Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de junio de 2021

 
ROXANA ROBINSON. GEORGIA O'KEEFFE

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sale al aire un miércoles más, en esta primera semana de junio, el mes que cerrará nuestras emisiones por este curso. Desde hace quince días, y con la excusa de la celebración, el pasado 18 de mayo, del Día internacional de los museos, estoy ofreciéndoos aquí algunas propuestas de lectura relacionadas, desde distintos enfoques, con el arte. De este modo, presenté hace dos semanas El jardín del Prado, el interesante libro de Eduardo Barba sobre la “flora” presente en los cuadros de la pinacoteca madrileña. Tras él, os hablé el miércoles pasado de La larga espera del ángel, una apasionante novela de la italiana Melania G. Mazzucco centrada en la vida y la obra de Tintoretto. Hoy cierro esta breve serie con una tercera propuesta pictórica, que traigo al hilo de una espléndida exposición, que por culpa de las limitaciones de movilidad que impone la pandemia aún no he podido visitar, que se inauguró en Madrid, en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, el pasado 20 de abril. Esta primera retrospectiva en España sobre Georgia O’Keeffe, pues de ella se trata, está programada para mantenerse abierta en un período de tres meses y medio, por lo que confío en que el aligeramiento de las restricciones nos permita, en este largo plazo hasta su cierre el 8 de agosto, contemplar en vivo los cuadros de la gran artista norteamericana, considerada una de las máximas representantes del arte de su país en el siglo XX. 

La muestra, que el museo español organiza conjuntamente con el Centre Pompidou y la Fondation Beyeler, que cuenta con la colaboración del Georgia O'Keeffe Museum de Santa Fe y que tras su paso por Madrid viajará a París y Basilea, presenta una selección de 90 cuadros de la pintora y nos brinda una ocasión magnífica no sólo para conocer la obra de la muy longeva (murió en 1986, con cerca de cien fecundos años) creadora, sino que permite también aproximarse a su intensa vida y a su muy singular personalidad. La dificultad, hasta hace algunas semanas, de la visita física al museo no impide otros acercamientos a la exposición, pues los organizadores han programado diferentes actividades a las que puede asistirse -casi todas previo pago- virtualmente. Hay, así, un interesante ciclo de conferencias, tres a cargo de los especialistas estadounidenses Cody Hartley (director del Museo Georgia O’Keeffe de Santa Fe), ya celebrada el pasado 26 de mayo, Roxana Robinson (biógrafa de la artista, de la que luego os hablaré), que dicta su ponencia hoy mismo, en paralelo a nuestra emisión, y, en el resto de miércoles del mes de junio, Wanda Corn (historiadora del arte y la cultura estadounidenses), y otras tres con ponentes españolas, Marta Ruiz del Árbol (comisaria de la exposición), Clara Marcellán (comisaria técnica) y Susana Pérez y Marta Palao (restauradoras), todas ellas del equipo del Museo Thyssen, que exploran diferentes ángulos del atrayente mundo personal y la poliédrica figura artística de O’Keeffe. La página web de la Fundación Thyssen alberga también un vídeo explicativo de presentación, sucinto pero iluminador, propone experiencias multidisciplinares, como los “Encuentros Georgia O’Keeffe”, invita a visitas virtuales guiadas y, en fin, permite la contemplación de algunos de los cuadros seleccionados. Por cierto, y a propósito de vídeos, pueden verse muchos muy interesantes en Youtube -protagonizados por la propia artista, recorridos por su entorno personal, entrevistas, conferencias, charlas académicas, repertorios de cuadros- que garantizan horas de apasionante inmersión en el “territorio” O’Keeffe. 

En paralelo, en otro ámbito menos “tangible” como es el radiofónico, y para abrir boca a los previsibles placeres derivados de la contemplación de las obras expuestas, os traigo ahora hasta cuatro libros relacionados con Georgia O’Keeffe, una pintora que, desde hace muchos años, y sobre todo en la vertiente “floral” de su obra, me ha entusiasmado. Haré primero una presentación general de los cuatro textos para, a continuación, y a partir de ellos, comentar la dimensión pictórica y la trayectoria personal de la artista. 

En primer lugar, os propongo una voluminosa y muy detallada biografía, la que publicó en 1989 la ya mencionada Roxana Robinson con el título Georgia O’ Keeffe: A life, y que vio la luz en España en 1992 en la editorial Circe, especializada en biografías femeninas. Traducido por Ángela Pérez, el libro apareció en nuestro país bajo una rúbrica más escueta, un simple Georgia O'Keeffe. Hace un par de años, la novelista y biógrafa norteamericana presentó una edición revisada de su obra, que por desgracia no se ha traducido, que incluye un prólogo de la autora “resituando” la figura de O’Keeffe en el contexto artístico de las últimas décadas e incorpora además medio centenar de páginas de cartas inéditas entre la pintora y Arthur Macmahon, un personaje importante en los primeros años de su vida adulta. La biografía, impresionante por la minuciosa indagación que supone, un examen al que no parece escapársele ni la menor circunstancia de la existencia de la artista, se sustenta en una ingente documentación que aflora en las más de doscientas referencias bibliográficas -entre artículos, libros y otros documentos- que se recogen al término del libro, el cual incluye, igualmente en una sección final, un índice alfabético con cerca de mil entradas. Acompañan también al texto varias decenas de fotografías que facilitan al lector “corporeizar”, poner una concreción “física” a los episodios narrados. 

Con ocasión de la muestra madrileña, el Museo Thyssen y la bilbaína editorial Astiberri, especializada en cómics y novelas gráficas, se han unido una vez más -hay algunos otros libros conjuntos, sobre Balthus o Caravaggio, por ejemplo- para ofrecernos Georgia O’Keeffe, una recreación muy singular de la vida y la obra de la pintora a cargo de la ilustradora María Herreros. El libro, bellísimo, en una edición muy acogedora en cartoné, se abre con el saludo y la breve presentación de Marta Ruiz del Árbol, conservadora de Pintura Moderna del museo y, como ya he señalado, comisaria de la exposición. La autora de los dibujos, María Herreros, es licenciada en Bellas Artes por la Universidad Politécnica de Valencia. Su carrera profesional se centra en la ilustración, el muralismo y el cómic. Ha colaborado con marcas como Coca-Cola y Reebok, ha ilustrado diferentes libros -de Rosa Montero y Màxim Huerta, entre otros- y ha expuesto en galerías de Barcelona, Madrid, Berlín, Hong Kong, Los Ángeles, Nueva York o Seúl. Su particular aproximación a la figura de Georgia O’Keeffe es, aparte de una delicia repleta de cercanía, emoción, sensibilidad y poesía, un fiel y también muy documentado muestrario de las diversas facetas de un personaje muy atractivo. Jugando con las múltiples posibilidades que ofrece la técnica del cómic, combinando el número, el tamaño y la disposición de las viñetas en la página, recreando cuadros y fotos “reales” -algunos muy conocidos-, seleccionando momentos y episodios sustanciales en la carrera vital y profesional de la creadora e incorporando la transcripción de frases entresacadas de diarios o cartas de la pintora a su amiga Anita Pollitzer y a su amante, marido y figura esencial en su vida, el fotógrafo Alfred Stieglitz, Herreros logra un retrato deslumbrante y entregado, muy tierno y conmovedor, de O’Keeffe, que amplía los ecos de la más “canónica” biografía de Robinson. 

Para un mejor seguimiento de los principales hitos biográficos que aportan los dos libros ya comentados es aconsejable que el lector avance por sus páginas complementando los textos con la detallada observación de los cuadros a los que, en muchas ocasiones, ambas obras se refieren. Para dar satisfacción a esa exigencia indispensable (lo es si se quiere “penetrar” con profundidad en la personalidad de la biografiada) resulta muy útil, aparte de muy satisfactoria, la consulta de mi tercera propuesta de esta tarde, el catálogo de la exposición que, coincidiendo con su inauguración, ha publicado el Museo. Asequible en distintos formatos -rústica y tapa dura, en español y en inglés- el libro selecciona unas ochenta de las noventa obras expuestas y permite, por tanto, un recorrido muy completo por el universo pictórico de esta artista, con obras que van de la década de 1910 hasta las pinturas finales en su retiro de Nuevo México, en una significativa representación de las diferentes etapas de su trayectoria: el carboncillo, la pintura negra y el papel de sus orígenes; la abstracción inicial (nunca abandonada); los paisajes y las representaciones de la naturaleza salvaje de su país; las imágenes de Nueva York, con sus icónicos rascacielos; las deslumbrantes, recurrentes, ambiguas y controvertidas flores, quizá las composiciones más reconocidas de la artista (Estramonio/Flor blanca nº1, de 1932, que se puede ver en la muestra, es la obra de una mujer más cara jamás vendida: 44 millones de dólares en 2014); la despojada simplicidad de su producción en Santa Fe, en la que se reflejan la poderosa presencia del desierto, las abigarradas formaciones geológicas de aquel paisaje lunar, las casas de adobe y madera de los pobladores indígenas, las iglesitas de arcilla, los huesos y calaveras de animales, blancos y descarnados por la aridez del territorio y el implacable sol que nunca frenó, sin embargo, sus expediciones por la zona; las obras creadas a partir de sus innumerables viajes; todo ello está en la exposición y en su formidable catálogo que incluye, aparte de las magníficas reproducciones de los cuadros, comentadas y analizadas al detalle, ensayos de Ariel Plotek, Didier Ottinger, Marta Ruiz del Árbol, Catherine Millet y Dale Kronkright, textos técnicos a cargo de Susana Pérez, Andrés Sánchez Ledesma, Ubaldo Sedano y Marta Palao, y una cronología y unas fichas de los cuadros expuestos debidas a Anna Hiddleston-Galloni. 

Siendo las referidas flores la manifestación más destacada y representativa del arte de Georgia O’Keeffe, al menos para mí, que albergo en mi casa desde hace años diversas reproducciones -carteles, postales- de algunos de los más conocidos cuadros florales de la creadora, no podía dejar de proponeros un espléndido libro, no traducido al español (aunque lo esencial en él son las imágenes), de título Georgia O'Keeffe: One Hundred Flowers, publicado en Nueva York en 1989 por el prestigioso sello editorial Alfred A. Knopf Inc., que recoge, como su explícita rúbrica indica, cien imágenes de una excepcional calidad de otros tantos cuadros en los que la vertiente “botánica” -llamémosla así- de la pintora es protagonista absoluta. En un formato muy amplio, que presenta el inconveniente de su complicado transporte y su algo difícil disponibilidad para la consulta, el libro goza en cambio de una obvia ventaja, derivada del gran tamaño de las reproducciones, lo que permite apreciar con minuciosidad los cuadros y disfrutar de sus detalles. El volumen se “limita” a presentar las reproducciones de cien flores de O’Keeffe, sin aparato teórico alguno, que queda relegado a un breve estudio final de Nicholas Callaway, experto en la obra de la artista. Pese a ello estamos ante una aportación muy completa, y por ello muy valiosa, al conocimiento de esta faceta trascendental en la producción de O’Keeffe, pues casi un cuarto de su obra pictórica, cerca de doscientos lienzos -lo señala Callaway en su apunte final al libro- giran sobre el “universo floral”, siendo muy numerosos los cuadros que no se han visto nunca, por estar dispersos en colecciones particulares o en poder de familiares o galerías privadas, y, en ningún caso, se han podido contemplar como en el libro, presentados con una voluntad sistemática, que permite relacionar unos con otros, apreciar las influencias mutuas, las reiteraciones, las pequeñas variaciones, en una suerte de apasionante ensayo iconográfico. 

La vida de Georgia O’Keeffe es muy interesante (pienso, de un modo un tanto optimista, que la de casi cualquiera lo sería, de ser examinada con la minuciosa -y entusiasta- mirada con la que recorre Roxana Robinson a su biografiada). En su infancia están ya las claves de casi todos los aspectos relevantes de su vida y de su obra artística. Robinson se retrotrae a la primera mitad del siglo XIX para dar cuenta de sus orígenes en la hacienda familiar en Wisconsin. En 1837, el grupo de Charles Bird, una caravana de pioneros en carretas de camino hacia el oeste se asentará en aquellas praderas interminables, fundando un pequeño poblado de nombre Sun Prairie. A él llegarán Pierce O’Keeffe y su familia, irlandeses, que se habían ganado la vida con un negocio de lana y que habían viajado de Liverpool a Nueva York en 1848. Por otro lado, George Victor Totto, un conde húngaro, exiliado por razones políticas a mediados de los cincuenta de ese siglo, acabará siendo vecino de los O’Keefe en Sun Prairie, en 1872, tras distintas vicisitudes en el país americano. Los jóvenes vástagos de ambas familias, Frank O’ Keefe e Ida Totto, vecinos y compañeros de juegos desde muy pequeños, se casarán en 1884. Tres años después nacerá Georgia, la segunda de los siete hijos del matrimonio. 

En estos primeros capítulos del libro de la novelista norteamericana se nos dan a conocer los rasgos definitorios del carácter de la pequeña Georgia: Tenía poder innato, leemos, y apreciamos su autoridad natural, su libertad e independencia. Es, desde muy pronto, una chica seria, atenta, reservada, voluntariosa, sensata, imprevisible (más ideas absurdas de Georgia, recuerdan sus allegados), audaz, impetuosa, observadora, animosa. No es rebelde por naturaleza, no necesita afirmarse en la oposición, pero sí es muy independiente (toda su vida ignoró las reglas que consideraba absurdas y se divirtió escandalizando a los pacatos, pero consideraba el enfrentamiento un medio hacia un fin y no un fin en sí mismo). Detesta la escuela, descree, desde muy pequeña, de la idea de Dios y de los valores de las maestras. Es concienzuda, (lo hace todo con atención plena) y solitaria (no le resultaba fácil estar con la gente). 

Y, tan importante como el “retrato” de la personalidad, aparece el entorno ambiental que marcará su existencia y su producción artística. Una vida natural, sencilla, austera, sin apenas dinero, los niños educados en la idea de que las ambiciones materiales no son lo importante; una vida plena en la granja (El granero es una parte saludable de mí misma), al aire libre, en contacto con una naturaleza austera, difícil, de grandes extensiones de tierra, con el horizonte ilimitado y el cielo inmenso. Crece rodeada de mujeres fuertes, las tías, sobre todo la madre. Ésta lee libros a sus hijos, toca el piano, transmite a sus hijos con el ejemplo el gran placer y gozo que proporcionaban la música, la literatura, las ideas, la imaginación y la vida intelectual. Los chicos, exigidos, aprenden (Georgia afirmará que no recordaba la época en que no sabía leer música, dudó incluso en si dedicarse a ella). La familia respira valores nobles, elementales: el culto romántico al individuo, la importancia de luchar, de esforzarse, de superar la adversidad en aquella dura vida rural, muy exigente, que conlleva responsabilidades y obligaciones, pero gozosa y feliz. Georgia es una muchacha activa, enérgica y eficaz, una niña y una adolescente fuerte, autosuficiente… rasgos en los que se intuye el germen de su feminismo, no militante, posterior. En ese ambiente “inquieto” y riguroso empieza a tomar clases de dibujo con apenas cuatro años, fascinada por el color. Su primer recuerdo -siete u ocho meses- era el brillo de la luz, luz por todas partes. Y avanzamos en las primeras experiencias de la adolescencia y primera juventud. Por cuestiones familiares y de salud la familia se traslada en 1903 a Virginia, en el sudeste, y allí se le plantea uno de los muchos dilemas o juegos de dualismos que serán comunes en su vida. El Wisconsin abandonado -y añorado- es la encarnación ejemplar del Medio Oeste norteamericano, en donde la existencia se rige por el esfuerzo, la abnegación, la lucha, el sudor, el sentimiento de pertenencia a la comunidad. Por el contrario, en Virginia prevalecen el dinero, la clase, la posición social, los “méritos” derivados de la sangre y el parentesco, pautas que Georgia aborrece desde muy pequeña. El paisaje virginiano es, además, demasiado verde, demasiado exuberante, ella siempre preferirá el de su infancia en Sun Prairie, despejado, claro y extenso. En consonancia con sus inclinaciones, en el Instituto episcopaliano de Chatham, en el que comienza sus estudios, se muestra como una chica de aspecto desmañado, despreocupada por la ropa y los adornos de las jovencitas, rechaza la consideración de la mujer como “ornamento”. Ya entonces es conocida por todos como “artista aspirante”, pues empieza a construir un “personaje mítico” (en la ceremonia de graduación, mientras las compañeras se preocupan por los novios, las fiestas, los bailes, el galanteo, ella se “recluye” en su opción austera e independiente: Llevaré una vida distinta a la vuestra, chicas. ¡Renunciaré a todo por mi arte!). Una vez terminada la etapa escolar, enlazará estudios de arte en Chicago y en Nueva York, en donde se producirá un primer contacto, fugaz, con Alfred Stieglitz, pintor y fotógrafo, que acabará por ser la “presencia” más importante de su vida. En Nueva York la deslumbra -y la apabulla-, el efervescente ambiente cultural, intelectual, también mundano, algo muy alejado de sus postulados, de sus valores austeros, de su férrea vocación por la pintura. Surge otro dilema moral: elegir entre ser una joven atractiva o una artista seria (podía bailar, posar y dejarse mimar… o pintar). Esa disyuntiva, ganarse la vida posando como modelo, estar por tanto sometida a los dictados y la voluntad de un hombre, ser una segundona, eterna aspirante… o pintar, labrar su propia carrera, es resuelta a favor del arte. Se alejará de la gran urbe, alternando su formación con diversos trabajos como profesora de dibujo en distintas localidades de Estados Unidos, llevada por su espíritu inquieto. Acepta una oferta de empleo en una escuela en Amarillo, en el estado de Texas. El Oeste resulta un descubrimiento, las llanuras, el viento helado, el sol abrasador, las extensiones inabarcables, los espacios abiertos, el cielo nítido, la infinita línea del horizonte, la luz deslumbrante, la belleza agreste, su refugio, como el paisaje de su infancia, de poderosa presencia en su obra. Refuerza los aspectos más individualistas de su personalidad, la soledad, la libertad, la resistencia a acatar las normas sociales, una cierta excentricidad, la heterodoxia, la seguridad en sí misma, su carácter combativo (se niega a usar los libros de texto que las autoridades imponen para enseñar a los niños), es obstinada, inflexible, convincente, rezuma inteligencia, energía interior, magnetismo. 

Son los años de la apasionada y a la vez confusa relación (nunca tonteamos ni se puso sentimental) con Arthur Macmahon, un profesor mayor que ella, del que Georgia, pese a sus reticencias “teóricas” ante el romanticismo (No me digas que amas a nadie -escribe a su amiga Anita Pollitzer-. Es una cosa extraña, Anita, no permitas que te pase si en algo estimas tu tranquilidad mental; te absorberá y te devorará por completo), se enamorará, aunque rompiendo los previsibles estereotipos “exigidos” a la mujer: será ella la que tome la iniciativa, quien le escriba, sin aceptar el sólito papel pasivo que le estaba destinado por su sexo, asumiendo riesgos emocionales, expresando abiertamente sus sentimientos, exponiéndose a la crítica y al rechazo, en otro rasgo esencial de su personalidad como mujer y como artista. 

El 2 de enero de 1908 habla por primera vez con Stieglitz. Ella tiene 20 años, él 44. La inicial y cautelosa distancia encierra también una indudable fascinación ante la personalidad arrebatadora, vital, ante el encanto, la fuerza y la energía del artista, que la reclamará para exponer en la galería de su propiedad, la desde entonces legendaria, y ahora desaparecida, “291”. Stieglitz impulsará su carrera profesional y cambiará para siempre su vida personal. Georgia, sin embargo, no se doblega a sus postulados artísticos, se resiste a la atracción sentimental, quiere evitar a toda costa la pasión, pero la reconoce en ella misma, una pasión tan fuerte que podría dominar y destrozar el resto de la propia vida. En primavera de 1917 Alfred organiza la primera exposición individual. El encantamiento mutuo se plasma en cientos de fotografías que Stieglitz le hace delante de los cuadros, las manos ágiles y expresivas, estilizadas, angulosas, afiladas. Cuando hago una fotografía, hago el amor, dirá él. El cuerpo desnudo, las manos, los brazos, el rostro se muestran en unas fotos -cerca de trescientas en toda su vida- en las que se expone trágica, fantasmagórica, misteriosa, erótica y rezumando sexualidad, primitiva y soñadora, triste y reconcentrada, seria, pensativa, silenciosa, ardiente, segura, natural, con su fuerte carácter, su integridad moral, su voluntad y su talento, rompiendo el esquema victoriano de mujer sumisa, pasiva, idealizada. Georgia siempre preferirá, en otra manifestación significativa de su personalidad, el rol de monstruo mejor que el de ángel. La exposición de las fotos en 1921 resulta un acontecimiento provocador que convulsiona y entusiasma a un público deslumbrado. Hay un libro, que yo no he podido conseguir, que recoge gran parte de esas fotografías, muchas de las cuales son accesibles en internet (y hay alguna recogida en el catálogo de la muestra del Museo Thyssen). 

Alfred y Georgia se casarán en 1924, tras una dolorosa ruptura del matrimonio de él. La pareja se asentará en Nueva York, con estancias frecuentes en una residencia de la familia Stiegliz en Lake George. La trayectoria artística de Georgia se acelera, multiplicándose las obras, las exposiciones, los períodos de creación febril, también los cursos y los estudios académicos. Se debate -otro dilema- entre dos corrientes contrarias: la necesidad profunda, instintiva e inexpresada de realizarse, y el deseo igualmente intenso de atenerse a los planteamientos de la institución que había elegido, y recibir elogios por su docilidad

Decantada hacia la indagación y el desarrollo de su mundo propio, decide entregarse a su universo personal, ajena a los criterios comerciales, a la necesidad de reconocimiento y a la aceptación social. ¿No crees que necesitamos conservar las energías, emociones y sentimientos para las cosas importantes de nuestra vida en vez de desperdiciar tantas a diario en insignificancias?, escribirá. En consecuencia, rehuirá progresivamente la vida social, acabará por aborrecer el permanente bullicio de Lake George, la siempre agitada familia de Alfred, muy sociable, las conversaciones incesantes, el ruido. Pese al amor que ambos sienten, ella se aleja una y otra vez, no soporta a la gente. Quiere tener un hijo de él, pero Stieglitz se niega. Buscará, cada vez, con mayor frecuencia, su reclusión en el campo, en Texas, en el mar de Maine, en Santa Fe, el pueblito de Nuevo México que había conocido por azar en 1917 y que tendrá una importancia capital en su obra, además de constituir el escenario de las últimas décadas de su vida, instalada en Ghost Ranch y en Abiquiú, dos sobrias propiedades adquiridas en aquellos parajes desérticos y a las que se trasladará a partir de 1934, tras repetidas estancias veraniegas desde 1929. Entonces agudiza -sin despreciar las relaciones, las amistades, los “amores” con otros hombres, en particular Paul Strand, fotógrafo amigo de la pareja- su riguroso ascetismo, su férrea disciplina (La disciplina es maravillosa. Creo que debemos evitar incluso sentir demasiado, muchas veces, si queremos conservar la cordura y ver con lucidez e imparcialidad), su apasionada entrega a la pintura, que le permiten alcanzar gran pericia técnica sin abandonar, antes al contrario, las emociones, el arrobamiento sentimental. Su apartamiento del mundo -no solo en la lejanía rural- acentúa la excéntrica libertad en la forma de vestir, líneas rectas, recurrente color negro, sin encaje ni puntillas ni blusas, lazos o pliegues “femeninos”, cómoda ropa de hombre, que no oculta, sin embargo, un indefinible atractivo. 

Su primera gran exposición individual, con gran éxito, es en 1923. Siempre severa, se preocupa por el riesgo de destrucción que entraña la popularidad, el someterse a los dictados del público. Sufre una gran crisis a principios de los años 30, acuciada por problemas económicos, distanciada de Alfred, llega a ser internada con un diagnóstico de psiconeurosis. Sin apenas fuerzas, deja de pintar, no contesta a las cartas de su marido. Tras dos años de “silencio” creativo vuelve a Nuevo México en 1934. Se instala en Ghost Ranch, en donde se encontrará a sí misma, y también su estilo y su personalidad artística. Ha encontrado su lugar. Escribe: Es el lugar más maravilloso que puedas imaginar, bellísimo, es increíble. Hay algo diferente en el aire, el cielo es diferente, las estrellas son diferentes. Es para mí. Y también: Nunca me he sentido en casa estando en Nueva York. Aquí sí. Y me gusta. La vida de Georgia se acomoda entonces, de manera definitiva, a un estilo de vida sencillo y austero, aunque rodeado de belleza, coherente con su obra. Robinson -también María Herreros- nos describe su entorno, su actividad cotidiana, las excursiones a lugares cercanos, las montañas, el Oeste, la libertad, su aprendizaje de la conducción, el Ford A que compra y al que le retira los asientos para poder transportar sus útiles de trabajo y pintar en él, sus perros, sus gatos siameses, la visita de sus amigos, el cariño del personal del rancho, la dedicación al huerto, la cocina, sus colecciones de piedras, de huesos, de objetos (que aflorarán de continuo en su obra): Estoy flotando en el aire. Esto te deja sin aliento. El Río Bravo, las montañas, las formas de los cauces, el campo abierto… Una paleta fascinante de marrones como una maravillosa alfombra con estampados, como una pintura abstracta. El mundo simplificado y precioso, dibujado en formas, como el tiempo y la historia simplificarán y dibujarán nuestros tiempos

En 1946 muere Alfred en Nueva York. Su relación profunda, su vínculo intenso, su fuerte entendimiento mutuo han quedado plasmados en decenas de miles de cartas de las que han sobrevivido unas cinco mil. Tras quedarse tres años en la gran urbe para organizar el legado de su esposo, vuelve a Nuevo México en 1949, y se instala en su nueva casa de Abiquiú, que ha adquirido y restaurado gracias a unos éxitos comerciales que, pese a todo, detesta: Tampoco me importa la aprobación del mundo del arte. Apesta a especulación y a política. No le doy importancia. Yo voy a seguir aquí. ¿Cuál es la diferencia si tengo éxito o no? Solo soy un pequeño momento en el tiempo. En ese lugar ideal, la realización de un sueño, vivirá hasta su muerte en 1986, rodeada de los recuerdos de sus viajes, que en esos años -los cincuenta y sesenta del siglo- se multiplican: Japón, India, Líbano, Italia, España, Perú. 

La última etapa de su vida es triste, dolorosa, sumida en la ceguera y la confusión. Sigue pintando, pese a su pérdida progresiva de vista. Su ancianidad intensifica su carácter solitario, vive alejada de todo. Me gusta mi vida aquí. Este mundo casi no está tocado por los humanos. Está tan desnudo… con una sensación ancestral de muerte, pero cálida y suave. Nunca me encuentro a nadie ahí fuera. Estoy casi siempre sola. Me encanta mi vida aquí. Aparece la ambigua figura de Juan Hamilton, un joven, sesenta años menor que ella, de vida agitada, que la “cuida” y del que, quizá, se enamora, mientras, ostensiblemente, él se aprovecha de la desequilibrada relación. Los episodios postreros de su existencia son lamentables. Cercana a los cien años, pierde la cabeza, rehace una y otra vez su testamento, deja su obra y sus bienes a Juan, hay pleitos con la familia, enfrentamientos, litigios judiciales, en un penoso declinar. 

Una vida intensa y formidable, que Robinson y Herreros, cada una a su manera, nos muestran de un modo apasionante. Apenas queda tiempo ya para un breve comentario sobre la obra, a la que podéis acercaros a través de los dos últimos libros reseñados, además del siempre seguro recurso a internet y con la esperada visita a la exposición. Una muestra en la que están representadas todas las etapas, todos los estilos, los distintos materiales... Los dibujos a carboncillo y las acuarelas, los óleos y el trabajo sobre papel, alguna escultura, la abstracción y la figuración, los colores muy vivos y el austero uso del negro, las despojadas líneas geométricas y las curvas sensuales. Y están presentes también, obviamente, todos los motivos principales de su trayectoria artística, que constituyen auténticas series unidas por hilos recurrentes: los infrecuentes pero apreciables desnudos; la peculiar visión de los rascacielos neoyorquinos, siempre “perturbados” por fenómenos atmosféricos, nubes, destellos solares, rompiendo así, en una representación poco convencional de la más “ortodoxa” visión de un Nueva York urbano, tecnológico, masculino, vertical (No se puede mirar Nueva York como es, sino como se siente); los paisajes, reflejo de su entorno cercano en Texas o Nuevo México, espacios abiertos, llanuras, carreteras polvorientas, la tierra roja, las iglesias de adobe, las montañas arrugadas, la grandiosa inmensidad del cielo y la tierra infinitos, sin límites, metáfora, al decir de su biógrafa, de su propio ir más allá de las convenciones, en lo artístico, pero también en lo personal; las puertas, las terrazas, los patios de las viviendas indígenas y de las suyas propias, en un progresivo afán de depuración que los reduce a un minimalista juego geométrica de cuadrados y rectángulos de colores vivos, unos cuadros que anticipan a Mark Rothko; los huesos, los cuernos, y las calaveras de animales, trasladados al lienzo con una pintura eléctrica, vibrante, a partir de las “piezas” que recogía en sus paseos por el desierto, reflejo de su árida y descarnada belleza; los orificios y agujeros, en cráneos y conchas, que pueden leerse como metáforas de la apertura y el hermetismo, de la accesibilidad y la exclusión; las piedras y los leños, los palos, las ramas secas y los objetos extraños que recoge aquí y allá, y lleva a casa y luego pinta; las cruces que coronan las pequeñas iglesitas de arcilla de los pueblos y las de “los penitentes”, de madera, que planean sobre el desierto como abrumadoras siluetas contra el cielo del crepúsculo; las máscaras y las muñecas -las kachina- de los indios hopi y zuñi de la zona, de las que rescata el valor sagrado y místico que tenían para los nativos, convirtiéndolas en una suerte de iconos totémicos; las imágenes pintadas “desde el cielo”, en las que afloran ríos y campos parcelados, en composiciones prácticamente abstractas, fruto de la despierta mirada de la artista cuando, a partir de sus viajes por todo el mundo, veía desde las ventanillas del avión una tierra en miniatura, los cauces serpenteantes, el colorista mosaico de los sembrados; también los árboles, las hojas, las plantas, las frutas, las abstracciones orgánicas, en un ejemplo más de su fuerte vínculo con el mundo natural… 

Y claro está, no podían faltar las flores (cinco de los cuadros de esta serie temática forman parte de la colección permanente del Museo Thyssen), las singulares, exquisitas, magníficas flores que se representan con colores diluidos, mezclados, en imágenes fuertes, vigorosas, pintadas a una escala enorme, como ampliaciones desmesuradas que las acercan al espectador, con recortes, zooms, fundidos, encuadres parciales, planos de detalle y otros recursos técnicos fotográficos y casi cinematográficos (y creo que sobra el casi). Como ya he señalado, una parte significativa de la obra artística, singularmente la desarrollada entre 1918 y 1932, cuenta con el protagonismo de las flores, que, a menudo, se nos muestran de frente, en primer plano, abiertas de par en par, con sus pétalos y sus pistilos teñidos de connotaciones sexuales y sus formas aterciopeladas y superpuestas que recuerdan las del cuerpo, en palabras de Anna Hiddleston-Galloni, en las fichas del catálogo de la exposición. 

Son muchas las interpretaciones que, ya en su momento, se han hecho de este microcosmos floral de O’Keeffe, en una sucesión de evocaciones que asaltan de un modo poderoso a quien contempla los cuadros. Así, hay quien ve en ellas la respuesta femenina a la rapidez, la agitación, el maquinismo, lo industrial de los acelerados tiempos de un comienzo de siglo XX vertiginoso y frenético, oponiendo a ese apresuramiento masculino lo bello, lo frágil, el reposo, la naturaleza, el detalle, más propios de la mujer. En su biografía y en el mismo sentido, Robinson apunta a la relación con el mito patriarcal, las mujeres y la delicadeza, la fragilidad, la pureza, la belleza doméstica. Resultan muy ostensibles, para cualquiera que contemple los lienzos, las connotaciones de carácter sensual, erótico, sexual, de unas imágenes evanescentes, ambiguas, perturbadoras; y, a partir de esta visión, el vínculo con la psicología freudiana. O’Keeffe se quejará de estas interpretaciones reduccionistas de sus cuadros: Hice que os tomarais tiempo para mirar lo que yo veía y cuando os tomasteis tiempo para observar realmente mi flor, volcasteis todo lo que asociáis con las flores en mi flor, y escribís sobre mi flor como si yo pensara y viera lo que pensáis y veis vosotros de la flor… y yo no

En fin, no hay ya tiempo para más. Os invito, a través de los cuatro libros reseñados y de la exposición del Museo Thyssen, a adentraros, a sumergiros, en la intensa vida y la apasionante obra de Georgia O’ Keeffe. Como acompañamiento musical a mis comentarios os dejo ahora con Wild Man’s Dance, compuesta en 1913 por Leo Ornstein, provocador pianista de vanguardia. En una carta a Anita Pollitzer de finales de 1916, Georgia comenta a su amiga su arrobamiento ante el magnético atractivo, simultáneamente genesíaco y destructivo, de Stieglitz: Anita, es admirable. Pero me alegro de no poder verle. Disfruto tanto de sus cartas, aprendiendo a conocerle, como te conocí a ti. Y qué cartas maravillosas, Anita. A veces pone en ellas tanto de sí mismo que casi no puedo soportarlo, es como oír demasiado la Wild Man’s Dance de Ornstein, te volverías loca si la oyeras dos veces, o como la luz demasiado intensa, cierras los ojos y te los cubres con una mano mientras buscas con la otra un asidero para sostenerte. Esa perturbadora pieza cierra nuestro espacio por hoy, en la interpretación de Marc-André Hamelin. 


O’Keeffe había dedicado sus energías al trabajo. Georgia era por naturaleza más ascética que libertina. Expresaba su abundantísima sensualidad en la pintura. 

Esto correspondía a una pauta iniciada en 1915, cuando descubrió que se estaba enamorando de Arthur Macmahon. Separada de él, transmutó su temeraria e inoportuna pasión, creando su primera gran serie de dibujos. La pauta del amante ausente persistió: Georgia escribió cartas tiernas e íntimas a Arthur durante casi un año, después de haberse trasladado deliberadamente a tres mil kilómetros de él. Admitió que quizá estuviera mejor sin él para experimentar la emoción de Texas. Probablemente tuviera razón: en vez de centrar su amor en el hombre en persona, lo expresó en acuarelas espléndidas y originales. Cuando conoció a Paul Strand ocurrió exactamente lo mismo. Sus cartas a Paul están llenas de referencias a emoción y caricias, aunque le había visto brevemente en la primavera de 1917 y no volvieron a verse hasta la primavera del año siguiente. Le confesó su resistencia a aceptar compromisos afectivos y las probables consecuencias de tal actitud: “cierta soledad”. Cuando empezó a escribir a Stieglitz, admitió que creía que seguramente estaban mejor separados. Esto no tiene que ver con la capacidad de ambos para seguir adelante, sino a la de ella para trabajar mejor sola, lejos del ser amado. Aunque vivió de forma continuada con Stieglitz de 1918 a 1929, incluso en aquel período le dejó de vez en cuando, yéndose sola a Maine a recuperar el sentido de la identidad, el equilibrio, la concentración. Los años de Nuevo México no supusieron una ruptura sino la continuación de la pauta establecida hacía mucho, una pauta de separación y alejamiento del ser amado. 
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Roxana Robinson. Georgia O'Keeffe

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