Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de octubre de 2021

EMMANUEL CARRÈRE. EL REINO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Un espacio que, este curso, como ya sabéis, y por “culpa” de mis múltiples e inabarcables obligaciones laborales, abandona su habitual formato semanal, que hemos mantenido durante más de diez años, para, al menos hasta el ya cercano diciembre, pasar a una cita quincenal con nuestros oyentes. 

En el caso de esta tarde, quiero aprovechar un relevante acontecimiento cultural, que tendrá lugar pasado mañana, viernes 22 de octubre, para hacer girar en torno a él mi propuesta. Y es que, en efecto, dentro de un par de días se celebrará en Oviedo la entrega de los Premios Princesa de Asturias que este año llegan, en su apartado dedicado a las Letras, a su cuadragésima primera edición. El galardonado ha sido, como es bien conocido, dada la repercusión de los premios y la omnipresencia de la información sobre ellos en los medios de comunicación, el escritor francés Emmanuel Carrère, al que un jurado, reunido esta vez telemáticamente e integrado por grandes nombres de la cultura española e iberoamericana -Xuan Bello Fernández, Blanca Berasátegui Garaizábal, Anna Caballé Masforroll, Gonzalo Celorio Blasco, José Luis García Delgado, Jordi Gracia García, Lola Larumbe Doral, Antonio Lucas Herrero, Carmen Millán Grajales, Rosa Navarro Durán, Leonardo Padura Fuentes, Laura Revuelta Sanjurjo, Carmen Riera Guilera, Iker Seisdedos García, Jaime Siles Ruiz, Diana Sorensen y Sergio Vila-Sanjuán Robert-, presidido por Santiago Muñoz Machado y con Fernando Rodríguez Lafuente actuando como secretario, ha reconocido por haber construido, en expresión literal del acta del jurado, una obra personalísima generadora de un nuevo espacio de expresión que borra las fronteras entre la realidad y la ficción. Sus libros contribuyen al desenmascaramiento de la condición humana y diseccionan la realidad de manera implacable. Carrère dibuja un retrato incisivo de la sociedad actual y ha ejercido una notable influencia en la literatura de nuestro tiempo, además de mostrar un fuerte compromiso con la escritura como vocación inseparable de la propia vida

Emmanuel Carrère es un autor bien conocido en Todos los libros un libro. Desde el inicio de nuestras emisiones en octubre de 2010, os he hablado aquí de tres libros suyos, El adversario, De vidas ajenas y Limónov. Con un elemento común entre todos ellos, el de moverse en un género híbrido, a caballo de la ficción y realidad, precisamente uno de los rasgos que ahora subraya el jurado asturiano en su “justificación” del premio, en las tres obras las tramas novelescas se imbrican en la propia vida del autor, de manera que la invención y la verdad documentada se mezclan y resultan, a la postre, indiscernibles. En los tres libros Carrère lleva a cabo una investigación sobre hechos e individuos reales y da cuenta en ellos de esa indagación, de la que se narran las causas, los procesos, los avances, las conclusiones. El resultado final no se limita a una mera descripción neutra y objetiva de los acontecimientos referidos, lo cual convertiría los libros en manifestaciones destacadas del género periodístico, sino que el lector se encuentra ante auténticas novelas, porque la voz narrativa es una voz creadora: inventa, imagina, penetra en el alma de los protagonistas, recrea emociones, intuye sentimientos, impregna el relato de fecunda subjetividad. En definitiva, sobre la base de unos hechos realmente producidos, efectivamente existentes, verídicos pues, se instaura una nueva verdad más verdadera podríamos decir, la verdad de la literatura que, si es de calidad, si es auténtica, si es Literatura con mayúsculas, emociona, conmueve, transmite sentimientos y arroja una luz más diáfana y esclarecedora sobre nuestra pobre condición humana. 

Pero, más allá de esta coincidencia en el enfoque “híbrido” de sus obras, los motivos, las tramas, las experiencias objeto de atención por el escritor francés son, en el caso de esas tres novelas ahora recordadas, bien distintos. Como lo es también -“diferente” y muy original-, el planteamiento del libro que ahora quiero presentaros. Se trata de una novela -vamos a aceptar esta taxonomía reduccionista-, de título El Reino, publicada como las ya mencionadas -y algunas otras que no he leído- en la editorial Anagrama, con traducción, todas ellas, del muy reconocido Jaime Zulaika. Presentada en nuestro país en 2015, aprovecho la ocasión de la entrega del Premio Princesa de Asturias para recuperarla ahora y recomendaros breve pero apasionadamente su lectura. 

El argumento -si cabe hablar en estos términos- de El Reino es, cuando menos, insólito. A través de dos ejes principales -que se abren a muchos otros hilos, episodios, personajes y digresiones varias- Carrère nos habla, en páginas teñidas, impregnadas, de una fuerte subjetividad autobiográfica, de su relación con el cristianismo, usando para ello tanto su vivencia personal como las figuras de San Pablo y San Lucas. Así, en un primer plano -pero, como he dicho, más allá de una cierta separación que se revela en la división del libro en tres secciones relativamente autónomas, todo en él está entrecruzado e interrelacionado- se nos muestran los días, veinte años atrás, en los que el escéptico, racional, agnóstico y descreído escritor actual vivió un “rapto” de iluminación, en una etapa en la que el abuso del alcohol, una compleja relación amorosa y la influencia de una tía, una mujer mayor a la que estaba muy unido, lo llevaron a profesar, convencido, las creencias cristianas y a profundizar en sus prácticas. Por otro lado, no estrictamente en paralelo, pues, como ya se ha comentado, ambas vertientes del libro se imbrican de continuo, Carrère, partiendo de una profunda y muy rigurosa lectura de los Hechos de los apóstoles y el Evangelio de Lucas y las epístolas de Pablo, investiga -y las connotaciones detectivescas del término no resultan inapropiadas- las vidas de los dos personajes, rastreando en ellas y en sus obras, los orígenes del cristianismo, las vidas de los primeros miembros de esa incipiente iglesia, destinada a convertirse en un movimiento universal, y la “verdad” última de esa extraña fe que durante siglos, y hasta hoy mismo, ha arrebatado a millones de seres humanos. 

El primer elemento destacable del libro, y que quiero subrayar pese a ser, como se ha dicho, recurrente en la obra del francés, es el enfoque, a caballo de la autobiografía, el ensayo documentado -y en este caso, erudito- y la creación novelesca. Carrère “inunda” su texto de constantes alusiones a este carácter difuso, fluido, heterogéneo, de su obra. Porque, partiendo de una indisimulada base real, de su presencia “biográfica” en algunos de los episodios que narra, siempre en primera persona, es muy explícito en su reconocimiento de la condición ficticia de otros pasajes del libro. Tanto, que acaba por sembrar la sospecha en el lector, por hacerlo dudar acerca de la verosimilitud de lo que presenta como real, por, en definitiva, sumirlo en un escepticismo desconcertado que lo llevará a relativizar la “verdad” de lo contado (un desconcierto, que todo hay que decirlo, es de corta duración, pues muy pronto, quien lee se lanza al gozo y al disfrute del relato, dejando de lado cualquier intento de deslindar las fronteras entre lo seguro, lo probable, lo posible y, justo antes de lo directamente excluido, lo imposible, territorio donde se desarrolla una gran parte de este libro, como de modo muy revelador -¿o es todo una maniobra de distracción de un escritor de un talento extraordinario?- afirma en un fragmento de su texto. El Reino está así plagado de estos elementos que podríamos llamar metaliterarios: la categórica aseveración de que todo en las páginas que se nos ofrecen es ficticio (soy libre de inventar siempre que diga que estoy inventando), la insistencia en resaltar el carácter fabulado de su creación (El Lucas que imagino -porque, por supuesto, es un personaje de ficción, lo único que sostengo es que esta ficción es verosímil…), la esclarecedora reflexión sobre los límites de la novela histórica (Aunque haya dicho que aquí hay una novela, el tema no me inspira. Y si no me inspira quizá se debe a que es una novela. Aparte de que yo no soy de esas personas capaces de hacer que personajes de la Antigüedad digan sin pestañear, en toga o faldilla, cosas como «Salud, Paulus, ven pues al atrio». Es el problema de la novela histórica, y con mayor razón de las grandes producciones cinematográficas de temática histórica: enseguida tengo la impresión de estar en Astérix), la atrevida consideración de Lucas como un novelista (¿de dónde saca Lucas esto que ha escrito? Tres posibilidades. O lo ha leído y lo copia, la mayoría de las veces del Evangelio de Marcos, del que se admite generalmente que es anterior al suyo, y del que más de la mitad se encuentra en el de Lucas. O bien se lo contaron, y, entonces, ¿quién? Aquí entramos en la maraña de las hipótesis: testigos de primera, de segunda, de tercera mano, hombres que han visto al hombre que ha visto al oso... O bien, directamente, se lo inventa. Es una hipótesis sacrílega para muchos cristianos, pero yo no soy cristiano. Soy un escritor que trata de comprender cómo se las ha arreglado otro escritor, y me parece evidente que a menudo inventa. Cada vez que tengo motivos para incluir un pasaje en esta casilla, estoy tanto más contento porque muchas de estas capturas no son menudencias: es el Magnificat, es el buen samaritano, es la historia sublime del hijo pródigo. Lo aprecio como hombre del oficio, tengo ganas de felicitar a mi colega); la discrepancia con el método realista de contar la historia que defiende Marguerite Yourcenar en sus Memorias de Adriano de contar las cosas “como fueron” (No pretendo que sea lo mejor. Hay dos escuelas, y lo único que se puede decir en favor de la mía es que encaja mejor con la sensibilidad moderna, amiga de la sospecha, del lado oscuro y de los making of, que la pretensión, a la vez altanera e ingenua de Marguerite Yourcenar, de borrarse para mostrar las cosas tal como son en su esencia y su verdad); los comentarios sobre los retratos -en la historia del arte- realizados con un modelo y los retratos imaginarios, un dualismo extrapolable a la literatura, especialmente apreciable en el Evangelio de Lucas y consiguientemente a su libro (Una vez más, sé que es subjetivo, pero aun así se percibe esta diferencia entre personajes, palabras, anécdotas que evidentemente han podido ser alterados, pero que poseen un origen real y otros que pertenecen al mito o a la imaginería piadosa. El pequeño recaudador Zaqueo que trepa a un sicómoro, los hombres que hacen un agujero en el techo para bajar a su amigo paralítico hasta la casa del curandero, la mujer del intendente de Herodes que a escondidas de su marido va a auxiliar al gurú y a su grupo, todo esto posee el acento de la verdad, de cosas que se cuentan simplemente porque son ciertas y no por moral ni para mostrar que se cumple un lejano versículo de las Escrituras. Mientras que en el caso de la Santa Virgen y el arcángel Gabriel, lo siento mucho, pero no. No sólo digo que no existe una virgen que da a luz a un niño, sino que los rostros se han vuelto etéreos, celestiales, demasiado regulares. Que hemos pasado, de un modo tan evidente como en la capilla de Benozzo Gozzoli en Florencia, de las caras pintadas del natural a las nacidas de la imaginación); el conflicto entre la (supuesta) fluidez cuando escribe de sí mismo y las (aún más presuntas) dificultades al encarar la ficción (Claramente, me atasco. Y desde que concebí el proyecto de este libro siempre me atasco en el mismo sitio. Todo va bien cuando se trata de contar las disputas de Pablo y de Santiago como las de Trotski y Stalin. Mejor aún cuando hablo del tiempo en que creía ser cristiano; si hablo de mí, siempre se me puede tener confianza. Pero en cuanto tengo que hablar del Evangelio me quedo mudo); la ¿sincera? confesión del propio método de trabajo (Para un teólogo, las cartas de Pablo son tratados de teología; hasta se puede decir que toda la teología cristiana se fundamenta en ellas. Para un historiador son fuentes de una frescura y una riqueza increíbles. Gracias a ellas se capta vívidamente lo que era la vida cotidiana de las primeras comunidades, su organización, los problemas que afrontaban. Gracias a ellas también nos hacemos una idea de las idas y venidas de Pablo, de un puerto a otro del Mediterráneo, entre los años cincuenta y sesenta, y cuando los especialistas del Nuevo Testamento, sean del ideario que sean, intentan reconstruir este período, todos tienen encima de la mesa las cartas de Pablo y los Hechos de los Apóstoles. Todos saben que en caso de contradicción hay que creer a Pablo, porque un archivo en bruto tiene más valor histórico que una compilación más tardía, y a partir de aquí cada uno se confecciona su guiso. Es lo que yo hago a mi vez). 

Otro aspecto significativo del libro, también “marca de la casa” Carrère, es la apertura de su texto, a partir del hilo conductor principal, a infinidad de digresiones, a otras historias aparentemente alejadas de la narración central que, en realidad, apuntalan el relato, con conexiones y paralelismos imprevistos, vínculos ocultos, relaciones en apariencia forzadas pero que, a la postre, esclarecen, aportan luz a la trama, al núcleo sustancial de la obra, contribuyen a dotarla de consistencia y a hacerla aún más apasionante. En el caso de El Reino nos encontramos con incisos sobre una serie televisiva en la que participa Carrère como guionista y que abandona, por discrepancias con quienes financiaban el proyecto, poco antes de que este alcanzase un éxito mundial (Les revenants); con una “historia dentro de la historia” que tiene como protagonista a Jamie Ottomanelli, una excéntrica canguro de sus hijos; con oportunas reflexiones sobre Philip K. Dick, al que la cuidadora lee y sobre el que nuestro autor escribió una biografía, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos; con frecuentes “desviaciones” a su propia obra anterior (la que tiene como centro al autor norteamericano de ciencia ficción y también las ya comentadas por mí al comienzo de mi reseña); con paralelismos frecuentes entre la vida de los primeros cristianos y la de las distintas “facciones” bolcheviques en los años posteriores a la revolución rusa; con un sorprendente paréntesis en torno a la pornografía en internet; con curiosas referencias al arte, en particular, a la obra de Van der Weyden o a lo poco que los Hechos de los Apóstoles y la vida de San Pablo han inspirado la imaginería religiosa, frente a la omnipresencia del Nuevo Testamento en la historia de la pintura; con la mención a la figura de Edgar Allan Poe, cuyo cuento El sistema del doctor Tarr y del profesor Fether, en el que el narrador visita un manicomio en el que el director le anticipa que algunos pacientes han desarrollado un delirio colectivo extrañamente coherente: creen que son el director y los enfermeros, encerrados por los locos que han tomado el poder en el manicomio y usurpado su lugar, excusa que permite a Carrère reflexionar -previo paso por variaciones vinculadas a Dick o al terror estalinista y los procesos de Moscú- sobre cuál de los dos Pablos (el de antes, fustigador de los cristianos, o el posterior a la “caída del caballo”, enfervorizado e intolerante difusor del mensaje de Cristo) era el “verdadero”, el que, realmente, estaba cuerdo; y, a partir ahí, la conexión con su propia experiencia de convencido agnóstico -valga el oxímoron- y creyente fugaz. Y luego está la continua presencia de personajes de existencia real en su vida cercana, familiares, amigos -el íntimo Hervé, Luc Ferry-, y, claro está, la indispensable aparición de la obra de estudiosos y especialistas del cristianismo, exégetas, filósofos y teólogos (Ernest Renan y su Vida de Jesús, el historiador Paul Veyne, Séneca, entre otros), que dan pie a los análisis sobre las fuentes originales del cristianismo y sus puntos oscuros, las controversias que suscitan. 

En último término, y ya sin tiempo para más, el libro me ha interesado por el modo en que, entre las dos grandes líneas de desarrollo de su trama: la peripecia de la extraña “conversión” del autor, dos décadas atrás, y el relato sobre los cincuenta primeros años del cristianismo, tras la muerte de Jesús, a partir de las biografías de Lucas y Pablo, tanto en su vertiente real y documentada que aflora en los “textos sagrados” como en su dimensión novelesca fruto de la creación de Carrère (Rehago por mi cuenta lo que hacen desde hace dos mil años todos los historiadores del cristianismo: leer las epístolas de Pablo y los Hechos, cotejarlos, entremezclar lo que se puede con las exiguas fuentes no cristianas. Pienso que he cumplido honradamente este trabajo y que no he engañado al lector sobre el grado de probabilidad de lo que cuento. Sobre los dos años que pasó Pablo en Cesarea no tengo nada. Ya no hay ninguna fuente. Soy a la vez libre y estoy obligado a inventar); el modo en que entre esos dos grandes ejes, en sí mismos apasionantes, se vislumbra el Reino, la formidable potencia y la necesaria actualidad del mensaje originario del cristianismo, su discurso a contracorriente, su valor liberador, profundamente revolucionario, su sencillez primordial, sus valiosas enseñanzas en un mundo, como el actual, narcisista, centrado en el consumo, obsesionado con el ego y la autorealización onanista, en el que nuestras existencias se obcecan con la repercusión y la relevancia públicas, con el éxito, la influencia y los likes, con el efímero y falaz supuesto reconocimiento de millones de desconocidos; en que agotamos nuestros días, esclavos del deseo, del placer, del dinero, de la fama, de la siniestra idealización de la belleza ideal, en un torbellino frenético en el que cada mínimo logro se desprecia y se olvida y no sirve más que para constituir el desencadenante de una nueva y aún más neurótica aspiración, en una rueda absurda, estéril, extenuante, condenando a sus protagonistas -a nosotros, miserables ratas de laboratorio en un experimento perverso- a la permanente insatisfacción, a la ansiedad, al dolor, a la infelicidad. 

Y al igual que hace veinte siglos, en el escenario de las vidas de los primeros apóstoles -lleno de tensiones, de enfrentamientos entre facciones, de conflictos entre los romanos y las distintas ramas del judaísmo, de abruptas divergencias entre los diferentes intérpretes de la buena nueva de Cristo-, y al igual que en la propia existencia del Carrère de 1990, joven, rico, inteligente, talentoso, escritor consolidado y reconocido, rebosante de éxito y autosatisfacción aunque profundamente infeliz a causa de la angustia que le impide apreciar su felicidad, la revelación del Reino, novedosa y opuesta al sentir dominante de la época -sea cual sea esa época-, inquieta y cuestiona, perturba y hace dudar, introduce la sospecha de si la verdad no estará en otra parte. La buena nueva cristiana ofrece conclusiones que contradecían todo lo que se sabía e iba en sentido contrario de lo que siempre se había considerado natural y humano, y que, incluso hoy, resultan, a la vez, provocadoras y estimulantes. Os transcribo ahora un elenco de las que me han parecido más relevantes a partir de su formulación por el escritor francés: 

Amad a vuestros enemigos, alegraos de ser infelices, preferid ser pequeño que grande, pobre que rico, enfermo que saludable. 
 
Es humano querer el bien propio: no lo queráis. Desconfiad de todo lo que es normal y natural desear: familia, riqueza, respeto de los demás, autoestima. Preferid el duelo, la desazón, la soledad, la humillación. Todo lo que se juzga bueno consideradlo malo y viceversa. 

Los pobres, los humillados, los samaritanos, los pequeños de todo género de pequeñez, las personas que no se consideran gran cosa: el Reino es para ellos, y el mayor obstáculo para entrar es ser rico, importante, virtuoso, inteligente y orgulloso de tu inteligencia. 

Sin embargo, una vocecita testaruda viene a perturbar periódicamente estos conciertos de autosatisfacción farisea. Esta vocecita dice que las riquezas de que disfruto, la sabiduría de que me jacto, la esperanza confiada que tengo de estar en el buen camino, todo esto es lo que me impide el logro verdadero. Estoy ganando siempre, cuando para ganar realmente habría que perder. Soy rico, talentoso, elogiado, tengo mérito y soy consciente de mi mérito: ¡por todo esto, ay de mí! 

El Reino es a la vez el árbol y el grano, lo que debe advenir y lo que ya ha ocurrido. No es un más allá, sino más bien una dimensión que la mayoría de las veces es invisible para nosotros pero que aflora en ocasiones, misteriosamente, y en esta dimensión tiene quizá sentido creer, contra toda evidencia, que los últimos son los primeros y viceversa. 

Buscad el Reino y lo demás se os dará por añadidura. 

Como cierre a mi reseña os dejo un nuevo texto, también muy significativo del “espíritu” del libro. En él se cita una pieza, las Cuatro canciones serias de Johannes Brahms, que sirven de acompañamiento musical a mi reseña en la interpretación de Dietrich Fischer-Dieskau. 


Agap-e, de donde Pablo sacó la palabra «ágape», es la pesadilla de los traductores del Nuevo Testamento. El latín lo vertió como caritas y el francés como «caridad», pero es bien evidente que esta palabra, después de siglos de buenos y leales servicios, ya no sirve hoy. ¿Entonces «amor», sencillamente? Pero agap-e no es ni el amor carnal ni el pasional, que los griegos denominaban eros, ni el amor tierno, apacible, y que ellos llamaban filia, de las parejas unidas o de los padres por sus hijos pequeños. Agap-e va más allá. Es el amor que da en lugar de recibir, el amor que se empequeñece en vez de ocupar todo el espacio, el amor que desea el bien del otro antes que el suyo propio, el amor liberado del ego. Uno de los pasajes más alucinantes de la alucinante correspondencia de Pablo es una especie de himno al agap-e que es tradicional leer en las misas de matrimonio. El padre Xavier lo leyó cuando nos unió a Anne y a mí en su humilde parroquia del Cairo. Renan lo considera –y coincido con él– el único pasaje del Nuevo Testamento que está a la altura de las palabras de Jesús, Brahms le puso música en la última de sus sublimes Cuatro canciones serias. Por mi cuenta y riesgo, propongo esta tentativa de traducción:

«Yo podría hablar todas las lenguas de los hombres y las de los ángeles, pero si no tengo el amor no soy nada. Nada más que un sonido de metal o un choque de platillos. 

»Podría ser profeta, podría tener acceso a los conocimientos mejor guardados, podría saberlo todo y poseer además la fe que mueve montañas. Si no tengo el amor no soy nada. 

»Podría repartir todo lo que tengo entre los pobres, entregar mi cuerpo a las llamas. Si no tengo el amor no me sirve de nada. 

»El amor es paciente. El amor presta servicio. El amor no envidia. No se jacta. No se da importancia. No hace nada feo. No busca su interés. No tiene en cuenta el daño. No se alegra con la injusticia. Se alegra con la verdad. Lo perdona todo. Lo tolera todo. Lo espera todo. Lo sufre todo. No falla nunca. 

»Las profecías caducarán. Las lenguas perecerán. La inteligencia se abolirá. La inteligencia tiene sus límites, las profecías tienen los suyos. Todo lo que tiene límites desaparecerá cuando aparezca lo que es perfecto. 

»Cuando yo era niño hablaba como un niño, pensaba como un niño, razonaba como un niño. Y después me hice hombre y puse fin a la infancia. Lo que veo ahora lo veo como en un espejo, es oscuro y confuso, pero llegará el momento en que lo veré de verdad, cara a cara. Lo que conozco por el momento es limitado, pero entonces conoceré como soy conocido. 

»Hoy existe la fe, la esperanza y el amor. Los tres. Pero de los tres el más grande es el amor.»

Videoconferencia
Emmanuel Carrère. El Reino

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