Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de octubre de 2022

NURIA BARRIOS. LA IMPOSTORA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos, un miércoles más, a Todos los libros un libro. Esta tarde, aprovechamos una efeméride no especialmente llamativa ni difundida que se produjo hace unos días, para acomodar nuestra propuesta de lectura al acontecimiento que la tuvo como objeto. El pasado 30 de septiembre se celebró el Día Internacional de la Traducción, una iniciativa, nacida en 2017 bajo los auspicios de la ONU, con la que la Organización mundial rinde homenaje a la labor de los profesionales lingüísticos y al importante papel que desempeñan para acercar a las naciones, facilitar el diálogo, el entendimiento y la cooperación, contribuir al desarrollo y reforzar la paz y la seguridad mundiales.

Como señala el alto organismo en su página dedicada a la jornada, al trasladar de un idioma a otro una obra literaria o científica, incluso de carácter técnico, la traducción profesional —que comprende la traducción propiamente dicha, la interpretación y la terminología— resulta indispensable para preservar la claridad, un entorno positivo y la productividad en el discurso público internacional y en la comunicación interpersonal. Celebrándose el 30 de septiembre la festividad de San Jerónimo, traductor de la Biblia al latín a partir de los manuscritos del Nuevo Testamento y por ello patrón de los traductores, la ONU ha establecido que fuera ése el día dedicado a la traducción. 

Como bien sabéis nuestros seguidores más habituales, en Todos los libros un libro siempre he tenido un especial interés en resaltar la tarea de los traductores y así, en las más de quinientas reseñas superando los setecientos libros presentados en nuestros doce años de emisiones, un gran número de ellos escritos originariamente en otras lenguas distintas a la española, nunca ha faltado la referencia expresa a su traductor, consciente como soy, casi desde el inicio de mi trayectoria como apasionado de los libros, de la importante labor que desempeñan a la hora de acercar una obra literaria al público lector. Cuando me ha parecido oportuno o necesario, además, he incorporado a mis reseñas, con la prudencia asociada a mi falta de conocimiento profundo sobre el asunto, menciones a los problemas, las dificultades, lo defectuoso o lo acertado de las versiones en nuestro idioma propuestas por los profesionales responsables de su traslación. 

Es por ello por lo que hoy me resulta especialmente grato poder ofreceros mis comentarios a un libro muy interesante escrito por una traductora y cuyo planteamiento gira, precisamente, sobre la traducción. Hace ya casi un año, en concreto el 22 de noviembre de 2021, le fue concedido en Málaga, por unanimidad de un jurado formado por Javier Gomá, Estrella de Diego, Espido Freire, Alfredo Taján, Juan Casamayor (editor de Páginas de Espuma) y, en funciones de presidenta, Susana Martín Fernández (Directora del Área de Cultura del Ayuntamiento de Málaga), el XIII Premio Málaga de Ensayo José María González Ruiz a Nuria Barrios por su libro La impostora. Cuaderno de traducción de una escritora. Escritora, doctora en Filosofía, con varias novelas, libros de relatos y poemarios en su haber, profesora en el máster de Escritura Creativa de la universidad internacional de Valencia, Barrios es también traductora, en particular de dos autores que tienen una significativa presencia en la obra premiada, el novelista irlandés “dual”, John Banville/Benjamin Black, al que ya he recomendado más de una vez en el espacio, y la poeta estadounidense Amanda Gorman, de la que también hablé aquí hace un par de años en relación con su lectura de un poema, "The Hill We Climb" (La colina que ascendemos), en la toma de posesión de Joe Biden. La penúltima obra traducida por Nuria Barrios (la última es, por lo que yo sé, Mi nombre es nosotros, el poemario, publicado en nuestro país hace tres meses, de la propia Amanda Gorman) es Los muertos, el cuento de James Joyce, aparecido en una nueva y exquisita edición, de enero de 2021, en la editorial Navona y al que también hay importantes referencias en el texto que ahora os presento. El relato “joyceano” protagonizó una emisión, en un lejanísimo 24 de junio de 2002, en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, en el que os lo ofrecí, entonces en la traducción de Guillermo Cabrera Infante, entre canciones de Van Morrison. A lo largo del presente curso volveré a dedicar una edición al magistral cuento del dublinés, esta vez tomando como referencia la versión de nuestra invitada de esta tarde. 

La impostora es un breve pero muy estimulante (en mi lectura he tomado cientos de notas a partir de las sugerentes ideas esparcidas aquí y allá por su autora) ensayo literario en el que Barrios analiza, con un enfoque y un estilo muy personales, las diversas dimensiones que encierra el complejo acto de traducir, reflexionando sobre ellas, siempre en primera persona, con una voluntad filosófica, con un lenguaje poético repleto de metáforas en la mayor parte de los casos brillantísimas (también, en algunas ocasiones, oscuras o forzadas, al menos para mí) y desde ángulos y planteamientos no consabidos o incluso, a veces, inusitados en torno a un hecho que, de manera imperceptible, impregna nuestras vidas (“accedemos” a gran parte de la realidad a partir de traducciones: las traducciones en España representan en torno a un 21% de la producción editorial, informa la autora; y a ello hay que añadir películas, series, artículos periodísticos, letras de canciones, etc.: Desde que nacemos, nos esforzamos en traducir el mundo exterior, en traducir a los otros, en traducir nuestra relación con el mundo y con los otros, en traducirnos a nosotros mismos). “Breve” porque apenas llega a las ciento cincuenta páginas, descontadas las que incorporan una bibliografía que incluye medio centenar de títulos y las que recogen las notas finales. Y “ensayo literario” porque no hay en Barrios una pretensión de construir un cuerpo de conocimiento sistemático y racional -un tratado- sobre el asunto, sino que estamos, más bien, ante una indagación íntima -sin obviar las repercusiones sociales, culturales y hasta políticas del oficio-, una sucesión de pensamientos, una descripción de percepciones y estados de ánimo, un elenco de intuiciones, un libre fluir de la conciencia reflexiva, un viaje de exploración, un texto de creación literaria, en suma (Este ensayo es una exploración existencial de la lengua, que es nuestra casa. Un andar a tientas. Un viaje de descubrimiento), en torno a la doble experiencia de la traducción y la escritura, a las que el agudo bisturí de la autora disecciona con inteligencia delimitando las fronteras entre ellas e identificando sus sustanciales diferencias. 

El libro parte de la “primera vez”, del debut de Nuria Barrios como traductora, cuando, por bien confesadas razones económicas, aceptó, tras años de resistirse a ello, verter a nuestro idioma una obra literaria, en su caso Venganza, la novela de Benjamin Black, alter ego “noir” del novelista irlandés John Banville. Tras la muerte del habitual traductor de Black para Alfaguara, Miguel Martínez-Lage, la editorial propuso a Barrios hacerse cargo de Venganza, la quinta entrega, tras El secreto de Christine, El otro nombre de Laura, En busca de April y Muerte en verano, de una serie que Banville ha ido componiendo con el mismo personaje, el doctor Quirke, un anatomopatólogo forense profesionalmente ocupado en la disección de cadáveres, como protagonista central en el Dublín de los años cincuenta del pasado siglo (la serie alcanza ya los ocho títulos, tras Órdenes sagradas, Las sombras de Quirke y Quirke en San Sebastián). A cuento de esta mi recomendación de hoy resulta oportuno recordar que en una de las últimas emisiones del curso 2012-2013 os presenté aquí una reseña sobre el ciclo policiaco del irlandés, permitiéndome -en una muestra más de mi atrevida ignorancia (excúseseme el pleonasmo, sin duda oportuno)- criticar la sustitución editorial de Miguel Martínez-Lage, “dueño” de la “voz” de Benjamin Black en los primeros títulos de su serie, por la de nuestra invitada de hoy, desconociendo que el infausto Martínez-Lage había fallecido. Sin embargo, algunas de las ideas que entonces apuntaba a propósito de la influencia de la “personalidad” del traductor en el resultado final de la obra trasladada pueden ser útiles de cara a presentar ahora el libro de Barrios: 

Puede que resulte un exceso de meticulosidad por mi parte, pero parece obvio -y a estas alturas no debería haber necesidad de justificarlo- que algo (a veces mucho) de la impronta de cada traductor queda en la versión de la obra original que ofrece al público. La “voz” de Benjamin Black que escuchamos en sus libros traducidos es, obviamente, la de su autor, pero también -aunque sólo sea de un modo casi imperceptible- la de sus traductores. Y cuando se trata de una colección de libros que tienen el mismo protagonista, los mismos ambientes, bastantes personajes secundarios en común, parecería obligado que, si desconocidas exigencias editoriales [¡ay, mi ufana y temeraria incompetencia!] obligan a cambiar -en medio de la carrera- de profesional para esa labor, al menos hubiera un mínimo de coordinación entre ellos de modo que se “convinieran” criterios idénticos y opciones léxicas e interpretativas parecidas para resolver problemas y afrontar situaciones similares. Sin embargo, ello no siempre ocurre en este caso. Por ejemplo, el alcohólico Quirke -un rasgo del que os hablaré a continuación, al presentar su poderosa personalidad- se somete, en la tercera novela, a una cura de desintoxicación en la Casa de San Juan de la Cruz, un sombrío establecimiento especializado en tales menesteres, que aparece así citado con frecuencia a lo largo del libro. En la cuarta entrega, la referencia ya es otra pues Nuria Barrios ha decidido -y la alternativa es también legítima- mantener el nombre del centro en su inglés original y presentarlo, por ello, como St. John. Es verdad que el inconveniente es menor, que la memoria del lector logra inferir casi de inmediato que se trata de la misma institución, pero pese a ello la editorial debiera haberlo detectado y evitado. Otro tanto -un pequeño error, significativo pero disculpable- ocurre de nuevo también en Muerte en verano, cuando Quirke y su ayudante Sinclair, que en todo momento se tratan con un distante, muy respetuoso y absolutamente británico “usted”, pasan a un improbable tuteo en un diálogo en la página 42. Igualmente, siempre en la cuarta novela, chirría un poco la expresión “buscarse la vida” puesta en boca de un doctor irlandés de hace sesenta años. En fin, peccata minuta.

Peccata minuta, sí, pero, por detrás de lo anecdótico de los ejemplos seleccionados, aflora el marco general en el que se inscribe la laboriosa tarea del traductor y del que da cuenta Nuria Barrios al comienzo de su ensayo. Y es que, puesta a la labor de traducir a Black, nuestra autora leyó, como no podía ser de otra manera, las anteriores novelas de la serie de las que se había ocupado su predecesor. Además de reparar en el estilo elegante y muy personal de Martínez-Lage, enseguida comprobó, con perplejidad, que su lectura traductora era distinta a la suya. La historia narrada, la trama argumental, los hechos descritos y la sucesión de episodios no variaban, como es natural, pero sí los matices, aunque, afirma, en literatura, los matices tienen una trascendencia enorme. Y añade: cada traducción lleva la impronta de su autor, su manera de entender el oficio; y ello, una “verdad universal” en la profesión, lo puede detectar cualquier lector que tenga mínimamente afinado el “oído” si lee distintas versiones de un mismo texto traducido, como yo apuntaba en mi reseña de hace diez años. Os dejaré una muestra significativa de este fenómeno, en la lectura final de este comentario. 

En este acercamiento a su “debut” traductor, Nuria Barrios constata la primera complicación de las muchas que aflorarán en la recién adquirida “segunda vertiente” de su quehacer profesional. Llevada de la misma inercia a la que todos nos sometemos, casi siempre de modo inconsciente, cuando leemos textos literarios traducidos, y que nos hace admitir, con inocencia, que la voz que se “oye” en dicha lectura, es la que naturalmente brota del autor, acercarse ahora a una obra con “ojos de traductora” le hace comprobar que no existía tal cosa como un texto y su reflejo en un espejo. La obra traducida es “otra”, diferente a la original, aunque, como es obvio, con indudables concomitancias entre ambas. Surge en ella, a partir de esta constatación inicial, la conciencia de la dificultad de la tarea (la traducción me descubrió un mundo de tormentos literarios, escribirá). Víctima de una reacción no sólo intelectual sino física (romperá a llorar ante su marido y su hijo mientras prepara la cena en la cocina de su casa) le acomete la angustia por la proximidad de la entrega y la inesperada complejidad de la tarea, atenazada por el temor a no lograr una buena traducción, torturada por la fiera exigencia flaubertiana de hallar le mot juste, la palabra exacta. Y todo ello acrecentado por la ansiedad que le provoca tener que decidir si debía ser fiel al Black español, que se mantenía en las librerías con éxito, o centrarme exclusivamente en el Black irlandés y aportar mi propia traducción. Este contraste entre la inocencia y la aparente facilidad con la que, hasta entonces, había encarado su trabajo de escritora y la inopinada irrupción de la desazón, el sufrimiento, la angustia que provocaba el enfrentamiento con el texto a traducir, se pone de manifiesto desde el comienzo del libro, en una primera muestra de la larga lista de “dualismos”, de conflictos, de oposiciones, de paradojas que constituyen, a mi juicio, uno de los ejes principales de este sobresaliente La impostora (escribe Nuria Barrios: en este ensayo conviven la incertidumbre y las certezas perecederas): sencillez y dificultad, planificación y desorden, lo conocido frente a lo desconocido, rutina y extrañeza, identidad y despojamiento, alguien y nadie, normal y anormal, seguridad e inseguridad, verdad y máscara, diversidad y homogeneidad, exposición y ocultamiento, domesticidad y extrañamiento, semejanza y diferencia, inmovilidad y viaje, secreto y desvelamiento, certeza e incertidumbre, hogar y cárcel, ambigüedad y rigor, abrazo y contagio, pertenencia y desarraigo, nacionalidad y extranjería, cercanía y alejamiento, integración y exilio, conciencia y olvido, lo visible y lo invisible, oscuridad y luz, fe y extravío, literalidad o literatura, reproducción o interpretación, firmeza y pérdida, fiabilidad y exploración, respeto y creación, prisa y lentitud, actividad y pereza, razón e intuición, vida y muerte, escritora y traductora, en una sucesión de “controversias” muy inspiradoras para el lector, que se ve invitado de continuo a reflexionar sobre las numerosas pistas que va dejando en su texto la autora. 

En definitiva, el análisis de su nueva ocupación lleva a la escritora al cuestionamiento de su propia identidad. Frente a la tranquilidad de la rutina, la repetición de gestos aprendidos, la certeza de un tiempo con su principio y su final, la calma de trabajar sobre una obra que ya está hecha, que conlleva su consabida dedicación a la escritura, surgen ahora el desconcierto, la extrañeza, el desasosiego, las dudas que afloran en la traducción y ponen en tela de juicio la percepción que tiene de sí misma: ¿quién soy yo?, ¿qué soy yo? De modo rotundo y muy esclarecedor nos dice: La escritura siempre me había ayudado a hacer conocido lo desconocido. La traducción hizo desconocido lo conocido. La escritura supone sufrimiento: no alcanzar a contar lo que quiero contar y como lo quiero contar, pero la angustia derivada de la traducción es de otra naturaleza, atenta a la raíz de mi ser, a mi identidad

Y desde ese hecho se abre paso la conciencia de la impostura. Ante los escritores, su apertura al mundo de la traducción la “rebaja” a la condición de “escritora accidental”; para los traductores, siempre será una advenediza. Para unos y para otros soy una impostora, dando cuenta así del sentido último del título de su libro; para añadir: Y es cierto, lo soy, pero no por las razones que ellos piensan, sino por una cuestión ontológica que a todos atañe: ser Nadie es condición imprescindible para ser Alguien. Un cantante que imposta la voz, dice el diccionario de la RAE consultado por la autora, es alguien que hace suya una voz ajena y la utiliza en su plenitud, sin vacilación ni temblor. Y eso hace, precisamente, el traductor, identificar la voz ajena y convertirla en propia, hacer de un texto conocido, familiar, algo que, a la vez, es y no es la misma cosa. Sé bien que soy lo que no soy y que no soy lo que soy. Saberse impostora es asumir como propia la alteridad y convertirla en un ejercicio de hospitalidad. El texto de Black trasladado al español es y no es de Benjamin Black, y la voz que suena en él es y no es de Nuria Barrios. 

En torno a esta idea de partida se desarrollan las reflexiones de la escritora/traductora, que se presentan con el “apoyo” constante de ensayistas, poetas y novelistas, cuyas referencias cruzan el texto: Ósip Mandelshtam, Borís Pasternak, Borges, Octavio Paz, Ortega y Gasset, Simone de Beauvoir, Siri Hustvedt, Franz Kafka, Walter Benjamin, Ursula K. Le Guin, Clara Obligado, Salman Rushdie, Agota Kristof, George Steiner, Milan Kundera, Roberto Calasso, Fray Luis de León, Menchu Gutiérrez, Lydia Davis, Michael Cunningham, Virginia Woolf o Jhumpa Lahiri, entre otros muchos, aparte de las menciones a otros escritores como Sófocles, Camus, Boccaccio, Defoe, Theodor W. Adorno, Friedrich Schelling que afloran de continuo en el libro. 

Agrupadas en decena y media de sugerentes capítulos que abordan, ya se ha dicho, las muy variadas vertientes del ejercicio y el oficio de la traducción, el examen de Nuria Barrios sobre el objeto de su estudio se desenvuelve en torno a ideas como la influencia del trabajo de escritor en el de traductor (¿Quién escribe entonces este ensayo? ¿La escritora o la traductora? ¿Es la escritora quien narra la experiencia de quien renuncia a poseer una voz para así poseer todas? ¿O quien narra es la traductora, amoldándose a la voz de la escritora, como hace camaleónicamente con cada nuevo encargo? Al escribir este ensayo, ¿soy la voz de la traductora o su instrumento?); los sorprendentes vínculos -puestos de manifiesto durante el confinamiento al que abocó la pandemia, época en la que se redactó el libro- entre el desciframiento del código genético del virus, que constituía la principal preocupación de los científicos, y la labor, igualmente compleja, de desentrañar el sentido del texto para hacerlo accesible en otro idioma; el tránsito emocional que supone la traducción (abandonar la máscara habitual y adaptar, y adoptar, el nuevo rostro); el respeto por la obra ajena y, a la vez, la necesidad de la imaginación, de la libertad creativa; la dificultad de trasladar el encanto, la fascinación, la emoción y el eco que encierran las palabras, su musicalidad, su belleza, su sentido originario (¿Cómo se traduce la fascinación? ¿Cómo se expresa lo que no es verbal, la sombra de las palabras, su eco?), y es que traducir no consiste solo en encontrar la palabra justa, sino también el sonido justo, la cadencia adecuada, el ritmo que ayudará a que la frase fluya y las palabras encajen; los retos (el trabajo con el lenguaje, el asombro constante por su extraordinaria plasticidad, aceptar desprenderse de la tiranía de los conceptos, aceptar el sinsentido de las palabras, valorar la conjetura, la posibilidad permanente de poder decir de otro modo, asumir la trampa y la potencialidad de los malentendidos, comprometerse a las correcciones), las amenazas (la de malinterpretar, la de equivocarse), las dudas (sobre las elecciones lingüísticas) que atenazan a quien traduce; la imposibilidad de que los algoritmos que manejan los programas de traducción automática, por desarrollados que sean, lleguen a la “precisión” de la traducción literaria, precisamente porque ésta requiere de imaginación y audacia, no sólo de conocimientos y datos; el exilio al que se somete el traductor, obligado a abandonar la naturalidad y la relación espontánea que mantiene con su idioma materno para adentrarse en un territorio que, alejado de la cotidianidad, exige la distancia, el extrañamiento; entre otros muchos asuntos muy sugestivos. 

Hay, además, una vertiente algo más “tangible” en el libro, no ligada en exclusiva a los problemas técnicos y “ontológicos” de la traducción y más conectada con otras dimensiones políticas, sociales o culturales, más cercana por tanto a lo que puede interesar a un lector común. Quiero resaltar aquí cinco de ellos, los que tienen que ver con el feminismo; con la persecución que sufren los traductores de obras “problemáticas” para el islamismo radical; con las peripecias vividas por algunas traducciones de clásicos, La metamorfosis de Kafka, Los muertos, de Joyce; con las singularidades prácticas del oficio, en particular los honorarios -exiguos- que perciben los traductores; y, por fin, con el actual apogeo de la cultura woke y la exacerbación de la corrección política, puestos de manifiesto de manera paradigmática en el caso de Amanda Gorman. 

El modo en que Nuria Barrios afronta el enfoque feminista con el que quiere ofrecer su obra al lector es la parte más controvertida y, desde mi particular punto de vista, menos convincente del libro. Mientras tecleo estas líneas, afirma transcurridas las cuarenta primera páginas de su ensayo, decido escribir en femenino. Consciente de la cruda desigualdad que aflora en las cifras recogidas por la Asociación Colegial de Escritores y Traductores de España, según las cuales el sesenta y cuatro por ciento de los traductores colegiados son mujeres y el treinta y seis por ciento, hombres. En las aulas universitarias donde se estudia Traducción, el noventa por ciento de los estudiantes son mujeres. Sin embargo, solo trece mujeres han sido galardonadas con el Premio Nacional de Traducción que, desde 1984, otorga el Ministerio de Cultura. Y solo ocho han recibido el Premio Nacional a la Obra de un Traductor desde 1989. Trece de cuarenta y ocho; ocho de treinta y dos, y “arropada” intelectualmente por el ejemplo de Ursula K. Le Guin, Siri Hustvedt y Virginia Woolf, Barrios resuelve en ese momento temprano de su libro, usar el femenino cuando se refiera a lectores y traductores, pues en ambos dominios son las mujeres las que, mayoritariamente, leen y traducen. Lectoras y traductoras, pues, por doquier, en una opción, obviamente respetable, pero que, a mi juicio, se fundamenta en presupuestos de los que sólo puedo discrepar. El genérico masculino difumina a las mujeres hasta eliminarlas del lenguaje, escribe. Y pienso, ¿existe el genérico masculino o, por el contrario, el genérico es genérico, ni masculino ni femenino, por lo tanto; aunque en muchos casos -no en todos- coincida con el masculino? ¿En verdad el genérico elimina a las mujeres del lenguaje? ¿Cuándo escuchamos alusiones a jueces, profesores, psicólogos, informáticos, escritores pensamos sola, exclusiva y automáticamente en hombres? ¿Y si las menciones son a juristas, docentes, psiquiatras, analistas de datos o poetas, no lo hacemos? ¿El fenómeno de “eliminación” y “ocultamiento” sólo ocurre si la palabra que designa la profesión respectiva no termina en “a”? Desde mi particular perspectiva (limitada: no soy filólogo, ni lingüista, ni experto en cuestiones gramaticales) y con todo el respeto, endeble argumentación. Al igual que la que se construye a partir de la reflexión de Siri Hustvedt: El estigma de lo femenino y sus innumerables asociaciones metafóricas afectan a todo el arte, no solo al visual. Pequeño, suave, débil, emocional, sensible, doméstico y pasivo se oponen a las cualidades masculinas grande, duro, fuerte, cerebral, resistente, público y agresivo, de la que discrepo al negar la mayor: ¿de verdad alguien jerarquiza cualidades como las reseñadas y, de hacerlo, considera negativas -o inferiores-, en cualquier caso y sin matices, cualidades como pequeño, suave, débil, emocional, sensible, doméstico y pasivo? Por mucho que mire a mi alrededor -y al margen de casos excepcionales de pseudoneardentales cerriles- no veo por ningún lado un efecto «contaminante» de lo femenino (de nuevo Siri Hustvedt: lo masculino da prestigio, mientras lo femenino contamina; ¿en serio?, ¿en qué ámbitos?). Aunque no descarto, claro está, que mi visión esté obnubilada -cegada- por la secular dictadura heteropratriarcal. 

Sin embargo, y siempre en este “frente” abiertamente feminista del libro, resultan interesantes las reflexiones sobre las traducciones de la Biblia, las sutilezas en torno a las dos traducciones del Génesis en las que Eva habría sido creada, respectivamente, de la costilla o del costado de Adán, versiones distintas de la palabra original, tzela, siendo cada una de ellas el germen de una versión jerarquizada de la humanidad: la mujer que surge de una parte del hombre y, por tanto, subordinada a él, o la que nace a su lado y, en consecuencia, igual a su compañero. La hoy asentada y mayoritaria opción por “costilla” fue una elección política, afirmará contundente Barrios, que fue alentada por la jerarquía religiosa y el poder civil y que ha legitimado una sociedad patriarcal; conclusión que resulta, quizá, demasiado categórica para una mera discrepancia “técnica” en la interpretación de un determinado vocablo en un texto supuestamente sagrado. Es también curiosa la disquisición -siempre a partir del objeto central del libro, la traducción- acerca de si fue manzana o fue higo el fruto de la tentación original. 

En un segundo orden de cosas, y tras traer a colación de nuevo la Biblia, con el mito -obvio dado el asunto tratado- de la torre de Babel (que permite jugosas reflexiones sobre la diversidad de las lenguas, la metafórica condición del traductor como exiliado, desterrado o refugiado, o el cosmopolitismo inherente al oficio de la traducción), Barrios abre un muy sugestivo capítulo -Una taza de té y una calavera, en un rúbrica que recoge, de nuevo, el hilo conductor “dual” que permea el texto entero: Símbolos de la inofensiva imagen doméstica que presenta la traducción y del peligro real que entraña- en el que analiza los riesgos que supone traducir. Y lo hace partiendo de la desgraciada y dolorosa experiencia de la fetua a Salman Rushdie, tras la publicación de sus Versos satánicos (originada por una mala traducción del título de la novela, cuyas singularidades precisa y acota la autora), y, sobre todo, la funesta y fatal de sus traductores, como el catedrático Hitoshi Igarashi, que había vertido la novela al japonés, asesinado; Ettore Capriolo, traductor al italiano, acuchillado; Aziz Nesin, responsable de la adaptación al turco, que sobrevivió a un incendio provocado en el hotel en que se alojaba en el que murieron treinta y siete personas; William Nygaard, editor noruego de la novela, que recibió tres tiros por la espalda; la traductora a dicho idioma, Kari Risvik, objeto de amenazas y obligada a vivir con protección policial. En España, el libro apareció con la traducción de un ficticio J. A. Miranda o, en otras ediciones, de una evanescente Documentación y Traducciones, S. L. En esta larga lista de “víctimas” de las traducciones comparecen también los traductores al servicio de los países internacionales en Afganistán (durante la guerra de Irak, la publicación Armed Forces Journal atribuyó a los intérpretes del ejército diez veces más probabilidades de morir que a las tropas de la coalición internacional desplegada en el país), o “nuestro” Fray Luis de León, que penó casi cinco años en las cárceles del Santo Oficio por traducir por primera vez del hebreo al castellano el Cantar de los Cantares

Todos estos ejemplos sirven a Barrios para profundizar en algunas de las cuestiones que ya había presentado en otras secciones de su libro y que constituyen uno de los núcleos de su reflexión: ¿Cuál es la tarea del traductor: trasladar literalmente un texto, palabra por palabra, o interpretarlo? ¿Es sólo un medio o un creador? ¿Su responsabilidad es literaria o moral? ¿Sus decisiones son estéticas o éticas? A partir de estas controversias, y partiendo del dictum clásico, Traduttore, traditore (traductor, traidor), la ensayista se detiene en el análisis de otras no menos estimulantes: la traducción como un fenómeno a caballo de la literalidad y la literatura, de la reproducción y la interpretación, de la obsesión por la literalidad y la recreación innovadora. Surgen así los ejemplos de Ursula K. Le Guin al traducir el Tao Te Ching, de Lao-Tse, con rigor imaginativo; de Vladimir Nabokov al traducir al inglés, palabra por palabra, Eugene Oneguin, la novela en verso de Aleksandr Pushkin, en una edición que requirió cuatro volúmenes, uno con el texto de la traducción, dos dedicados a las notas del traductor y el último, con el original en facsímil del cirílico; las cuatro distintas versiones españolas de Los muertos, de James Joyce, debidas a Guillermo Cabrera Infante, María Isabel Butler de Foley, Eduardo Chamorro y la propia Barrios (en el libro se incluyen, a modo de muestra paradigmática de las dificultades de la traducción, las cuatro distintas interpretaciones de un mismo fragmento, que os dejo al término de esta reseña); la rara peripecia editorial del título de La metamorfosis, de Kafka, que hace unos años os presenté aquí al hablaros de una edición del libro en la editorial Galaxia Gutemberg, en la que aparece bajo la rúbrica de La transformación; la curiosa anécdota protagonizada por la autora y su hijo, a propósito de las distintas ediciones de La llamada de lo salvaje, de Jack London, exigida como lectura obligatoria en el colegio del pequeño, con la divergencia entre el texto escolar y el que Barrios tenía en su casa, La llamada de la selva (Cuando abrí la primera página y la comparé con la de mi ejemplar se me vino el mundo encima. No coincidían las frases. Hasta la extensión de los párrafos era distinta: en mi edición eran párrafos largos, apenas había puntos y aparte; en la nueva eran párrafos breves y ágiles. La respiración del texto había cambiado. Era una nueva traducción. Era otra novela); las críticas a Deborah Smith traductora de La vegetariana, de la coreana Han Kang (presentada también aquí hace unos años); los muy llamativos casos del hombre que tradujo un libro de Milan Kundera sin saber una palabra de checo o el del erudito chino de principios del siglo XX, Lin Shu, que tradujo al chino, con gran éxito, los clásicos de la novela europea: La dama de las camelias, de Alejandro Dumas; Robinson Crusoe, de Daniel Defoe; Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift; David Copperfield, de Charles Dickens; Cartas persas, de Montesquieu o el Quijote, sin saber ni francés ni inglés ni, por supuesto, español (traducía de oído a partir de las versiones de las obras que le contaban sus amigos). Hay, a este respecto, un interesante excurso sobre “lo que se pierde sin remedio en las traducciones”, con el término acuñado para designarlo, Lost in translation. Para situar las sugestivas ideas de Nuria Barrios sobre el asunto basta un ejemplo: En hebreo, la palabra Adam (hombre) evoca la tierra (adamá) y la sangre (dam), porque de arcilla y sangre fue hecho el primer hombre. En nuestra traducción al español, Adán, nada queda de la historia de su creación, perdido el eco del alfarero originario

Otra vertiente de interés en el libro es la que tiene que ver con la descripción de la experiencia cotidiana de la traducción considera como un oficio. Desde este punto de vista, Nuria Barrios, tras señalar las muchas diferencias entre el lector convencional, que lee por placer, pendiente sobre todo del impacto que genera el texto: el desasosiego, la inquietud, la ternura, la excitación, la tristeza, el asombro, el rechazo, y quien lee para traducir, pendiente exclusivamente del texto, se detiene brevemente en alguna cuestión más “prosaica” y sin embargo sustancial, como es la de los honorarios, el pago a los traductores por sus servicios profesionales. La reflexión central de esta sección de La impostora gira sobre el hecho de que la forma convencional de retribuir al traductor es el pago por palabra, contando el número final de caracteres del texto. Esa circunstancia, considera “normal” en el sector, revela su absurdo bajo el lúcido examen de la autora. Habida cuenta de que, como se ha visto, lo que la traducción hace es dar cuenta de lo que no existe, de lo intangible, de lo innombrado, del espíritu, del alma, del corazón palpitante de un texto, y ello se lleva a cabo, en la mayoría de los casos, alejándose de su literalidad y abriéndose a la evocación y la sugerencia, la pregunta escéptica surge de inmediato: ¿Cómo se paga la sugerencia? ¿Cuánto mide? ¿Cuánto pesa? En afortunada comparación Barrios señala que si una obra arquitectónica es más que la suma de ladrillos, un cuadro más que los tubos de pintura o los pinceles que el autor utilizó, una composición musical más que el pentagrama y las notas, sin embargo, a la hora de pagar una traducción, lo obvio son los ladrillos, los tubos de pintura, los pinceles, el disolvente, el yeso, las corcheas. Leemos, así, que un agricultor de l’Horta, en Valencia -ése es el ejemplo que aparece en el libro, a partir de un reportaje radiofónico- cobra 0’07 euros por cada cebolla, exactamente la tarifa que se paga por palabra en muchas traducciones. La palabra «cultura» viene de «cultivo». Traductoras y agricultores, cultivadores ambos, sufrimos el mismo abuso, concluye, lógica, la ensayista que, a continuación, ofrece un alegato -cargado de razones- para reivindicar una mejor consideración del traductor por parte de las editoriales, en el pago (quien paga como un contable renuncia a exigir una buena traducción), en la preocupación y el cuidado por propiciar las mejores condiciones para una buena traducción (las prisas editoriales fuerzan a los traductores a no ser meticulosos si quieren vivir de su oficio) y, no menos importante, en el respeto y la consideración debida a los traductores en tanto, en cierta medida, “co-creadores” de la obra. Se suma así Nuria Barrios a la iniciativa, subrayada en el libro, de la escritora y traductora literaria Jennifer Croft, ganadora del Booker Prize International por la traducción de Los errantes, de Olga Tokarczuk, que desde hace unos años se niega a traducir libros si no aparece su nombre en la portada, en una propuesta que acabó por convertirse en un movimiento de repercusión mundial, Traductores en la portada, al que se han sumado muchos otros profesionales: A partir de ahora, exigiremos en los contratos y en la publicidad que los editores se comprometan a que el nombre del traductor aparezca en la portada

Con esta reseña crecida ya desmesuradamente, y fuera de cualquier límite de espacio y tiempo admisible para este formato, paso a comentaros la última gran cuestión de interés del libro, que sólo puedo esbozar pese a que sus ramificaciones son muchas, muy polémicas y, en consecuencia, dignas de un análisis más detallado. Se trata de lo que podríamos denominar “el caso Amanda Gorman”. En síntesis forzosamente apresurada: Amanda Gorman es la joven -veinticuatro años- poeta americana, de raza negra, que en la ceremonia de investidura de Joe Biden saltó a las primeras planas de todos los medios del mundo por su lectura de su poema The Hill We Climb (La colina que ascendemos). El impacto de la aparición de la muchacha, elegantemente vestida con un llamativo abrigo amarillo de Prada, recitando con entusiasmo y seguridad sus combativos versos provocó que editoriales de todo el mundo se aprestaran a publicar el texto y en apenas dos meses se habían firmado ya las traducciones a diecisiete lenguas distintas. Nuria Barrios fue la elegida para la versión española. La traductora contratada para verter al neerlandés el poema de Gorman, Marieke Lucas Rijneveld, ganadora también del Premio Booker Internacional, se vio obligada a renunciar, a pesar de haber sido la elegida por la propia autora, a causa de la furibunda reacción desatada en las redes sociales tras un artículo escrito por Janice Deul, una periodista y activista holandesa, también de raza negra, en el diario Volkskrant. Deul impugnaba la elección de una traductora que no era, como Amanda Gorman, una artista de spoken word, joven y orgullosamente negra. La polémica consiguiente, en la que en su momento intervino Nuria Barrios con un interesante artículo en El País, es recreada ahora en La impostora, y, como es obvio, con idénticos argumentos a los entonces esgrimidos en su colaboración periodística: críticas a la política identitaria, a la práctica censora fundada en unos esquemas ideológicos, lo que ha dado en llamarse la “cultura woke”, según los cuales, en este caso -y por desgracia en tantos otros, que proliferan por doquier-, lo que importa no es la calidad de la traducción sino la identidad de la traductora que, en una derivación delirante, “debía” ser mujer, joven, negra, practicante de las performances de la palabra hablada, y claro, perfecta dominadora del inglés y el holandés. Como apunta Barrios con ironía, no se sabe si en el elenco de “exigencias” debía de figurar también el abrigo amarillo. La voz de quien traduce abraza todas las voces, concluye la autora, cerrando convincentemente, a mi juicio, el estéril debate, en una idea que sirve de síntesis del libro y con la que, ¡por fin!, pongo término a esta reseña: Para poder ser todos, ha de disolverse y renacer. Salir de sí para entrar en otros. Al contrario de otras disciplinas en las cuales el artista busca tener una voz, un sello, ser Alguien, en la traducción la excelencia se basa en la metamorfosis, en la posibilidad de ser cualquiera. Se trata de ser no siendo. O de no ser siendo. El símbolo de quienes traducen es el camaleón

En fin, os dejo con el ya mencionado pasaje de La impostora en la que su autora transcribe las cuatro versiones distintas del primer párrafo de Los muertos presentes en las cuatro ediciones españolas del libro. Como acompañamiento musical a mi comentario y tirando del hilo de la expresión comentada, Lost in translation, os ofrezco uno de los temas, Alone in Tokyo, del grupo francés de música electrónica Air, extraído de la banda sonora de la película del mismo título, dirigida por Sofia Coppola. 


«Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente muertos. No había todavía acabado de hacer pasar a un invitado al cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la planta baja, para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando de nuevo sonaba la quejumbrosa campana de la puerta y tenía que echar a correr por el zaguán vacío para dejar entrar a otro. Era un alivio no tener que atender también a las invitadas. Pero Miss Kate y Miss Julia habían pensado en eso y convirtieron el baño de arriba en un cuarto de señoras. Allá estaban Miss Kate y Miss Julia, riéndose y chismeando y ajetreándose una tras la otra hasta el rellano de la escalera, para mirar abajo y preguntar a Lily quién acababa de entrar» Guillermo Cabrera Infante, 1972. 

«Lily, la hija de la guardesa, tenía los pies literalmente hechos polvo. Apenas había conducido a un caballero a la pequeña despensa junto a la cocina en el primer piso, cuando ya sonaba de nuevo la vieja campana de la puerta y tenía que atravesar corriendo el desnudo vestíbulo para dar paso a otro invitado. Menos mal que no era cosa suya atender también a las damas. Pensando en eso, la señorita Kate y la señorita Julia habían convertido el cuarto de baño de arriba en un vestidor de señoras. La señorita Kate y la señorita Julia se encontraban allí, chismorreando y riendo y metiendo bulla, yendo una detrás de la otra a lo alto de la escalera para asomarse sobre la barandilla y llamar a Lily y preguntarle quién acababa de llegar» Eduardo Chamorro, 1993. 

«La pobre Lily, la hija del vigilante, tenía los pies literalmente deshechos. Apenas había hecho pasar a un caballero al cuartito ropero de detrás de la oficina de la planta baja, y le había ayudado a quitarse el abrigo, cuando se volvía a oír el sonido estridente del timbre de la puerta principal y tenía que volver a cruzar corriendo el vestíbulo para abrirle la puerta a otro invitado. Y menos mal que no tenía que ocuparse de las señoras. Porque la señorita Kate y la señorita Julia, pensando en ello, habían convertido el cuarto de baño de arriba en un tocador para las invitadas. Allí estaban las dos, la señorita Kate y la señorita Julia, chismorreando y riendo, atareadas y pisándose los talones la una a la otra para situarse estratégicamente en el descansillo de la escalera, asomarse por encima del pasamanos y preguntarle desde allí a Lily quién acababa de entrar» María Isabel Butler de Foley, 1994. 

«Lily, la hija del portero, corría sin aliento de un lado a otro. Apenas acababa de conducir a un caballero a la pequeña despensa situada detrás del chiscón, en la planta baja, y le había ayudado a quitarse el abrigo, cuando el ruido destemplado de la campana de la puerta principal sonaba otra vez y ella debía atravesar a la carrera el zaguán vacío para abrir a un nuevo invitado. Afortunadamente, no tenía que atender también a las señoras. La señorita Kate y la señorita Julia habían sido previsoras y habían convertido en vestidor el cuarto de baño del primer piso. Allí arriba estaban la señorita Kate y la señorita Julia sin parar quietas, supervisándolo todo, cotilleando y riendo y apresurándose, una detrás de otra, hacia el rellano de la escalera, inclinándose sobre el pasamanos y llamando a Lily para preguntarle quién acababa de llegar» Nuria Barrios, 2021.

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Nuria Barrios. La impostora

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