Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de marzo de 2021

HELEN MACDONALD. H DE HALCÓN

Hola, buenas tardes. Un miércoles más os damos la bienvenida a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que, desde hace más de diez años, os venimos ofreciendo distintas sugerencias de lectura -con la de hoy son ya cuatrocientas cincuenta y seis- que puedan interesaros. Como conocéis nuestros oyentes más asiduos, suele ser habitual que en el mes de marzo dediquemos nuestras emisiones a libros escritos -y muchas veces protagonizados- por mujeres, con la excusa, por otro lado innecesaria, de la celebración, el 8 de este mes, del Día internacional de la mujer, el cual, en el caso de este año, tuvo lugar el pasado lunes. El cuadragésimo aniversario de la muerte de Álvaro Cunqueiro, en quien centramos el espacio de hace quince días, me ha impedido iniciar este marzo aún infausto (en la mente el recuerdo del horroroso de 2020) con una recomendación femenina, pero desde la semana pasada, con las novelas de Alice McDermott, y hasta fin de mes, serán las mujeres quienes tendrán la voz en nuestro programa. 

Por otro lado, el próximo y ya muy cercano 21 de marzo se “festeja” el Día internacional del árbol y los bosques, y es por ello por lo que aprovecho la ocasión para, desde hoy mismo, vincular mis recomendaciones a un segundo “punto de anclaje” con la actualidad: lo que ha dado en llamarse la nature writing, textos -novelas, ensayos, crónicas, reportajes, relatos de aventuras- centrados en la naturaleza en sus diferentes manifestaciones, animal, mineral y, sobre todo, vegetal, en definitiva, literatura con la naturaleza como tema. 

En el caso de esta tarde quiero proponeros una obra excepcional, de difícil adscripción genérica -¿es una crónica periodística?, ¿una biografía?, ¿un ensayo divulgativo?, ¿unas memorias?…, ¿todo ello a la vez?-, aparecida en su edición original británica en 2014 y presentada en España un año después. Se trata de H de halcón, un libro formidable, de lectura simultáneamente perturbadora y gozosa, que escrito por Helen Macdonald vio la luz en nuestro país en la editorial Ático de los libros en la traducción de Joan Eloi Roca y con la revisión técnica a cargo del cetrero Carlos Galindo; una revisión sin duda necesaria pues la profusión a lo largo del texto de términos de ese muy específico y particular ámbito es tan notable que imagino que sin el asesoramiento de un experto en la materia hubiera resultado imposible trasladar al castellano la riqueza y las singularidades léxicas que el libro encierra. Las cobertoras y remeras, el estropajo, el terzuelo o torzuelo, los niegos, la prima, los rameros y los zahareños, los fiadores y las pihuelas, las caperuzas y los cascabeles, la gorga o el papo, el peso de vuelo, “afeitar”, “volar un ave”, “asear” los picos, “acuchillar” una presa o estar en yarak, son, entre otros muchos, algunos de los extraños vocablos y expresiones de la jerga cetrera que surcan el libro ensanchando la experiencia del lector aunque habiendo complicado, muy probablemente, la labor del traductor. De hecho, esa dificultad ya se refleja en el título pues el ave “protagonista”, como ahora veremos, es un azor (goshawk en inglés), que no es estrictamente un halcón (hawk en la lengua de Macdonald). Aunque quizá, en este caso, estemos solo ante un intento de mantener el "juego" del título original: H is for Hawk.

H de halcón ha obtenido, a partir de su presentación y en los cinco años largos trascurridos desde entonces, diferentes prestigiosos premios, de los que su editorial subraya el Samuel Johnson al mejor libro de no ficción y el Costa al mejor libro publicado en Reino Unido e Irlanda, siendo finalista además del Duff Cooper y del Thwaites Wainwright, en todos los casos en el año de su publicación. 

Helen Macdonald, cetrera profesional, participante en proyectos de conservación e investigación de aves salvajes en Eurasia, experiencia que, de manera tangencial, se menciona en el libro que ahora quiero recomendaros con entusiasmo, es, también, historiadora, investigadora y profesora del Departamento de Historia y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Cambridge, y ha escrito una historia cultural de los halcones titulada Falcon (2006) y varios textos de poesía. Una condición, la de poeta, que aflora de continuo en su obra, de una sensibilidad extrema y repleta de metáforas prodigiosas, de las que quiero dejaros, de entrada, algunas muestras: La luz que llenaba mi casa era profunda y lívida, mitad magnolia, mitad agua de lluvia. Las cosas reposaban bañadas en ella, oscuras y muy quietas. En ocasiones sentía como si estuviera viviendo en una casa en el fondo del mar. O esta sugerente descripción de su azor: La mitad del tiempo parece tan extraterrestre como una serpiente, un ser hecho de metal, escamas y cristal. O esta otra, más rotunda aún: Me sentí como si sostuviera al hijo bastardo de una antorcha y un rifle de asalto. Igualmente poéticas son las descripciones de los paisajes, los campos ingleses en los que “practica” con su animal, el paso de las estaciones, los cambios de clima, 

H de halcón narra la experiencia real de su autora, a la que la repentina muerte de su padre sume en un estado de confusión y crisis personal que intentará resolver, sin una voluntad explícita al inicio pero siendo consciente desde muy pronto y con el paso del tiempo de la conexión entre ambos hechos, con el adiestramiento de un azor hembra, una práctica, la cetrería, que había constituido una de sus grandes pasiones desde sus doce años. Desde ese acontecimiento decisivo, que se recoge en el primer capítulo y del que os dejo un fragmento significativo al término de esta reseña, el libro se moverá siguiendo esos dos ejes principales que de continuo se cruzan y entrelazan: la apasionante descripción de la irresistible atracción de su autora por las aves rapaces en general y por su azor en particular, cuyo proceso de “instrucción” atraviesa la obra entera y que conoceremos en detalle; y la exposición y el análisis de la situación de profundo abatimiento, de tristeza y desconcierto, de hundimiento anímico y espiritual, de conflicto de identidad, incluso, en la que la sume la desaparición de su padre. Cada uno de estos frentes se ramifica y abre a otros temas anexos: los recuerdos de la niñez y las intensas vivencias de entonces con su progenitor; la historia de la cetrería, que se refleja en las abundantes citas históricas y bibliográficas, amenas y oportunas, muy alejadas de la frialdad y el supuesto aburrimiento académico, que trufan el texto; la presencia de un personaje, Terence Hanbury White, de vida y obra muy peculiares, escritor también y autor en los años treinta del pasado siglo, de un libro, “El azor”, que opera en todo momento como “espejo” de la propia experiencia de Macdonald; las menciones episódicas al psicoanálisis; el debate moral sobre la caza; las reflexiones sobre la violencia y la muerte en la naturaleza; el análisis de los contornos que definen la humanidad frente a la animalidad; los apuntes sobre el “espíritu” tradicional y el “carácter” de Inglaterra… entre otros muchos. 

El primer gran valor del libro, a mi juicio, reside en la capacidad de su autora para transmitir -y contagiar- su fascinación por los azores. En mi caso particular, debo señalar que yo, nada proclive al embeleso ante los animales (con mi familia y mis alumnos cubro suficientemente el cupo de contacto con los seres irracionales), sin ningún interés previo por el universo de la cetrería -para mí ajeno, remoto, inexistente-, y con una indiferencia absoluta -sin llegar al rechazo militante- frente al noble arte de la caza, me he embebido, arrebatado, en las páginas de H de halcón, llevado por la intensa, conmovedora, culta, inteligente y sensible historia que nos cuenta, de un poderoso magnetismo. Cómo permanecer impasible, cómo no sentirse atraído, cómo no desear compartir -entregado, sin límites- la experiencia de quien escribe, a poco de empezar su libro: Los halcones eran las aves rapaces que yo amaba: pájaros rápidos y fuertes, de alas afiladas, de ojos oscuros y con una extraordinaria elegancia en el aire. Me alegraba su brío aéreo, su sociabilidad, sus sobrecogedores picados desde mil pies de altura, con el viento atravesando sus alas con el sonido de lona al rasgarse. Por otro lado, Macdonald tiene la virtud de contarnos su historia con un punto -tenue, muy accesorio, pero a mi juicio evidente- de intriga, generando una expectativa en el lector -¿qué ocurrirá con la instrucción de su ave?, ¿logrará “educarla”?, ¿conseguirá que se someta a sus pautas o el azor acabará por volar libre, atendiendo solo a su naturaleza animal y despreciando al cabo los intentos de racional disciplina de su ama? La historia de Helen con su azor (no el libro en sí, que para ese momento ya se adentra en el quinto capítulo y llega a su página setenta y cuatro) empieza de un modo que corrobora esta tesis que aprecia en la autora un cierto propósito -muy bien medido- de captar primero e ir graduando después, el interés de quien lo lee: Mañana —pensé—, voy a encontrarme con un hombre que no conozco cuando él baje del ferry de Belfast y voy a entregarle este sobre lleno de papel a cambio de una caja con un azor dentro. Quizá resulte excesivo, pero este breve párrafo me ha traído reminiscencias de La metamorfosis (las últimas traducciones se refieren al clásico como La transformación), la obra maestra de Kafka de la que hablamos aquí hace unos meses: Cuando Gregorio Samsa se despertó una noche de un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Resulta fácil convenir que tras la lectura de cualquiera de los dos textos uno ya está irremisiblemente perdido y no le queda más alternativa que adentrarse en la narración y dejarse llevar. 
 
Sin duda consciente de habernos “atrapado” con ese texto prometedor que es ya un anticipo de la aventura que nos espera si seguimos leyendo, Macdonald nos conduce a continuación al muelle en que se producirá el intercambio, y tras el pago al vendedor del acordado fajo de billetes (el sobre lleno de papel), nos presentará a quien será su compañero -y el nuestro- durante cerca de trescientas páginas más, en un párrafo magistral, que no me resisto a transcribir pese a su extensión, en el que está lo esencial del estilo de su autora y que nos dejará, definitivamente, a su merced, dispuestos a seguir la narración hasta donde nos quiera conducir: 

Soltó otra bisagra. Concentración. Cautela infinita. La luz del día irrigando la caja. Garras arañando, otro golpe. Y otro. Paf. El aire se tornó jarabe, lento, salpicado de polvo. Los últimos segundos antes de la batalla. Y tras soltar la última bisagra, mete el brazo dentro de la caja entre un zumbido restallante de alas, patas y garras y un trino agudo. Todo está pasando a la vez. El hombre saca un enorme, gigantesco, azor de la caja y, en una extraña coincidencia de mundo y acto, una inundación de luz solar nos engulle y lo baña todo con su brillo furioso. El azor bate sus alas barradas, las afiladas puntas oscuras de las primarias cortando el aire, las plumas encrespadas como las púas dispersas de un inquieto puercoespín. Dos ojos enormes. Mi corazón se desboca. Es un truco de magia. Un reptil. Un ángel caído. Un grifo sacado de las páginas de un bestiario medieval iluminado. Algo resplandeciente y lejano, como oro hundiéndose en el agua. Una marioneta rota de alas, patas y plumas empapadas de luz. Lleva pihuelas, y el hombre las tiene sujetas. Durante un horrible y largo momento está colgada boca abajo, con las alas abiertas, como un pavo en una carnicería, solo que tiene la cabeza vuelta hacia arriba y está viendo más de lo que ha visto en toda su corta existencia. Su mundo era su criadero, que no era mayor que el salón de una casa. Y luego fue una caja. Pero ahora es esto; y puede verlo todo; la fuente de la luz que reflejan las olas, un cormorán que se sumerge a unos cien metros; motas de pigmento encerado en las filas de coches aparcados; colinas lejanas y los brezos que las cubren y kilómetros y kilómetros de cielo, donde el sol se alza sobre polvo y agua y transitan formas ilegibles que son restos blancos de gaviotas. Todo boca abajo y recién estampado en su totalmente conmocionado cerebro. 

A partir de ahí, y en cualquier caso, con o sin paralelismos más o menos forzados, el relato del amaestramiento del azor, que trasluce toda la pasión de su dueña, es prodigioso (quizá por ese ardor arrebatado del que está imbuida la narradora, al margen de su interés objetivo, también indudable). El libro entero puede leerse, en esta primera vertiente, como un tratado sobre el entrenamiento -más aún, la educación (El adiestramiento de un azor era muy similar a la educación del típico alumno de escuela privada. En ambos casos un sujeto salvaje y desobediente era reconducido y moldeado, el sistema lo civilizaba y le enseñaba buenos modales y obediencia)- de los azores, en el que entre, como se ha dicho, numerosas referencias culturales y sentidos incisos sobre la atribulada situación personal de la escritora, de los que hablaré más adelante, aparecen las diferentes etapas de su instrucción: habituar al ave a la presencia humana, primero la de su “mentora”, luego la de sus amigos, por fin la de extraños; permitir su familiarización con el entorno, la casa, los muebles, los objetos decorativos, más adelante la ciudad, las gentes imprevisibles que pasan aceleradas, los ruidos, las luces, la profusión de estímulos del entorno urbano (Incluso después de la muerte de mi padre, mi corazón hecho jirones sabía que el secreto para adiestrar a un azor era tomarse las cosas con calma. Pasar de la oscuridad a la luz, de habitaciones cerradas al aire libre para primero contemplar de lejos, y luego acercarse, a lo largo de muchos días, a este mundo extraño lleno de voces estridentes, brazos que se agitan, cochecitos de bebé de plástico brillante y rugientes ciclomotores. Día a día, paso a paso, bocado a bocado, mi azor acabaría aprendiendo que nada de eso era una amenaza y sería capaz de estar entre ellas sin ponerse nervioso); graduar los pasos del protocolo de su alimentación (No comprendía que un azor en adiestramiento tiene que mantenerse un poco hambriento, pues solo a través de recompensas de comida un ave salvaje empezará a verte como una figura benevolente y no como una afrenta a todo cuanto existe): pequeños pollitos, piezas de carne de mayor tamaño, conejos; ajustar, con precisión milimétrica -873 gramos-, el “peso de vuelo” (Las aves rapaces tienen un peso de vuelo, igual que los boxeadores tienen un peso de combate. Un azor que está demasiado gordo no tiene interés por volar y no regresará cuando lo llame un cetrero. Los azores demasiado delgados son algo horrible: sobrios, infelices, sin la energía necesaria para volar con pasión y estilo); entrenar los movimientos que le permitirían en el futuro desarrollar su naturaleza cazadora: los pequeños saltos, desde corta distancia, hacia la mano enguantada, las dosis progresivas de alejamiento, los vuelos modestos ampliando poco a poco la extensión del fiador, la cuerda que permite tener amarrado al animal y, a la vez, manejar su distancia, darle “aire”, acostumbrarlo a un vuelo “tutelado”; habituar al ave al pavloviano sistema de recompensas con el que se refuerzan los hábitos que se quieren inculcar; permitir las salidas al aire libre, la captura de las primeras presas -aún bajo el control de su dueña-, alentando la pulsión animal y simultáneamente sometiendo, conteniendo los naturales instintos del depredador; hasta por fin, logrado el dominio total, asistir emocionados -sin duda Helen, claro; pero también el lector- al vuelo sin freno, sin el “vínculo” material -el fiador mencionado- que amarra y da seguridad, en el alma la sensación ambivalente de alegría por el logro y de temor por la nunca eliminada posibilidad de que el azor huya, abandone a su “tutora”, retorne a la vida salvaje. 

Y es que adiestrar un azor es muy difícil, vencer la resistencia de su impulso biológico, “civilizarlo”, por decirlo así, casi imposible (los azores son pájaros nerviosos y susceptibles y lleva mucho tiempo convencerlos de que no eres el enemigo. «Nerviosos», por supuesto, no es la palabra exacta: simplemente tienen sistemas nerviosos acelerados en los que las conexiones entre ojos, oídos y las neuronas motoras que controlan sus músculos tienen solo enlaces secundarios con las neuronas correspondientes del cerebro. Los azores son nerviosos porque viven la vida diez veces más rápido que nosotros, y reaccionan a los estímulos sin pensar; en otro párrafo capaz de despertar por sí solo el interés por el libro), y la descripción de sus protocolos, palpitante mezcla de psicología y naturaleza, de técnica y cultura, de inteligencia y sensibilidad, resulta subyugante. 

En el curso de ese arduo proceso de “educación” del ave se producirá también, como en el explícito caso de la peripecia kafkiana antes mencionada, una suerte de conversión, de identificación de la protagonista con su criatura. Nuestra particular “Helen Samsa” acabará, en su impetuosa vivencia, por alcanzar un enfermizo grado de comunión, con el azor: Me estaba convirtiendo en un azor, escribirá. Y esa peripecia, la de la evolución interna de la chica, la de su entendimiento, la de su compenetración, la de su “fusión” con el animal, resulta también muy atrayente. 

Tras la muerte de su padre Helen queda devastada emocionalmente, en ruinas, como ella misma afirma. La cría de su azor será el vehículo para su reconstrucción, pues desde la debilidad y la inseguridad, desde su profunda infelicidad, desde sus heridas y su angustia, desde la soledad y la falta de sentido de su existencia (Ni padre, ni pareja, ni hijo, ni trabajo ni casa), desde la orfandad absoluta en que se encuentra, desde su pérdida y su duelo, su “compañero” aparece como el ideal a conseguir: El azor era todo lo que yo quería ser: solitario, sereno, libre de pesar e inmune a los sufrimientos de la vida humana. Helen convierte al azor en una suerte de alter ego, vincula su “renacimiento” al éxito en su tarea de “domesticarlo”, que de este modo deviene en una rara y arriesgada ceremonia de iniciación: el paso -doliente- a otra etapa, adulta, independiente, liberada. En el largo y pesaroso proceso de adiestramiento, hecho, al margen de la “técnica” cetrera, de sufrimiento personal, de dudas y vacilaciones, de depresiones e insomnio, de cuestionamiento de la propia identidad, de conflicto psicológico, con etapas de locura incluso que la llevarán a dejar la universidad, renunciar el trabajo, abandonar su casa, desatender su carrera, desistir de sus proyectos y ambiciones, la chica encuentra en su tarea y en su objeto, una fuente de vida, frágil y temblorosa pero vida al fin. Creará así una peligrosa, adictiva, enfermiza vinculación con el ave (los vínculos que nos unen, dirá, vínculos palpables, pero no físicos, vínculos hechos de costumbre, de compañerismo, de familiaridad) a la que bautizará con el nombre de Mabel (De amabilis, que significa adorable o querida, una connotación que refuerza el lazo sentimental que establece con ella). Pero esa unión -fecunda y liberadora en el páramo emocional en que se desenvuelven sus días- se revela también como una dependencia desasosegante, pues el fin último del aprendizaje será el libre vuelo del animal, y con él, quizá, el momento decisivo de su abandono: 

En el fondo, era una cesión voluntaria del control. Vuelcas tu corazón, tu habilidad, tu alma entera, en una cosa —en adiestrar a un azor, en aprender la técnica para correr o a contar en las cartas— y luego pierdes voluntariamente el control sobre ello. Ese es el gancho. Una vez se tira el dado, el caballo empieza la carrera o el azor abandona el puño, te abres al azar y no puedes controlar el desenlace. Sin embargo, todo lo que has hecho hasta ese momento te convence de que podrías tener suerte. Puede que el azor cace la presa, que salgan las cartas perfectas, que el caballo pase el primero la meta. Ese pequeño espacio de duda es un lugar extraño. Te sientes segura porque estás completamente a merced del mundo. Es una descarga de adrenalina. Te pierdes en él. Y así, corres hacia esos pequeños disparos del destino en el que el mundo entero se mueve. Esa es la atracción: por eso nos perdemos, cuando el dolor o la pena nos desarman, en las drogas o en el juego o en la bebida; en adicciones que ponen una correa al alma herida y la sacuden como a un perro. Yo había encontrado mi adicción ese día con Mabel. Era tan peligrosa, en cierta forma, como si me hubiera inyectado heroína. Había huido a un lugar del que nunca quería regresar. 

Como se ve, la descripción de los “síntomas” de la obsesión que llega a experimentar la joven -y obsesión es un término cargado de implicaciones oscuras que no se aviene, quizá, con la “inocencia” de sus sentimientos-, se asemejan a los de una febril pasión amorosa: estoy probando el vínculo entre nosotras -afirmará- que los antiguos cetreros habrían llamado amor. Ciertamente, Helen es una “chica rara”, dicho sea sin connotación peyorativa alguna, de una hipersensibilidad inusual, de difícil “encaje” en el mundo, una outsider, en sus propias palabras, y la muerte de su padre y la subsiguiente cría del azor agudizarán esos rasgos. El elenco de descripciones negativas y adjetivos descalificatorios con los que se define a sí misma a lo largo de la obra es revelador de ese estado alterado de conciencia en el que vive: se ve nerviosa, tensa, paranoica, propensa a los ataques de pánico y de ira; alterna etapas en las que en las que ayuna y otras en las se da atracones de comida; rehúye la sociedad, se esconde; se ve inmersa en extraños estados en los que no está segura de quién o qué es; provoca accidentes de coche, rompe tazas, se le caen los platos, se rompe un dedo de un pie en una caída; se abisma en complejas dudas sobre su naturaleza (Había algo que estaba profundamente mal en mí, algo abyecto…). 

Pero, en paralelo, la panoplia de efectos benéficos que el azor le provoca es igualmente significativa: 
 
Mientras estaba con Mabel nunca era patosa ni torpe. El mundo con el azor estaba aislado de todo peligro, y en ese mundo sabía exactamente dónde alcanzaba el límite de mi piel. 

Con el azor en mi puño yo sabía quién era. 

El azor era un fuego que consumía mis penas. En él no cabían ni arrepentimiento ni duelo. Ni pasado ni futuro. Vivía solo en el presente, y ese era mi refugio. Huía de la muerte sobre sus alas rayadas y batientes. 

Allí sentada, con el azor, en aquella habitación en penumbra, me sentí más segura de lo que me había sentido en muchos meses.

Sentada con el azor me sentía como si estuviera aguantando la respiración durante horas sin esfuerzo. Sin ascenso, sin caída, solo el latido de mi corazón, que sentía en las yemas de los dedos, ese pequeño bombeo sincopado que, dado que era lo único que notaba moverse, no parecía formar parte de mí en absoluto. Era como si fuera el corazón de otra persona, o como si otra cosa estuviera viviendo en mi interior. Algo con una cabeza plana y reptiliana y dos pesadas alas bajadas, de costados envueltos en sombras, moteados como los de un zorzal. 

No había mejor bálsamo para mi dolorido corazón que el retorno de mi azor. Pero ahora ya era muy difícil distinguir entre mi corazón y el azor. 

Debo intentar ser más feliz —me dije a mí misma—. Debo intentarlo por mi azor. 

Eliminemos la presencia y los rasgos definitorios del azor, pongamos en su lugar a un ser humano y tendremos la convincente descripción de un exacerbado delirio amoroso, con sus dosis de entusiasmo y tortura, de fervorosa y feliz entrega y y angustia lacerante. 

Pero más allá de estos dos frentes principales -desequilibrio personal y consagración a la misión “redentora” de la cría del azor- el libro está poblado de otros muchos elementos de interés que ya solo puedo esbozar aquí sucintamente. Así, nos conmoverán las tiernas páginas sobre la infancia, la temprana vocación por la naturaleza y los animales, escondida desde niña entre los arbustos, oteando pájaros con sus prismáticos, consciente desde pequeña de su singularidad: yo era la niña invisible; una persona hecha a medida para una vida secreta); la entrañable relación con el padre, un fotógrafo free lance del que se recrea también su propia niñez, su entusiasmo por los aviones, su entrega apasionada a la vida, su ejemplaridad, sus lecciones morales, sus valores, la paciencia, la espera, la integridad; la atormentada existencia de Terence Hanbury White, sensible escritor, complicado e infeliz, malhumorado y suspicaz, permanentemente sumido en el desaliento y la desesperación, con tendencias homosexuales y propensión al sadismo, víctima de abusos en sus primeros años, solitario, reprimido en casi todos los órdenes de la vida, contradictorio y excesivo, amante de la naturaleza y los animales, capaz de alegrarse con el milagro siempre renovado del mundo, cuya historia excepcional, sus fatigosos intentos de adiestrar a Gos, su propio halcón -una experiencia que relatará el “El azor”, de 1952, también publicado por Ático de los libros- corre en paralelo a la de la propia Helen (Este libro que lees es mi historia. No es una biografía de Terence Hanbury White. Pero White es parte de mi historia. Tengo que escribir acerca de él porque estaba ahí. Mientras adiestraba a mi halcón mantuve una tranquila conversación, o algo parecido, con las penas, logros y trabajos de un hombre muerto hace tiempo) y daría para otra reseña. 

Y están también las muchas notas históricas sobre la cetrería, los tratados canónicos sobre este extraño arte, sus principales referentes “teóricos”, las muchas interesantes curiosidades sobre su práctica. E interesan igualmente las alusiones al simbolismo de la domesticación y el vuelo de las aves rapaces, la multitud de referencias al psicoanálisis y sus metáforas, la indagación sobre los límites entre lo humano y lo animal, con pasajes prodigiosos, tanto aquellos en los que vemos al azor “humanizado” (cuando juega -Nadie me había dicho que los azores jugaran. No salía en ningún libro-, cuando “ríe”), como, sobre todo, los que nos muestran a una Helen “cómplice” de la emocionante brutalidad, de la atávica pulsión de muerte que mueve al azor. En este sentido, la presencia de la muerte -la del padre pero, fundamentalmente, la que encarna el salvaje instinto del animal- es otro de los elementos sustanciales del libro, como puede verse en los fragmentos que os ofrezco como cierre a mi reseña: 

Los cetreros tienen una palabra para describir a los halcones que tienen ganas de matar: dicen que el ave está en yarak. Los libros dicen que viene del persa yaraki, que significa poder, fuerza y audacia. Mucho más adelante me divirtió descubrir que en turco se refiere a un arma arcaica y que también es un término que designa el pene: no se puede dudar jamás de que la cetrería es un juego de chicos. Ahora estoy de vuelta en Cambridge y mientras llevo a Mabel cada día por el pedregoso sendero hacia la colina, la veo entrar en yarak. Es inquietantemente similar a una posesión demoníaca. Las plumas de su cresta se erizan, se inclina hacia atrás, las plumas del vientre esponjadas, los hombros caídos y los dedos apretando con fuerza el guante. Su conducta pasa de «todo me asusta» a «lo veo todo; todo esto, y más, me pertenece». 

Un azor mató a un faisán. Fue un picado corto y brutal desde un roble hasta un espeso matorral húmedo; un impacto súbito, ahogado, ramas rompiéndose, aleteos, hombres corriendo y un pájaro muerto colocado con reverencia en un morral de cetrero. Me quedé a cierta distancia. Me mordí el labio. Sentí emociones para las cuales entonces aún no tenía nombre. Durante un rato no quise mirar a los hombres y a sus pájaros y mis ojos se deslizaron hacia los paneles de luz blanca recortados entre las ramas tras ellos. Luego me acerqué al matorral en el que el halcón había matado a su presa. Miré dentro. En lo más profundo de la fangosa oscuridad seis plumas cobrizas de faisán brillaban en una cuna de endrino. Una a una las liberé de entre las espinas y las recogí. Luego metí la mano con ellas dentro en el bolsillo y las protegí en mi puño cerrado como si estuviera aferrando la esencia de aquel instante. Lo que había presenciado era la muerte. No estaba segura de cómo me sentía. 

Si quieres que tu azor se porte bien, basta con que hagas una cosa. Tienes que darle ocasión de matar. Matar tanto como sea posible. Matar lo calma. 

Todo en él está afinado y orientado a la caza y a matar. Ayer descubrí que cuando succiono aire entre los dientes y hago un ruido chirriante como de conejo herido, todos los tendones de sus dedos se contraen instantáneamente, clavando las garras en el guante con terrible y aplastante fuerza. Esta presión asesina está grabada desde antiguo en lo más profundo de su cerebro. Es una respuesta instintiva que todavía no ha encontrado el estímulo que debe desencadenarla. Porque otros sonidos también lo activan: las bisagras de la puerta, bicicletas con ruedas mal engrasadas y, durante la segunda tarde, Joan Sutherland cantando un aria en la radio. Oh. Me reí en voz alta ante eso. Estímulo: ópera. Respuesta: matar. Pero luego este instinto mal aplicado deja de ser gracioso. Instantes después de las seis en punto llega un lamento infeliz desde un carrito de bebé al otro lado de la ventana. Inmediatamente el azor clava las garras en mi guante, aumentando la presión en salvajes y acuchillantes espasmos. Matar. El bebé llora. Matar matar matar. 

No me sentí mal por matar a un animal. Me sentí mal por el animal. Me dio lástima. No porque me considerara mejor que él. No fue una pena paternalista. Fue la pena de todas las muertes. Me hacía feliz el éxito de Mabel y lloraba al conejo particular. Arrodillada junto a su cuerpo sentí una aguda conciencia de mis límites. La lluvia mojando el cuello de mi ropa. Un dolor en una rodilla. Los arañazos en mis piernas y brazos por haber atravesado un matorral, que no me habían dolido hasta ahora. Y una aguda, inefable comprensión de mi propia mortalidad. «Sí, yo también moriré.» 

Aprendí a asumir por un instante la responsabilidad de agacharme y administrar el golpe de gracia a un conejo que Mabel tenía aferrado entre las garras. Una parte de mí tuvo que adaptarse y otra parte de mí tuvo que apartarse. No hay mejor frase para describirlo que la más antigua: Tienes que endurecer tu corazón. Aprendí que endurecer el corazón no era lo mismo que no darle importancia a lo que haces. El conejo siempre fue importante. Su vida no se tomó a la ligera. Yo era responsable de estas muertes. Por primera vez en mi vida ya no era una observadora. Estaba siendo responsable ante mí misma, ante el mundo y ante todas las cosas en él. Pero solo cuando mataba. Los días eran muy oscuros. 

Os dejo ahora con My favorite things -que se traduce en el texto como “Cosas que me hacen feliz”- el clásico de Sonrisas y lágrimas, que Helen canta a su azor en un pasaje del libro. El tema ha sido objeto de infinidad de versiones, la inicial de Julie Andrews, la inolvidable de Coltrane y tantas otras... He elegido esta vez una magnífica de Sarah Vaughn. 


Eran exactamente las ocho y media. Estaba mirando un pequeño ramito de mahonia que crecía entre la hierba, con sus hojas rojo oscuro como lustroso cuero de cerdo. Levanté la vista. Y entonces vi a mis azores. Allí estaban. Una pareja, elevándose sobre las copas de los árboles en el aire cada vez más cálido de la mañana. Un rayo de sol bañaba ardiente mi nuca, pero yo olía hielo al ver a aquellos azores elevarse. Olía hielo y tallos de helecho y resina de pino. Cóctel de azor. Estaban ascendiendo. Los azores en vuelo son de un complejo color gris. No gris teja, ni gris paloma, sino una especie de gris de nube de lluvia. A pesar de la distancia, alcanzaba a ver la gran almohadilla de maquillaje que forman sus plumas de debajo de la cola, con la gruesa y contundente cola tras ellas, y esa soberbia curvatura y doblez de las secundarias de un azor en ascenso que los hace totalmente distintos de los gavilanes. Había cuervos acosándolos, pero no les importaba. Ni siquiera los veían. Un cuervo se lanzó contra el macho y este se limitó a levantar un ala, como para dejar pasar al cuervo. El cuervo no era un idiota y no se mantuvo por debajo del azor mucho tiempo. Estos azores no estaban ofreciendo el espectáculo completo, no hubo ninguno de los picados ni ninguna de las acrobacias sobre los que había leído en los libros. Pero amaban el espacio entre ambos, y tallaban en él todo tipo de hermosos acordes y simetrías concéntricas. Un par de aletazos y el macho, el torzuelo, se ponía por encima de la hembra, la prima, y entonces planeaba hacia el norte de ella y luego descendía, rápido, como un tajo de cuchillo, realizaba un elegante dibujo caligráfico bajo ella y luego la prima de azor batía un ala y volvían a ascender juntos. Estaban en un bosquecillo de pinos, justo frente a mí. Y luego desaparecieron. En un instante mi par de azores estaba dibujando en el cielo líneas sacadas de un libro de física y al instante siguiente no había nada. No recuerdo haber bajado la vista, ni haberla desviado. Quizá pestañeé. Quizá era así de fácil. Y en ese ínfimo paréntesis negro que el cerebro camufla se habían hundido en el bosque. 

Me senté, cansada y contenta. Los azores se habían marchado, el cielo estaba vacío. Pasó el tiempo. La longitud de onda de la luz a mi alrededor se acortó. El día se iba construyendo. Un gavilán, ligero como un juguete de madera de balsa y papel maché, pasó como un rayo a la altura de mi rodilla, planeando sobre unas zarzas y luego perdiéndose entre los árboles. Lo miré alejarse, ensimismada en rememoraciones. Este recuerdo era incandescente, irresistible. El aire olía a resina de pino y al vinagre alquitranado de las hormigas rojas de la madera. Mis pequeños dedos de niña aferraban la cadena de plástico de unos prismáticos de Alemania Oriental que colgaban, pesados, de mi cuello. Me aburría. Tenía nueve años. Papá estaba de pie a mi lado. Buscábamos gavilanes. Anidaban cerca, y esa tarde de julio esperábamos el tipo de avistamiento que a menudo nos ofrecían: un emerger como de submarino entre las copas de los pinos al alejarse; un atisbo de ojo amarillo; un pecho barrado contra las agujas de pino en movimiento o una rápida silueta recortada contra el cielo de Surrey. Durante un rato había sido emocionante contemplar la lobreguez entre los árboles y las regiones oscuras teñidas de naranja sangre donde las sombras y el sol dibujaban un pavimento de fantasía entre los pinos. Pero cuando tienes nueve años, no se te da bien esperar. Yo golpeaba la base de la valla con mis botas de goma. Me movía y distraía. Suspiré. Me colgué de la valla agarrándola con los dedos. Y entonces, mi padre me miró, entre exasperado y divertido, y me explicó una cosa. Me explicó la paciencia. Dijo que lo más importante de todo lo que tenía que recordar era lo siguiente: que cuando tenías muchas ganas de ver algo, en ocasiones lo que tenías que hacer era quedarte muy quieta en el mismo sitio, recordar lo mucho que querías verlo y tener paciencia. 

—Cuando estoy en el trabajo, haciendo fotografías para el periódico —dijo—, a veces tengo que quedarme sentado en el coche durante horas para conseguir la fotografía que quiero. No puedo levantarme a tomar una taza de té, ni siquiera para ir al baño. Tengo que tener paciencia. Si quieres ver halcones, tú también tienes que ser paciente. 

Lo dijo solemne y serio, no enfadado; me estaba comunicando una de las verdades de los adultos, pero yo solo asentí de mal humor y me puse a mirar el suelo. Sonaba como una regañina, no como un consejo, y no comprendí lo que me estaba diciendo. 

Pero aprendes. «Hoy —pensé ahora que no tenía nueve años ni estaba aburrida—, he tenido paciencia y los azores han venido.» Me levanté lentamente, con las piernas un poco entumecidas después de tanto tiempo quieta, y descubrí que tenía un poco de liquen en una mano, un poquito de ese liquen ramificado color verde pálido capaz de sobrevivir a cualquier cosa que le suceda. Es la paciencia hecha ser vivo. Puedes coger liquen de los renos y apartarlo del sol, congelarlo y luego secarlo hasta que cruja: aun así no morirá. Pasa a un estado de hibernación y espera a que las cosas mejoren. Es impresionante. Sopesé la pequeña bola de minúsculas ramitas en la mano. Casi no se notaba que estaba allí. Siguiendo un súbito impulso, metí en el bolsillo interior de la chaqueta ese recuerdo robado al campo del día en que vi a los azores. Lo dejé en un estante cerca del teléfono. Tres semanas más tarde, lo estaba mirando cuando llamó mi madre y me dijo que mi padre había muerto.

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Helen Macdonald. H de halcón

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