Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 14 de diciembre de 2022

REGALOS NAVIDEÑOS (I) 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. En estas dos últimas emisiones del trimestre -y del año-, la de hoy y la de dentro de siete días, nuestro espacio va a abandonar temporalmente la fórmula acostumbrada, que consiste en comentar por extenso un libro -o alguno más, de manera excepcional- para ofreceros un par de programas “multitudinarios”. Coincidiendo con la inminencia de las Navidades, y con ellas de la benéfica costumbre del regalo, quiero ofreceros, en esta breve serie, una amplia muestra de recomendaciones de libros -cerca de una veintena de títulos- que, además de tratarse de muy interesantes propuestas de lectura, pueden resultar también excelentes como obsequios propios de estas fechas. Como es natural, mis sugerencias aparecerán aquí a través de una presentación necesariamente más breve, limitada a algunas sucintas pinceladas con las que pretendo convencer a nuestros lectores, oyentes y espectadores, de la conveniencia de su lectura. 

En este sentido, y dada la cantidad de libros de los que voy a hablaros, voy a agruparlos por géneros y temáticas, lo cual favorece también la labor de Papá Noel y de los Reyes Magos, que podrán encontrar, en mi muy diverso listado de recomendaciones, los más acordes a las preferencias de cada particular destinatario. Habrá así, en el apretado programa de ambas emisiones, novelas, cuentos, libros de viajes, de cine, de poesía, de fotografía, de música, de historia, y hasta una serie de textos inclasificables, en una suerte de compilación miscelánea de rarezas varias, todas, creedme, muy apetecibles. 

En el caso de esta tarde, mi primera “tanda” de propuestas de estos Todos los libros un libro navideños se abre con una selección integrada por cuatro obras de ficción literaria, con otros tantos títulos de autores que ya han protagonizado sendas emisiones en temporadas pasadas del espacio y de los que hoy quiero recomendaros sus más recientes publicaciones en nuestro país. Empezaremos con el norteamericano Amor Towles, del que presenté aquí, en el mes de mayo, sus dos primeras novelas, la muy estimable Normas de cortesía y la deslumbrante Un caballero en Moscú. La editorial Salamandra, que alberga en su excepcional catálogo ambas obras, nos trae ahora, publicada hace apenas unos meses, la más reciente, La autopista Lincoln, que aparece en la traducción de Gemma Rovira Ortega, responsable también de la versión española de Un caballero en Moscú. La autopista Lincoln a la que hace referencia el título del libro es una de las más importantes vías terrestres estadounidense -equiparable a la también legendaria Highway 66-, que une la costa este y la oeste del inmenso país norteamericano, desde su inicio en Times Square, en Nueva York, hasta su término en el Lincoln Park de San Francisco. 

Los personajes principales del libro -que reúne un amplio elenco de deslumbrantes secundarios- son cuatro chicos huérfanos que, en 1954, viajarán “a contracorriente” desde Nebraska -situada en la mitad, más o menos, de la ruta- hasta la gran urbe neoyorquina con la intención de, desde allí, recorrer la gran vía “lincolniana”. Los chicos son Emmet Watson, de apenas diecisiete años, que acaba de dejar un centro de menores en el que ha vivido un difícil internamiento de más de un año, a causa de un homicidio involuntario del que fue acusado; su hermano pequeño, Billy, que espera la llegada de su idolatrado hermano mayor para ir en busca de su madre, que abandonó sin explicaciones el hogar familiar en dirección a California, dejando un tenue rastro de escuetas postales enviadas desde diferentes lugares de la famosa autopista, aunque lleva ya ocho años sin dar señales de vida; y Duchess y Woolly, dos también jóvenes amigos de Emmet, a los que conoció en el oscuro y siniestro reformatorio, del que han escapado escondidos en el maletero del coche del alcaide. El fantasioso Billy, con su imaginación rebosante de las historias y aventuras recopiladas en su libro de cabecera, el Compendio de héroes, aventureros y otros viajeros intrépidos del profesor Abacus Abernathe, una miscelánea que glosa los viajes de los héroes clásicos, sueña con reencontrar a su madre a partir de las vagas pistas de aquella esporádica y ya remota correspondencia. La muerte del padre y el desahucio de la casa familiar parecen constituir el desencadenante propicio para lanzarse a la subyugante expedición que acabarán por acometer, los cuatro, subidos a un Studebaker Land Cruiser de 1948, único legado, junto a un sobre con una respetable cantidad de dólares, de su difunto padre. 

El libro narra, en una trepidante sucesión de episodios, peripecias, vueltas de tuerca, giros en la trama y lances inesperados, los diez días en los que se desenvuelve la quimérica -y muy real- aventura de los muchachos, durante los cuales se verán envueltos en infinidad de situaciones imprevistas, superarán dificultades y obstáculos sin cuento, conocerán a un gran número de individuos de toda índole -vagabundos, mendigos, actores de segunda, payasos de patética existencia, al propio profesor Abacus Abernathe, obsequiosas mujeres de disipada vida-, y, en definitiva, vivirán el imprescindible rito de paso a la edad adulta. Y es que La autopista Lincoln es, aparte de un relato apasionante e irresistible, una novela de iniciación; un libro de viajes (con la presencia, explícita o más o menos escondida, de la Odisea, la Eneida, el Quijote, Moby Dick; un revelador retrato de la Norteamérica de los años 50; una profunda reflexión filosófica acerca del sentido de la vida; un alegato, surcado de numerosas referencias literarias (Huckleberry Finn, Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman), a favor del poder liberador de la lectura; una encendida defensa de la amistad, de la honradez, de la entrega, de la bondad, de la integridad, de los más nobles valores humanos; una comprometida reivindicación de la diversidad, del respeto a las diferencias de sexo, raza, credo u origen social; y, en definitiva, una entusiasta invitación al pleno disfrute de la vida. 

Contado desde múltiples puntos de vista, alternando la tercera persona y la primera de algunos de los protagonistas, con un enfoque coral que permite una visión poliédrica de la realidad descrita, con constantes desplazamientos temporales, con una atmósfera simultáneamente optimista y melancólica, y con una historia adictiva que hace casi imposible el abandonar su lectura, el libro confirma el talento literario de su autor, ya suficientemente demostrado en sus dos novelas anteriores. No os la perdáis (y a esperar la siguiente, que, al parecer, ya se está fraguando). 

A finales del pasado enero, hace ya, pues, casi un año, os hablé aquí de El hombre de Calcuta, la primera entrega de una serie que ya cuenta con cuatro títulos más, el último aparecido este mismo 2022. En aquel momento solo estaba traducido en nuestro país el reseñado por mí, pero este octubre ha visto la luz ya la segunda novela, tan interesante y arrebatadora como la que abrió el ciclo. Se trata de Los príncipes de Sambalpur, su autor es el angloíndio Abir Mukherjee y aparece, como el anterior, en la editorial Salamandra, con el mismo traductor, Jofre Homedes Beutnagel. Os remito a mi reseña de entonces para situaros en el marco en el que se desarrollan las aventuras del capitán Sam Wyndham que, junto a su inefable ayudante indio, el singular, inteligente y capaz sargento Surendranath “Surrender-not” Banerjee, muy tímido, empero, con las mujeres, se desempeña, a las órdenes de lord Taggart, comisario de la Policía Imperial de Bengala, como investigador en una Calcuta populosa, palpitante, abigarrada, caótica, asfixiante, desmesurada, colorista, pestilente, enigmática, contradictoria e impenetrable, núcleo central del conflicto colonial entre el Raj, el Gobierno del Imperio británico en la India, y los movimientos insurgentes en pro de la independencia. Y es que la desbordante urbe india vuelve a ser, como en la primera entrega del ciclo, más allá del interés de la narración y de la notable caracterización de los personajes, una presencia destacada en la novela. He aquí una muestra suficientemente significativa de la atmósfera que impregna el libro, capaz de trasladar al lector a aquellos abigarrados escenarios: El barrio chino de Calcuta se llamaba Tangra y era una ratonera de callejones sin asfaltar situada al sur de la Ciudad Blanca, un sórdido arrabal de grandes dormitorios y ruinosas fábricas ocultas detrás de muros altos y puertas de metal rematadas con púas. De día no había casi nada de interés: la misma incuria que se podía encontrar en cualquier otro suburbio, con la diferencia, respecto a otras zonas no blancas, de que casi toda la rotulación estaba en chino. De noche, en cambio, Tangra se convertía en una colmena de destilerías ilegales, cocinas callejeras, timbas y fumaderos de opio. Resumiendo, que albergaba todas las cosas que hacían que valiese la pena vivir en una metrópolis sofocante y destartalada de varios millones de personas

Las peripecias que en esta nueva aventura viven, en apenas una semana de junio de 1920, Wyndham y Banerjee se desencadenan a partir del asesinato de “Su alteza serenísima” Adhir Singh Sai, príncipe heredero del reino de Sambalpur. Directamente concernidos por la muerte, que se produce en presencia de ambos, el capitán y su ayudante (que había coincidido con Adhir en su etapa de estudiante universitario en Inglaterra) viajarán al exótico estado de Orissa, cercano a Bengala, en el noreste de la inmensa península india y en el que se encuentra el pequeño (del tamaño de la isla de Wight, se dice en el libro) y legendario reino casi feudal, mencionado ya por Ptolomeo, con el propósito de desentrañar las claves de la muerte del joven descendiente del muy anciano marajá, cuya sucesión natural ha quedado ya definitivamente truncada, con un nuevo heredero -Punit, el hermano menor de Adhir- llamado ahora a ocupar el trono y al que por ello apuntan algunas sospechas que lo suponen autor del crimen. 

En el desarrollo de la investigación aflorarán infinidad de hilos que se enredan en la trama y que la hacen subyugante desde el punto de vista de su eficacia en cuanto thriller policial. Aparte de la apuntada posibilidad del conflicto dinástico, aparece, en primer lugar, la cuestión política, pues el voto del fallecido hubiera resultado crucial para la creación de la Cámara de los Príncipes, una suerte de Cámara de los Lores india ideada por el gobierno británico como una institución que daría voz a los colonizados y que acallaría así las exigencias de independencia de la población autóctona. La incorporación a ella de los príncipes nativos (más de quinientos en toda la inmensa península del Indostán) depende en gran medida del pequeño reino, cuyo príncipe, que cuenta con un gran ascendiente sobre muchos otros estados minúsculos, había anticipado su toma de posición contraria a la iniciativa (Todo el asunto es una tomadura de pelo. Será una simple tertulia de café. No engañará a nadie), lo que quizá hubiera provocado su muerte. El juego de intereses contrapuestos entre los altos funcionarios del Imperio, las presiones de las fuerzas vivas que rodean al marajá, la poderosa resistencia al cambio de las clases dirigentes (Dicen que tenemos miles de años de historia a nuestra espalda, pero ¿qué ha cambiado, en el fondo, durante todo ese tiempo? El pueblo rinde culto a los dioses como lo hicieron durante milenios sus antepasados, y hay poca diferencia entre cómo labran la tierra nuestros campesinos y cómo araban en tiempos del Mahabharata. Los cambios son lentos, en esta tierra nuestra; ni el viento del desierto tarda tanto en reducir las montañas a guijarros. Siempre habrá quien se oponga a ellos con todas sus fuerzas), las maniobras de los intrigantes palaciegos, las conjuras larvadas o notorias en los círculos del poder, las complejas relaciones entre quienes podrían beneficiarse de la muerte del marajá tras la desaparición de su heredero, las acciones de los grupúsculos de fanáticos religiosos (el asesino, que se disparará en la sien antes de ser capturado, vestía la túnica azafranada de los sacerdotes hinduistas; mientras que el fallecido, no era un hombre religioso; de hecho, creía que la religión era la causa de todas las supersticiones y retrasos del país), la oposición de los rebeldes de la izquierda radical, que llega a veces al terrorismo en su rechazo a la presencia de los británicos (una joven maestra, conocida principales agitadora contra el marajá, será detenida como principal sospechosa), las maquinaciones en las interioridades del zenana, la parte de la casa que alberga el harén del marajá, un efervescente entramado de esposas, concubinas y eunucos que en su espacio inaccesible urden oscuras intrigas (¿Por qué iban a ser distintas las mujeres del harén? ¿Qué se cree, que sólo porque usted no pueda verlas son ellas las que están en desventaja? ¿No se da cuenta de que lo ven y lo oyen todo? Y, en lo que respecta a los negocios, a menudo es muy beneficioso ver y no ser visto), convierten a Sambalpur en un hervidero de enredos y conspiraciones, entre las que no faltan las derivadas de un cierto exotismo antropológico, con la recurrente comparecencia de una maldición que desde hace siglos pesa sobre la familia real de Sambalpur, hilada a mitos locales, en particular a la leyenda del Señor Jagannath, dios de los bosques, un avatar de Vishnu el Protector, la segunda deidad de la trinidad hinduista de dioses responsables de la creación, manutención y destrucción del mundo. En todos estos variados frentes que la novela abre pueden encontrarse, tal vez, las causas últimas del asesinato. 

Además, la inmensa riqueza del reino, trufado de minas de diamantes, introduce una dimensión adicional al asunto, la económica, con la muy notable presencia de la Compañía Anglo-India de Diamantes, que, arrastrada por la codicia que despertaba su fecundo subsuelo, en más de una ocasión en el pasado había tratado de anexionarse Sambalpur, interesada en controlar el futuro del reino. Añádase al argumento una vertiente romántica, pues el infortunado príncipe mantenía, abiertamente, al margen de su matrimonio y frente a las tradiciones de su pueblo, una notoria relación sentimental con una joven inglesa, para que el cúmulo de presuntos implicados complique las investigaciones: La lista de posibles sospechosos no dejaba de aumentar: a Punit se le habían sumado la mujer del difunto príncipe, las fuerzas de seguridad británicas y la Compañía Anglo-India. Tenía la impresión de que la única persona a quien podía descartar era la mujer a la que las autoridades habían detenido por el crimen, dirá Wyndham, en la primera persona con la que relata su historia. 

Mientras avanza la pesquisa, eje central del libro, que se narra con agilidad y ritmo, nos volvemos a encontrar con las pautas principales que ya sobresalían en la anterior novela, un hecho que reconoce y agradece el lector que disfrutó del título inaugural de la serie. Así, Mukherjee vuelve a mostrarnos a un Wyndham de personalidad algo compleja, por un lado inteligente y decidido, independiente y reacio a someterse a la autoridad y a aceptar las reglas, tantas veces absurdas, que de ella emanan, pero, a la vez, afligido, aunque en menor medida que en el anterior episodio, por su dura experiencia en la Gran Guerra, dolido aún por la muerte de su esposa, incómodo en su soledad sentimental no deseada, con un perfil psicológico, en definitiva, singular y poco convencional. En este plano destaca de nuevo la presentación de la adicción al opio del capitán, en un rasgo particular del personaje que lo emparenta, quizá, con el Sherlock Holmes cocainómano. 

Están también, ya se ha adelantado, los elementos del paisaje local que, descritos con precisión y rigor, con abundancia de detalles bien documentados, permiten al lector “transportarse” al espacio y al tiempo en los que transcurre la narración. E, igualmente, vuelve a comparecer el contexto social y político de la India, su convulsa realidad, representada en los intereses económicos y políticos en juego, en la presencia colonial, en las desigualdades y los abusos que conlleva la dominación británica, en el racismo explícito -y el subyacente-, en la diversidad de credos, orígenes, razas y pueblos que caracteriza aquella sociedad plural (Entrar en la estación de Howrah era algo parecido a internarse en Babel antes de que el Señor discrepase con el proyecto constructivo: todos los pueblos del mundo reunidos bajo el techo de cristal manchado de hollín de la estación. Blancos, autóctonos, orientales y africanos se hacinaban empujándose frente a las taquillas; granjeros, peregrinos, militares y asalariados se abrían paso en dirección a los andenes con la esperanza de poder embarcarse hacia el destino deseado. Más allá de otras consideraciones, la estación de Howrah no era apta para pusilánimes), en las difíciles relaciones entre los funcionarios blancos y la inmensa mayoría de la población sometida, en los movimientos insurgentes. 

El muy sugerente cóctel se completa con la reaparición de la atractiva señorita Annie Grant, independiente y decidida, además de angloíndia (rasgo esencial en determinados episodios de la trama), que sigue despertando en el investigador una extraordinaria atracción, que a menudo se acompaña, dado el libérrimo comportamiento de la chica, de inseguridades y celos en el enamorado Wyndham, capaz, sin embargo, de relativizar sus padecimientos con frecuentes muestras de un humor algo cáustico, en otro de los signos distintivos de la trama. Por todo ello, en fin, os recomiendo este libro de interesante y placentera lectura. 

En este mismo ámbito de la novela negra “ligera” (un regalo muy propicio para quien no es “demasiado” lector) y, pese a los asesinatos que se cruzan en sus tramas, “grata” (los adjetivos -algo disuasorios- con los que la crítica califica al libro, inciden en esta dimensión “plácida”: ameno, adorable, exquisito, encantador, entretenido o un horrible cosy que roza la cursilería), se inscriben las creaciones de la británica S. J. Bennett, capaz de convertir a la reina de Inglaterra, hoy fallecida aunque bien viva cuando la escritora inició su serie, en una muy sagaz detective y una altamente eficaz investigadora de crímenes. Hace unos meses, antes del fallecimiento de Isabel II, os hablé aquí de El nudo Windsor, la primera entrega del ciclo, editada por Salamandra en traducción de Patricia Antón de Vez. Esta tarde quiero presentaros la novela que la sigue, Un caso de tres perros, que con idéntica traductora presentó la misma editorial poco antes del verano. El planteamiento literario, la originalidad del punto de partida, el ingenio y el humor, la bien conseguida atmósfera, el tono apacible, lo singular del enfoque, el conocimiento por parte de la autora del entorno de la corte, los más destacados personajes secundarios (en particular un desopilante príncipe Felipe, a quien la autora dedica el libro, que fue escrito antes de su muerte, en abril de 2021), la convincente recreación del contexto sociopolítico en el que se inscribe la acción, el verosímil retrato de la entrañable reina y el interés natural -propio del género negro- que despierta la gradación de enigmas y misterios por resolver continúan siendo los mismos que en el muy aplaudido El nudo Windsor, con la principal diferencia de que la historia se traslada del “windsoriano” castillo de la primera novela al palacio de Buckingham que enmarca las pesquisas reales en la más reciente. 

La novela se abre con una muerte, en apariencia fortuita, de una de las gobernantas al servicio de la reina. El cadáver de la desagradable Cynthia Harris, una sesentona de trato áspero, una arpía, a juicio de todos los que la conocen (salvo de su “jefa”, que la aprecia), aparece envuelto en sangre en la piscina del palacio, en donde lo descubre Sir Simon Holcroft, el secretario personal de la reina. La primera impresión revela que la mujer resbaló y cayó sobre un vaso roto, abandonado al borde de la pileta, seccionándose una arteria en el tobillo, lo que acabaría por provocarle la muerte, desangrada al no poder levantarse y pedir ayuda. A partir de ese suceso, la historia se desarrolla, primero, en un flashback tres meses atrás, que nos sitúa en los extraños acontecimientos vividos en el viejo palacio que, quizá, condujeron a una muerte que examinada a la luz de esos hechos ya no parece tan claramente casual; y luego, ya de vuelta al “presente”, en la investigación de las posibles hipótesis alternativas que expliquen el misterioso deceso. 

De este modo, Isabel II investigará a su peculiar manera qué ha podido ocurrirle a su gobernanta, en una trama muy intrincada, un puzle con muchas piezas que se incorporan al hilo conductor principal. Hay, así, aparte de la indagación en la controvertida personalidad de la víctima y en la red de “enemigos” que su insoportable carácter le había proporcionado entre quienes trabajan en las dependencias reales, otros ejes que corren en paralelo y que acaban confluyendo para completar el rompecabezas que propone Bennett: el acoso que sufren algunas mujeres del entorno de la reina, a través de notas y cartas anónimas, ofensivas e insultantes, amenazantes y agresivas (Últimamente ha habido una verdadera avalancha de misivas ponzoñosas); la desaparición de un cuadro, una pintura, de dudosa calidad pero de extraordinario valor sentimental para la monarca, que representa al Britannia, el legendario yate real, una buque esencial en la vida de Isabel II, tanto privada como pública; el oscuro negocio de los excedentes, un muy turbio asunto en el que ciertos miembros de la administración o el servicio palaciegos sustraen elementos no demasiado relevantes del mobiliario, obras de arte, accesorios y objetos varios, obsequios recibidos por la reina (No manejaban cuadros de Gainsborough ni joyas de la Corona ni nada parecido, sino bandejas, alfombras, regalos que nadie quería...); las peripecias que conlleva la aprobación del Programa de Renovación, un ambicioso proyecto, pendiente de la “venia” y los fondos gubernamentales, para “adecentar” un Palacio de Buckingham decrépito (Este sitio es una trampa mortal), con pasajes subterráneos clausurados y húmedos sótanos inexplorados desde hace décadas, deterioro general de las instalaciones, conexiones eléctricas (hay como cien kilómetros de cableado) averiadas, casi inservibles y siempre al borde de la explosión, un peligro permanente en un edificio en el que la familia real recibía personalmente en palacio a cerca de cien mil personas cada año; la azarosa aparición de unos lienzos, propiedad de la reina, obra de Artemisia Gentileschi, la pintora barroca del XVII, objeto también de un complejo entramado de falsificaciones, ocultaciones y engaños que nos permite adentrarnos en las soberbias colecciones reales de pintura, con las Vedute de Venecia, los Caravaggio, los Leonardo, los Turner y los Rembrandt… En el cruce de todos estos “frentes”, se producirán nuevos crímenes -a estas alturas ya resulta evidente que ese es el término adecuado-, con varias muertes sospechosas en relación con los cuadros, los excedentes, las amenazadoras notas y la algo enigmática trayectoria vital de la propia gobernanta. Todo ello en un clima de tensión interna y una atmósfera sombría e inquietante, a los que contribuye además la presencia de unos poco discretos miembros de la policía, instalados en palacio para la resolución de los enigmas. 

Como en el anterior relato del ciclo, la reina, limitada por las exigencias de su cargo, por la imposibilidad del anonimato y por su inevitable encierro en Buckingham, cuenta con la ayuda de Rozie Oshodi, su secretaria personal adjunta y principal colaboradora en el “exterior” de las averiguaciones de su inteligente y muy intuitiva “jefa”. La figura de Rozie, una mujer negra, de orígenes nigerianos, antiguo miembro de las Fuerzas Armadas de su Majestad, joven y atractiva, decidida y resuelta, y su muy evidente complicidad con Isabel II, son algunos de los elementos más sugestivos de las novelas. 

Como lo es, igualmente y de manera muy destacada, el propio personaje de la reina, una Isabel II entrañable, a quien tras la lectura del libro resulta aún más fácil añorar después de su reciente muerte. La anciana solventa sus compromisos institucionales, se pasea por las distintas espacios del vasto palacio, se preocupa por los sucesos que se están produciendo entre sus paredes, y en todo momento, el talento de Bennett nos la presenta muy humana, evocando sus recuerdos y sus inocentes travesuras de niña (inefable el episodio en que se esconde en un armario rememorando sus infantiles juegos del escondite); “tarifando” con Felipe, en conversaciones llenas de ternura, cariño y humor; reflexiva y hasta filosófica al constatar el rápido paso de una vida (A veces, el tiempo volaba, y a veces se arrastraba... En ocasiones, una no sabía cómo iba a aguantar hasta la hora del té, y otras veces media década se esfumaba en un abrir y cerrar de ojos); asumiendo con sensibilidad la pesada carga de sus obligaciones y la responsabilidad frente a sus súbditos (todo consistía en compartir, acoger, conectar); generosa en la entrega a su importante función (Le complacía que las futuras generaciones pudieran vislumbrarla contemplando activamente un mundo más allá del propio); inquieta intelectualmente de manera desusada en alguien de su edad (se buscó a sí misma en Google con el iPad. Era más rápido que llamar a quien fuera para preguntárselo); fiel cumplidora de sus hábitos, la ginebra con Dubonnet antes de cenar, los paseos con sus juguetones perros: la muy anciana Holly, al borde ya de la muerte y sus otros tres traviesos corgis Willow, Candy y Duncan, cuya presencia explica -en parte- el título de la novela, que encierra igualmente un guiño a Sherlock Holmes. Y es que en una de las aventuras del excéntrico habitante de Baker Street, La liga de los pelirrojos, el detective ante la tesitura de solucionar un caso que exige una intervención rápida -Tengo que ponerme inmediatamente en acción, dirá-, responde a la pregunta de Watson -¿Y qué va usted a hacer?-, con una reflexión imprevisible y genial: —Fumar —respondió—. Es un problema de tres pipas, así que le ruego que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos. Bennet convierte las pipas en perros en una referencia ingeniosa y un acertado homenaje al personaje de Conan Doyle. 

El libro interesa también por la convincente recreación del contexto, no sólo el del círculo “interno” de la monarquía británica (con “apariciones” de Camilla Parker-Bowles, el ya citado Felipe de Edimburgo, Catalina, Enrique, los nietos, Beatriz y Eugenia, las problemáticas hijas de Andrés que tanto preocupan a su abuela), sino también por el reflejo que muestra de la realidad “externa”, política y social, en un Reino Unido sumido en las turbulencias provocadas por la votación del Brexit, las crisis en Downing Street, los recurrentes problemas de Irlanda, las elecciones en Estados Unidos, la tempestuosa irrupción de Trump, en una dimensión de la novela a la que dotan de realismo las “comparecencias” de David Cameron, Teresa May, Hillary Clinton, el presidente Santos, que rigió Colombia hasta 2018, y las menciones a Tony Blair o al propio Trump. 

A continuación, y como cierre del espacio por hoy, os traigo un autor muy querido por mí y muy presente también en Todos los libros un libro. Se trata de Álvaro Cunqueiro, del que acaba de presentarse una nueva edición de Los otros feriantes. La iniciativa surge del sello madrileño Ediciones 98 que promete, además, recuperar otros títulos del mindoniense, en traducciones actualizadas, aunque, al menos en el caso del libro que nos ocupa, no demasiado afortunadas, como os comentaré tras presentaros la obra. 

Cunqueiro escribió tres espléndidas recopilaciones de relatos sobre las gentes gallegas, publicadas originariamente en su idioma materno: Escola de menciñeiros, de 1960; Xente de aquí e de acolá, de 1971; y Os outros feirantes, de 1979. Los tres libros aparecieron años después, traducidos al castellano, con algunos cambios. Así, Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos, publicada en 1976, recoge, en su segunda parte, una versión reducida de Escola de Menciñeiros. Antes, en 1975, La otra gente presenta una versión casi íntegra de Xente de aquí e de acolá. Por fin, en 1981, Las historias gallegas vendrían a incorporar, en lo esencial, las narraciones de Os outros feirantes

En 2009 yo reseñé en este espacio una nueva edición, de ese mismo año, de Las historias gallegas, un libro imprescindible para conocer el universo “cunqueiriano”, a pesar de la muy deficiente presentación de Paréntesis, plagada de erratas, fallos tipográficos y hasta faltas de ortografía. Ahora quiero proponeros una edición actualizada de Los otros feriantes, aunque si en el libro de 2009 eran sesenta y siete las semblanzas de personajes gallegos imaginarios, pero muy reales, que se incluían en él, en esta ocasión son cuarenta y nueve los retratos, solo en algunos casos repetidos, los que integran el pequeño pero sustancioso volumen, que refleja el talento de Cunqueiro, capaz de aflorar por entre el disparate de la edición, una vez más insoportable formalmente, con incontables errores “ortotipográficos” y, lo que es peor, con una, a mi juicio, poco acertada traducción, de cuya autoría no hay ni rastro en el volumen impreso, aunque una consulta a la página web de la editorial nos permite conocer el nombre del responsable, Julio Manso Barrios. Como principal demérito de la versión castellana del traductor está el que, de nuevo desde mi punto de vista, no se percibe la “voz” de Cunqueiro, su particular estilo, su prosa algo anacrónica, su retranca, su calidez, su humanidad. Están sus temas, claro, y lo excéntrico de sus personajes, y su portentosa imaginación, y su humor, pero en la mirada que el autor gallego vierte sobre sus criaturas, siempre tierna, siempre muy humilde y cercana, hay ahora una cierta frialdad académica, de descripción objetiva, funcionarial, de entomólogo que observa de manera aséptica a los individuos que describe, algo totalmente ajeno, en fin, a la literatura del genial hijo de Mondoñedo. El epílogo de César Cunqueiro, hijo del escritor, nada relevante aporta y no contribuye tampoco a la excelencia de la edición, que se salva, no obstante, por la riqueza de los perfiles humanos que constituyen su base. 

En ellos está todo el imaginario de la obra de mi muy admirado creador (En estos pequeños retratos míos aparece el gallego tal y como es, a la vez creedor y escéptico, mágico pero racionalista, supersticioso y espiritual. Una mezcla bastante compleja, pero que constituye un éxito humano. Este gallego ha vivido durante siglos rodeado de extrañas poblaciones invisibles, os mouros, as fadas, protegido por un conjunto que sorprende a los antropólogos de meigas, sabias, adivinas, arresponsadoras; ha evitado con los cruceros el pavor de las encrucijadas, ha aprendido a hablar con los animales, a ahuyentar el lobo, a curarse sus enfermedades —muchas de las cuales no son de médico—, y ha sabido como obtener la ayuda de los santos patronos en las iglesias perdidas en los montes, en los valles, en la beiramar): la fantasía desbordante, la inigualable capacidad de fabulación, la erudición no “agresiva”, el profundo conocimiento de Galicia, de sus lugares y sus habitantes, también de su dimensión mágica y oculta, lo difuso de los límites entre realidad y ensoñación, la bonhomía, la caridad hacia las pobres gentes que retrata (que inventa, siendo precisos: Porque lo conozco bien [al entorno gallego] he podido inventarlo. Inventar es un método válido de conocer, escribirá), el tono melancólico, el optimismo escéptico (valga el oxímoron), el asombro, la ironía. Y están, sobre todo, sus insólitos personajes: un caballo locuaz que, celoso de las amistades de su dueño, le regatea la conversación; un enano “coñón” que quita y pone la tartamudez a quienes le saludan; un verdugo inventor de un nuevo nudo corredizo, indoloro para el ajusticiado; un hombre con seis dedos en la mano derecha y otros tantos en la izquierda que va por el mundo buscando a otros como él, convencido de un común parentesco universal; el niño que hasta los doce años se hace pis en la cama por haber sido visitado por el extraño y muy fantasioso gatipedro (es como un gato gordo, que no tuviese patas traseras, y que en medio de la cabeza tiene un cuerno colorado); la siniestra maldición quesera de una gitana; un loro parlanchín que se manifiesta en un jocundo portugués de Brasil; y vacas, meigas, tesoros ocultos, fantasmas, entre otras muchas muestras de la fecunda inventiva de Cunqueiro. En fin, una maravilla. 

Os dejo, precisamente, con una estampa cien por cien cunqueiriana, la disparatada semblanza de Amadeo de Sabres, un personaje que encarna los rasgos definitorios de la literatura del mindoniense: anclaje en lo popular, conocimiento de las tradiciones gallegas, imaginación portentosa, humor, retranca y también compasión hacia los débiles. Para la ilustración musical del espacio, recurro a un tema mencionado en Los príncipes de Sambalpur. La música de Al Jolson comparece en un par de ocasiones en el libro, aunque sin mencionar tema alguno. He elegido uno espléndido, You made me love you, de 1913, como cierre del programa. 


Amadeo de Sabres

Salía de su casa Amadeo de Sabres hacia la feria de Negreira, y al poner pie en el camino se dio cuenta de que olvidara el paraguas, que lo tenía colgado tras la puerta. Amadeo tenía dos paraguas, uno nuevo, comprado en Santiago, en una tienda del Preguntoiro, que sólo lo sacaba cuando llovía, o para ir a consulta de médico o de abogado, y otro viejo, que era el que ahora olvidaba, y era el propio para cubrirse en los días de lluvia. Descolgó Amadeo el paraguas viejo, y va éste y le silbó. Dijo: 

- ¡Pensaba que me olvidabas, hombre! 

O algo parecido. Amadeo no le dio importancia al silbido del paraguas viejo, y sin más se puso camino de la feria de Negreira. Pero aquel silbo del paraguas fue el anuncio de otros silbidos del mismo paraguas, y de otros objetos propiedad de Amadeo. Por ejemplo, estaba sentado a los pies de la cama dudando si calzar los zapatones de goma o los zuecos, cuando éstos le silbaron. Decían algo así: 

-¡ A ver si nos acabas de gastar, Amadeo! 

Porque Amadeo llevaba algún tiempo prefiriendo los zapatos de suela a los zuecos. Sentado a la mesa, decidiendo si sería mejor comer los callos con cuchara o con tenedor, - esto era en una taberna santiaguesa, en la rúa del Franco-, la cuchara le silbó a Amadeo, y éste interpretó: 

- ¡Con cuchara, más se acapara! 

La cuchara hablaba en castellano y en verso. 

Llegó el día en el que Amadeo no podía tomar libremente una decisión cualquiera, que todas las cosas le silbaban; le silbaba una silla diciéndole que se sentase en otra parte, y el reloj de pulsera que no quería que mirase tantas veces en él qué hora era, y un día le silbaron los riñones y otro el estómago, pidiéndole arroz con leche. Y miren qué casualidad, que la víspera le había dicho Amadeo a su mujer cuando se iban para cama: 

-¡Mucho tiempo hace que no me das arroz con leche! 

Le silbaban a Amadeo los cajones de la mesa, que los abriese con cuidado, y la navaja, que quería ser afilada. Amadeo no era capaz de atender a tanto silbido. Hasta un día el orinal lo despertó a las tres de la mañana: 

-Qué, ¿piensas fastidiarme meando a deshora? 

Amadeo cavilaba en ir al médico para que le recetase algo que no le dejase oír silbar a las cosas, pero pensó que mejor sería darle algo a las cosas para que dejasen de silbar. Pero no iba a llevar al médico el paraguas viejo, el estómago, las cucharas, las sillas, los cajones de la mesa, los zuecos... Ahora, además, comenzaban a silbarle las personas, cuando estaba de espaldas a ellas, su mujer, su primo Venancio. Aun iban los silbidos a peor. Estaba hablando con un amigo, y por debajo de las palabras de la charla venía suave, suave, un silbido... Decidió taponarse los oídos, y que quien quisiera hablar con él lo hiciera por señas. Pero sucedió entonces que quien silbaba era él, Amadeo, dentro de sí mismo. Sentía el silbido paseándole por la chola: 

-¿Dónde has dejado la boina? 

Y tan pronto daba con el silbido que preguntaba por la boina, le venía enseguida otro, que era la respuesta de la boina: 

-¡Estoy encima de la cómoda! 

Se puso como loco. Le pegaba a las sillas, tiró el paraguas al río, escupía en los cajones de la mesa, echó los zuecos al pozo, y la navaja, y todas las cucharas que había en la cocina, y, en cuanto se calmaba algo, se ponía a silbar por dentro, ordenándose a sí mismo: 

-¡Silencio, Amadeo! ¡Calladito, hombre! ¡Silencio! 

Pero todo ello no le servía de nada. Tuvieron que llevarlo a descansar una temporada a Conxo [un conocido psiquiátrico de Santiago].

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