Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 14 de abril de 2021

PAT BARKER. REGENERACIÓN 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Hoy, nuestro espacio os trae una trilogía escrita por la británica Pat Barker, formidable desde el punto de vista literario y que opera, además, como una suerte de coletilla de algunos anteriores ciclos de programa, el femenino -pues la autora es, evidentemente, una mujer- y el cinéfilo, porque el primero de los tres títulos que la integran pasó al cine hace más de veinte años en una coproducción anglo-canadiense. 

Pero vayamos ya con los datos y las referencias que os sitúen en la obra de la que quiero hablaros. Bajo el título conjunto de Regeneración, Barker publicó en su país, en 1991, 1993 y 1995, respectivamente, las tres novelas, Regeneración, El ojo en la puerta y El camino fantasma, que el pasado 2019 vieron la luz en España en el seno de la editorial Galaxia Gutemberg. Las dos primeras obras aparecieron en la traducción conjunta de Carlos Milla e Isabel Ferrer, y la tercera -en un nada recomendable e inexplicable cambio de jinete en mitad de la carrera- en versión de Irene Oliva Luque. En 1997, Gillies MacKinnon, un para mí casi desconocido realizador escocés dirigió, bajo el mismo título que la serie entera, Regeneración, una película basada en el primer libro, con Jonathan Pryce en el papel principal y sin ningún aliciente especialmente digno de reseñar. 

 Pat Barker es una escritora inglesa, cercana ya a los ochenta años, con una amplia trayectoria literaria a sus espaldas. Licenciada en Historia en la influyente London School of Economics, fue profesora universitaria de esa misma disciplina en la primera mitad de su vida. Con decena y media de libros de temática diversa -los primeros centrados en las mujeres trabajadoras en el norte de Inglaterra, como señala la editorial en la nota biográfica que acompaña al libro-, su reconocimiento como novelista le llega con las tres obras que ahora os presento, muy valoradas por el público y muy celebradas también por la crítica, habiendo logrado incluso el muy prestigioso premio Booker por El camino fantasma

Regeneración tiene a la Primera Guerra mundial como centro y motivo principal, un tema que a la escritora le atañe directamente, con un abuelo y un padrastro, los dos hombres que marcaron mi infancia, según declaró en una entrevista, heridos en los campos franceses. Quienes seguís Todos los libros un libro con asiduidad -si es que esta frase tiene sentido- conocéis mi interés por las dos grandes contiendas del infausto -desde ese punto de vista- siglo XX. En particular, y en relación con la Gran Guerra, aquí han aparecido mis reseñas de numerosos libros, especialmente en las temporadas correspondientes a 2014 y 2018, cuando se cumplieron los cien años de su comienzo y su finalización, respectivamente. 

Es por ello por lo que a más de uno de nuestros seguidores pueda, quizá, resultarles tediosa o reiterativa esta nueva incursión en un tema tan “trillado”. Y sin embargo, de ser así, deberíais vencer ese primer impulso disuasorio y decidiros a leer estas tres espléndidas novelas, sobre todo por dos razones fundamentales: se trata, en efecto, de literatura de altísima calidad y, además, ofrecen un planteamiento muy singular, diferente al más consabido, sobre la devastadora (aunque los datos son muy fluctuantes según la fuente, en la mayor parte de las referencias se habla de casi veinte millones de muertos y de otros tantos heridos) “guerra del 14”. El elemento esencial que explica esa peculiaridad reside en el hecho de que Barker no nos muestra la barbarie de la guerra de un modo directo, ni se recrea abiertamente en la descripción del horror de las trincheras, como es normal en la mayor parte de las obras sobre el tema, sino que su acercamiento a la trágica realidad histórica de la que habla se hace de un modo tangencial, desde la retaguardia -aunque sin rehuir la exposición de la brutalidad bélica-, a partir de la figura de un psiquiatra, el doctor William Rivers, una personalidad realmente existente en la época (en otro de los rasgos relevantes de la serie, la presencia de protagonistas de verificable trayectoria histórica, que aparecen entreverados en la trama con los personajes de ficción) que, primero en el Hospital de Guerra de Craiglockhart, cerca de Edimburgo, en Escocia, un centro especializado en enfermedades mentales y en traumas de guerra, y luego en Londres, en un antiguo hospital infantil -probablemente, a partir de los datos que aparecen en el texto, el Westminster Children’s Hospital- reconvertido como sanatorio para atender a víctimas de la guerra, se ocupa de atender a jóvenes soldados a los que las terribles vivencias en los campos de batalla han alterado su equilibrio psíquico y destruido emocional y psicológicamente, hasta el punto de llevar a muchos de ellos a estados cercanos a la locura. 

Regeneración
, el primer libro de la serie, se abre -marcando el “tono” del ciclo entero- con la “Declaración de un soldado”, la carta que, en julio de 1917, Siegfried Sassoon, escritor y poeta, combatiente en la guerra, en la que se había alistado por patriotismo, envió a su comandante en jefe y en la que denunciaba el absurdo de la contienda, criticando sus excesos y, sobre todo, acusando a las autoridades de perpetuar de manera insensata un enfrentamiento que, a esas alturas -tres años después de su inicio-, había perdido del todo su sentido originario (Creo firmemente que esta guerra, que era una guerra de defensa y liberación cuando entré en ella, ha degenerado ahora en una guerra de agresión y conquista). El manifiesto sería difundido en la prensa y leído incluso en el Parlamento británico. Todo ello, en condiciones normales, le habría valido a Sassoon un consejo de guerra, pero quizá sus influencias -en particular la de Robert Graves, que luego sería también un afamado escritor y que comparece igualmente en la novela- le evitaron el trance, aunque no el ser enviado al Hospital de Guerra de Craiglockhart con un diagnóstico de neurastenia. Una vez en el sanatorio, Sassoon entrará en contacto con el mencionado William Rivers, psiquiatra militar y miembro de la Real Sociedad de Medicina, un destacado neurólogo y antropólogo social, que se encarga, en una labor muy difícil que compromete igualmente su propio equilibrio psíquico, de curar los profundos traumas de sus infortunados pacientes e intentar “rehabilitarlos” para que las autoridades militares, en consecuencia, los devuelvan al frente. Entre los enfermos que tratará Rivers está también otro poeta, Wilfred Owen, del que -junto a Sassoon y tantos otros- ya os había hablado hace siete años, al presentar aquí Tengo una cita con la muerte, el muy recomendable libro publicado en 2011 en nuestro país por la editorial Linteo con el subtítulo de Antología de poetas muertos en la Gran Guerra. La edición, a cargo de Borja Aguiló y Ben Clark, responsables de la selección y la traducción de los versos y del interesante prólogo al libro, recogía, resumida, otra antología, Up the Line to Death. The War Poets 1914-1918, publicada en 1964 en Reino Unido bajo la responsabilidad de Brian Gardner. 

La novela, pues de ficción se trata, más allá de la importante presencia de figuras históricas, se desenvuelve en su mayor parte dentro de las dependencias del hospital y gravita, aparte de otros ejes que más adelante comentaré, en torno al doble protagonismo de Rivers y de uno de sus pacientes, el teniente Billy Prior, un personaje, este sí, de entidad puramente literaria, un joven de compleja personalidad que ha sido repatriado de las trincheras francesas a causa de una aguda neurosis de guerra que le ha privado del habla. 

En El ojo en la puerta, Prior, que ya puede hablar pero al que las secuelas psicológicas de la experiencia bélica lo incapacitan temporalmente para el combate, es destinado en el Servicio de Inteligencia del Ministerio de Municionamiento. Sus preocupantes vacíos de memoria lo pondrán de nuevo en relación con el psiquiatra Rivers, el cual seguirá atendiéndole -fuera ya del hospital- mientras Prior se desenvuelve en una complicada trama de relaciones, afectos e intereses laborales que lo llevarán, espía al fin, aunque poco convencido de la justificación de su misión, a investigar en diversas organizaciones pacifistas, objetores de conciencia -la Hermandad Contra el Servicio Militar Obligatorio-, sufragistas, antibelicistas, e incluso partidos políticos -socialistas, anarquistas, el Partido Laborista Independiente-, para reprimir los movimientos de rechazo a la guerra que, en esos días, proliferaban por doquier, tarea en la que salen a la luz, además de sus padecimientos psicológicos, sus propias contradicciones ideológicas y personales. 

Independientemente del doble eje Rivers/Prior, en la novela comparecen además personajes y tramas vinculados con acontecimientos históricos, como Bettie Roper, inspirada en Alice Wheeldon, que fue “realmente” acusada y condenada bajo el cargo de conspiración para asesinar a Lloyd George, el primer ministro británico de la época, y también Robert Ross, amigo y albacea literario de Oscar Wilde, y los mencionados Sassoon y Owen, homosexuales más o menos reconocidos e integrantes todos, al decir de sus detractores (entre los que destacaba Lord Alfred Douglas, antaño amante de Wilde y ahora furibundo homófobo), del “culto del clítoris”, un grupo que supuestamente abarcaría a 47.000 homosexuales británicos, acusados de traicionar los intereses de su país y ayudar en la guerra a las fuerzas alemanas, en una derivación del argumento de la novela también apasionante. 

La trilogía se cierra con El camino fantasma, en la que el juego dual Rivers/Prior sigue articulando el desarrollo argumental. En los últimos meses de la guerra, en verano de 1918, Prior consigue al fin volver al frente, de cuyos horrores nos da cuenta, junto a la descripción de sus propios demonios interiores, en un diario de campaña. Mientras tanto el desarrollo del personaje de Rivers se bifurca entre, por un lado, la atención a sus atormentados pacientes en Londres, y, por otro, sus recuerdos de infancia (con la también verificada históricamente relación con Lewis Carroll) y la remembranza de sus experiencias como antropólogo en Melanesia, una aparente digresión en la trama que, sin embargo, y como luego veremos, acaba por evidenciar las profundas relaciones que mantiene con el tema principal de la trilogía: la fantasmal insensatez de las guerras y el siempre funesto horizonte de la vida humana, la extinción y la muerte. 

El núcleo central de la trilogía está, a mi juicio, en la noción de conflicto, tanto en un plano general -la discusión sobre el sentido de la guerra- como, sobre todo -en un corolario natural del anterior-, en el ámbito de la intimidad, con los dilemas morales personales de Sassoon, de Prior y de Rivers. Regeneración plantea, como por otro lado resulta obvio en cualquier libro sobre el tema, la reflexión, en un plano filosófico, sobre la necesidad o la inutilidad de la guerra: ¿puede haber razones que justifiquen la guerra?, ¿existen las guerras justas?, ¿la “obligación” de contrarrestar la amenaza de un mal mayor -Hitler, si hablamos de la Segunda Guerra mundial- puede “exigir” la intervención militar?, ¿es ingenuo, por ello, cualquier pacifismo? O en un nivel más metafísico: ¿está abocado el ser humano a los enfrentamientos armados?, ¿forma parte de nuestra naturaleza la violencia colectiva?, ¿incurriremos una y otra vez, generación tras generación, en nuevas guerras? Pero ese debate se plantea también en la obra de Barker desde el punto de vista histórico o político: ¿sirvió para algo la absurda carnicería de la Gran Guerra?, ¿fue un gran delirio organizativo y un mayúsculo error político por parte de sus inductores iniciar una guerra que se preveía “relámpago” y que acabó por perpetuarse durante cuatro años, segando de raíz las vidas de millones de jóvenes, agostando una generación entera (de británicos, en el caso del libro)?, ¿pueden explicarse racionalmente la contumacia y el obtuso militarismo de los dirigentes de las naciones contendientes, su insensato y culpable sostenimiento, pasados los primeros momentos, de una lucha estéril, que mantuvo durante años, atrincheradas frente a frente en los lodazales de Francia y los Países Bajos, a las tropas de ambos bandos, diezmándose en sucesivos ataques y repliegues, avances y retiradas, escaramuzas y refriegas y maniobras y operaciones sangrientas y absolutamente inútiles en términos estratégicos y militares? Todas esas implicaciones del terrible acontecimiento están presentes desde el principio -desde que la autora opta por transcribir la carta de Sassoon- en una novela que aparte de “razones” para el análisis intelectual no ahorra al lector el vívido relato de los horrores de los campos de batalla (Y por un segundo estuvo otra vez allí: Armagedón, el Gólgota, no había palabras, un lugar donde la desolación era tan absoluta que ninguna imaginación podría haberla concebido), bien que ello se haga, ya se ha dicho, a partir de las referencias de los heridos, psicológicamente dañados, que aspiran a la curación en los distintos hospitales que se suceden en la obra. Este peculiar enfoque de la trilogía es magistral: dar a conocer esa guerra atroz en una dimensión complementaria a la habitual -que enfatiza los horrores físicos, las amputaciones, las mutilaciones y las muertes-, a través de la exposición de los efectos psicológicos, los daños mentales y los torturantes recuerdos de los enfermos. En las páginas de los tres libros aparecen el miedo, la erosión emocional, las tensiones, la indiferencia, las crisis nerviosas, las neurosis, los delirios, la descomposición de la identidad, el estrés postraumático, la doble personalidad, los desvaríos paranoicos, la ansiedad, los vacíos de la memoria, las pesadillas y el insomnio, los vómitos, las migrañas, la visión doble, las náuseas, los trastornos de la micción, los temblores, los silencios eternos, la tartamudez, la aparición de “fantasmas” de compañeros muertos, los “monstruos” (Debe procurar no llenar los vacíos de la memoria con… con monstruos. Creo que todos tendemos a hacerlo. En cuanto tenemos una laguna, proyectamos nuestros peores miedos en ella. Viene a ser como la directriz de los cartógrafos medievales, ¿no? «En lo ignoto, poned monstruos»), los lloros, los lamentos, los espeluznantes gritos en mitad de la noche, el miedo -de nuevo, una y otra vez- de todos aquellos pobres seres sufrientes. El elenco de enfermos que trata Rivers es muy amplio y muy significativo en sus padecimientos: Landsowne y su claustrofobia, exacerbada por la haberse visto obligado a habitar los refugios subterráneos; Fothersgill, a quien el miedo lo ha convertido en un individuo anacrónico que habla sin cesar imitando el inglés medieval; Fletcher, afectado por un delirio paranoico según el cual sus superiores lo privaban de comida de manera intencionada; Broadbent, que inventa el fallecimiento de su madre y que solicita permiso para asistir al funeral, escapando así a las trincheras pero no al consejo de guerra cuando se descubre que la mujer seguía viva; un joven innominado, desmoronado al encontrar el cuerpo mutilado de su amigo; otro, también anónimo, que recuerda en un estado de permanente terror la explosión en la que había quedado sepultado vivo; David Burns, que había hundido la cabeza en el vientre de un soldado alemán muerto, y era incapaz de convivir con el siniestro recuerdo; Ian Moffet, víctima de parálisis histérica, incapaz de mover sus piernas, sin embargo “objetivamente” incólumes; Geoffrey Wansbeck, que sufría alucinaciones en las que se despertaba de repente y se encontraba de pie junto a su cama a un alemán, envuelto en el hedor de la descomposición, al que, cansado e irritado por la tensión, había matado en el frente -bueno, asesinado, suponía que tendría que ser la palabra- sin motivo alguno cuando se hacía cargo de él como prisionero; Harrington, que había visto volar en pedazos a un amigo íntimo al que ahora, en su delirio, “recuperaba” al ver la cabeza cortada, el torso y las extremidades de un cuerpo desmembrado que se precipitaban hacia él desde la oscuridad, o una cara que se cernía sobre él, con los labios, la nariz y los párpados carcomidos como por la lepra; Marsden, la fotografía de su joven esposa sobre su taquilla, “espiando” la reacción del doctor a su pregunta sobre la posibilidad, tras sus heridas, de poder mantener relaciones sexuales en el futuro; y tantos otros. 

Pero Regeneración, sin embargo, no agota ni mucho menos su propuesta en esa aproximación general y crítica, tanto en un plano intelectual y reflexivo como material y emotivo, al fenómeno bélico. Por el contrario, la aportación más interesante de la obra de Barker a la “literatura de la guerra” está en la aguda descripción de las interioridades psicológicas de los personajes -singularmente los tres mencionados-, en sus vacilaciones y sus dudas, en sus miedos, en sus contradicciones, en su ofuscación, en sus ambigüedades, en sus fantasmas. Es, pues, esta otra manifestación del conflicto -su dimensión íntima, psicológica, moral- la que nuclea la serie entera. Sassoon, en su condición de poeta y pacifista, odia la guerra y el papel que tiene que desempeñar en su transcurso (en último extremo estaba allí para matar, y para adiestrar a otros a matar), y se opone a ella por convicción, con razones y argumentos casi irrebatibles. Pero, a la vez, siente que, dadas las circunstancias, su obligación cívica es estar allí, dirigiendo a sus hombres, defendiendo a su país. Al ser hospitalizado se debate entre el natural deseo, que coincide con su militante antibelicismo, de que un dictamen médico le imposibilite la vuelta a los campos de batalla, y, a la vez, la exigencia moral de reincorporarse y dar la cara, de negarse a la huida, de afrontar el horror como el resto de sus coetáneos. Sobrevivo allí siendo dos personas, a veces incluso consigo ser las dos en una misma noche. Ya sabe, puedo estar sentado con Stiffy y Jowett… Jowett es guapísimo… y ponerme a hablar de que quiero salir a combatir, y ellos se enardecen y aporrean la mesa y dicen sí, basta ya de instrucción, es hora de pasar a la acción de verdad. Y luego los dejo allí y me voy a mi habitación y pienso en lo jóvenes que son. Diecinueve, Rivers. Diecinueve. Y no tienen ni remota idea de nada. Dios mío, espero que sobrevivan, en una confesión sobrecogedora. 

Sobrevivir o volver es también el conflicto que angustia a Prior. La vergüenza, la culpa, la sensación de fracaso, el sentimiento de indecencia que supone privilegiar la preservación de su propia vida frente a su “deber”, lo impelen a querer reincorporarse cuanto antes al frente, aun a sabiendas de que ese retorno lo abocará a una probable muerte. ¿La sensatez, la honestidad pacifista encubre, en realidad, la cobardía y el miedo? Volver implica matar, oponerse a la guerra supone condenar a otros a morir por falta de apoyo (los boicots que los pacifistas promovían llevaban a obstaculizar el suministro de munición del que dependían otras vidas). Todos los que sobreviven se sienten culpables, leemos, en una de las claves del libro. 

Por otro lado, el personaje del psiquiatra representa -pese a su alejamiento de las líneas de combate- el paradigma del dilema que la guerra plantea. Rivers era consciente del conflicto –como un trasfondo permanente en su trabajo– entre su convicción de que la guerra debía librarse hasta su conclusión última, por el bien de las generaciones venideras, y su horror ante la perspectiva de que siguieran produciéndose situaciones como las que habían causado la crisis nerviosa de [su paciente]. Conservador por naturaleza, defensor de las reglas, del orden, de lo establecido, Rivers sin embargo duda, aunque debe sobreponerse a sus vacilaciones y actuar con firmeza y sin titubeos. Su inteligencia, su razón le hacen cuestionar sus apriorismos, pues una sociedad que devora a sus jóvenes no merece una lealtad espontánea o incondicional. Sabe, en un párrafo muy significativo del fondo último del primer libro, que su función era, básicamente, lograr la regeneración nerviosa de los soldados para volver a enviarlos al frente. A pesar de sus dudas sobre la guerra y de todo lo que iba descubriendo en su trabajo como psicólogo, tenía ese imperativo moral de lograr la recuperación de los soldados para que fueran declarados aptos para el combate. Sabe, en formulación aún más drástica, que su trabajo es [reacondicionar] a hombres jóvenes para la función de guerrero, función que éstos –aunque inconscientemente– rechazaban. En los últimos tiempos se había preguntado alguna que otra vez qué sentido tenía devolver la salud mental a aquellos hombres en el contexto de su trabajo. En general la curación significa que el paciente abandona un comportamiento claramente autodestructivo. Pero en aquellas circunstancias el restablecimiento implicaba el retorno a actividades que no sólo eran autodestructivas, sino a todas luces suicidas. Y por todo ello sabe también que está atrapado, que, a otra escala, vive los mismos conflictos psicológicos -con síntomas parecidos: insomnio, pesadillas, ansiedad, angustia- que sus jóvenes enfermos. 

Este “juego” del dilema, de la disyuntiva, de lo dual, de lo binario, está muy presente en las novelas y, como ya se ha dicho, en cierto modo define las intenciones de su autora: guerra y pacifismo, cobardía y honor, curación y destrucción, recuerdo y olvido (¿qué técnica cura “mejor” las heridas “espirituales” del trauma, el fomento de su reviviscencia, el enfrentamiento cara a cara con el recuerdo del horror, o su “borrado”, la tajante extirpación de la experiencia dolorosa?), razón y emoción (lo racional, lo ordenado, lo cerebral, lo objetivo, frente a lo emocional, lo sensual, lo caótico, lo primitivo), calidez empática y frío distanciamiento (Su empatía, el profundo sentido de humanidad que compartía con sus pacientes, quedó de nuevo en suspensión. Una suspensión necesaria, sin la cual la práctica de la investigación médica, y de hecho la propia medicina, sería imposible, pero aun así la misma clase de suspensión experimentada por el soldado a la hora de matar. El fin era distinto, pero el mecanismo psicológico utilizado para alcanzarlo era en esencia idéntico), la “civilización” del médico de Cambridge y el primitivismo del antropólogo en Melanesia, presentes en la vida de Rivers (No se había reducido a llevar dos vidas distintas, dividido entre los profesores de Cambridge por un lado y los misioneros y los cazadores de cabezas de Melanesia por otro, sino que en su caso había sido una persona distinta en cada lugar), son algunas de las nociones enfrentadas que se contrastan en el texto. La mención al Dr. Jekyll y Mr. Hyde, presente en distintos momentos de la serie, subraya esta idea de duplicidad, recurrente y muy esclarecedora de uno de los principales planteamientos de los tres libros. 

Ya no hay tiempo para más. Baste decir que, junto a esta vertiente psicológica y moral de Regeneración, hay otra “faceta”, que podríamos llamar sociológica, muy presente en las novelas. Esta dimensión exterior nos permite “conocer” algunos destacados aspectos de la época, ajenos a la guerra (aunque condicionados, cómo no, por ella). El “telón de fondo” ante el que se desarrollan las vivencias de Prior y Rivers es, así, muy rico y abre la lectura hacia direcciones altamente sugestivas: las vicisitudes organizativas y las contradicciones políticas del pacifismo, sus estrategias y su propaganda (Lo que se requería desesperadamente eran los músculos de hombres jóvenes, y eso lo proporcionaban los auxiliares pacifistas, reclutados conforme a las disposiciones del Ministerio del Interior. Pero a la vez éstos despertaban la hostilidad del personal obligado a trabajar a su lado. Se había llegado ya a tal punto que estaba en duda si el hospital podía continuar recurriendo a ellos. La irracionalidad de deshacerse de mano de obra muy necesaria exasperaba a Rivers, y se había opuesto a ello en la última reunión de la comisión administrativa del hospital); las reivindicaciones de reformas legales en contra de la prohibición del aborto, a favor del sufragio femenino; el controvertido funcionamiento del espionaje “interno” en tiempos de guerra, a través de las acciones del Ministerio de Municionamiento en el que trabaja Prior (¿Sabe qué implica ese trabajo? […] Ésta es una guerra sucia, Rivers. Puedo decir con toda sinceridad que preferiría estar en Francia); la incidencia de la gripe española, tan citada en estos meses de pandemia; las particularidades del círculo de los jóvenes poetas; la crítica al clasismo de la sociedad británica, reflejado también de modo revelador en el ejército, con sus oficiales de clase alta y los soldados “del pueblo” (Birtwhistle se llama, iba por ahí diciendo: «Está claro que no se puede uno fiar de ellos. Sus valores son completamente distintos a los nuestros. Son una especie diferente, la verdad, éstos de C.O.». Sonrisita burlona. Rivers puso cara de no entenderlo. —Clase obrera. O monóxido de carbono. Los hombres a los que les están reventando los huevos a tiros para que él pueda seguir siendo el lirio del estercolero. Por Dios, me ponen enfermo), aunque a la postre todos acabarían por ser, sin distinción, carne de cañón; los radicales cambios sociales que la guerra aceleró, con innovaciones en las costumbres, en los valores, en los hábitos cotidianos; la creación, en consecuencia, de un nuevo incipiente mundo, fraguado en la atroz contienda y que se consolidaría en las décadas posteriores: la relajación de la autoridad, el cuestionamiento de las instituciones, la rebeldía ante las guerras, el desmoronamiento del imperio británico, la laxitud religiosa y la impugnación de un Dios que permite tal horror, la permisividad sexual (en la “historia” de Prior el sexo y su práctica tienen una muy especial relevancia), la relativa “normalización” de la homosexualidad, el nuevo papel de las mujeres, incorporadas masivamente a la vida activa en las fábricas de la retaguardia a falta de hombres (Y se fueron, riéndose encantadas, dos mujeres casadas que se iban a beber juntas. Inaudito. Para colmo, en la taberna de su padre. Con razón el viejo cabrón pensaba que había llegado el fin del mundo). Y se nos ofrecen también interesantes -y profundas- referencias a la psiquiatría, sus teorías y sus métodos, a través de las reflexiones de Rivers. Y un atractivo excurso antropológico, que nos pone en contacto con ciertos rituales primitivos en las tribus de Melanesia, y tantos otros alicientes que propician una lectura apasionante. 

De entre la media docena de piezas musicales que suenan en el libro, en su mayor parte cánticos populares en las trincheras, he escogido para cerrar esta reseña Bombed Last Night (Bombardeados anoche/y bombardeados la noche de antes/y bombardeados seremos esta noche/aunque nunca más nos bombardeen/Cuando nos bombardean, ay qué miedo tenemos…). He entresacado la versión que ahora os ofrezco, en la interpretación de The Scottish Pals Singers, del disco Far, far from Ypres 


–Llegó usted al hospital de campaña el… –Echó un vistazo al expediente–. El día 29. Quedan, pues, seis días de los que no hay constancia. 

–Sí, y me temo que en eso no puedo ayudarlo. 

–¿Recuerda el ataque? 

–Sí. Fue exactamente igual que cualquier otro ataque. 

Rivers esperó. Prior adoptó una actitud aparentemente tan hostil que por un momento Rivers temió que se negara a continuar. Sin embargo de pronto se llevó el cigarrillo a los labios y dijo: 

–Bueno, de acuerdo. Un mensajero te trae de vuelta el reloj, previamente sincronizado en el cuartel general. –Un largo silencio–. Esperas, intentas calmar a todos los que a todas luces están cagándose de miedo o a punto de vomitar. Esperas que a ti no te pase ninguna de esas dos cosas. Luego inicias la cuenta atrás: diez, nueve, ocho… y así hasta el final. Tocas el silbato. Subes por la escalera de mano. Te encoges para pasar por un hueco en la alambrada, te quedas tendido, esperas a que salgan todos los demás… los que quedan, ya ha habido numerosas bajas… y entonces te pones de pie. E inicias el avance. No a paso ligero; a un paso normal de paseo. –Prior empezó a sonreír–. En línea recta. A campo abierto. A plena luz del día. Hacia una línea de ametralladoras. –Movió la cabeza en un gesto de negación–. Ah, y por supuesto hay fuego de artillería sin cesar. 

–¿Qué sintió? 

Prior golpeteó el cigarrillo para hacer caer la ceniza. 

–Usted siempre quiere saber qué sentí. 

–Pues sí. Me describe ese ataque como si fuera un… un suceso un poco absurdo de… 

–Un poco, no. Yo no he dicho «un poco». 

–De acuerdo, un suceso en extremo absurdo… de la vida de otra persona. 

–Quizá fue eso lo que sentí. 

–¿Lo fue? –Dio tiempo a Prior para contestar–. Creo que es capaz de distanciarse mucho de los hechos, pero ningún ser humano podría distanciarse hasta ese punto. 

–De acuerdo. Sentí que era… –Prior empezó a sonreír otra vez–. Excitante. 

Rivers se llevó una mano a la boca. 

–¿Lo ve? –dijo Prior, señalando la mano–. Me pregunta qué sentí, y cuando se lo digo, no me cree. 

Rivers bajó la mano. 

–Yo no he dicho que no le crea. Estaba esperando a que continuara. 

–¿Sabe esos hombres que acechan entre los arbustos para abalanzarse sobre mujeres desprevenidas y… en fin… exhiben sus atributos? Pues eso fue más o menos lo que sentí. O más o menos lo que imagino que uno siente en tal situación. No querría que fuera usted a pensar que he tenido alguna experiencia personal de ese tipo. 

–¿Y sólo sintió eso? 

–Aparte de terror, sí. –Parecía hacerle gracia–. ¿Volvemos a lo del «distanciamiento impropio de un ser humano»? 

–Como usted quiera. 

Prior se echó a reír. 

–Creo que a los dos nos conviene más, ¿no? 

Rivers lo dejó proseguir. Ésa había sido la actitud de Prior durante las tres semanas que llevaban intentando rescatar sus recuerdos de Francia. Parecía decir: «De acuerdo. Puede obligarme a sacar a la luz los horrores, puede obligarme a recordar las muertes, pero nunca me obligará a sentir». Rivers trataba de vencer ese distanciamiento, llegar a las emociones, pero sabía que él, en esa misma situación, habría actuado igual que Prior. 

–Uno mantiene en todo momento una especie de canturreo: «No tan deprisa. ¡Siempre hacia la izquierda!». Concebido para evitar los amontonamientos. Si da resultado o no, depende del terreno. Por donde avanzábamos nosotros, el suelo estaba plagado de hoyos abiertos por los obuses y las filas se rompieron de inmediato. Volví la vista atrás… –Se interrumpió y cogió otro cigarrillo–. Volví la vista atrás, y había incontables heridos tirados por el suelo. Tendidos unos encima de otros, retorciéndose. Como peces en un estanque casi seco. No sentí el menor miedo, sino sólo una… una asombrosa y repentina exultación. Entonces oí venir un obús. Y al cabo de un momento flotaba en el aire, caía con un aleteo… –Trazó un arco descendente con los dedos–. Sé que no pudo ser así, pero es como lo recuerdo. Cuando recobré el conocimiento, estaba dentro de un cráter con cinco o seis hombres. No podía moverme. Al principio pensé que estaba paralizado, pero al final conseguí mover los pies. Les dije que sacaran el coñac de mi bolsillo y nos lo pasamos de mano en mano. Al cabo de un rato apareció un hombre al otro lado del cráter, en el borde, y en lugar de bajar a rastras, se puso en jarras, así, y se dejó caer resbalando con el trasero. De pronto todos nos echamos a reír. 

–¿Ha dicho «recobré el conocimiento»? ¿Sabe cuánto tiempo pasó inconsciente? 

–Ni idea. 

–Pero ¿sí podía hablar? 

–Sí, les dije que sacaran el coñac. 

–¿Y luego? 

–Luego esperamos a que oscureciera y volvimos como flechas a nuestras líneas. Nos vieron justo cuando llegamos a la alambrada. Dos heridos. 

–¿No se habló de mandarlo al hospital de campaña cuando regresó? 

–No, yo estaba organizando a otros allí –dijo. Con amargura añadió–: No se habló de mandar a nadie a ningún sitio. Normalmente, cuando hay numerosas bajas, uno vuelve, pero no fue nuestro caso. A nosotros nos dejaron allí. 

–¿Y no recuerda nada más? 

–No. Y lo he intentado.    
 
Videoconferencia
Pat Barker. Regeneración

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