Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de octubre de 2022

PHILIP LARKIN. JILL; POESÍA REUNIDA; ANTOLOGÍA POÉTICA 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os traigo una doble propuesta de un autor que ya apareció aquí hace unos años, en concreto a finales de 2017, con una novela, Una chica en invierno, espléndida como los dos libros que ahora os presento. Se trata de Philip Larkin, que en el caso de esta tarde comparece en nuestro programa con una excusa bien obvia y dos obras de naturaleza bien distinta. 

La justificación de su presencia aquí en estos días de octubre, habiendo dejado atrás el verano y con la nueva temporada ya bien avanzada, se encuentra en la obligadamente tardía celebración del centenario de su nacimiento, que tuvo lugar el pasado 9 de agosto, en una efeméride que quiero celebrar ahora, ante la imposibilidad de hacerlo en la fecha exacta de su aniversario, coincidente con las vacaciones escolares. Aprovecho, además, para comentaros que desde el lunes pasado he abierto, en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, una serie centrada en los dos ejes principales de la creación y los intereses de Larkin, poesía y jazz. A lo largo de cuatro semanas podréis escuchar varias decenas de sus poemas más representativos que aparecerán acompañados por otras tantas piezas clásicas de ese género musical al que consagró gran parte de sus preocupaciones vitales. Confío que con todo ello pueda contribuir, muy modestamente, a hacer más conocida y valorada la ya notable y muy celebrada obra del escritor inglés. 

La primera de mis sugerencias de hoy es Jill, la otra novela que sobrevive de su reducida producción (escribió tres más, pero acabó por destruirlas). A ella le seguirá, a continuación, Poesía reunida, que recoge lo esencial de la vertiente poética de un autor que ha alcanzado su prestigio gracias, precisamente, a ese en apariencia minoritario género. Jill, publicada originariamente en 1946, vio la luz en nuestro país el pasado 2020 en la editorial Impedimenta, responsable también de la versión española de Una chica en invierno, ambas en la traducción de Marcelo Cohen. La edición de Poesía reunida, a cargo de Damián Alou, que firma también la traducción en colaboración con el mencionado Marcelo Cohen, es de 2014, aunque desde esa fecha, la editorial, Lumen, ha presentado varias ediciones y reimpresiones del título. 

Philip Larkin, nacido en 1922 y muerto en 1985, fue uno de los poetas británicos más reconocidos, con un inusitado éxito de ventas y lectores, circunstancias, el aprecio de crítica y público, que no siempre van de la mano. De vida relativamente discreta, graduado en literatura inglesa en Oxford, desde muy pronto se desempeñó como bibliotecario en la Universidad de Hull, ciudad en la que transcurre su solitaria existencia, alejado de la fama, de los ambientes literarios y de la enojosa exposición pública. Gran amante del jazz, Larkin, más allá de sus poemas y su escueta obra novelística, es el autor de All what jazz. Escritos sobre jazz, una recopilación de sus textos críticos sobre ese estilo musical esencial en su vida (Por encima de todo, espero que estos escritos demuestren que adoro el jazz. He empezado refiriéndome al placer que me ha procurado en mi vida, y cuando imagino lo mucho que me habría perdido si, en lugar de haber nacido el 9 de agosto de 1922, hubiera muerto en aquellos años, me doy cuenta de cuán grande es mi deuda para con él, afirma en su prólogo), un libro que publicó en 2004 la editorial Paidós, en una edición hoy prácticamente inencontrable. 

Hay, en su biografía, algunos elementos significativos que se reflejarán en su obra, además del obsesivo celo por su intimidad y el amor por el jazz, ya mencionados. Como, por ejemplo, una infancia en cierto modo difícil, con un padre defensor del fascismo, un ambiente familiar alejado de la felicidad, una educación casera hasta los ocho años, una tartamudez y una voz estridente que lo marcaron en la posterior incorporación a la escuela, la construcción juvenil de un “personaje”, vistiendo de manera pintoresca, con pajarita y chalecos llamativos, su, pese a ello, apocamiento y timidez, sus inicios como escritor. Su pasión por la lectura, sus innumerables relaciones amorosas y sexuales, adúlteras y por tanto furtivas en bastantes ocasiones, su recalcitrante soltería (me he quedado soltero por opción y no he deseado otra cosa, pero desde luego mucha gente se casa y también se separa, por lo tanto supongo que soy un marginal en el sentido en que usted lo dice. Me angustia de vez en cuando, claro, pero sería largo explicar por qué. Samuel Butler decía que la vida termina arruinándote de una u otra manera, como confesaba en una entrevista para The Paris Review en 1963) y su rechazo de la paternidad, su conservadurismo político -ferviente admirador de Margaret Thatcher-, la controvertida recepción crítica de su obra -no así el reconocimiento popular, sobresaliente desde muy pronto-, su notoria asociabilidad (ha rechazado casi todas las invitaciones a participar como jurado, recitar, escribir reseñas, dar clases, pontificar o ser entrevistado, escribió en su momento The Times Literary Supplement ), condición que él mismo rechazaba (Comparado con otras personas que conozco, soy una persona extremadamente sociable), son circunstancias que contribuyen a completar su retrato y que, igualmente, trascienden su biografía para reflejarse en sus libros, sobre todo en sus poemas. 

Jill, que ya había visto la luz en España, por primera vez, en 2007, parte, en su ambientación, de un episodio cuyo carácter autobiográfico resalta el propio Larkin en su prólogo a la edición norteamericana de la novela, de 1963, que Impedimenta incorpora al volumen español. En ese significativo texto preliminar el autor recrea los años de formación en Oxford (un ámbito que constituye el núcleo central de Jill), evoca su amistad con Kingsley Amis (hoy más conocido como padre del escritor Martin Amis que por su propia trayectoria literaria) y da cuenta de su entonces ya notable interés por la música de jazz. Además, informa al lector de algunos aspectos “accesorios” (o no tanto) de su obra: que empezó a escribirla cuando sólo contaba veintiún años; que tardó un año en terminarla; que en el momento de su publicación apenas obtuvo repercusión pública; que “el meollo” de su libro no reside en absoluto en mostrar a un “héroe de la clase obrera”, como algunos críticos resaltaron; y que, por último, dadas las limitaciones, a su juicio, de su texto se ve obligado a solicitar de su audiencia la indulgencia que tradicionalmente se concede a las obras juveniles

La novela se desarrolla en la universidad de Oxford a lo largo de un trimestre académico durante el otoño de 1940, con los efectos de la Segunda Guerra mundial haciéndose notar en Inglaterra, tanto por la “desaparición” de los hombres maduros entre el profesorado y la inminente amenaza de movilización de los estudiantes más jóvenes, como por la muy ostensible realidad de los bombardeos alemanes sobre territorio británico. A las aulas oxonienses llega el estudiante John Kemp, de sólo dieciocho años, para estudiar Literatura inglesa, procedente de un pequeño pueblo, Huddlesford. John, que pese a su modesta extracción social -hijo de un policía retirado que complementa su pensión haciendo trabajos de carpintería- ha logrado acceder a la prestigiosa universidad gracias al esfuerzo de un profesor, el señor Crouch, que lo promovió para una beca, es un chico estudioso, aunque anodino, muy tímido, acomplejado, sumiso, sin experiencia vital alguna más allá de las limitadas vivencias de su cotidianidad familiar y escolar en su pueblo. El natural desconcierto y la aflicción que le provoca el cambio de escenario y el acceso a una nueva existencia alejado de su reducido pero confortable hábitat natural, se ven incrementados cuando, recién llegado, comprueba que deberá compartir su alojamiento universitario, una amplia habitación en un college, con un elitista, despreciativo, tiránico, despótico y egoísta muchacho, Christopher Warner, un arrogante espécimen de una clase social mucho más elevada que la suya, un vacuo personaje que convertirá su forzada convivencia en un sufrimiento insoportable. La confusión y la inseguridad, la ofuscación y la ansiedad, también el miedo, que le provocan el desprecio y las humillaciones constantes (Imagínate lo débil que tiene que ser, el pobre gusano) de su compañero de habitación y su caterva de amigotes vagos y pendencieros, clasistas y crueles, lo llevan, timorato y servil, a querer ganarse el reconocimiento de sus insensibles y mezquinos hostigadores. Para ello, para poder sentirse integrado entre la hostil cuadrilla, John se inventa, casi por azar, inopinadamente, a una amiga inexistente, Jill, en un intento, a la postre vano, de realzar la insulsa grisura de sus insustanciales días. John imaginará la vida de Jill, le escribirá cartas -que dejará en la habitación, “olvidadas”, para que Cristopher las lea-, redactará sus diarios, hasta esbozará una novela sobre Jill, en una construcción en la que proyecta sus ilusiones y fantasías y que revela, a la vez, sus limitaciones, sus sufrimientos, sus tristes carencias, su insoportable soledad. Esa creación, obsesiva en tanto “levantada” en un universo ficticio, tomará cuerpo, también de un modo azaroso, cuando, apenas entrevista fugazmente en una calle, vislumbra a una chica que “es” Jill, o al menos es idéntica a la muchacha que él ha “inventado”. La novela, que en su primera parte se ha centrado en reflejar la inhóspita experiencia del muchacho en sus primeros días universitarios, toma a partir de aquí otros derroteros y, sin abandonar el relato de la intensa peripecia vital del joven, su tortuoso paso de una adolescencia tardía a una incompleta y desasosegante madurez, se aventura en otros “hilos” aún más sustanciosos: la profunda vulnerabilidad del ser humano; la búsqueda de seguridad, la necesidad de aceptación y el deseo de pertenencia; la pérdida de la inocencia; la inevitable -y amarga- convivencia con la decepción y el fracaso, con la irrelevancia y la infelicidad; la siempre difícil construcción de la propia identidad, ardua tarea que conlleva la elaboración de una imagen de nosotros mismos -la creación, en consecuencia, de un personaje social- para poder ser reconocidos, validados por el grupo, por el ambiente social; el fingimiento, pues, en que se basa toda vida, y su corolario natural, la mentira y, por extensión, la importancia de la ficción, de la invención, de los sueños, de las quimeras, el inmenso poder de la literatura para escapar de la aburrida y tediosa y sufriente realidad (un lugar más acogedor e íntimo a donde ir

Y todo ello con un tono melancólico, pesimista, desesperanzado, que envuelve no sólo la caracterización de la personalidad y el estado de ánimo del apesadumbrado protagonista, sino también la descripción del entorno que, desde lo particular y concreto a lo más general, se revela triste, sin expectativas, amargo y desolador: la insulsa vida académica; la mediocridad de clases, estudiantes y profesores; la grisura de la ciudad; las nubes opacas, la lluvia frecuente, el frío; la incertidumbre, el tedio, el hastío, la falta de esperanza que la guerra y las consiguientes amenazas de movilización de los jóvenes, la cotidiana presencia de los ataques aéreos del Ejército alemán y la presentida inminencia de una derrota bélica, imponen a la sociedad británica. Larkin había nacido en Coventry, escenario de uno de los episodios más dramáticos vividos en Inglaterra en la Segunda Guerra mundial, un terrible bombardeo -en el que la ciudad recibió 325 toneladas de explosivos y 25.000 bombas incendiarias- que la destruyó casi en su totalidad; en una muestra más del evidente paralelismo entre la experiencia del personaje y la realidad biográfica de su creador. 

El desaliento, los deseos insatisfechos, el desengaño y la desilusión, el dolor que acometen a John, los siente el lector merced al talento de Larkin, que nos hace vivir su, por momentos, angustiosa soledad, su humillación, su frustración, su sufrimiento. Se suceden los sentimientos de amargura y desamparo: Una desalentadora melancolía crecía en su interior, una gran soledad; y también: Por el momento estaba destrozado, hecho pedazos, y cada pedazo era una emoción: vergüenza, autodesprecio, rabia… No había controlado la situación lo suficiente para adoptar una actitud ante ella. Solo sabía que su sensibilidad estaba escaldada, como si hubiese pasado demasiado cerca de un horno con la puerta abierta; e igualmente: La soledad volvía impotente cualquier otra emoción. Posiblemente no había nadie más capaz de experimentar los sentimientos que lo embargaban; y aún: Toda su vida había sospechado que la gente le era hostil y quería hacerle daño; ahora sabía que no se había equivocado y veía materializarse los peores temores de su infancia; y por fin: Al volver a la sala se sintió vacío por la pena, como si tuviese dentro un gran pozo de soledad que nunca podría llenarse. Una a una se apagaron las luces y regresó la oscuridad aprisionadora

En un par de frases, y con una sola imagen, poderosa, el autor nos transmite la desoladora tristeza del muchacho: Los relojes de la ciudad dieron las cuatro; llevaba veinte minutos caminando, comenzaba a caer la tarde y la lluvia seguía barriendo las calles. Tenía el pelo empapado y notaba que una vez más le había entrado agua en el zapato. Aflicción, melancolía, soledad. 

Y frente a todo ello, ya se ha dicho, la creación, la literatura. John inventa a Jill y, desde ese momento, todo parecía haber cambiado, como si por azar hubiese pronunciado una fórmula mágica y el mundo se estuviese transformando ante sus ojos. La Jill imaginada “salva”, en cierto modo, al chico: Pensó en Jill, como haría en adelante (aunque todavía no lo sabía) cada vez que algo lo emocionara levemente. Imaginó que era ella quien tocaba el piano y que vivían los dos en una casa grande con jardines. Caía la tarde y él estaba fuera; el césped estaba cubierto de sombras y el sol tan bajo que sus rayos solo se reflejaban en las ventanas de la buhardilla. Los colores de las flores y las hamacas de rayas que habían quedado en el jardín se difuminaban. Junto al invernadero había una pila de macetas rojas desconchadas. El sonido del piano llegaba desde una gran sala de la planta baja que tenía las ventanas abiertas, y él echó a andar hacia ellas sintiendo que el aire era palpable, como si caminase por el lecho de un mar transparente. Veía a Jill sentada al piano, vestida de blanco. Tenía la cabeza un poco inclinada para leer la partitura y sus hombros se movían mientras tocaba. Llevaba el pelo rubio recogido con una cinta; sus brazos, todo su cuerpo, eran tan delgados que se adivinaban los huesos. 
Durante un rato se conformaría con mirar y escuchar, pero después ella correría las cortinas y él entraría en la casa

El “hallazgo” de Jill -Jill era una alucinación- cambia el foco de sus preocupaciones vitales; su mirada, su sentir, se desplazan, huyen del sufrimiento presente y “real” y se confortan con la existencia recién “descubierta”: De repente era ella la que tenía importancia, era ella la interesante, era sobre ella que John deseaba escribir. Comparada con la vida de Jill, la suya parecía gris y aburrida

Pero nuestras fantasías no son inocuas, para ser eficaces necesitan suspender el juicio de verosimilitud, obliterar el espíritu crítico, anular el principio de realidad. John se dará cuenta de que su criatura no es más que su propia representación estilizada, sublimada, descubrirá la enorme diferencia que había entre su imaginación y lo que en realidad ocurría. La “materialización” de su criatura en una muchacha a la que acabará tratando pone de manifiesto su profunda impotencia. Un viaje fugaz al hogar familiar reducido a escombros en la ciudad bombardeada cerrará simbólicamente esa etapa adolescente (El mundo de la adolescencia habían quedado atrás) y lo sumirá de lleno, el pasado dejado atrás, en la dura lucha por encontrar su lugar en el mundo. Tienes la oportunidad de empezar de nuevo; lo pretérito ya no te gobierna. Y era también como si le dijeran: mira lo poco que importa todo. Solo tenemos la vida, que nos impulsa a seguir adelante, y mira con qué facilidad puede hacerse añicos. Mira cuán tremendamente pequeña es la vida. La vida, un infructuoso intento de encender una vela contra el viento

Luis M. Alonso, cierra su reseña de Jill en La Nueva España mencionando a Thomas Hardy -cuya obra poética fue una clara inspiración para Larkin- e identificando en la novela algunos de los rasgos más reveladores de la poesía de nuestro invitado de esta tarde: Parece como si las palabras o las ventanas suscitaran en él esa nostalgia asociada a Thomas Hardy con las mujeres jóvenes, el dolor y las desilusiones que les aguardan, algo que seguramente se alojaba con fuerza en su subconsciente: el desvanecimiento al final de poema, el sentimiento de vacío, la irrealidad del placer, el anhelo por el infinito y las ausencias, o el recuerdo de la belleza del lugar donde ya no estás. Todo, en cierto modo, se prefigura en esta novela de amistad y pérdida de juventud

Esta muy perspicaz apreciación me permite enlazar con mi segunda recomendación de esta tarde, la Poesía reunida que, como ya he comentado, presentó en nuestro país la editorial Lumen en una estupenda edición de 2014. Los poemas del británico ya eran bien conocidos en España desde hace décadas. Sus principales poemarios se publicaron entre nosotros en 1990, Ventanas altas; 1991, Un engaño menor; 1995, Poemas sueltos; 2003, El barco del norte; y 2007, Las bodas de Pentecostés. Y hace apenas cinco años la editorial Cátedra dio a la luz una controvertida Antología poética, a cargo también de Damián Alou, que incorpora un amplio estudio preliminar de lectura iluminadora, por lo que también os sugiero su consulta, altamente ilustrativa. El volumen que ahora os presento recoge tres libros prácticamente completos, Engaños, Las bodas de Pentecostés y Ventanas altas, junto con otros seis poemas “autónomos”, no pertenecientes a libro alguno, así como una serie de notas explicativas, indispensables, en algunos casos, para la mejor comprensión de los textos. 

Larkin es un poeta de la modestia, de esos grises que constituyen la tonalidad esencial de nuestras vidas, como señala Alou en su indispensable introducción para Cátedra -un completo ensayo sobre el poeta- que, junto a los aspectos menos técnicos de la tesis de 2007 del propio prologuista, El concepto de marcador estructural: su aplicación en el discurso poético de Philip Larkin, que he podido consultar someramente, en sus aspectos más accesibles para un profano, constituyen las fuentes de las que he extraído la mayor parte de estas notas con las que os presento la obra poética del británico. Frente a la tendencia dominante en la poesía de la época, que representa, sobre todo, T. S. Elliot, intelectual, trascendente, erudita, retórica, abrumadora, culta, encorsetada y plagada de referencias y vínculos intertextuales, pretenciosa y arrogante, que se aleja con una mirada displicente de la prosaica realidad, las creaciones de Larkin son todo lo contrario: Mis poemas se explican tan bien solos que cualquier comentario sería superfluo. Todos derivan de cosas que he visto, pensado o hecho, y dudo que entre sus temas haya nada extraordinario. Él mismo, hablando de su admirado Thomas Hardy (ya presente en nuestro espacio en su vertiente novelística, con mi reseña de hace años centrada en Lejos del mundanal ruido, Tess de los d'Urberville y Jude el oscuro), recoge lo que quizá sea la definición más exacta de su propia poesía: No es un escritor trascendente, no es un Yeats, no es un Eliot; sus temas son los hombres, las vidas de los hombres, el tiempo y el paso del tiempo, el amor y el apagarse del amor. Y añade Alou: Se acabaron los poemas que precisaban glosas, interpretaciones, notas al pie y erudiciones varias. Larkin no disfraza nada, pues lo que a él le interesa es la verdad, por cruda que sea: en la fotografía que nos propone de la vida no hay retoques ni embellecimientos: es de ese realista blanco y negro donde caben todos los tonos del gris

No cabe en este espacio un comentario detallado sobre el universo poético de Larkin, ni yo estoy en condiciones de ofrecerlo más allá del sugestivo análisis de Damián Alou, a cuya lectura os remito, así como a los ya mencionados programas de Buscando leones en las nubes, en donde podréis conocer la voz del poeta a través de mi siempre deficiente locución. Resalto ahora, tan sólo, algunas de las notas dominantes en sus versos, lo suficientemente atractivas, pienso, como para despertar el interés por su lectura: la reivindicación de la cotidianidad; la búsqueda de la verdad y la belleza; el engaño o, más exactamente, el autoengaño, que impide que nos veamos tal y como somos; la precisión en el detalle y su utilización como “trampolín” para una reflexión más general, más trascendente, sobre la vida; el humor y la acidez; el recurso al tópico, al cliché, a la frase hecha, que a veces lo lleva, incluso, a incurrir en palabrotas o locuciones más o menos soeces; la cercanía y la compasión; la oralidad y la identificación con el lector; el anclaje en la propia experiencia; el realismo y, en consecuencia, el valor, casi documental, de sus versos como reflejo de la Inglaterra de su época, en un escritor muy apegado a su tierra; la condición narrativa de gran parte de sus poemas; la presencia del amor, junto al escepticismo ante la decepción y la amargura que conlleva; la preocupación por la vejez, el deterioro, el paso del tiempo y la muerte; la “exigencia técnica” (siempre mantuvo su prevención frente a la poesía que puede entenderse a la primera: ritmos fáciles, emociones fáciles, una sintaxis fácil) y, consiguientemente, la extraordinaria importancia dada a la estructura del poema, a la métrica y la rima, con las dificultades que ello implica de cara a la labor del traductor; el aspecto teatral de su poesía, en la que encontramos la tragedia, la farsa, el histrionismo, la autocompasión, la sátira y un teatro casi-verité, de nuevo en expresión de Alou. 

Un prologuista, excelente lector y profundo analista, que organiza en diez grandes ejes su recorrido temático por la poesía de Larkin (y de nuevo estoy refiriéndome al estudio que abre la edición de Cátedra de 2016, aunque muchas de sus ideas permean también el prólogo de la publicación de Lumen): Poética, La creación del personaje poético, Epifanías, El viaje, Sabiduría popular, Retratos, Amor y sexo, La soledad, La vejez y la muerte, Una rebeldía y su retracción y Vida animal. Sobre cada uno de esos temas se presentan los elementos más relevantes, ilustrados con versos de sus poemas, que se desmenuzan de manera minuciosa mostrando al lector sus entresijos, sus recursos técnicos, sus opciones estilísticas, sus claves ocultas o, al menos, desapercibidas para un lector no tan experto como el propio Alou. Así, por ejemplo, en el primero de los capítulos, la aparición de unos “hierbajos” (los hierbajos no deberían crecer) en su poema “Modestias”, representa algo hosco, vulgar e inútil que, sin embargo, es capaz de dar alguna flor, o sea un atisbo de belleza. En el segundo, La creación del personaje poético, se rastrean las muchas muestras autobiográficas de su obra. A continuación, Epifanías, pone de manifiesto otro de los rasgos distintivos de la obra de Larkin, la detención del tiempo en un momento iluminador, en una instantánea que, aparte de su poder visual, se llena de significado gracias a esa mezcla de inteligencia y sensibilidad que aporta el poeta. El viaje indaga en las composiciones en las que los lugares, los desplazamientos, el trayecto, geográfico o emocional, constituyen la esencia del poema. El apartado Sabiduría popular se detiene en esa nota ya comentada del escritor, su huida de la ampulosidad, del fárrago: la poesía de Larkin nunca propone verdades abstrusas, retorcidas reflexiones filosóficas ni pretende poner a prueba nuestra inteligencia con acertijos mentales, antes al contrario, resulta accesible, sencilla, cercana al sentido común, aunque con algún elemento que obliga a la reflexión, al descubrimiento del sentido oculto. Otra pauta de su producción es la presencia de Retratos, poemas en los que se muestra una vida entera o un momento significativo de ella, la de algunas mujeres, la de su madre, la suya propia. El siguiente capítulo explora dos de los temas que caracterizan de un modo más representativo su poesía, el amor, con frecuencia visto -Larkin es un misógino- desde la perspectiva de la desilusión, el dolor y el engaño, y el sexo, presente en ávidos encuentros venéreos, prostitutas, esperanzadas fantasías y deseos eróticos y desoladoras constataciones de la pobreza de la propia vida sexual, el egoísmo del celoso, la tristeza de la masturbación. La soledad, la vejez y la muerte son los otros tres grandes temas de su obra: una soledad que se asocia a la escritura y que se reivindica, quizá como forzosa imposición de su penuria sexual; una vejez que se presenta siempre lúcidamente vinculada a las humillaciones que impone la ancianidad, la envidia de la juventud, el horror ante los estragos de la senilidad; una muerte, por fin, culminación de la decadencia y que se contempla con la compasiva precisión con que se observan las cosas sin esperanza. La rebeldía ante la generalizada sumisión ante el trabajo, ante la resignada acomodación las sevicias que impone de la jornada laboral, ante la vida ordenada, segura, sin aventuras, comparece en poemas en el que los “sapos” operan como metáfora de ese sometimiento y aceptación de una existencia catatónica. Por último, en Vida animal se examinan los siete poemas en los que el mundo animal se expone como un microcosmos de la vida humana, con la presencia del ganado, los corderos, los caballos, las palomas, los tejones… 

En fin, como puede deducirse, son muchos los motivos para acercarse a las novelas y la obra poética de Philip Larkin. Os invito, una vez más, a acercaros a los programas que en Buscando leones en las nubes estoy dedicando en el mes de octubre a sus principales poemas que aparecen, como parece obvio, acompañados de algunos de los temas de jazz que en las reseñas musicales del británico se mostraban como sus favoritos. 

De entre todos ellos he escogido ahora para cerrar el espacio de esta tarde Embraceable you, en la interpretación de Pee Wee Russell, uno de los músicos favoritos de Larkin y su amigo Amis (comprábamos cuantos discos pudiéramos encontrar en los que tocara él), después de un fragmento de Jill que refleja el impacto que la “aparición” de la muchacha tiene en la vida del protagonista. 


A la mañana siguiente no se despertó desesperado sino feliz, con el ánimo cambiado como a veces cambia el viento de dirección. Estaba amaneciendo cuando cogió la toalla para ir a ducharse; todavía brillaban algunas estrellas entre las torres. El humo de los fuegos recién encendidos salía de las chimeneas y enseguida se desvanecía. Un viento tibio soplaba con fuerza bajo el cielo encapotado. Una hora más tarde comenzaría otra mañana aburrida. Sin embargo, John no veía las cosas así; la media luz, la sensación de ver el nacimiento de un día nuevo desde la proa de un barco, todo parecía prometer la inminencia de algo nuevo. ¿Y cuál sino Jill podía ser la novedad? La hierba verde y húmeda del patio, el sosiego de los claustros, las ramas goteantes de los árboles parecían agentes de una fuerza enorme que estaba de su lado. Tenía la certeza de que triunfaría. Al salir sonrojado de la ducha supo que, si alguna vez volvían a encontrarse, algo tan fuerte como el viento disiparía toda la desconfianza, todas las frustraciones que él había sufrido. No entendía cómo había podido haber dudado de ello. Solo hacía falta que se encontrasen.
  
Videoconferencia
Philip Larkin. Jill

No hay comentarios: