Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de mayo de 2021

MELANIA G. MAZZUCCO. LA LARGA ESPERA DEL ÁNGEL

Hola, buenas tardes. Desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca os saludamos, un miércoles más, en Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias que desde hace ya más de diez años os ofrece cada semana una nueva sugerencia de lectura. Con la referencia de la celebración, el pasado 18 de mayo, del Día internacional de los Museos he querido que los tres programas emitidos tras esa fecha tuvieran se centraran en el universo museístico. Así, la semana pasada os hablaba de El jardín del Prado, el ensayo divulgativo de Eduardo Barba en el que se rastreaba con conocimiento y amenidad la presencia de la flora en medio centenar de cuadros de la gran pinacoteca española. En el caso de hoy, os traigo una novela en la que los museos no aparecen más que de manera tangencial, aunque sí el Arte, a través de un personaje real, el pintor Jacomo -o Jacopo- Robusti, Tintoretto, de alcance universal y bien representado, por otro lado, en el museo madrileño, en donde pueden verse hasta veintiséis cuadros de su autoría. En febrero de 2011 la editorial Anagrama presentó, en traducción de Xavier González Rovira, La larga espera del ángel, una estupenda novela de Melania G. Mazzucco que, en síntesis apresurada, narra los últimos días del pintor en los que, a las puertas de la muerte -un suceso ocurrido el 31 de mayo de 1594, hace ahora, pues, 427 años- el personaje rememora su vida entera, muy agitada y apasionante. 

Melania Gaia Mazzucco, nacida en Roma en 1966, es una destacada escritora italiana con cerca de diez novelas en su haber, de las que bastantes de ellas han visto la luz en España: Ella, tan amada, Eres como eres, Estoy contigo, Limbo, Un día perfecto, Vita -que me parece espléndida y quiero recomendaros igualmente- y la que constituye el motivo central de la emisión de esta tarde, la mencionada La larga espera del ángel, todas ellas en Anagrama; y las dos primeras, de los años noventa del pasado siglo, El beso de la medusa y La habitación de Balthus, ambas en Seix-Barral y de difícil localización, salvo en librerías de viejo. Con una especialización universitaria en cine, parte de su dedicación profesional se desarrolla -más allá de la escritura de novelas- en ese medio, y algunas de sus obras han tenido su correspondiente traslación a la gran pantalla. Hay, en concreto, un interesante documental de 2019, Tintoretto, un rebelde en Venecia, dirigido por Giuseppe Domingo Romano y con guion de Mazzucco, que resulta un complemento indispensable a la lectura del libro. Igualmente, es conveniente, a mi juicio, avanzar en las páginas de La larga espera del ángel cotejando las muchas referencias a los cuadros del pintor italiano con sus reproducciones. Ante la evidente dificultad de viajar a Venecia para leer el libro in situ, os sugiero otra obra, La obra pictórica completa de Tintoretto, en la añeja colección de Noguer-Rizzoli, con las legendarias portadas negras en pasta dura, el acostumbrado rigor de sus análisis y la proverbial calidad de sus imágenes. Por desgracia, también es casi inencontrable salvo en el “circuito” de libros de segunda mano. 

La larga espera del ángel, título tomado de un verso de Sylvia Plath que se ofrece como colofón a la obra, se presenta como un extenso monólogo, más de quinientas páginas de apretada letra, en que un Tintoretto entre la lucidez y el delirio, consciente de que sus días se acaban (la novela se organiza en quince capítulos, cada uno centrado en estas jornadas postreras, las que van desde el 17 al 31 de mayo de 1594, en todos los casos con la apostilla: primer día de fiebre, segundo día de fiebre… y así hasta el decimoquinto día de fiebre), se “enfrenta” a su Señor (Envíame fiebre, arráncame las fuerzas, átame al lecho, Señor: te esperaré despierto, con el cerebro lúcido y terrible que quisiste darme) -un Dios del que no se ha ocupado demasiado a lo largo de su existencia- con el cuerpo cansado y los frágiles huesos de la vejez, afligido por las penalidades de la vida que se escapa, pero irreductible en su identidad, en lo profundo de su alma, rebelde ante todos y ante todo, aunque satisfecho al fin, lleno de gratitud por haber nacido, por haber amado, por haber sido amado, por haber creado, por haber disfrutado de las cosas que nos complacen y por haber soportado las que causan dolor: por haber vivido

En su larga “rendición de cuentas”, repasará su vida, recorrerá su trayectoria artística, revivirá sus amores, recordará a su extensa familia, rememorará sus escasos momentos de felicidad, se disculpará por sus errores, mostrará sus contradicciones, su difícil carácter, su ambición, su soledad, sus logros y sus fracasos, y, sobre todo, pondrá de manifiesto la intensidad de su pasión artística y, en paralelo, el poderoso sentimiento hacia su hija ilegítima Marietta, gran protagonista en la sombra (una luminosa sombra, valga el oxímoron) de una novela en la que resulta ostensible el feminismo -nada panfletario o “invasivo”- de su autora, como luego veremos. 

Son numerosos los puntos de interés que afloran en el extenso recorrido que nos propone Mazzucco por la biografía de un Tintoretto cuya vida se superpone casi en su totalidad con la del siglo XVI, el del fecundo y desbordante cinquecento italiano: la convincente presentación de la personalidad del pintor, de su agrio carácter, de su frecuente intemperancia, de su difícil trato, también de su ternura y su sensibilidad, de su nada resignada aceptación de la vejez y la muerte, de sus ideas y sus valores, de su ambigua relación con ese Dios al que acaba por consagrarse, de sus dudas y vacilaciones, de su radical independencia y su ansia de libertad; la vívida evocación de su infancia como hijo de un tintorero (de donde le vendrá su nombre artístico); la recreación de su vida familiar, en un matrimonio con hasta ocho hijos, fuente esencial de alegrías y padecimientos en su existencia; la poderosa presencia de las mujeres (la amada Cornelia, la esposa Faustina, la deslumbrante Marietta, las muchas otras anónimas, prostitutas y amantes ocasionales) y las apreciaciones sobre el papel que ellas desempeñaban en la sociedad y en el mundo del arte; la descripción exhaustiva y detallada, muy bien documentada -en un rasgo fundamental del libro, la ingente labor de investigación que ha debido suponer para su autora-, de la carrera profesional del pintor, que se muestra en sus distintas etapas y a través del comentario de diversos cuadros y de las referencias a las relaciones con otros pintores de la época, singularmente Tiziano, también de la explicación de las motivaciones y el propósito que movieron a su autor en su vocación artística y de los recursos técnicos empleados en sus obras, así como en la presentación de las reflexiones del propio Tintoretto -el libro está, obviamente, narrado en primera persona- sobre la importancia, la función y el valor del arte, sobre su propio estilo, sobre su concepción de la pintura; la fidedigna “fotografía” de la sociedad de su época, de sus cambios, de sus coordenadas históricas, sociales y hasta filosóficas, en particular las de una Venecia memorable, descrita con un rigor, una precisión y una verosimilitud portentosas, sin duda uno de los grandes alicientes del libro… 

La larga espera del ángel es así, en primer lugar, una magnífica indagación en la personalidad del artista, un hombre arisco, duro, brusco (Sigues siendo el puercoespín de siempre, le dice uno de sus colaboradores), despreocupado de las convenciones sociales e indiferente al juicio ajeno (A estas alturas, nada me importa lo que los demás piensen de mí), por lo que no rehúye los conflictos (Yo necesito el ruido, el movimiento, el conflicto y la batalla), con los colegas, con las autoridades; amante insobornable de una libertad por cuya consecución acepta la miseria y el anonimato durante parte de su vida; anclado en su Venecia al margen del mundo (Mi prisión ha sido Venecia, mi vida y mi nombre), reticente a los cambios, a los viajes; insensible ante los estímulos triviales del dinero (Nunca he entendido el lenguaje del dinero. Cuando he pintado una obra que era verdaderamente importante —ya fuera una historia, un ábside o un techo— no he querido ser pagado. Fuera cual fuera el gasto realizado para llevarla a cabo, fuera cual fuera el esfuerzo que me hubiera costado, ninguna cifra habría podido ser equivalente. El tiempo, las ideas, la pasión, la fantasía no tienen ni precio ni valor en el mercado), aunque no a los del reconocimiento y la fama, cuya ausencia, durante años, lo tortura; independiente e insensible a los engañosos cantos de sirena de los poderosos, a sus banales prebendas, a sus honores vacuos (Soy un caballo salvaje y no soporto una silla en la grupa. Mi libertad me es querida y no la vendería para pintar los rasgos deformes de un Habsburgo); realista y soñador, vanidoso y genial; enfático, confuso, con demasiada imaginación, prolífico, pletórico, desaliñado y negligente, al decir de sus muchos enemigos, pero también trabajador hasta el delirio, arrebatado e inconformista, apasionado y excesivo, movido por un amor ilimitado por la vida, desobediente e indócil a las convenciones de su entorno (Yo he desquiciado sus certezas, he saboteado su sistema, rechazado su horizonte), reacio al servilismo y el disimulo; empecinado en su lucha personal y, simultáneamente, resignado ante la inevitabilidad del destino. Un hombre, en definitiva, radicalmente libre, como demuestra esta significativa “declaración”: Creo que no poseo nada que pueda serme arrebatado. No tengo ni riquezas, ni cuentas acumuladas en algún banco, no tengo cargos públicos. El honor que he conquistado sólo yo puedo perderlo. He vivido a mi manera. Mi norma es el exceso. Nunca me ha preocupado parecer extravagante y disconforme. Incluso me han calificado de loco y amoral: que digan lo que crean, que cuenten lo que quieran. Si he sido una persona respetable es únicamente por lo que he pintado, no por la forma en que he vivido, ni por la forma de rezar, pensar y creer en ti

Pese a esta apariencia de firmeza y seguridad, a menudo airado e intemperante (demasiadas cosas me indignan, pocas me emocionan), el retrato que de él hace Mazzucco nos lo muestra como un ser también titubeante y con atisbos de fragilidad, con dudas en su declinante vejez, consciente de sus equivocaciones y errores, de sus contradicciones, de su estéril vanidad (Y mientras todos me veneran, yo tan sólo veo mis carencias, lo que no he alcanzado y ya nunca voy a alcanzar; la verdad que siempre se escapa tras la sonrisa elusiva de un viejo, en las arrugas del contorno de sus ojos, en la incomparable tez de un muerto, detrás de la última colina, y que se esconde detrás de otro horizonte), angustiado por su pasado, por sus recuerdos, cansado de vivir, cansado de todo, temeroso de la derrota y de la soledad finales, de la muerte y del postrer juicio divino. 

En ese muestrario de la compleja personalidad de Tintoretto cobra una especial relevancia la dimensión artística de su vida, que el libro explora con profundidad: sus inicios, de niño, ofreciéndose a los pintores consagrados para trabajar, sin paga, en sus talleres, para adquirir experiencia; sus primeros trabajos, sin contrato, sin salario, sin nombre; los pequeños retratos vendidos por la calle, a los dieciocho años, echando, descarado, el lazo a los clientes; el regalo de sus obras a quienes podían mostrarlas en sus palacetes, en sus capillas, multiplicando su fama; sus prácticas atrevidas e “irregulares” (un “pirata” del arte, como lo define el profesor Tom Nichols en el ya mencionado documental sobre el pintor), bajando el precio de los cuadros, o incluso entregándolos gratuitamente, para darse a conocer; el abrupto y frustrante menosprecio por parte de un celoso y hostil Tiziano -el hombre que para mí era la pintura misma-; la construcción de una identidad pictórica propia (soy el hijo y el discípulo de mí mismo. Me he alumbrado a mí mismo); el repudio de lo establecido, de lo esperado, de lo consabido, y el gusto por el asombro, por desconcertar, sorprender y provocar; los sueños de grandeza (Yo soñaba con el día en que la gente dijera Jacomo, como decía Rafael, Tiziano y Miguel Ángel); el ansia desmesurada por conocer y aprender de los mejores (Con mis primeras ganancias me procuré los grabados y las copias en yeso de las obras maestras de los mejores artistas. ¿Para qué las quieres?, me decían. Mejor sería que te compraras un gabán de lana y alquilaras un taller decente, vives como un pescador. Me alimento, respondía. Los demás comen carne de buey. Yo como obras. Las digiero y me sacio); los constantes proyectos, rechazos, encargos, propuestas, desprecios, provocaciones, desaires, escándalos; la enfebrecida pasión por la pintura (Vivía para pintar. Solamente eso me importaba); los postulados en los que sostener su arte: la libertad, la alegre creatividad, la necesidad de conocer, digerir, enfrentarse y superar la tradición (Es necesario, por tanto, violar la regla, distorsionar la costumbre, defraudar las expectativas), y, en consecuencia, su condición de revolucionario, de precursor, de visionario; sus teorías sobre el arte, sobre la trabajosa búsqueda de la naturalidad, sobre la pintura como sentimiento, como emoción, como transporte arrebatado, como inspiración, como mágico frenesí (Una tela es como una persona. A veces prende la chispa, otras veces no. La pintura es manía, posesión, hechizo; llámala, si así te parece, amor); los principales rasgos estilísticos: la maestría en la composición de las figuras, los escorzos, las perspectivas, la importancia de los colores, el juego de la luz y las sombras (como cazador de sombras he llegado a ser más bien hábil), la búsqueda de la belleza; los muchos cuadros (He pintado seiscientas cincuenta telas en más de sesenta años), rehaciendo una y otra vez los mismos temas y argumentos sin repetirse, con menciones expresas y destacadas a La presentación de la Virgen en el templo, en los postigos de la Madonna dell’Orto, La Deposición en el sepulcro, El milagro del esclavo, La tentación de San Antonio, La Visión de Jacob, Elías alimentado por el Ángel, Retrato de Mancio Ito, Muerte de Clorinda (debida, quizá, a su hijo Dominico), El Paraíso, las pinturas para la capilla de San Rocco (su particular capilla Sixtina), entre otras. 

Y en ese retrato del personaje destaca, y es otro de los ejes del libro, el amor por la familia. Casado con Faustina Episcopi, hija de un gran amigo, que se la “reservará”, conforme a los parámetros de la época, desde que la chiquilla tiene siete años, tendrá con ella ocho hijos y, sobre todo, pese a las desavenencias, encontrará en su compañía el bienestar y una suerte de felicidad. Yo no habría podido vivir sin ella, ni ella sin mí, concluirá al término de sus días. El libro nos permite conocer las interioridades de la pese a todo difícil relación con ella, lastrada por la obsesiva dedicación al arte, por la presencia de otras mujeres -singularmente la alemana Cornelia-, por el desinterés del pintor por los aspectos materiales de la vida, por la falta de tiempo para los hijos y las deficiencias de su complicada paternidad. Se describen con detalle las vicisitudes del trato con los hijos: el fiel Dominico, que permanece a su lado hasta el final, el despechado Marco, el soñador Zuane, el pequeño e infortunado Ottavio, las chicas, Lucrezia, Perina, Ottavia y Laura, entregadas al servicio del Señor, monjas las cuatro, y se resalta cómo, pese a sus notorias ausencias y sus carencias como padre, rebaja sus pretensiones artísticas, acepta cualquier trabajo, se arrastra ante las autoridades, suplica y adula, para criar decentemente a su prole (habría hecho lo que fuera para defender a mi familia). 

Pero el centro de la vida y de la obra de Tintoretto (la pintará en numerosas ocasiones, ya desde pequeña, como una Virgen niña, ascendiendo las escaleras, luminosa, en La presentación en el Templo) es Marietta, hija de Cornelia, ilegítima, pues. La relación entre ambos es intensa, desbordante, apasionada. Jacopo moldeará a la chiquilla a su antojo, se entregará a ella, la amará, y será correspondido con una devoción recíproca e igualmente fervorosa. No consigo divertirme cuando tú no estás. El mundo sin ti es una ensalada sin aceite ni sal, unos ñoquis sin salsa, una almohada sin plumas, confesará Marietta, ya adulta, en una declaración propia de enamorados. El vínculo es genuino y profundo, aunque no exento de tentaciones, incluso las carnales. El pintor, posesivo y celoso, “encerrará” a su hija durante gran parte de su vida, la preservará del mundo, aislándola en su estudio, haciéndola pasar por un chico, alejando su indudable encanto de sus muchos admiradores (Era una especie de unicornio, y aun los que nunca lo han visto están dispuestos a creer que existe, y a querer que sea para ellos) e intentando hacer de ella una artista a su imagen y semejanza (No sería como las demás mujeres. Iba a ser especial. Yo no permitiría que tuviera un destino banal y mediocre. Yo haría de ella algo. Era mía). Las vicisitudes, los altibajos, los muchos matices de esa relación poderosa y enfermiza, exagerada e impetuosa, exaltada y fecunda, enardecida y dolorosa, feliz y torturante, impregnan la narración entera, constituyendo, en cierto modo, el núcleo central, el auténtico hilo conductor de la trama argumental. 

En los momentos finales de su vida, cuando da cuenta de su ya decreciente transcurrir por el mundo, un desanimado y escéptico Tintoretto aceptará la imposibilidad de ofrecer la verdad de los hechos vividos, siempre discutibles, siempre relativos y variables según quién sea el biógrafo, y salvará, tan solo, su arte y su amor por una Marietta ya irremisiblemente perdida (morirá cuatro años antes que él). He aquí su declaración, emotiva y sincera, que explica, en gran parte, el libro entero, constituyendo, además, una suerte de justificación de la propia Melania Mazzucco en relación con las posibles libertades tomadas en su relato, ficción a la postre: 

No me importa lo que vaya a quedar de mí, qué anécdotas relatarán mis discípulos a mis biógrafos, si alguno de ellos sabrá reconocerme o me confundirá con el artista que cree querer ser él. Es el anzuelo el que elige el pez, no puede uno pescar una ballena con una mosca. La vida relatada es una red de elogios y de errores, y en las anchas mallas de la memoria lo esencial se pierde. Es una red de secretos, de censuras, mejoras, omisiones, inventos y mentiras, y la vida vivida no lo es menos. Ahora sé que es completamente inútil intentar ahogar las voces, corregir las opiniones, rectificar las mentiras: es como aprisionar el viento. Pero es una certeza que he adquirido demasiado tarde. Mi vida auténtica está donde todos pueden verla: en las iglesias, en las casas, en las fachadas de los edificios, en los palacios de los soberanos, en la Scuola di San Rocco. Es allí donde quien quiera encontrarme podrá hacerlo. Pero ella, en cambio, ¿dónde está? 

El personaje de Marietta, una construcción literaria excepcional, es también la “excusa” para que la autora deslice las numerosas reflexiones de naturaleza feminista que trufan su relato. La posición de subordinación de la mujer en la época (Un viejo proverbio veneciano dice que una mujer debe poseer tres cualidades: agradar, callar y quedarse en casa, sostiene el artista), ejemplificada en la figura de una sumisa -aunque quizá no tanto- Faustina, entregada a una ininterrumpida labor de reproducción y cuidado de su ocho hijos, es cuestionada -dentro de los parámetros y los límites que permitían las costumbres y los valores de los tiempos- por una Marietta de fuerte personalidad, independiente y decidida, que rechaza el matrimonio, que se introduce en los talleres de los maestros pintores, proscritos para las mujeres, disfrazada de muchacho, que hace caso omiso a las maledicencias y las críticas de la sociedad veneciana por lo extraño de la unión con su padre (Éramos la comidilla de Venecia), que desafía las convenciones, que rechaza el mandato de la época según el cual las mujeres no puedan ser pintoras, no puedan vivir sin un hombre (No puedes vivir en el mundo sin un hombre, […] Eso no está previsto. Si quieres seguir en la sociedad, como una mujer respetable, o te casas o te haces monja. Si quieres vivir en los márgenes, y divertirte algunos años, y dejarte utilizar y luego que te tiren igual que un zapato viejo, entonces hazte puta. No queda otro camino), mostrando las posibilidades de desarrollo de una mujer (La Tintoretta es la prueba de que si un padre criara a una hembra igual que a un varón, si le ofreciese la misma educación, las mismas posibilidades, en nada serían las mujeres inferiores a los hombres), entonces casi inimaginables, apenas entrevistas, paradójicamente, en el mundo conventual (Este minúsculo convento es un Estado independiente en el que las mujeres votan, piensan, estudian, trabajan e incluso llegan a ser jefes de Estado). 

Sin tiempo ya para más, quiero mencionar otro extraordinario valor del libro, ya apuntado: la minuciosa y muy convincente ambientación de la novela. Tanto en los detalles de la vida cotidiana e incluso íntima, en las vestimentas, las comidas, las costumbres y los rituales hogareños (Faustina se daba aire con el abanico y charloteaba vivazmente sobre la nueva sustancia para depilarse que le han vendido unas comadres, a base de cal viva, goma arábiga y huevos de hormiga que deja las piernas, las axilas y el bigote lisos como un cliente de ajo recién pelado, a modo de significativo ejemplo), como en la recreación de los escenarios externos, sencillamente prodigiosa. Destacan, en este segundo frente, la evocación de la infancia del pintor, hijo de un tintorero (de donde le vendrá su nombre artístico), que traslada al lector al abigarrado, colorista, maloliente, embriagador y deslumbrante entorno de obradores, curtidurías, astilleros, tintorerías y talleres varios. Pero es sobre todo la representación de Venecia, de la próspera, corrupta y decadente República, la Venecia cosmopolita (Porque en Venecia se ven turcos y circasianos, alemanes, flamencos e ingleses, daneses, españoles y lusitanos, armenios y albaneses, eslavos, croatas, bosnios, morlacos y tártaros, griegos, polacos, húngaros, persas, beréberes, indios, moros, negros africanos y hasta chinos), la ciudad sin raíces, peligrosa y secreta, el laberinto inconsistente, la Venecia “contaminada” en la que coinciden los nobles y los barqueros, los especieros y los mozos, las monjas y las meretrices (la contaminación enriquece y esta mezcla le da sabor a la vida), flotando en las aguas, hundida en su estatismo cuando Europa y el mundo entero cambian de modo vertiginoso, la que Mazzuco borda en su relato: las fiestas populares en los barrios, la desbordante presencia del arte, el comercio pujante, la profusión de mercancías, las prácticas especuladoras de los funcionarios, de los políticos, de los diplomáticos, de los administradores de la República, de los poderosos, las guerras y sus consecuencias de carestía y crisis económica, las desigualdades sociales, la riqueza y el lujo ostentosos y la vergonzosa miseria, la degradación y el terror de la peste. Las páginas dedicadas a la gran epidemia de 1575, que mató, en menos de dos años, a un tercio de los ciento cincuenta mil habitantes de la ciudad, son memorables, y con “nuestra” experiencia del coronavirus aún tan reciente, extraordinariamente “reconocibles”, salvando la mucha distancia de los siglos. Os ofrezco un significativo fragmento de ellas al término de esta reseña. 

Cierro ahora mi comentario con algunas apreciaciones sobre la soberbia película a la que aludí en mi presentación. Tintoretto, un rebelde en Venecia, dirigido por Giuseppe Domingo Romano y con guion de Mazzucco, es un formidable documental de 2019 que permite ahondar en la personalidad y la obra artística del veneciano. En la cinta, de hora y media de duración, se suceden, entre planos bellísimos de la ciudad, escenario del pintor veneciano por excelencia, los análisis de profesores, directores de museos e historiadores del arte como Kate Bryan, Tom Nichols, Matteo Casini o el cineasta Peter Greenaway, junto a la de la propia Melania G. Mazzucco. Hay también una intervención destacada de restauradores, curadores y expertos en los entresijos técnicos del arte, que nos permiten apreciar detalles relativos a la preparación de los cuadros, con el examen mediante radiografías que identifican, bajo la apariencia definitiva de una tela, los bocetos y diseños previos, y distinguir, en la pintura final, los más pequeños matices de pigmentos, pinceladas, trazos, etc… 

La voz de Stefano Accorsi, un actor italiano, y la de Helena Bonham Carter, en la versión inglesa, nos hacen avanzar, siguiendo un itinerario cronológico, por la biografía del artista y, sobre todo, por su deslumbrante obra pictórica. Se recrean así los orígenes familiares en la tintorería paterna, las distintas etapas de su carrera artística, sus esfuerzos, violando muchas veces las reglas y convenciones establecidas, por abrirse camino en el duro ambiente artístico veneciano, la abierta hostilidad personal con Tiziano y la rivalidad profesional con Veronese, su reconocimiento tardío y su “admisión”, por fin, en los más prestigiosos círculos institucionales de la ciudad, su relación con Marietta, la peste, la lucidez final ante la muerte. Y están también, comentadas de un modo profundo y ameno, muy estimulante, muchos de sus cuadros, las distintas aproximaciones a la vida de San Roque, las muchas “Última cena” (hasta doce llegó a pintar), Las bodas de Caná, Susana y los viejos, el Hallazgo del cuerpo de San Marcos en Alejandría, la impresionante Crucifixión de 1565, la recreación de la fabricación del becerro de oro y tantas otras. 

Y en todo ello, sobresalen los comentarios en torno a su estilo pictórico, enérgico, teatral, lleno de dinamismo y acción; su dominio del claroscuro; su cercanía, en ambientes y ropajes, a los humildes, a los pobres, frente a la proximidad de Tiziano a los reyes y al vínculo de Veronese con la aristocracia; su técnica que hoy llamaríamos cinematográfica -Sartre lo calificó de primer director de cine de la historia-: la profundidad de campo, el cinemascope, la división de la pantalla en partes, la imagen congelada, el enfoque (algunas de sus obras remiten a Orson Welles, por el lugar en donde pone la “cámara”, que permite ver los techos); su cosmopolitismo y, en terminología de hoy, multiculturalidad, con la presencia en sus cuadros de africanos, árabes, judíos, de turbantes y vestimentas orientales; la significativa presencia de las mujeres, analizada brillantemente a partir del cuadro la Presentación de María en el Templo; su rebeldía y su agrio carácter, sus contemporáneos lo llamaban Il Furioso, también por su vigoroso trazo, su velocidad al pintar, su fuerza, su nervio. 

En fin, no hay tiempo para más. De entre las varias referencias musicales presentes en el libro, elijo para acompañar este comentario Madonna per voi ardo, un madrigal de Philippe Verdelot que canta Marietta y cuya partitura aparece en su autorretrato de 1580 en el que se detiene, en una descripción exhaustiva, Melania G. Mazzucco. Aquí, la interpretación es de Clare Wilkinson. 


Marietta me conquistó poco a poco, como todas las mujeres que quieren durar en la vida de un hombre. Todavía no había aprendido a caminar y ya venía a buscarme, gateando adelante y atrás por los suelos. Porque algunas mañanas, cuando dejaba el lecho de mi amante, y la niña para impedir que me marchara me agarraba por el tobillo y se dejaba arrastrar hasta la puerta, yo no conseguía separarme de ella y me la llevaba conmigo. Era tan pequeña, tan conmovedora con su camisola blanca, y yo estaba tan orgulloso de que fuera mía, que me parecía un delito no verla durante tantas horas. Hasta un solo día es una eternidad, en la vida de un niño. 

Me tiraba de los calzones, me hacía muecas, me sonreía parpadeando, encantada. Es desconcertante descubrir cuán seductora puede ser una niña que todavía no sabe hablar, que ni siquiera conoce su nombre y ya sabe ganarse la atención de un hombre. Aquella pequeña criatura maliciosa e inocente me divertía inmensamente. Con ella todo era nuevo, sorprendente, irrepetible. Yo mismo me convertía en alguien nuevo, descubría en mí dotes nunca antes sospechadas. Descubría la paciencia, la disponibilidad, la ternura. Era capaz de meterme ese bulto caliente y oloroso de jabón en la bata y acunarlo mientras, colgado de las vigas del techo, entrelazado con las cuerdas, balanceándome con las piernas en el vacío, extendía con el pincel vastas áreas de color sobre mis telas. El balanceo la calmaba. El bulto se me dormía sobre el corazón. Os vais a partir la crisma, decía mi criado, observando con desconfianza las deterioradas sogas colgadas de vigas no menos deterioradas y chirriantes. Eso no va a ocurrir, respondía, nosotros sabemos volar. 

Fabriqué una cuna para ella. Teñí con mis manos las sábanas de seda donde dormía. Nunca lo había hecho. Hice hervir yo el índigo en el caldero. Preparé yo la barca de madera en el taller de mi padre, removí yo la paleta en el tinte, puse yo mismo a secar los paños en el telar: los trabajadores me miraban aturdidos. Elegí para ella el azul más profundo. Un color que provocó el pesar de mi padre. Qué tintorero más admirable habría sido, si hubiese continuado con su profesión. Fundí yo en cera su primera muñeca. Formé sus piernas, los brazos, la boca y el pelo con mis dedos. Modelé para ella un zoo entero de animales de cera: leones, elefantes, jirafas, camellos, cebras, hipogrifos, unicornios. Ni siquiera la hija del Dux tuvo nunca un serrallo semejante. 

Tuve otros hijos. Me temo incluso que no podría contarlos. Nunca he podido encontrar de nuevo el placer que sentí con la primera. Cuando Marietta dijo por primera vez mi nombre, cuando le salieron los dientes, cuando mondó su primera manzana, cuando rezó su primer Pater noster, cuando empezó a chapurrear y yo no la entendía porque su madre le hablaba en alemán y en alemán me hablaba a mí, y sus palabras sonaban prometedoras como un desconocido sortilegio; cuando trepaba sobre mis rodillas y me chupaba el pelo, con los labios húmedos me besaba la barba y la boca. Tu hija es una gran puta, bromeaba Cornelia, que se divertía viéndome cautivado por las zalamerías de Marietta. Ha aprendido de ti, bromeaba yo.

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Pero la muerte se iba extendiendo. Fue exactamente como en el Apocalipsis de Juan. Miré y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte y el Hades le seguía. Por la noche, barcas pintadas de blanco se deslizaban silenciosas en la oscuridad para ir a recoger los cadáveres. Los cargaban unos sobre otros, apilándolos como si fueran troncos. Los quemaban. Quemaban las cosas de los muertos: camas, colchones, sábanas, mobiliario, todo lo que los apestados habían tocado o que les había pertenecido. Parecerá absurdo, pero nunca se quemaron los zapatos, las ropas de valor, ni los cuadros tampoco. Tal vez las cosas útiles o valiosas no se convierten en vehículos de la muerte; quién sabe: todo artista en el fondo lo cree. Todo lo demás acabó en la hoguera. Por la noche, en las islas de la laguna, veíamos arder inmensas hogueras. El viento traía hasta la ciudad un acre olor a cenizas. Durante horas y horas, semanas, meses, la reverberación de las llamas tiñó el cielo de rojo. A veces, esas llamas eran de color negro y el aire olía a ropa y carne quemada. 

Blanca era en cambio la bandera izada sobre la gabarra que venía a recoger a los enfermos. El sonido metálico de una campanilla avisaba de su llegada, y de repente sobre los canales y sobre las fondamenta se hacía el vacío. Venecia parecía desierta. Pero estábamos ahí, y de qué manera. Metidos en nuestras madrigueras igual que las ratas. Por entonces salíamos únicamente para procurarnos las provisiones: ninguno de nosotros tenía ya criados. Yo mismo había hecho que se marchara mi fiel Schila, quien no obstante se negaba a alejarse. Lo había obligado a marcharse, poniéndole en la mano el dinero necesario para ir con sus parientes entre las blancas montañas de Istria. El enano se habría dejado matar por nosotros, pero yo tenía miedo de él, como tenía miedo de todo el mundo. Ya no hablábamos con los desconocidos. Sospechábamos de nuestros amigos, de nuestros parientes. Nos encontrábamos y seguíamos recto, sin detenernos, renegábamos unos de otros como traidores. Cada uno de nosotros podía ser el sicario del otro. 

Las fiestas cesaron. Las compañías de actores ambulantes interrumpieron sus representaciones. Desaparecieron también los charlatanes y las gitanas que pedían limosna y leían la mano delante de las iglesias, con sus niños colgados del cuello. Las autoridades todavía se mostraban reacias a admitir la epidemia, pero todo se vino abajo igualmente. Empezó a escasear la comida: de las campiñas de tierra firme dejaron de llegar los suministros. Los forasteros huyeron. Los alemanes se protegieron del otro lado de las fronteras o se atrincheraron en el Fondaco. Hasta los judíos del Gueto interrumpieron todos sus negocios. Nuestras galeras permanecían fondeadas, con la tripulación diezmada en las bodegas. Las mercancías se pudrían en los almacenes. Ya nadie compraba seda, por miedo a que, al proceder de Oriente, estuviera contaminada. Todo lo que era extranjero se convirtió en sospechoso. Pero el mal —como todo lo que es extranjero— se había habituado a Venecia y había echado allí profundas raíces. Durante todo el siglo Venecia había sido el arca de Noé: la puerta y la patria para los desterrados, los prófugos y los refugiados de todas las procedencias. Ahora se había convertido en la puerta de la peste. 

Hubo alborotos y tumultos. Se buscaba con desesperación al culpable de tanta ruina: se le identificó sucesivamente con unos mercaderes de seda de Córdoba y Argel, que querían ocupar el lugar de los nuestros y habían contaminado nuestras naves; con los vagabundos sin domicilio fijo que en los últimos años se habían multiplicado en la ciudad, ocupando todos los pórticos con sus harapos; con los picaros que habían venido desde el campo; con la blasfemia, con la sodomía, con la lujuria desenfrenada que imperaba en todas las casas de esta corrupta ciudad; con el pecado secreto que cada uno de nosotros en su corazón sabía que había cometido. Nadie osó difundir el rumor de que había sido cosa de los judíos, porque en el Gueto se moría más que en cualquier otra parte, y la peste no diferenciaba al judío o al hereje del cristiano. La peste ni siquiera diferenciaba entre los viejos y los niños, las mujeres y los hombres, los justos y los pecadores. Todos morían. Como nosotros, Dios también se había quedado ciego. 

Cerraron las tiendas de los vendedores de dulces, de los vendedores de aceite y de jabón, y de los que vendían diamantes. Cerró el mercado de Rialto, cerraron las vaquerías, las pescaderías, luego también los bancos. Hasta los juzgados dejaron de funcionar, porque los jueces habían huido. El Senado no tenía quórum, filas y filas de asientos permanecían vacíos, los cargos más importantes se quedaban sin cubrir, ni siquiera se juzgaba a los criminales. Todo se detuvo. Hasta yo tuve que cerrar. Ya nadie me encargaba más cuadros, nadie venía a recoger los que ya estaban listos. Pasábamos el tiempo en casa, confinados nosotros también, como los parientes de los contagiados y los propios contagiados. Era como si toda la ciudad tuviera la peste. 

Esperábamos, impacientes, el final de ese asedio, listos para escuchar cualquier voz de esperanza. Algo que, pese a todo, no llegaba. Las semanas pasaban y el caballo amarillo montado polla Muerte y seguido por el Hades seguía cabalgando sin ser molestado por entre medio de todos nosotros. Un día apareció en la orilla un desconocido vestido de negro, con una cruz en la mano. Corría por toda la ciudad gritando que era el esperado Mensajero: Dios lo enviaba para decirnos que la peste había terminado. Los confinados en las casas tenían que salir y los enfermos levantarse de nuevo, porque la ira del Señor se había aplacado. Retuve a mi esposa y a mis hijos en casa por la fuerza. Fueron cientos, sin embargo, los que siguieron al desconocido, llorando, rezando y dando gracias por la gracia recibida. Pero nada de aquello era verdad, es más, la peste era la dueña de Venecia y ninguna disposición, remedio o cura parecía poder detenerla. Ese mensajero era tan sólo un extranjero que estaba loco. Nadie supo nunca su nombre. A veces me pregunto si de verdad tú lo enviaste, Señor, y para decirnos qué.
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