Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de octubre de 2021

MASSIMO RECALCATI. LA HORA DE CLASE
  
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. La segunda edición “formal” de nuestro espacio por esta temporada -hubo una de presentación, más informal, que no incluyo en este cómputo- continua la breve serie de recomendaciones de libros relativos al mundo educativo que iniciamos hace quince días con ocasión de acompasar el objeto central de ambas emisiones con la vuelta a las aulas que, en sus diferentes niveles, desde primaria hasta la universidad, se está produciendo en las últimas semanas. 

Si en el programa anterior os ofrecía las interesantes reflexiones, cargadas de un cierto tono apocalíptico, del profesor Xavier Massó, que analizaba en El fin de la escuela el declive de la institución escolar en nuestros días, con una visión nada complaciente ni edulcorada de nuestra realidad educativa, esta tarde, sin abandonar esa perspectiva crítica ni diferir en el diagnóstico principal del problema, que no es otro que el estado de peligrosa mediocridad, de banalidad generalizada, en que se encuentra hoy sumida la enseñanza (principalmente la secundaria, pero también la de niveles superiores), quiero ofreceros un acercamiento al, para mí, sugerente asunto, a partir de un enfoque algo más propositivo y optimista. La educación se ha deteriorado y parece haber dimitido de su función primordial, la transmisión de conocimientos; las sucesivas y constantes reformas legislativas, la estulticia y la mirada a corto plazo, electoralista y obtusa, de los políticos, la aceptación incondicional de las tesis pedagógicas dominantes de difusa consistencia científica, la sumisión al atropellado y superficial “signo de los tiempos” han convertido los centros escolares en espacios asistenciales, en los que el énfasis se pone en el bienestar, las emociones y la felicidad de los alumnos más que en su rigurosa y esforzada tarea de ampliar los límites de su estrecho mundo. Sin embargo, ante esta trivialización, esta miseria, este descrédito de la escuela, nuestro autor invitado en el espacio de hoy nos muestra -con matices- una luz de esperanza, depositada en aquellos profesores cuya entrega entusiasmada a la docencia convierte cada hora de clase en una experiencia apasionante, de crecimiento y sabiduría, de estimulación y goce, de conocimiento y placer y vida. 

Estoy hablando de Massimo Recalcati, célebre psicoanalista italiano, especializado en trastornos alimentarios, del que os traigo La hora de clase, publicado, como el resto de su obra en España, por la editorial Anagrama. El libro, aparecido en nuestro país en 2016, se presenta con un atractivo y aparentemente ambiguo subtítulo, Por una erótica de la enseñanza, en traducción de Carlos Gumpert. 

La hora de clase es un libro formidable, repleto de sugerentes ideas sobre la calamitosa situación de escuela, la simultáneamente burocratizada y transformadora labor de los docentes y la deseable humanización de la vida a la que la enseñanza debe aspirar. Hay en él, no obstante, un par de “lastres”, ninguno decisivo, ninguno capaz de limitar el extraordinario interés que encierran las tesis de su autor, aunque sí significativos y, por ello, dignos de mención. Lo es, sin duda, un cierto desaliño formal, con algunas incorrecciones en el texto (no creo que atribuible a su traducción, Carlos Gumpert es un destacado especialista), sutiles y casi inapreciables, en general, aunque en ocasiones se llega al fallo clamoroso, como ocurre en la irrupción, en la página 21, de un insoportable “incapié”. La segunda rémora que, quizá, pueda dificultar a algún lector la completa comprensión de las tesis de Recalcati la constituye el enfoque y la jerga psicoanalista y, en particular, lacaniana, que impregnan el libro entero. Más allá de la presencia constante de las ideas de Deleuze, Guattari, Foucault, Klein y, sobre todo, Jacques Lacan, pensadores estrella de la corriente evolutiva del psicoanálisis que podríamos llamar estructuralista, es sobre todo su abstruso universo léxico -del que La hora de clase participa de un modo notorio- lo que puede disuadir a un lector que sea profano en los insondables abismos de la especulación psicoanalítica. Pero haría mal ese lector en abandonar el libro por el rechazo que le suscite la aparente ininteligibilidad de algunos de sus pasajes, porque, siendo enrevesada la críptica jerigonza, es también, en muchos momentos, muy evocadora y hasta poética, y con una mínima cultura de base y un ligero esfuerzo se puede “entender” su sentido metafórico y acceder así, sin dificultades insalvables, al contenido del sugestivo y estimulante pensamiento de su autor. Lo afirma el propio Lacan, en un fragmento de su obra recogido en el libro, que encierra, además, una idea esencial del actual problema de la escuela, el debate complejidad/simplificación: Me esfuerzo para que no tengan ustedes un acceso demasiado fácil al conocimiento, de modo que se vean obligados a poner algo de su parte. En cualquier caso, quiero dejar aquí una muestra del singular estilo expresivo del italiano a modo de prudente “aviso para navegantes”: 

El sujeto es introducido como digno de interés y de amor, erómenos. Es por él por lo que uno está allí. Eso es el efecto, si se puede decir así, manifiesto. Pero hay un efecto latente que está ligado a su no ciencia, a su inciencia. ¿Inciencia de qué? De ese algo que es justamente el objeto de su deseo de una manera latente, quiero decir objetiva, estructural. Este objeto está ya en el Otro, y es en tanto que esto es así que él está, lo sepa o no, virtualmente constituido como erastés. Por este solo hecho, cumple esa condición de metáfora, la sustitución del erastés al erómenos que constituye en sí misma el fenómeno de amor. 

Vuelvo a insistir en que, pese a este, en apariencia, carácter disuasorio de la escritura de Recalcati, sus planteamientos afloran de manera nítida y propician unas muy sustanciosas reflexiones, a partir siempre de las categorías intelectuales acuñadas por la disciplina en la que es especialista (el deseo, el goce, la transferencia, la sublimación, el Padre, el Otro, lo Mismo, la semiosis, lo incestuoso, lo agalmático, la forclusión) por citar algunos de los conceptos consabidos del psicoanálisis y su literatura. Por resumirlos de manera breve, dadas las limitaciones de tiempo y espacio en, respectivamente, las versiones radiofónica y escrita de esta reseña, son tres, desde mi punto de vista, los frentes principales en los que se desenvuelve La hora de clase: la convincente descripción del lamentable estado de cosas vigente en la institución escolar en la actualidad, languideciente y mortecina, caracterizada por la dimisión de su labor de creación de un conocimiento vivo y por la desertificación absoluta del discurso educativo; el recorrido por las tres grandes etapas recientes de la evolución de la escuela, estudiadas desde el simbolismo, tan caro a Freud y al psicoanálisis, que encierra la noción de “complejo” (considerado como organizador inconsciente que guía y dirige la vida del sujeto (…), pero también la de los grupos e instituciones); y el análisis principal, que ocupa la mayor parte del libro, relativo a la propuesta “salvadora” frente a la banalización imperante, una esperanza que recae en la hora de clase (la importancia de la hora de clase para promover el amor por el conocimiento como condición para todo aprendizaje posible) y, dentro de ella, en lo que constituye lo esencial de la labor del profesor: despertar el deseo de saber, ensanchar el horizonte del mundo, abrir vacíos en las cabezas, abrir agujeros en el discurso ya formado, hacer hueco, abrir las ventanas, las puertas, los ojos, los oídos, el cuerpo, abrir mundos, abrir aperturas no concebidas antes

En relación con el primero de dichos frentes, la “fotografía” de esta escuela actual depauperada y en estado crítico, Recalcati detecta dos causas principales interrelacionadas que explicarían el estado de la cuestión: el auge de una pedagogía neoliberal que reduce la Escuela a una empresa, y que, en consecuencia, exalta la adquisición de las competencias y la primacía del hacer, y suprime, o relega a un rincón apartado, toda forma de conocimiento no relacionado de manera evidente con el dominio pragmático de una productividad concebida sólo en términos economicistas (por ejemplo, la filosofía o la historia del arte en la escuela secundaria); y por otro lado, la dificultad de resistir frente al dominio casi absoluto de un totalitarismo blando, narcotizador o excitante, que elimina cualquier atisbo de pensamiento crítico aprovechando la función hipnótica ejercida por los objetos de goce que han invadido la vida de nuestros jóvenes, seducidos, subyugados, sometidos a la adicción de los dispositivos electrónicos que les insuflan -de modo imperceptible y, en apariencia, no consciente- la destructiva convicción del “¿por qué no?” que define nuestro hedonista mundo contemporáneo: ¿por qué no gozar sin límites?, ¿por qué no al disfrute permanente?, ¿por qué no a la superficialidad, a la inmediatez del presente, al placer instantáneo? ¿Por qué no a la facilidad gratificante? 

Como consecuencia de ambas “fuerzas” los programas de estudio se reducen, se exige que los exámenes universitarios se basen en bibliografías que no superen cierto número de páginas, los padres protestan ante la carga excesiva de deberes, los procedimientos disciplinarios son vistos como abusos autoritarios. El problema de la cuantificación del saber, de la simplificación de los programas, de la desafección de la práctica de la lectura de textos es un fenómeno más que evidente en cualquier nivel de nuestras Escuelas. En definitiva, la escuela se trivializa, se simplifica y aligera, se “adelgaza”, pierde contenido, deja de preguntarse por el sentido de la vida, arriesgándose a no proponer ya un saber como ampliación del horizonte del mundo. Y, en ella, la figura del profesor se convierte en un híbrido de tecno-burócrata, limitado a proporcionar herramientas útiles para un ulterior desempeño profesional de sus alumnos, y de asistente emocional, que ha de estimular -a la postre un coach de la autoayuda- la empatía (¡horror!), la resiliencia (¡¡más horror aún!!), el empoderamiento y la iniciativa emprendedora (¡se me acaban los horrores!) de unos jóvenes obnubilados, adormecidos por sus poderosos ingenios tecnológicos. 

A esta situación actual se ha llegado pasando por tres grandes etapas en las que La hora de clase concreta la transformación de la enseñanza en las últimas décadas, ejemplificadas en tres grandes mitos de la antigüedad clásica: la de la Escuela-Edipo, la de la Escuela-Narciso y la de Escuela-Telémaco (que el autor propugna como único esperanzador horizonte futuro). Sobre las tres cabe, así lo anticipa el autor, una lectura diacrónica y sucesiva, y otra sincrónica y simultánea. Describen, pues, en efecto, diferentes momentos en la conformación de las instituciones educativas, pero, a la vez, sus distintas señas de identidad son rastreables, hoy mismo, superpuestas, en las aulas de nuestro país (aunque el trabajo original de Recalcati se centra, fundamentalmente, en el universo educativo italiano). La Escuela-Edipo -clásica, anacrónica, reaccionaria (y adjetivar, y hacerlo, además, de esta forma, ya me resulta problemático, un rasgo de soberbia intelectual)- se basa en el poder de la tradición, en la autoridad del Padre, en la fidelidad al pasado, en el respeto de la Ley y en el castigo a su transgresión. Es la escuela que quienes hoy tenemos más edad conocimos en nuestra infancia y primera juventud, la escuela autoritaria, acrítica, disciplinaria, represora, acientífica, vertical y jerarquizada, piramidal, la escuela de la sumisión, la obediencia, la uniformización, la escuela del dominio, del poder. Frente a ella surge la Escuela-Narciso que, tras la muerte del padre castrador -como quiere el mito edípico- y a partir de la insatisfacción y la rebeldía de mayo del 68, y como refleja The Wall, de Pink Floyd, de nuevo presente en nuestro espacio, de nuevo presente en un texto sobre la situación de la educación, rompe las paredes simbólicas de la anterior escuela encorsetada para, con un inicial muy noble impulso vitalista y libertario, igualitario y emancipador, sumirse en un egocentrismo infantil (De esta manera la Escuela abandona su función y se desliza hacia algo nuevo, que la reduce a una suerte de parque infantil en el que se está exento de toda relación comprometida con el saber. ¿Acaso los maestros deberían renunciar a su tarea -que es la de enseñar- para convertirse en compañeros de juego?) que ha conducido, en el fértil caldo de cultivo de los cambios sociales provocados por la masiva invasión de la tecnología en nuestras vidas, a la actual situación de inanidad y ligereza, de esterilidad y falta de conocimiento, de vacío y ausencia de responsabilidad, de deterioro del saber y engañoso igualitarismo buenista que viven nuestras aulas: 

Los profesores llevan tatuajes como sus alumnos, muchos los tutean o se convierten en amigos suyos en Facebook, nadie usa corbata ya, las horas de clase están dedicadas a perseguir un silencio y una atención que parecen imposibles de alcanzar, los exámenes universitarios no pueden superar cierto número de páginas, las notas que los hijos consideran injustas movilizan las afligidas protestas de los padres, las acciones disciplinarias parecen formar parte de un pasado arqueológico, la palabra pierde todo peso simbólico y se ve sobrepujada por una cultura de la imagen, que tiende a favorecer una adquisición pasiva y sin esfuerzo. 

Pero ambas visiones de la enseñanza, la conservadora y la crítico-experimental, por resumir, adolecen de la misma radical deficiencia. Ni la Escuela-Edipo permite el saber, pues lo agosta con la rigidez excesiva de su autoritarismo generador de un permanente conflicto intergeneracional, ni la actual Escuela-Narciso lo potencia, porque lo diluye en la confusión falsamente igualitaria de unos currículos progresivamente simplificados que reducen al mínimo el obstáculo, la confrontación intelectual, el esfuerzo cognitivo. Surge así, en la “nomenclatura” de Recalcati, la Escuela-Telémaco, que ni quiere matar a su padre -Ulises-, ni se regodea en la autosatisfacción hedonista de su estatus de hijo permanente. Telémaco ansía la llegada del padre, lo busca, lo reconoce, asume su legado y construye frente a él, a partir de él, su propio lugar en el mundo, empezando por la lucha contra los pretendientes de su madre. Sabe ya que el padre héroe, carismático, victorioso, el padre-monumento, el padre de la autoridad infalible, no volverá, sino que lo hará sólo un remanente del padre, sólo lo que queda del padre. Trasladada la metáfora al ámbito educativo, el docente Telémaco ya no persigue el ideal del maestro que tiene todo el conocimiento del mundo y lo “inculca” en las mentes vacías de sus alumnos, sino que aspira a convertirse en testimonio que sabe abrir mundos a través del poder erótico de la palabra y del saber que ésta sabe vivificar

Para ser más precisos, afirma el psicoanalista italiano, el maestro del testimonio es aquel que sabe sostener una promesa. ¿Cuál? La promesa de la sublimación: abandonar el goce mortífero, el goce encerrado en uno mismo, el goce inmediato y su alucinación, para encontrar otro goce, capaz de hacer la vida más rica, más dichosa, capaz de amar y de desear. La promesa que la Escuela-Telémaco sostiene a contracorriente es que el acceso a la cultura, obligándonos a renunciar al goce incestuoso, se abre a una vida más satisfactoria, capaz de ensanchar sus horizontes [la negrita es mía]. Más viva en cuanto simbólicamente muerta, eludiendo el goce mortal e incestuoso del consumo inmediato, capaz de reconocerse como perteneciente a una historia, a una memoria compartida, al campo del lenguaje. Frente a la escuela castradora que reprime el saber verdadero (el que ilumina y transforma, el que descubre y se abre a la aventura intelectual, sentimental y hasta física) y la escuela anodina que se aburre en la insulsa “autorreferencialidad” tecnológica, en la inmediatez y la alucinación de las pantallas, propugna una enseñanza que ofrezca a los jóvenes una relación “vital” -más intensa, más satisfactoria, más, superado el disfrute fugaz y superficial de las pantallas, placentera- con el saber. 

Más allá de las recurrentes reformas legislativas, de los cantos de sirena tecnológicos, de la atracción fatal de las metodologías simplistas, de la jibarización intelectual, de la tentación del mercado, lo esencial de la escuela sigue estando, sostiene Recalcati, en la relación del sujeto con el saber, que el papel del profesor debe ser capaz de animar. La “salvación” de la enseñanza se juega en ese terreno, el del profesor, en su capacidad para hacer del conocimiento un objeto capaz de despertar el deseo, un objeto erotizado en condiciones de funcionar como causa del deseo, capaz de estimular, de atraer, de poner en movimiento al alumno

Y así, en las tres cuartas partes de su libro, el profesor italiano examina todos aquellos aspectos de la vida de las instituciones escolares y de, en su seno, la labor docente, que intervienen en esa tarea primordial: el vínculo entre educación y seducción, que permite concebir la enseñanza como la experiencia de ser arrastrado, empujado, remolcado, conducido lejos hasta divergir de todo camino ya trazado; la exigencia de la memoria como base de todo proceso de conocimiento; el conflicto entre deseo y obligación, terreno límite y paradojal en el que se desenvuelve la acción del profesor; la defensa del placer de la renuncia a la satisfacción inmediata (que hoy pregona e impone el hiperhedonismo contemporáneo) y el aplazamiento de la gratificación instantánea, la “senda corta”, en beneficio de un goce más fuerte, más potente, más grande que el que se consigue perversamente con el consumo inmediato y la adicción compulsiva (…). Este otro goce, este goce adicional, sólo puede alcanzarse a través de la senda de expresión y del deseo: es el goce de la lectura, de la escritura, de la cultura, de la acción colectiva, del trabajo, del amor, del erotismo, del encuentro, del juego; la necesidad de vincular instrucción y educación, hasta el punto de que explicar, de este modo, un poema de Ungaretti, las leyes de la termodinámica, la deriva continental, un nuevo idioma, la belleza formal de una operación matemática o un teorema geométrico, no consiste nunca simplemente en instruir, en transmitir asépticamente el contenido de un recipiente a otro, sino en mantener vivos los objetos del saber generando ese arrebato amoroso y erótico hacia la cultura, que es el antídoto más potente para no perderse en la vida: consiste ya en educar; el rechazo a la tentación psicologista de la educación (Hemos de ser claros: las funciones de un docente no son las del psicólogo o psicoterapeuta).

En el mismo sentido, hay capítulos apasionantes en torno al declive de la hora de clase (muerte de los libros, informatización de las herramientas didácticas, exaltación de las metodologías de aprendizaje, encarnizamiento evaluativo, burocratización fatal de la función del docente que debe responder una y otra vez a las exigencias de la institución y no a la de los estudiantes, declive de la hora de clase) y su “elevación” merced a la fuerza del “testimonio”, del “contagio” del profesor en la transmisión del saber; merced al poder de la palabra, de la literatura, de la escritura, de la labor docente para transformar en vida con mayúsculas la experiencia lectiva (Las palabras están vivas, entran en el cuerpo, perforan el vientre: pueden ser piedras o pompas de jabón, hojas milagrosas. Pueden hacer que nos enamoremos o herirnos. Las palabras no son sólo medios para comunicar, las palabras no son sólo un vehículo de información, como la pedagogía cognitivizada de nuestro tiempo pretende hacernos creer, sino cuerpo, carne, vida, deseo); merced a la conversión del aula en un espacio de deseo, erótico, por tanto (una clase sólo será tal si sabe mantener despierto el deseo, si es capaz de generar transferencia, arrebato, enamoramiento primario del saber), merced a la potencialidad transformadora del profesor capaz de vislumbrar y mostrar lo que puede llegar a ser una hora de clase: visitar otro lugar, otro mundo, ser transportados, catapultados por doquier, toparse con lo inesperado, con lo maravilloso, con lo inédito; merced a la capacidad del maestro, de su carisma, de su estilo, de su voz, para hacer que vivan, que vibren, los enunciados que transmite, para devolver la vida a conocimientos que pueden parecer muertos. 

¿Qué es, entonces, una hora de clase? Es un encuentro con el oxígeno vivo del relato, de la narración, del saber que se ofrece como un acontecimiento. Incluso cuando sus objetos son teoremas, ecuaciones, volcanes, células, fórmulas químicas, y no sólo pinturas de Tintoretto o Van Gogh, o poemas de Saba o de Rilke. Sucede cada vez que la palabra de quien enseña abre nuevos mundos. Una y otra vez se produce un despertar. Una y otra vez surge un nuevo mundo. Igual que sucede en el encuentro amoroso. El impacto con el cuerpo de la palabra, cuando tiene lugar, siempre es un encuentro erótico. Si la palabra sabe encarnarse en un testimonio -si quien habla demuestra que lo que dice tiene una estrecha relación con «la vida de deseo, si quien habla lo hace a partir de su propio deseo-, los objetos del saber adquieren el espesor erótico de un cuerpo, se tiñen de libido, cobran vida. 

Esta función del profesor de apertura y acicate, de estímulo y creación, de desvelamiento y transformación, de excitación e impulso, de ánimo, descubrimiento y exaltación, de amor, encuentra una ejemplificación memorable en el emocionante último capítulo del libro, Un encuentro. En él Recalcati relata su propia experiencia como alumno “problemático” y la súbita y deslumbrante, decisiva, “irrupción” en su vida de escolar cercano al fracaso, de la señorita Giulia, la profesora de Lengua que cambió su vida (¿Te quise de verdad? Has sido uno de los más grandes amores de mi vida. Y, como todos los grandes amores, inolvidable e irreemplazable. Por eso lo recuerdo todo de ti. Seguía tu palabra, que era pronunciada por una voz leve que me inspiraba. No veía la hora de leer todos los libros que citabas y me parecía caminar cerca de ti, recorrer contigo un camino que ya conocías y que para mí, en cambio, era de lo más nuevo. Me encantaba leer los libros que me prestabas subrayados por ti. Era tu camino y me habías permitido seguir tus pasos. Esos libros tenían para mí el olor y la consistencia de un cuerpo. Fuiste como una estela luminosa en la noche que no te esperas y que cuando llega parece transformarlo todo). Aunque sólo fuera por esas veinte páginas emotivas y clarificadoras habría merecido la pena leer este muy sugestivo La hora de clase. No dejéis de hacerlo, estoy seguro de que la sabiduría de su autor, la profundidad de su análisis y el entusiasmo por la profesión docente que rezuma su propuesta (no hay en la vida nada que pueda compararse a un aula) os van a interesar. 

Con la excusa, precisamente, del conmovedor recuerdo de la profesora Giulia y por no volver a repetir el The Wall de Pink Floyd, cuya presencia aquí, como cierre a esta reseña, resultaría oportuna por su temática y por, como ya he señalado, aparecer mencionado en el libro, os dejo ahora, en cambio, con Canço per a la meva mestra, de Joan Manuel Serrat, un tema teñido de nostalgia y con un leve toque de infantil erotismo, que aquí aparece en una versión de 1972. 


No respira, apenas cuenta ya en absoluto, renquea, es pobre, esta marginada, sus edificios se caen a pedazos, sus profesores se ven humillados, frustrados, ridiculizados, sus alumnos han dejado de estudiar, se muestran distraídos o violentos, defendidos por sus familias, caprichosos y procaces, su noble tradición está en irremisible decadencia. Decepcionada, angustiada, deprimida, no solo nadie le otorga reconocimiento, sino que es criticada, ignorada, violada por nuestros gobernantes, que han recortado cínicamente sus recursos y han dejado de creer en la importancia de la culturay de la formación que esta debe defender y transmitir. ¿Ha muerto ya? ¿Sigue viva? ¿Sobrevive? ¿Sirve aun de algo, o está destinada a ser un residuo de un tiempo definitivamente pasado? Este es el retrato del extravío de nuestra Escuela. 

Hemos conocido una época en la que bastaba con que un profesor entrara en clase para que se hiciera el silencio. La misma época en la que era suficiente con que un padre levantara la voz para infundir en sus hijos una mezcla de temor y respeto. La palabra del profesor, al igual que la del paterfamilias, se antojaba una palabra dotada de peso simbólico y de autoridad, independientemente de los contenidos que sabía transmitir. Quedaba garantizada por el poder de la tradición. La palabra de un maestro y un padre adquiría espesor simbólico, no tanto en virtud de sus enunciados sino del lugar de enunciación del que emanaba. El papel simbólico prevalecía sobre quien realmente lo encarnaba, con mayor o menor acierto. Todo ello no impedía que las cabezas de los estudiantes cayeran sobre los pupitres o que sus ojos vagaran aburridos en el vacío, o que los hijos, inmediatamente, dejaran escapar de sus oídos las palabras sin apelación de los padres. 

Pues bien, esa época ha terminado, ha muerto, ha quedado irrevocablemente a nuestra espalda. No debemos añorarla, no debemos sentir nostalgia por la voz severa del maestro, ni por la mirada feroz del padre. Si nuestro tiempo es la época de la disolución de la potencia de la tradición, si es la época en la que el padre se ha evaporado, ningún docente puede vivir de las rentas. Cuando un profesor entra en el aula (o cuando un padre toma la palabra en la familia), debe ganarse una y otra vez el silencio que honra su palabra, no pudiendo apoyarse ya en la fuerza de la tradición -que entretanto se ha desmigajado-, sino apelando únicamente a la fuerza de sus actos. Siempre que un profesor entra en el aula tiene que lidiar con su propia soledad, con un vacío de sentido entre cuyos límites se ve obligado a medir su propia palabra. Lo mismo ocurre en el seno de las familias, donde la autoridad de la palabra del padre no se transmite ya como un hecho natural, sino que debe ser reconquistada en cada ocasión desde el principio. 

Es la cifra fundamental de nuestro tiempo: en la era del debilitamiento generalizado de toda autoridad simbólica, ¿es posible todavía una palabra digna de respeto? ¿Qué queda de la palabra de un maestro o de un padre en la época de su evaporación? ¿Puede contentarse la práctica de la enseñanza con quedar reducida a la transmisión de información -o, como prefiere decirse, de competencias-, o debe mantener viva la relación erótica del sujeto con el saber? 

Se trata de una encrucijada cultural a la que nos vemos abocados. Pero para elegir el camino de la erotización del saber es necesario que el profesor sepa preservar el lugar correcto de lo imposible. Es el rasgo que marca toda autentica transmisión: la transmisión del saber, de la que la Escuela es responsable a todos los niveles, desde los centros de primaria hasta los de posgrado, no consiste en la clarificación de la existencia o en la reducción de la verdad a una suma de datos, sino en poner en evidencia su rotación alrededor de una transmisión imposible. El maestro no es aquel que posee el conocimiento, sino aquel que sabe entrar en una relación única con la imposibilidad que recorre el conocimiento, que es la imposibilidad de saber todo el saber. No porque no exista una Biblioteca de las Bibliotecas capaz de reunir todo el conocimiento, sino porque, aun cuando existiera y leyéramos todos sus libros, no habríamos resuelto en absoluto el límite que recorre el saber como tal. El saber no puede llegar a saberse nunca en su totalidad porque por su misma estructura es un coladero, un no-todo, un imposible. Una brecha irreductible lo separa de la realidad de la vida. Hemos de decir, por lo tanto, que cualquier forma de enseñanza tiene como seña de identidad su careo con el límite del saber a través del saber, mientras que el maestro que pretende poseer el saber solo puede ser una ridícula caricatura del saber. De ahí la centralidad que adquiere el estilo. Todo maestro enseña a partir de un estilo que lo distingue. No se trata de una técnica ni de un método. El estilo es la relación que el docente sabe establecer con lo que ensena a partir de la singularidad de su existencia y de su deseo de saber. La tesis principal de este libro es que lo que perdura de la Escuela es el papel insustituible del enseñante. Función que consiste en abrir al sujeto a la cultura como lugar de ≪humanización de la vida≫, la de hacer posible el encuentro con la dimensión erótica del conocimiento. 

Hace unos años viví en primera persona el episodio de querer seguir dando una clase que fue interrumpida en el aula por los estudiantes que protestaban (con razón) contra la ley Gelmini. Compartía sus motivos, pero no podía ni quería perder mi hora de clase porque ya no podría recuperarla. Hablé con franqueza a mis interlocutores mientras ironizaban acerca de la importancia que podía tener una hora de clase frente al derrumbe general de la Universidad provocada por aquella ley de reforma educativa. Tenían razón, pero no dejé por ello de defender mis razones. Pensaba que no se podía ironizar sobre el peso que una hora de clase puede tener en la vida de un estudiante. Yo quería continuar con mi clase -que, como siempre, me había preparado concienzudamente- porque una hora de clase nunca es baladí, no es el discurrir de un lapso de tiempo que nace ya muerto, no es un automatismo desprovisto de sentido, no es rutina sin deseo, como parecían pensar en cambio mis interlocutores. 

Si acaso, es ese automatismo la auténtica enfermedad de la Escuela, la patología típica del discurso de la Universidad, que recicla un saber que tiende anónimamente a la repetición anulando la sorpresa, lo inesperado, lo no escuchado hasta ahora y lo no conocido aun, haciendo imposible el acontecimiento de la palabra. Es uno de los más acérrimos enemigos del trabajo del profesor: la tendencia a reciclar y a la reproducción de un saber siempre idéntico a sí mismo. Es el fantasma que se cierne sobre este trabajo y puede condicionarlo fatalmente: reclinarse sobre lo ya hecho, sobre lo ya dicho, sobre lo ya visto, reducir el amor por el conocimiento a mera administración de un conocimiento que no nos reserva sorpresa alguna. En ese momento no hay transmisión de un saber vivo, sino burocracia intelectual, parasitismo, aburrimiento, plagio, conformismo. Un conocimiento de este tipo no puede asimilarse sin provocar un efecto de asfixia, de anorexia intelectual, de repugnancia. Pero la Escuela no es en su esencia eso. Procuran demostrarlo cada día los docentes, sea cual sea el nivel educativo en el que actúen: el verdadero corazón de la Escuela está formado por horas de clase que pueden ser aventuras, encuentros, hondas experiencias intelectuales y emocionales. Porque lo que queda de la Escuela, en la época de su evaporación, es la belleza de la hora de clase. Eso fue para mí la Escuela y eso fue lo que me salvó. Por esa razón, frente a los jóvenes que protestaban quise seguir dando clase y lo hice para honrar a todos los profesores que me enseñaron que una hora de clase puede abrir siempre un mundo, puede ser siempre la ocasión de un auténtico encuentro. 

Hoy advertimos una crisis sin precedentes del discurso educativo. Las familias se nos aparecen como tapones a la deriva entre las olas de una sociedad que ha extraviado el significado virtuoso y paciente de la formación, reemplazándolo por la ilusión de carreras sin sacrificio, rápidas y, sobre todo, económicamente gratificantes. ¿Cómo puede una familia hallar sentido a la renuncia si todo fuera de sus confines presiona para rechazar toda forma de renuncia? Por esta razón de fondo invocan las familias a la Escuela como institución “paterna”, capaz de arrancar a nuestros hijos de la hipnosis telemática o televisiva en la que están inmersos, del sopor del goce “incestuoso”, para despertarlos al mundo. Pero también como una institución capaz de preservar la importancia de los libros en cuanto objetos irreductibles a la mera mercancía, objetos capaces de hacer existir nuevos mundos. 

¡Si al menos entendieran eso sus implacables censores! Si entendieran que son los libros por encima de todo -y los mundos que nos abren- los que obstaculizan el camino del goce mortal que empuja a nuestros jóvenes hacia la disipación de la vida (drogadicción, bulimia, anorexia, depresión, violencia, alcoholismo, etcétera). Bien lo sabía Freud cuando sostenía que solo la cultura podía defender a la Civilización del impulso hacia la destrucción animada por la pulsión de muerte. La Escuela contribuye a la existencia del mundo, porque la enseñanza, en particular la que acompaña el crecimiento (la llamada “educación obligatoria”), no se mide por la suma nocional de la información que dispensa, sino por su capacidad de poner a nuestra disposición la cultura como un nuevo mundo, un mundo diferente a aquel del que se alimenta el vínculo familiar. Cuando este mundo, el nuevo mundo de la cultura, no existe o su acceso está bloqueado, como señalaba el Pasolini luterano, solo hay cultura sin mundo, es decir, cultura de la muerte, cultura de la droga. 

Si todo empuja a nuestros jóvenes hacia la ausencia de mundo, hacia el retiro autista, hacia el cultivo de mundos aislados (tecnológicos, virtuales, sintomáticos), la Escuela sigue siendo lo que salvaguarda lo humano, el encuentro, los intercambios, las amistades, los descubrimientos intelectuales, el eros. ¿Acaso un buen enseñante no es aquel capaz de hacer existir mundos nuevos? ¿No es aquel que todavía cree que una hora de clase puede cambiar la vida? 

Milán, julio de 2014
 Videoconferencia
Massimo Recalcati. La hora de clase



No hay comentarios: