Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de diciembre de 2021

ALESSANDRO BARICCO. SEDA   

Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy, en este primer día del mes de diciembre, sale al aire con dos ligeras novedades con respecto a las emisiones pasadas. En primer lugar, con el programa de esta tarde recuperamos la periodicidad semanal, la más común en nuestra trayectoria; una pauta que en los meses de septiembre, octubre y noviembre debimos interrumpir, limitándonos a los encuentros quincenales con la audiencia, a causa de las muchas e impostergables obligaciones profesionales de quien os habla, Alberto San Segundo. Sin saber aún si, tras las vacaciones navideñas, podré mantener el habitual ritmo de recomendaciones semanales, al menos en este diciembre final del año sí que quiero ofreceros mis sugerencias en cada una de las tres semanas lectivas del mes (tres, porque el próximo miércoles, 8 de diciembre, al ser festivo, se interrumpen las emisiones de Radio Universidad). 

La segunda relativa “alteración” del patrón al que de ordinario se acomoda nuestro espacio reside en el hecho de que a lo largo de estos tres programas postreros de 2021 (y los dos primeros del mes de enero) voy a presentaros obras que, al margen de su valor literario intrínseco, encajan en la muy flexible rúbrica de “libros de regalo”, especialmente oportunos en estos días ya algo forzadamente -con el frenesí comercial que nos rodea por doquier- prenavideños. Así, en estos últimos miércoles del año, veréis desfilar por el programa libros en general voluminosos, ilustrados, con fotografías y abundante “aparato” gráfico, ofrecidos en publicaciones muy cuidadas, normalmente de gran tamaño, con tapas duras, papel de calidad y otros pormenores de edición que los hacen singulares, independientemente de su texto, y que resultan, por ello, muy adecuados para llenar las alforjas de Papá Noel o los Reyes Magos (según cuáles sean las preferencias ideológicas de cada uno, en esta sociedad española tan ridículamente entregada a las guerras culturales). Se trata, en definitiva, de ese tipo de libros para los que ya hay una expresión acuñada en inglés, coffee table books, muy significativa de su condición, más decorativa que literaria, de objetos exquisitos. No obstante, siendo así, encajando con mayor o menor dificultad en esa categoría, los cuatro títulos (aunque serán más, pues alguno de ellos se abre a propuestas paralelas) de los que voy a hablaros a partir de esta misma tarde tienen, todos ellos, un innegable valor literario -o, al menos, cultural- en su contenido, que en bastantes casos supera incluso la belleza de su continente. 

Empezamos, pues, la serie con una novela probablemente ya conocida por nuestra muy lectora audiencia, pues ha cosechado un enorme éxito de ventas en el mundo entero, y en particular en España, multiplicando sus ediciones desde su inicial presentación en un 1996 del que ahora se cumple un cuarto de siglo. Un vigésimo quinto cumpleaños que constituye la excusa para que yo recupere ahora un libro obviamente muy alejado de la “rabiosa actualidad” (tópico periodístico especialmente detestable en el que, sin embargo, incurro; eso sí, entre comillas). Me estoy refiriendo a Seda, la delicada, elegante y bellísima novela de Alessandro Baricco, publicada en la editorial Anagrama en diferentes ediciones en estas dos décadas y media. Yo os la traigo en dos de ellas, la primera y originaria, la más sencilla formalmente, de difícil conceptuación por tanto en la categoría de “libros de mesa de café” a la que antes aludía, y también en otra, esta sí en edición primorosa, que vio la luz en la Colección Contempla de la editorial Edelvives en 2013, con el texto del italiano en la misma traducción que la de Anagrama, a cargo de Xavier González Rovira y Carlos Gumpert, y con formidables ilustraciones de la francesa Rébecca Dautremer, una muy conocida y espléndida ilustradora con una extensa trayectoria en la que sus dibujos han acompañado decenas de textos literarios, muchos de ellos infantiles. Hay también, para completar mi plural oferta, una a priori interesante, aunque algo insustancial película del mismo título, Seda; una coproducción italiana, canadiense y japonesa, dirigida en 2007 por François Girard, con banda sonora de Ryuichi Sakamoto y con las interpretaciones de, entre otros, Michael Pitt, Keira Knightley, Kôji Yakusho, Sei Ashina y Alfred Molina. E incluso existen adaptaciones de la novela al teatro o a la radio a las que se puede acceder en internet. En particular, y barriendo para casa, en mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, podéis encontraros, a comienzos de enero, a la vuelta de las vacaciones, con una serie de emisiones dedicadas al libro en las que, complementando mi lectura de distintos fragmentos del texto, suenan evocadoras canciones nacidas en los países que atraviesa la “Ruta de la seda” interpretadas por músicos de esos remotos pueblos. ¡No os las perdáis! 

Alessandro Baricco, turinés del 58, es un escritor bien conocido en España, en donde sus obras han sido publicadas, todas, que yo sepa, en Anagrama, desde hace décadas. Muy premiado en su país, en el nuestro, títulos como Océano mar, La esposa joven, The Game, Tierras de cristal, Sin sangre, Novecento, City o la muy reciente Lo que estábamos buscando, con la pandemia como centro, vienen reeditándose de continuo, con una presencia constante, por tanto, en las librerías españolas. 

Baricco abría la edición italiana de Seda con estas palabras que, enigmáticas y algo evanescentes, permiten ya un significativo primer acercamiento al “clima” del libro y despiertan, sin duda, el interés por su lectura: Ésta no es una novela. Ni siquiera es un cuento. Ésta es una historia. Empieza con un hombre que atraviesa el mundo, y acaba con un lago que permanece inmóvil, en una jornada de viento. El hombre se llama Hervé Joncour. El lago, no se sabe. Se podría decir que es una historia de amor. Pero si solamente fuera eso, no habría valido la pena contarla. En ella están entremezclados deseos, y dolores, que no tienen un nombre exacto que los designe. Esto es algo muy antiguo. Cuando no se tiene un nombre para decir las cosas, entonces se utilizan historias. No hay mucho más que añadir. Quizá lo mejor sea aclarar que se trata de una historia decimonónica: lo justo para que nadie se espere aviones, lavadoras o psicoanalistas. No los hay. Quizá en otra ocasión

La historia está ambientada en la pequeña ciudad de Lavilledieu, en el sudeste de Francia, en la segunda mitad del siglo XIX. Ya en las primeras frases del libro el narrador nos recuerda que en esos días Flaubert escribía Salammbô y Abraham Lincoln libraba la guerra civil en Estados Unidos, poniendo un contrapunto “objetivo”, entresacado de la realidad de la época, a la muy intimista y atemporal historia que vamos a leer. En la provinciana ciudad vive Hervé Joncour, un hombre de treinta y dos años dedicado a la compraventa de gusanos de seda (de los huevos de los pequeños animalillos, en realidad: Hervé Joncour compraba y vendía los gusanos de seda cuando ser gusanos de seda consistía en ser minúsculos huevos, de color amarillo o gris, inmóviles y aparentemente muertos. Sólo en la palma de una mano se podían sostener millares) en distintos países de Europa, viéndose obligado, cuando las epidemias dañaban los viveros europeos, a aventurarse, atravesando el Mediterráneo, hasta Egipto o Siria. Felizmente casado con Hélène, sin hijos, la prosperidad de su negocio le permite vivir holgadamente, carente de preocupaciones económicas, en una existencia plácida y sin especiales inquietudes, pues, como señala la voz narradora, era uno de esos hombres que prefieren asistir a su propia vida y consideran improcedente cualquier aspiración a vivirla [sic por el “subrayado” tipográfico]. Cuando en 1861, una devastadora plaga de pebrina destruye los huevos de los insectos en los cultivos europeos, se extiende a través del mar, alcanza a África y, según se cuenta, llega incluso a la India, Lavilledieu, como otras ciudades que viven de la producción de seda, y el propio Hervé Joncour, se ven abocados a la ruina. A sugerencia de Baldabiou, el hombre que, veinte años antes, había involucrado al pueblo en el negocio de la seda y que, tan sólo ocho años atrás, con su poderosa influencia había interrumpido la incipiente carrera militar de Hervé y encaminado su vida a la actividad sedera, se embarcará en un largo y difícil viaje hacia Japón, una isla llena de gusanos de seda, a la que en doscientos años no han conseguido llegar ni un comerciante chino ni un asegurador inglés, y a la que no llegará nunca ninguna enfermedad. El éxito de su primera expedición lo induce a repetirla una y otra vez, contactando con Hará Kei, un poderoso jefe local, un aristócrata, el hombre más inexpugnable del Japón, que se convertirá en su proveedor habitual, favoreciendo una empresa que hará rico al francés. En la primera audiencia que Hará Kei le concede, en una puesta en escena solemne y algo artificiosa, el jerarca aparece vestido con una túnica oscura, sin joyas ni adornos, sentado con las piernas cruzadas, estático, a un lado de la habitación. El único signo visible de su poder era una mujer tendida junto a él, inmóvil, con la cabeza apoyada en su regazo, los ojos cerrados, los brazos escondidos bajo el amplio vestido rojo que se extendía a su alrededor, como una llama, sobre la estera color ceniza. Él le pasaba lentamente una mano por los cabellos: parecía acariciar el pelaje de un animal precioso y adormecido. La joven, una muchacha cuyos ojos no revelan un origen oriental, cruzará su mirada con Hervé, con una intensidad desconcertante, provocándole una conmoción perturbadora y despertando en él una atracción vibrante, insoportable y dolorosa en su imposible realización. En uno de sus siguientes viajes, y tras una experiencia nocturna rodeada de misterio y sensualidad, de refinamiento y dulzura, el francés volverá a su tierra llevando consigo una nota, escrita en intrincados ideogramas japoneses, que la enigmática mujer -o quien haya podido ser pues durante el encuentro Joncour ha tenido los ojos vendados- ha deslizado en la palma de su mano (y no en su equipaje, como afirmé de manera inexplicable en la emisión radiada, pues me "sé" el libro casi de memoria). Una vez en Lavilledieu, urgido por la necesidad de descifrar el inextricable mensaje, entrará en contacto con Madame Blanche, una rica propietaria de un burdel, japonesa, que le desvelará el breve pero intenso recado, una perentoria petición de apenas tres palabras cargadas de emoción que transformarán su vida. Como resulta evidente, no voy a desvelar aquí -y ello pese a que, como he señalado, el libro lo ha leído “todo el mundo”, y su trama y sus pormenores son, por tanto, bien conocidos- ni el contenido del escrito ni las distintas peripecias que vivirá Hervé y que tienen que ver con sus posteriores viajes al Japón en busca de la muchacha, con la relación con su esposa y con las vicisitudes de su dedicación profesional al negocio de la seda. Debéis leer el libro para averiguar todo ello y, sobre todo, para disfrutar de su belleza melancólica, estremecedora, llena de pasión, sensibilidad, poesía y exaltado lirismo. 

Más allá del propio interés de la historia, hay muchos aspectos del libro que lo hacen atractivo al lector, como, por ejemplo, el refinamiento en la presentación de los escenarios, tanto en lo que se refiere al pueblo francés (el perfume de las moreras en Lavilledieu, que casi podemos oler), con la descripción del ambiente pueblerino y el peculiar universo de la cría de gusanos de seda, como en las ligeras pinceladas con las que se resuelven los viajes de Hervé a través de Europa y Asia, hasta, por supuesto, el elegante exotismo de los pasajes japoneses, cuya escenografía rezuma gracilidad y sutileza, con los pájaros, los ropajes, la ceremonia del té, los rituales. Por otro lado, existe también un leve y subyugante toque de intriga, pues el lector avanza en el texto queriendo saber qué ocurrirá con Joncour a partir de la extraña experiencia, rozando lo iniciático, vivida con la misteriosa joven. Es destacable, igualmente (pero no cabe más que mencionarla, para, una vez más, no revelar un aspecto sustancial de la novela), la sorprendente vuelta de tuerca final que ilumina la vivencia de sus protagonistas con una luz nueva e inesperada. Incluso, de un modo tangencial, parece acertada la ubicación de la historia en una época muy significativa de nuestra civilización, de la de Francia en particular, con la revolución industrial, los descubrimientos científicos, los citados Salammbô y Abraham Lincoln, y la apertura a otros mundos, algunos tan inaccesibles y remotos (en todos los sentidos) como el del extremo oriente japonés, un universo cerrado durante siglos para el visitante occidental. 

Es también memorable, sin duda, y permanece en nuestra memoria sobre el resto de los elementos que “definen” el libro, la deliciosa, obsesiva y muy hermosa historia de amor que rezuma seducción, deseo y erotismo (son dos historias de amor, en realidad, pues, al margen de su delirio por la desconocida apenas entrevista en el otro extremo del mundo, Hervé ama apasionadamente a su esposa: Te amaré siempre, le dirá, con emoción y sinceridad, mientras su ser entero vibra de deseo por la vaporosa sombra, como salida de un sueño, que dejó en Japón). En torno a ese dualismo principal se articulan las reflexiones más sugestivas a las que se abre el libro: el conflicto entre lo que somos y lo que ansiamos ser; la realidad y los sueños; la cómoda placidez de nuestra confortable cotidianidad y la arriesgada aventura del deseo, de la pasión, de la locura; la serena poesía de lo familiar y la belleza convulsa de lo desconocido por descubrir, todo ello ejemplificado en esos dos mundos, Oriente y Occidente, Hélène y la bella ¿soñada? Dilemas, en definitiva, que configuran, con la debida adaptación de las circunstancias, la esencial preocupación de nuestras vidas, que se debaten siempre, de un modo u otro, entre la cómoda, pero algo insulsa, aceptación de nuestra limitada normalidad y la espera, que en la mayor parte de los casos no pasa de la ilusionada expectativa, de la promesa nunca realizada (Ni siquiera llegué a oír nunca su voz), de una experiencia transformadora que nos cambie, nos haga ser otros, nos permita acceder a una versión inexplorada (y a menudo hasta desconocida o inimaginable) de nosotros mismos que, en nuestra fantasía idealizada, se presenta como lograda y feliz. De ahí el tono melancólico que impregna la historia, el regusto triste que deja su lectura, la pesadumbre nostálgica y la difusa añoranza que imprimen en un lector, afligido al contemplar la profunda y dolorosa verdad de la vida que tan delicadamente se nos muestra, pero también, en el fondo, gozoso, por haber podido experimentar, aunque haya sido de manera vicaria a través de la peripecia de Hervé Joncour, una vivencia de tal intensidad, tan decisiva, que, en el curso de una vida, a muchos sólo les es permitido conocer en la imaginación. De ahí, más allá de la belleza intrínseca del relato, el alcance universal de una novela capaz de conmover por igual a personas de países, clases sociales o modos de pensar muy distintos (aunque hay excepciones, como luego veremos). De ahí, una vez más, la formidable “potencia” de la literatura, su capacidad inigualable (sólo el cine puede estar a la altura en este aspecto) para “añadir vidas a la vida”. 

Impregnando todas estas distintas dimensiones de la novela, Seda resulta además inolvidable por la singularidad de su estilo. La prosa de Baricco es austera, sencilla, muy clara y precisa, nada parece sobrar, nada se echa en falta. Hay una extraordinaria precisión en la captación de los detalles, las miradas, los gestos, y, a la vez, hay un uso formidable de la elipsis, de lo que se insinúa o sugiere, de lo que meramente se apunta, de lo que se esboza y se da por sobreentendido. Todo ello contribuye a que el relato transmita una muy intensa sensación de transparencia, de levedad y sutileza, un aire etéreo, como irreal, al margen del tiempo, en un efecto bellísimo que resulta, obviamente, buscado y que, además, desde mi punto de vista, vincula la opción estilística elegida por el autor con el propio núcleo irradiador del libro: la seda, a la que resultan aplicables, como parece evidente, las referidas notas de transparencia, levedad, sutileza, liviandad o pureza (que además, creo, apuntan a también a una lectura metafórica: el efímero paso del hombre por el mundo, la fugaz y huidiza huella que nuestra vida, esa exhalación que se disipa en la eternidad, en la nada, deja apenas tras nuestra irrelevante travesía vital: una nube pasajera, un suspiro, una sombra, el leve roce de un suave pañuelo de seda). A estos rasgos hay que sumar, además, el ritmo de la escritura, muy musical; la brevedad de los sesenta y cinco capítulos (en un libro que apenas llega a las cien páginas en su edición sin ilustrar), cuya distinta extensión parece pautada para acentuar ese carácter melódico, armonioso; las constantes repeticiones y los motivos recurrentes que operan como ritornelos, como estribillos; las frases también muy cortas, como aforismos en muchos casos (a modo de ejemplo, Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca, una sentencia que, por otra parte, encierra, a mi juicio, gran parte del espíritu esencial del libro) que parecen pensadas para provocar su lectura cadenciosa, eufónica. 

Es cierto también que hay mucho de artificioso en la construcción que Baricco nos ofrece, pero ¿qué otra cosa es la literatura que artificio, simulación, invento, fingimiento e ilusión, fantasía y quimera? Si había un nombre para todo aquello, era teatro, leemos en un pasaje -no sé si intencionado- de la novela. Las críticas más recurrentes a Seda ponen el énfasis en ese carácter artificial, en sus opciones estilísticas demasiado impostadas, demasiado poco “naturales”, en las que se percibe abiertamente la tramoya subyacente, el oficio de escritor, las trampas en la escritura. Se subraya la poca consistencia de los personajes, su tono demasiado empalagoso, “pastelero”, la, a fin de cuentas, inanidad de una historia que no pasa de ser una simple fábula, de “mensaje” consabido y previsible, que, no obstante, se embellece con mucho aparato formal, con elevadas pretensiones de literatura, para encubrir su ligereza de fondo. El debate suscitado por el libro, casi desde su aparición, me ha recordado el que, en su momento, provocó la “explosiva” irrupción de Bélver Yin, la para mí deslumbrante novela de Jesús Ferrero, en el mundo literario español de hace ahora cuarenta años. El escenario exótico -China en el caso del libro del zamorano-; la ambientación en una época nebulosa -los años treinta del siglo pasado en Bélver Yin-; la creación de una atmósfera singular, densa pero elegante; la delicadeza y el refinamiento del mundo oriental; la aspiración a la belleza; la originalidad de la temática, alejada, en uno y otro caso, del realismo “dominante”; el tratamiento de los personajes, muy distinto del impuesto por el psicologismo al uso, son elementos comunes a ambos libros y que, en los dos casos generaron el mismo tipo de reacciones de quienes -entonces y ahora- defienden una literatura de más enjundia. Novelita, de lectura fácil y sencilla, best-seller fabricado al poco exigente gusto del público, conformista y deudor de la moda literaria, repleto de clichés sobre Oriente, librito entretenido, eje argumental meramente anecdótico, prosa deficiente, inconsecuencias en la trama, son algunas de las objeciones sobre el libro que plantean sus detractores. Y sí, Seda quizá sea todo esto, pero es también una novela bellísima capaz de emocionar a sus lectores y, sólo por ello, capaz también de mejorar sus vidas. ¿Qué más podemos pedirle a un libro? 

Si, por si ello fuera poco, podemos disfrutar de la belleza añadida de las ilustraciones de Rébecca Dautremer, que complementan el texto en la edición de Edelvives, el regalo (en todos los sentidos, también el literal, en estas semanas en las que ya se vislumbra el dadivoso horizonte navideño) resulta excepcional. He escrito “complementan”, pero, en realidad, las noventa imágenes que acompañan el texto de Baricco son una auténtica recreación, una obra autónoma que, por otros medios, con otros recursos, a través de otros mecanismos artísticos nos cuentan la melancólica historia -la misma, pero “reinventada”- del sufriente, aunque en el fondo quizá afortunado (y dejo que seáis vosotros, tras la lectura del libro, quienes emitáis el dictamen), Hervé Joncour. No estamos, pues, ante un libro con ilustraciones, sino que, como ha señalado el propio escritor en una entrevista, se trata de una puesta en escena del texto, una completa reinterpretación, también poética, también emotiva, también delicada e intensa, también bellísima, de Seda

Y es que el talento y la sensibilidad de la ilustradora francesa, unidos a su dominio de muy diferentes técnicas pictóricas, consiguen un resultado brillante, un magnífico exponente de las enormes posibilidades creativas que encierra el libro ilustrado. Dautremer usa a veces el color, a veces el blanco y negro, recurre al lápiz, al pincel o al gouache, alterna imágenes nítidas y precisas con estampas difuminadas y evanescentes, incorpora grabados antiguos para componer collages, en una amplia variedad de registros que multiplican las posibilidades expresivas que encierra la obra. Con una atractiva alternancia de surrealismo onírico y minuciosidad realista, de deformación caricaturesca y fidelidad al detalle, la ilustradora nos cuenta, en paralelo, intercalada con las palabras de Baricco, su historia, poniendo “cuerpo” a todo lo que “está”, literalmente, en el texto e incluso a mucho de lo que sólo se apunta o insinúa. 

Así, y en un repaso a vuelapluma, comparecen las alusiones a la época industrial, a los ya mencionados Flaubert y Lincoln, a la historia de Salammbô y a las batallas de la guerra civil americana. Y desfilan también los personajes, un inicialmente atildado Hervé Joncour; el enérgico Baldabiou, desdoblado, jugando al billar contra sí mismo en el café de Verdun; la bella Hélène, a menudo pensativa, siempre reservada, su tristeza presentida; el misterioso Hara Kei; la perfección del rostro oriental de madame Blanche, sus minúsculas flores azules en los dedos, su elegancia; el pianista del burdel que ésta regenta en Nîmes; las bellas y jóvenes prostitutas; el atractivo caballero inglés que coquetea con Hélène en el Hôtel Suisse; las fragorosas carcajadas del tratante de ganado de Dresde; el pensativo Michel Lariot, perpetuo perdedor al dominó. Y están también los muchos viajes Lavilledieu-Japón representados en una especie de cómics con grabados de la época que se intercalan, a modo de glosa del texto, y los escenarios, los lugares y los encuentros en los viajes, la seductora mirada de las mujeres sirias o egipcias, enigmáticas tras los velos, los andenes de las estaciones, los desplazamientos a caballo, los navíos que surcan ríos interminables, el ritual del baño en Japón, la espesa vegetación del lago, la pirotécnica explosión de las aves, nube de colores disparada en la luz y de sonidos asustados, música en fuga, volando en el cielo, la desolación de la aldea de Hara Kei destrozada, el fin del mundo, la caravana a lo Hokusai o Hiroshige, el chico que llevaba mensajes de amor, ahorcado en un árbol al borde del camino, su cuerpo en el suelo, un hombre arrodillado a su lado. Y está, cómo no, la seda, la interminable maraña de los hilos de seda, los gusanos, los frágiles huevos. Y la enorme mansión de los Joncour, y el parque de Hélène, las enormes pajareras, la desvencijada casa de Jean Berbeck, el hombre que un día dejó de hablar y no volvió a hacerlo hasta su muerte. Y en ocasiones irrumpen, como “resumen” privilegiado de una escena, los objetos, la delicada taza de té, las sandalias de paja, las jaulas que encierran aves refinadas y bellísimas, el paño húmedo sobre los ojos, la vestimenta de los campesinos japoneses, una carta doblada a la mitad. 

Se recrea Dautremer en la belleza de las escenas eróticas, en la lentitud, la emoción y la ternura de los encuentros amorosos, en las que se nos muestran los cuerpos, pero sobre todo las almas. Y en ese terreno de lo intangible brilla especialmente el talento de la dibujante, pues logra trasladar al lector, al atento observador de sus imágenes, la honda, silenciosa, taciturna melancolía de Hélène, la añoranza y la soledad de Hervé, su tristeza irremediable, su desesperación, su mirada en el lago cuando entrevé, dibujado en el agua, el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida, su profunda aflicción acodado en un puente sobre el Sena, su desolación, su congoja incontenible. 

Y “vemos”, también, como he señalado, inventado por la creadora, lo que ni siquiera está en el libro, pues cualquier ligera alusión, un detalle menor, una frase o una palabra sin apenas relevancia en el texto, la lleva a una digresión gráfica: Santa Inés con un subfusil, un tatuaje de samurái en el pecho de un hombre, un elenco de objetos salvados de un incendio, sacados de un catálogo de 1862, una página de otro catálogo, esta vez de huellas de aves, distintos personajes atemporales bajo enormes paraguas en unas escenas de una extrañeza como onírica. En fin, una maravilla, exquisita y genial. 

Un breve apunte, ya para cerrar, acerca de la película que, siendo capaz de emocionar -al menos a personalidades sensibleras y romanticonas como la mía-, no está, sin embargo, a la altura de las palabras y las imágenes de Baricco y Dautremer, sin llegar a la hondura y la profundidad de la novela. A pesar de ello, y salvedad hecha del actor principal, un Michael Pitt soso e inexpresivo, absolutamente inadecuado para el papel, en un irreparable error de casting, la cinta se ve con agrado por Alfred Molina, que encarnando a Baldabiou se “come” las escenas en las que aparece; por la como siempre guapísima Keira Knightley; por la también muy bella Sei Ashina, que falleció, con sólo treinta y seis años, el año pasado; por la fotografía demasiado bella (en ocasiones, la película parece una sucesión de estampas del National Geographic); y por la delicada banda sonora de Ryuichi Sakamoto. Y pese a una ostensible superficialidad formal, esta Seda cinematográfica, una vez más -y ya son varias- ha vuelto a emocionarme. Recomendable, pues, independientemente de sus carencias. 

Extraído precisamente de la banda sonora de Riuychi Sakamoto os dejo con un tema precioso, The girl, evocador de esa nostalgia, tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida, en una ajustada pero en este caso no del todo exacta definición de la Real Academia Española de la Lengua, pues la pena de Hervé Joncour tiene su causa no sólo en la remembranza de un pasado feliz y ya irrecuperable, sino también en la añoranza de una plenitud nunca vivida.


Por la noche Hervé Joncour preparó las maletas. Después se dejó llevar a la habitación pavimentada de piedra, para el ritual del baño. Se recostó, cerró los ojos, y pensó en la gran pajarera, loca prenda de amor. Le pusieron sobre los ojos un paño húmedo. No lo habían hecho nunca antes. Instintivamente intentó quitárselo, pero una mano cogió la suya y la detuvo. No era la mano vieja de una vieja. 

Hervé Joncour sintió resbalar el agua por su cuerpo, primero sobre las piernas, y después a lo largo de los brazos, y sobre el pecho. Agua como aceite. Y un silencio extraño a su alrededor. Sintió la ligereza de un velo de seda que descendía sobre él. Y la mano de una mujer —de una mujer— que lo secaba, acariciando su piel por todas partes: aquellas manos y paño tejido de nada. Él no se movió en ningún momento, ni siquiera cuando sintió que las manos subían por los hombros hasta el cuello y los dedos —la seda y los dedos—, subían hasta sus labios, y los rozaban, una vez, lentamente, y desaparecían. 

Hervé Joncour sintió todavía que el velo de seda se levantaba y se separaba de él. La última cosa fue una mano que abría la suya y que dejaba algo en la palma. 

Esperó largamente, en el silencio, sin moverse. Después, con lentitud, se quitó el paño mojado de los ojos. No había ya luz apenas en la habitación. No había nadie a su lado. Se levantó, cogió la túnica que yacía doblada en el suelo, se la echó por los hombros, salió de la habitación, atravesó la casa, llegó ante su estera y se acostó. Se puso a observar la luz que temblaba, borrosa, en la lámpara. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo durante todo el tiempo que lo deseó. 

No fue nada, después, abrir la mano y ver aquella hoja de papel. Pequeña. Unos pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro. Tinta negra. 
  Videoconferencia (imagen y sonido deplorables)
Alessandro Baricco. Seda

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