que la niña se había dado cuenta de que la historia del fallecimiento de su tía (no el hecho, sino la historia) producía tales resultados, se convirtió en algo susceptible de administrarse, en algo que podía poseer y regalar de un modo que ningún fenómeno material permitiría. Se convirtió en historia pura), del ordenar recuerdos y rumores, chismes y anécdotas, historias, del revivir -del reavivar- la vida mediante el relato, la narración, la literatura: ella y sus compatriotas se juntaban para contar como mejor sabían la historia de aquella vida, soplando palabras sobre los fríos rescoldos, me parecía a mí y, de un modo u otro, conseguían reavivarlos. Toda una declaración de principios, un resumen ejemplar de las novelas de Alice McDermott: un soplo de palabras para dar vida a los recuerdos. 

Entre las muchas piezas musicales que aparecen en ambos libros -bastantes de la tradición musical irlandesa-, he elegido para acompañar musicalmente esta reseña, Will you love me in december as you do in may?, escrita por James -Jimmy- Walker en 1906, norteamericano de origen irlandés del que se habla en Entre bodas y entierros. Aquí os la ofrezco en la interpretación del Haydn Quartet. 


Volví a montar guardia en los escalones de piedra; guardia por mi padre, que aún no había salido del metro. 

En el otro extremo de la calle, los hombres y las mujeres del barrio volvían a casa del trabajo. Todos iban tocados con sombrero. Todos calzaban elegantes zapatos negros y allí era donde mis ojos se posaban cuando cualquiera de ellos me decía un «Hola, Marie» al pasar. 

A los siete años yo era una niña tímida, de aspecto cómico, con cara de pan, dos rajas negras por ojos, gafas gruesas, flequillo negro y una boca recta y seria: una caricatura de niña. 

Por aquel entonces, yo bebía los vientos por mi padre. 

Los chicos jugaban al béisbol en plena calle, siempre a la misma hora; algunos eran amigos de Gabe, mi hermano, aunque él, un joven estudioso, se encerraba en casa con sus libros. Los más jóvenes, entre quienes se encontraba Walter Hartnett, se sentaban en el bordillo a mirar. Walter llevaba la gorra del revés y tenía extendida la pierna de su zapato ortopédico. El ciego Bill Corrigan, al que habían gaseado durante la guerra, se quedaba en la acera justo detrás de Walter, sentado en la silla de cocina pintada que su madre le ponía todas las mañanas siempre que hacía buen tiempo. 

Bill Corrigan vestía traje de chaqueta y calzaba zapatos relucientes. Y, a pesar de tener un defecto en la piel que hay alrededor de los ojos, como una cicatriz en los pliegues satinados de sus párpados; a pesar de que su madre, cuyo brazo Bill agarraba como una novia se aferra al brazo del novio, lo sacaba a la silla de cocina todas las tardes que hacía buen tiempo, era a él a quien los muchachos de la calle recurrían siempre que, a causa de alguna pelota perdida o una carrera inoportuna, terminaban aullando y graznando en medio de la calle. Allí estaban: gritándose a la cara, arrojando las gorras al suelo, pidiéndole que tomara una decisión. Bill Corrigan levantó una mano, grande y pálida, y, al instante, la mitad de los muchachos dio media vuelta, mientras la otra mitad gritaba alborozada. Walter Hartnett se balanceó hacia atrás con un gesto de desesperación, lanzando una patada al aire con su pie bueno. 

Me ajusté las gafas. Pajarillos de ciudad de color ceniciento se elevaban sobre los tejados y volvían a caer. Había empezado a oscurecer y los escalones, que al sentarme me habían parecido calurosos bajo mis muslos, ya se habían enfriado bastante. El señor Chehab pasó a mi lado con una bolsa marrón de la panadería en la mano. Llevaba el delantal hecho una bola bajo el brazo, las cintas colgando. Al pasar junto a mí dejó un olor a pan recién horneado. Lucy la Grandullona, una niña que me daba miedo, empujaba un patinete por la acera opuesta. Dos hermanas de la Caridad del convento situado al final de la calle pasaron a mi lado, sonriendo bajo sus tocas. Giré la cabeza para observarlas de espaldas, preguntándome cómo era posible que jamás se les enredara el dobladillo de sus largos hábitos en los talones. Al final de la manzana, las hermanas se detuvieron a saludar a una mujer de piernas pálidas y robustas que vestía un delantal oscuro bajo el abrigo. La mujer dijo algo y ellas asintieron con la cabeza. Después, las tres juntas doblaron la esquina. El partido volvió a interrumpirse y los muchachos se dirigieron a sus casas de mala gana, mientras un coche negro pasaba a nuestro lado. 

Me estremecí y esperé. La pequeña Marie. Única superviviente de aquella escena callejera. Esperé a que mi padre apareciera por la calle, saliendo del metro con su sombrero y su abrigo, el más querido de entre todos aquellos fantasmas.
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Alice McDermott. Alguien

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