Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de abril de 2021

ELLA BERTHOUD Y SUSAN ELDERKIN. MANUAL DE REMEDIOS LITERARIOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que esta semana centra su propuesta en varias sugerencias directamente relacionadas con la rúbrica de nuestro programa. Y es que pasado mañana, 23 de abril, se celebra, un año más de un modo algo desnaturalizado a causa de la pandemia, el Día del libro. Y aunque la imposibilidad, en muchos casos, de festejar en las calles la efeméride resta parte del impacto que siempre conlleva esta fecha tan singular, desde aquí queremos sumarnos, siquiera virtualmente, a esta gozosa reivindicación de la lectura que siempre supone el aniversario -cuatrocientos cinco años en este 2021- de la muerte de William Shakespeare y Miguel de Cervantes. 

Y nuestra contribución al acontecimiento se hace a través de una emisión en la que voy a ofreceros hasta cinco títulos directa o indirectamente relacionados con la lectura, libros sobre libros, pues, en una tradición relativamente recurrente al llegar a estas fechas en nuestro espacio. Se trata de cinco obras de diferente valor y alcance, escritas con propósitos y desde planteamientos muy variados, y perteneciendo, cada una de ellas, a géneros también diversos, en una suerte de “menú” libresco muy apetitoso. Os hablaré, así, a modo de frugal aperitivo, de un ligero divertimento sin demasiadas pretensiones escrito por Roald Dahl, El librero. A continuación, fungiendo de gustosos entremeses, una sucinta aunque apasionante aproximación a un asunto muy relacionado con la lectura, Breve historia del marcapáginas, del italiano Massimo Gatta, bibliotecario y experto en extraños temas en materia bibliófila. Tras él, un primer plato bien sabroso y consistente, un ensayo misceláneo, simultáneamente palpitante e iluminador, del profesor y experto en cuestiones relacionadas con la edición, Antonio Basanta, presentado bajo una rúbrica inequívoca, Leer contra la nada. Luego, a modo de pièce de résistance, un libro, Manual de remedios literarios, inclasificable y voluminoso, estimulante y de altísimo interés, debido a la colaboración de Ella Berthoud y Susan Elderkin. Y por fin, como suculento postre, un entusiasta “panfleto”, un emotivo alegato a favor de los libros, Manifiesto por la lectura, a cargo de la magistral -y muy querida en el programa- Irene Vallejo. 

El librero es un cuentecito -en la edición española ocupa apenas cincuenta páginas en un volumen de pequeño formato (15 por 21 centímetros)- escrito y publicado por Roald Dahl en 1986. En nuestro país vio la luz en 2016, en el seno de la Editorial Nørdica, en traducción de Xesús Fraga y con ilustraciones de Federico Delicado, que se mueven entre la representación detallista y minuciosa (en la estampa, por ejemplo, en que se nos muestra el exterior de la librería) y la caricatura, en ocasiones rozando lo grotesco, cuando las imágenes reflejan a la pareja, extravagante y excesiva, de un notorio mal gusto, protagonista del relato. 

Hace tiempo, si uno se dirigía a Charing Cross Road desde Trafalgar Square, en cuestión de minutos se encontraba con una librería situada a mano derecha y sobre cuyo escaparate un cartel anunciaba: «WILLIAM BUGGAGE. LIBROS RAROS». Así empieza la, por otro lado, poco libresca historia del dueño de la librería, el señor William Buggage que da nombre al establecimiento, y su estrafalaria dependienta/colaboradora, la caballuna señorita Tottle, una dupla patética y vulgar (Buggage es achaparrado, panzudo, calvo y fofo, y ella se nos describe de un modo igualmente lamentable: su rostro era alargado y equino, y sus dientes, que también eran de buen tamaño, poseían una tonalidad sulfurosa. Igual que su tez. Lo mejor que se podía decir de ella era que tenía un busto generoso, aunque tampoco careciese de defectos. Era de esa clase en la que un solo bulto se extiende de un extremo al otro del pecho, por lo que a simple vista daba la impresión de que del cuerpo no le crecían dos senos individuales, sino que más bien se asemejaba a una larga barra de pan). Los dos, pese a las apariencias, permanecen casi por completo ajenos al negocio librero en el que dejan pasar sus días mientras se entregan, concienzudos y ufanos, a un próspero y delictivo comercio, cuyos detalles no puedo revelar sin arruinar el misterio de una trama argumental que acabará por resolverse con ciertos aires policiacos. Baste con decir que sus reservados y lucrativos asuntos giran sobre una especie de chantaje epistolar a viudas, con los libros como centro. Las pedestres personalidades de las que adolecen se nos muestran en sus muy primarias ordinariez y chabacanería (incluso cuando los rodea el lujo que les permiten sus florecientes y turbias actividades; incluso, igualmente, en los episodios eróticos, en los que aflora también la vulgaridad de sus caracteres), en una “ambientación” que permite al autor, sin despreciar el tono humorístico de fondo, marca de la casa, apuntar una sutil denuncia -más bien una constatación- de las muy marcadas -y tan british- diferencias y prejuicios de clase. En fin, una obrita menor, simpática y entretenida, que garantiza una escasa hora de apacible y risueña lectura. 

Un planteamiento radicalmente opuesto es el que guía la Breve historia del marcapáginas, que, en traducción de Amelia Pérez del Villar y con un ilustrado prólogo -Los testigos silentes de la lectura- de David Felipe Arranz, presentó en 2020 la Editorial Fórcola. Su autor, Massimo Gatta, es bibliotecario de la italiana Universidad de Molise. Experto en historia de la edición, del papel, de las bibliotecas y de la bibliofilia, es un profundo conocedor e investigador de los aspectos paratextuales del libro, de los que los marcapáginas representan uno de sus ejemplos más destacados. 

El libro, que aparece en el reducido formato -18 por 12 centímetros- habitual en la editorial, ofrece, en sus apretadas cien páginas (apenas cuarenta si descontamos el estudio preliminar y las casi treinta de notas y referencias bibliográficas finales), un somero repaso, desde la Antigüedad clásica hasta nuestros electrónicos días de e-books y lectura telemática, de este singular objeto de uso cotidiano constante y sobre el que, por común, tan poco fijamos nuestra atención, y que, más allá de su condición meramente utilitaria, deviene, en el profundo análisis de Gatta, en un elemento fundamental, de innegable valor filosófico. 

Marcar la página para poder recuperar cómodamente el paso y reanudar en ese punto nuestra lectura silente, es consustancial al acto de leer y se remonta a los albores de la civilización humana, afirma el autor, a poco de empezar su ensayo. Admitiendo la existencia de pocos datos históricos que permitan una cronología bien trabada de la existencia de los marcapáginas, en el libro afloran de continuo ejemplos -espigados de aquí y allá- de esa tan frecuente práctica: un separador pegado a un códice copto, del siglo VI d.C., que se encontró en 1924 entre las ruinas de un monasterio egipcio; otro indio, de marfil y con motivos geométricos, del siglo XVI; un primer testimonio del uso del marcapáginas de 1577 (se habla, en otras fuentes, de 1584), en unos libros que Cristopher Barker encuadernó para la reina Isabel I y que llevaban una cinta de seda cosida a la cabezada de los volúmenes, entre otras referencias. 

Pero es, sobre todo, en el terreno del arte en donde, con anterioridad a esa fecha mencionada, aparecen los marcapáginas en retratos -que en el libro se nos ofrecen en una treintena de ilustraciones en color- de “figuras con libro”, muy habituales en la pintura desde el siglo XV, sobre todo en el Renacimiento italiano. Y así, por el texto desfilan -con su correspondiente representación pictórica, Giorgione, Parmigianino, van Eyck, Piero della Francesca, Antonello da Messina, Alberto Durero, Arcimboldo o Bronzino… y llegando incluso a la contemporaneidad, con la presencia de Giorgio de Chirico o Federico Seneca, ya en el siglo XX, responsable este último de una publicidad de chocolates a partir de un pasaje y un personaje -el cura don Abbondio- de Los novios, de Alessandro Manzoni, en una muestra -y hay varias- de la aparición de nuestro singular objeto en la literatura. 

Del intangible valor del marcapáginas da cuenta la anécdota que relata Jacques Bonnet, en su libro Bibliotecas llenas de fantasmas, y que transcribe Gatta: Recuerdo esa historia que leí en algún sitio sobre un condenado a muerte durante el Terror revolucionario que leía un libro en la carreta que lo llevaba a la horca y que marcó la página en la que se había quedado antes de subir al patíbulo

Más allá del escueto recorrido histórico, el libro refiere la innumerable variedad de marcapáginas, como los vegetales, con la especial mención a Gabriele d’Annunzio, que dejaba secar flores entre las páginas para señalar los “puntos de lectura”, aunque se citan igualmente las prímulas, las violetas, las rosas, los tréboles cuadrifoliados, distintos tipos de hojas, pajas; pero también otros de plata, vitela o cuero, tiras de pergamino, marfil (el referido de la India en el siglo XVI), cordones trenzados, nudos de plata y borlas de seda, cartulinas de madera, de celuloide, cartón, agujas, telas, láminas de estaño -oropeles- correas, sofisticados discos giratorios (a finales del siglo XIII), pero también ¡pieles de serpiente!, moscas (Dice la leyenda que un monje medieval, el irlandés Coloman de Elo, fallecido en el año 610, ordenó a una mosca importuna que se posara en la última línea que estaba leyendo, a lo que el insecto obedeció yendo a descansar en el manuscrito, de modo que el religioso pudo ausentarse un rato y regresó a la lectura justo donde había dejado al animalito), o ….comida. A este respecto, sorprende la figura del erudito bibliotecario Antonio Magliabecchi que vivió casi toda su vida en el siglo XVII y que fijaba el lugar en el que abandonaba la lectura de un libro con ¡rodajas de salami! Aunque, en el terreno de las rarezas, hay, incluso, una fuente romana, en la Via degli Staderari, hecha de libros esculpidos, de los que salen unos marcapáginas que albergan los caños que vierten a la pileta. 

Y están también los más actuales (e indudablemente más higiénicos): los publicitarios, los de las editoriales, los creados para coleccionistas, para regalo, como publicidad, los recordatorios, los que se emiten para el reconocimiento de méritos, los que portan inscripciones, aforismos, anuncios, dibujos y motivos artísticos, los temáticos, de los que se recoge una profusa muestra de iniciativas novedosas, casi todas italianas, en un sesgo persistente de la obra, inevitable dada la nacionalidad de su autor. Y hay una breve referencia final a los marcadores de lectura en los e-books, en un capítulo en el que se incluyen las reflexiones acerca del anunciado -hace tan solo una década- fin del libro, presumiblemente desaparecido por el avance imparable de la Red y, sobre la constatación, gozosa, de que, sin embargo, no ha sido así ni por asomo, antes al contrario, la lectura en papel permanece más viva que nunca: La Red nunca podrá editar un libro bello, tejer un jersey suave o pintar un cuadro al óleo, cita Gatta a Kenneth Goldsmith en un optimista y bienintencionado, aunque quizá desgraciadamente irreal dictamen. 

No faltan tampoco las alusiones a los objetos cotidianos que operan como señaladores en los libros, y ya en el texto preliminar, David Felipe Arranz cita un repertorio insólito que recoge un experto, J.H. Kruizinga, en una obra de 1965 sobre el asunto: cheques, galletas, fotos, plumas, calendarios, tarjetas postales, billetes de transporte y papel moneda, entradas para diversos espectáculos, una loncha de jamón, una rebanada de tocino, el cordón de un zapato, una cajetilla de cigarros vacía, unas últimas voluntades, un sobre con una paga, un carné de conducir, etc. El propio prologuista incorpora al elenco, a partir de su experiencia personal, un billete de mil pesetas o dos facturas de un restaurante salmantino, además de recordarnos que hay quien sigue doblando la esquina de la página, a falta de mejor indicador. Cada uno de estos inesperados señaladores puede aparecer, años después de su uso, como un testigo de nuestra memoria, un trozo de biografía anclado en el tiempo, un pasado que se despierta y aviva a partir de ese objeto olvidado. 

En una época de “desmaterialización” lenta e inexorable, el marcapáginas permanece como una privilegiada muestra de la pervivencia de la belleza, del actualísimo valor del libro en papel, un objeto que alcanzó la perfección absoluta hace ya muchos siglos. Y de esa perfección que el libro supone, y de su correlato, de la poderosa “eficacia” de la lectura, de las enseñanzas, la distracción, las emociones, la sabiduría y la belleza que conlleva, habla también mi tercera propuesta de esta tarde, Leer contra la nada, un volumen de formato aún más reducido que los dos que le preceden en esta reseña -10 por 10.5 centímetros- y también muy acogedor, ideal para llevar en el bolsillo, en el que la larga experiencia profesional de su autor, Antonio Basanta, en relación al fomento y desarrollo de la lectura, fragua en un texto magnífico, repleto de interesantes reflexiones sobre el universo lector. La obra, publicada en Siruela en 2017, alcanza ya unas prometedoras tres ediciones, cifra relevante para un libro de estas características. 

Doctor en Literatura Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, con una amplia carrera vinculada al libro, en sus muy diversas tareas como docente, editor, gestor de proyectos culturales, conferenciante, articulista o coautor de textos escolares, Basanta, que durante más de veinticinco años ha sido director general de “nuestra” Fundación Germán Sánchez Ruipérez, de la que actualmente es vicepresidente, examina en su obra, siguiendo un tenue pero perceptible recorrido histórico, las innumerables facetas de la experiencia de lectora, de la que se declara “enamorado”: Nada encuentro en mi vida más decisivo que leer. Ni experiencia más grata que pueda compartir con cuantos lo deseen

Indaga Basanta al comenzar su texto en el origen de su pasión lectora, cuando, sin haber cumplido siete años y atormentado por su dislexia, obtuvo de un benevolente profesor de preparatorio, el hermano Apolinar, una “meritoria” medalla de “penúltimo en lectura”. Paradójicamente, ese sería el primer hito de una trayectoria profesional en la que, superada su limitación, se desempeñaría, como hemos visto, en casi todas las posibles funciones relacionadas con los libros. 

Leer contra la nada surge de la constatación, por parte de su autor, de los trascendentales efectos que provoca la irrupción de la electrónica en nuestras vidas y en particular en la práctica y los hábitos lectores. Radicalmente consciente de la insustituible función de la lectura y de su importancia esencial en la existencia humana y alejado, de modo simultáneo, de las tesis apocalípticas que ven en la extensión de las redes comunicativas y de los nuevos soportes en los que se traslada la información una temible amenaza y un riesgo cierto de desaparición de los libros, un optimista Basanta repasa, a través de un rápido y algo disperso examen de la historia de los libros, su extraordinario valor en el pasado y en nuestro presente, y anticipa, con un ilusionante voluntarismo, su convicción, su esperanzado deseo, de que, con las convenientes adaptaciones de fórmulas y códigos, de medios y formatos, la lectura siga siendo -y aquí cita a Gabriel Celaya- “un arma cargada de futuro”. 

Para ello, y desde una confesada postura de humildad de su autor, que voluntariamente reduce su “presencia” en el libro para dar la voz a infinidad (son cien las referencias que se recogen en la bibliografía final) de novelistas, poetas, pensadores, filósofos, ensayistas que han escrito sobre los libros y la lectura, Leer contra la nada recoge pensamientos, anécdotas, reflexiones, historias o poemas ajenos que permean unos capítulos muy sugestivos dedicados a La pasión de leer, El ADN de la lectura, El cerebro lector, Regreso al futuro o La sociedad lectora, entre otros. Al término de cada capítulo, una sección titulada Lecturas de lectura, completa, con textos adicionales de los escritores citados el plural, heterogéneo y apasionante acercamiento al fenómeno lector. El interés de muchos de esos textos, propios y ajenos, me ha llevado a seleccionar medio centenar de ellos, aproximadamente, para integrar la vertiente literaria de hasta tres programas de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, que se emitirán en tres lunes sucesivos a partir del próximo 17 de mayo, en unas fechas que, en condiciones normales, debieran acoger en nuestra ciudad a la Feria del libro, previsiblemente ausente -¿quién puede saberlo a estas alturas?- de las calles salmantinas por segundo curso consecutivo, a causa de la insidiosa pandemia. 

El núcleo central de mi reseña de esta tarde gira en torno a un libro, esta vez, a diferencia de mis otras propuestas de hoy, voluminoso y extenso. Manual de remedios literarios, escrito por Ella Berthoud y Susan Elderkin, se presentó en 2017 en el sello Siruela dentro de su colección El ojo del tiempo con el significativo subtítulo de Cómo curarnos con libros. La edición y traducción son de Clara Ministral, y la portada, magnífica, se ilustra con un muy reconocible diseño de William Morris. Hay que hacer notar que las alusiones a los “remedios” o la “curación” que encabezan el libro no son casuales o meramente anecdóticas, porque las más de cuatrocientas páginas del inabarcable texto -y no por su amplitud material sino por lo copioso de sus muchas derivaciones, como luego veremos- constituyen un auténtico vademécum libresco, en el que el lector, quizá aquejado de algún mal de espíritu, de alguna dolencia del ánimo, de cierto sentimiento melancólico, de determinada aflicción del alma (también de enfermedades o padecimientos físicos: las autoras no quieren diferenciar entre lo corporal y lo espiritual) puede espigar en busca de consuelo, amparo, alivio, auxilio, socorro, ayuda, refugio y otros milagrosos e intangibles bálsamos terapéuticos que los libros nos ofrecen para paliar nuestros pesares. 

Ella Berthoud y Susan Elderkin estudiaron Literatura en la Universidad de Cambridge. En sus aulas se conocieron y allí surgió una amistad que desembocó años después, en 2008, en un proyecto común, un servicio de recetas literarias en la londinense The School of Life, creada por Alain de Botton y otros intelectuales, psicólogos, filósofos y escritores, para ayudar a la gente a llevar vidas más plenas, tranquilas y felices. En el marco de ese proyecto se inscribe el libro del que ahora os hablo, cuya edición original es de 2013. En el epílogo de la obra las autoras recrean el nacimiento de esa amistad, a los dieciocho años, a partir de la mutua fascinación por los libros. En el episodio que en él se narra, que aparece rodeado por un aura de magia y encantamiento, las chicas -la lectora y la otra lectora- se encuentran en la habitación de una de ellas en la residencia de estudiantes cantabrigense y “juegan” con Si una noche de invierno un viajero, el clásico de Italo Calvino y, en particular, con uno de sus más conocidos y emblemáticos fragmentos: Tu casa, al ser el lugar donde lees, puede decirnos cuál es el lugar que los libros tienen en tu vida, si son una defensa que tú interpones para mantener alejado al mundo de fuera, un sueño en el que te hundes como en una droga, o bien si son puentes que lanzas hacia el exterior, hacia el mundo que te interesa tanto que quieres multiplicar y dilatar sus dimensiones a través de los libros. A partir de ese texto, nace el vínculo entre ellas y se origina también -podemos intuirlo- la idea de Manual de remedios literarios

Sus miradas se encontraron sobre el castigado volumen. 
(…) “Leemos solos incluso cuando estamos en presencia de otros”», dijo la otra lectora. 
 «Pero “¿Qué más natural que entre Lector y lectora se establezca mediante el libro una solidaridad, una complicidad, un lazo?”», respondió la lectora. 
La otra lectora asintió. Estaba a punto de soltar el libro, pero entonces pareció como si se le ocurriera algo. «¿Qué son los libros, “una defensa que interpones para mantener alejado el mundo de fuera”, “un sueño en el que te hundes como en una droga” o “puentes que lanzas [...] hacia el mundo que te interesa tanto que quieres multiplicar y dilatar sus dimensiones a través de los libros”?». 
La lectora ya sabía su respuesta a esta pregunta. «Las tres cosas», contestó, «pero sobre todo la droga». 
 La otra lectora asintió con la cabeza. Ella también lo entendía. Volvió a poner Si una noche de invierno un viajero en la estantería, esta vez en el medio. 
A partir de ese día consumirían esas drogas juntas. 

Manual de remedios literarios presenta, en cierto modo, la historia de esa adicción. A lo largo de sus más de cuatrocientas páginas se nos ofrece un extenso elenco de padecimientos, que supera, también, los cuatro centenares, y que afectan tanto al dolor físico como al emocional y que cualquier lector, en mayor o menor medida, ha experimentado o le tocará sufrir en su existencia. Se incluyen también situaciones pesarosas, habituales en nuestras vidas, en las que el ánimo decae, las penas nos asaltan, el malestar nos aflige, la angustia nos tortura o el abatimiento nos asuela. El abandono y la anorexia, el bochorno y la falta de ambición, el desencanto y la falta de confianza, las fobias y la estéril búsqueda de la felicidad, el malhumor, la insatisfacción y las ganas de llorar, el perfeccionismo y el resentimiento, la obsesión por el orden, la soledad, los sueños rotos, un despido, el estreñimiento, la pérdida de un ser querido, el exceso de trabajo, las ansias de viajar o la falta de sueño, tienen su epígrafe en el libro, entre otros muchos, algunos más “abstractos” como el odiar a tu mujer, la necesidad de echarse una buena llorera, ser un romántico empedernido, no poder levantarse de la cama, el miedo al compromiso, la falta de sentido del humor, no saber aprovechar el momento o el deseo de que se te trague la tierra. 

Para cada uno de estos males se propone un remedio conforme a los principios de la biblioterapia, imaginativa rama de la medicina que las propias Berthoud y Elderkin definen al comienzo de su obra: Biblioterapia (del gr. biblíon, libro, y therapeía, asistencia) f. prescripción de novelas para las dolencias de la vida. En consecuencia, lo singular de estas muy sugerentes recetas que el libro contiene reside en el hecho de que nuestros medicamentos no son cosas que vayas a encontrar en la farmacia, sino en las librerías, las bibliotecas o descargándotelas con tu lector de libros electrónicos. Y añaden: Nuestra botica contiene bálsamos beckettianos, torniquetes tolstoianos, los calmantes de Calvino y las purgas de Proust y Perec. Para crearla, hemos recorrido dos mil años de literatura en busca de las mentes más brillantes y las lecturas más reconstituyentes, desde Apuleyo y El asno de oro, del siglo II, hasta los tónicos contemporáneos de Jonathan Franzen y Haruki Murakami

Y en efecto, son cerca de doscientas las obras, todas novelas (el título original es The Novel Cure. An A-Z of Literary Remedies), debidas a, aproximadamente, ciento setenta autores -que se incorporan a una muy sugestiva bibliografía final-, las que se recomiendan como cura para cada uno de los males estudiados. Así, a modo de ejemplos someros, Emma, de Jane Austen, sirve para reparar los daños que causa ser la niña de los ojos de papá; la alergia al polen se combate con Veinte mil leguas de viaje submarino, de Verne; para el miedo a la muerte lo aconsejable es la lectura de Cien años de soledad, de García Márquez o Ruido de fondo, de Don DeLillo; nada mejor que Ragtime, de Doctorow, para la falta de entusiasmo en la vida; si nos deprime una baja autoestima, será Rebeca, de Daphne du Maurier la indicación adecuada; si nos arrebata la lujuria, La joven de la perla, de Tracy Chevalier; La conjura de los necios, de Kennedy Toole, si somos propensos a la flatulencia; el Nobel Steinbeck y su De ratones y de hombres, para la pérdida de la esperanza; el clásico de Nabokov, Lolita, nos auxiliará si nos quedamos sin palabras… y así, ya digo, centenares de estimulantes alivios literarios, que producen sus benéficos efectos bien sea por el interés que despierta el argumento de la novela, bien sea por el ritmo de la prosa, o por una idea o una actitud sugerida por un personaje o por el mero de hecho de que, mientras leemos, nos alejamos de esa triste o tediosa o insulsa o desesperante o inclemente o dolorosa cotidianeidad que provoca nuestro padecer. 

Presentada esta extensa y minuciosa farmacopea bajo el formato de un diccionario alfabético, intercaladas entre las entradas dedicadas a cada uno de los “calmantes” prescritos para cada causa de sufrimiento, Berthoud y Elderkin incluyen consejos sobre algunos problemas relacionados con la lectura, como no tener tiempo para leer o qué leer cuando no puedes dormir o cómo hacer frente a la soledad o el sentimiento de culpa provocados por la lectura, o cómo afrontar el miedo a terminar un libro. Igualmente, se ofrecen listados como los decálogos de mejores novelas para adolescentes, para iniciarse en la ciencia ficción, para curar las ansias de viajar, para leer en el hospital, en un tren, en el baño o en la cama, para iniciar a tu pareja en la lectura, para levantar el ánimo, para evadirse, para cuando se está acatarrado, para hacerte llorar, para parecer un gran lector, para leer en cada década de la vida, para acompañar algunos momentos o algunas etapas de transición importantes, como tener un hijo o encontrarte en tu lecho de muerte (con la genial recomendación de P. J. O’Rourke: Lee siempre algo con lo que vayas a quedar bien si te mueres a la mitad). Dos mil años de literatura concentrados en un libro magnífico, de consulta y lectura indispensable, un texto repleto de humor, cercanía, erudición y profundo amor a los libros. 

Y dejo para el muy conciso postre con el que cerrar este largo aunque digestivo menú, el Manifiesto por la lectura que redactó el año pasado Irene Vallejo por encargo de la Federación de Gremios de Editores de España, que la eligió para que fuera la voz que acompañara a la petición de un Pacto de Estado por la lectura. Hace unos meses, el texto se recogió en un libro publicado por la editorial Siruela, de nuevo -en una pauta reiterada en mis propuestas de esta tarde- en un formato mínimo (apenas dieciseisavo: 10 por 15 centímetros). Los derechos de su venta (7.95 euros su coste) se destinarán, a propuesta de la autora, al apoyo de proyectos e instituciones de fomento de la lectura

Un Pacto por el Libro y la Lectura, afirma en el prólogo Miguel Barrero Maján, presidente de la Federación de Gremios de Editores de España, en dictamen que comparto al cien por cien, debe estar motivado por la aspiración de conseguir que los ciudadanos encuentren tanto sentido a leer como para que la lectura sea una experiencia frecuente en sus vidas. Ese propósito guía las palabras de Irene Vallejo, escritas con un planteamiento, un enfoque, unos recursos estilísticos y unas pautas en todo semejantes -más allá de las limitaciones que impone la necesaria brevedad de este Manifiesto- a las que afloraran en su prodigioso El infinito en un junco

El libro -que se presenta con el subtítulo de Caligrafías del cuidado- se abre con dos muy significativas y bellísimas citas en torno a la lectura debidas a Marguerite Yourcenar (recogida también por Antonio Basanta en la obra de él reseñada y que os dejo como colofón a este ya muy largo comentario) y Gustavo Martín Garzo, en una muestra reveladora del resto del texto, recorrido de continuo por oportunas y reveladoras referencias literarias. A partir de ellas, el discurso de Irene Vallejo en pro de los libros se articula en nueve muy breves capítulos: Frágiles, Alas y cimientos, Arquitecturas del cuidado, Fantasmas de voces, Ideas extravagantes, Estremecimientos de agua, Peligros casi imperceptibles, Herramientas de reconstrucción y Salvemos el milagro. En ellos se tratan cuestiones sustanciales, vinculadas a los libros y la lectura, de nuestras existencias: el poder irresistible de la imaginación para combatir nuestra fragilidad como especie; la facultad que los libros proporcionan de ampliar nuestra siempre limitada visión del mundo, de enriquecer nuestra mirada abriéndonos a otras experiencias, a pensar con otras ideas y sentir otras pasiones, potenciando la comprensión de lo ajeno y, por tanto fortaleciendo el fundamento de la sociedad democrática; el valor terapéutico de la lectura, su eficacia en la preservación de la salud -no solo la mental-, su contribución a la estimulación del cerebro y al desarrollo neuronal, su eficacia frente a la degeneración cognitiva; la portentosa posibilidad que abren los libros de dialogar con personas que murieron hace siglos, de escucharlas, de sentirlas cercanas, íntimas, “nuestras”; la facilidad que los libros nos ofrecen de acceder al conocimiento, a las ideas, al pensamiento, a los hallazgos, a los mejores logros de los individuos y las sociedades pretéritas; la trascendencia del libro como valiosísimo engranaje de la cadena de comunicación entre seres humanos, al que apunta la conocida metáfora de la piedra en el estanque utilizada por García Lorca en la famosa conferencia, tantas veces citada, en la inauguración de la biblioteca de su pueblo, Fuente Vaqueros; la necesidad de proteger, de “cuidar”, a quienes crean, forjan y expanden nuestros sueños: escribiendo, traduciendo, corrigiendo, ilustrando, diseñando, editando, a las agencias, los talleres, las imprentas, las distribuidoras, las librerías, las bibliotecas y archivos, las escuelas, los lectores; la utilidad de los libros para recuperar el placer de la concentración, la intimidad y la calma, para salvaguardar el tiempo, el sigilo, la atención y el sosiego en estos tiempos acelerados y frenéticos en los que nada dura, todo es efímero, veloz, distraído y nervioso, estentóreo e incierto; entre otros muchos apasionantes focos de interés de una obrita mínima pero enjundiosa, corta pero repleta de estimulantes focos de interés. 

Y todo ello en un texto en el que el lirismo y la sabiduría, la ternura y la erudición, la inteligencia y la sensibilidad proverbiales de Irene Vallejo brillan a gran altura al servicio de ese inequívoco “mensaje” que está en la base de su alegato: Somos seres entretejidos de relatos, bordados con hilos de voces, de historia, de filosofía y de ciencia, de leyes y leyendas. Por eso, la lectura seguirá cuidándonos si cuidamos de ella. No puede desaparecer lo que nos salva. Los libros nos recuerdan, serenos y siempre dispuestos a desplegarse ante nuestros ojos, que la salud de las palabras enraíza en las editoriales, en las librerías, en los círculos de lecturas compartidas, en las bibliotecas, en las escuelas. Es allí donde imaginamos el futuro que nos une

No hay tiempo para más. Os dejo ahora con una canción Walk on by, un clásico de Burt Bacharach, en la soberbia interpretación de Dionne Warwick. El tema es recomendado en Manual de remedios literarios, para acompañar la lectura de Alta fidelidad, de Nick Hornby, recurso eficaz, al decir de sus autoras, Berthoud y Elderkin, para recuperarse de una ruptura sentimental. 


Quisiera consignar un milagro trivial, del que uno no se da cuenta hasta después que ha pasado: el descubrimiento de la lectura. El día en que los veintiséis signos del alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles en fila sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados, y se convierten en una puerta de entrada que da a otros siglos, a otros países, a multitud de seres más numerosos de los que veremos en toda nuestra vida, a veces a una idea que cambiará las nuestras, a una noción que nos hará un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que ayer. Marguerite Yourcenar. ¿Qué? La eternidad

Videoconferencia
Ella Berthoud y Susan Elderkin. Manual de remedios literarios

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