Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 7 de diciembre de 2022

HARUKI MURAKAMI. LA MUERTE DEL COMENDADOR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Esta tarde, con un puente a las puertas y con las vacaciones navideñas ya en el horizonte inmediato, retomamos nuestras emisiones con una propuesta interesante y muy propicia, por su extensión, para disfrutarla en estos largos días de asueto. Se trata de una obra, en dos extensos tomos, de Haruki Murakami. Entonces os presentaba Tokyo Blues, el libro que en 2005 fue, en cierto modo, el desencadenante de la actual fiebre Murakami en todo el mundo, y en particular en nuestro país. Hoy quiero hablaros de su última ambiciosa novela, La muerte del comendador, que como casi todo el resto de su obra aparece en España en la editorial Tusquets, aunque esta vez en traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Resalto aquí un par de despistes en la edición: la expresión, no sé si correcta -creo que no- pero en cualquier caso algo rebuscada: la sangre brotaba de su corazón después de que le hubieran asestado con una espada en el pecho; y la apostilla que hace el narrador a caveat emptor, que para los traductores es una “alocución latina”, en la que la “a” del primer vocablo está claramente de sobra. Sorprende, por otro lado, la desaparición -desconozco la razón-, desde hace unos años, de Lourdes Porta, “voz” española de las obras de Murakami desde 2002, pero que a partir de 2013 no ha vuelto a firmar una traducción del escritor japonés. El libro, que se publicó por separado en dos volúmenes en 2018 y 2019 respectivamente, se ha reeditado el pasado 2020 en un vistoso estuche que alberga los dos tomos. 

Como tantas otras veces señalo en Todos los libros un libro, pretender resumir en unas cuantas frases el argumento de una obra literaria es tarea casi siempre muy difícil y a menudo absurda. Cuando el intento tiene por objeto una novela de Murakami estamos ante una labor directamente imposible. ¿Qué cuenta La muerte del comendador? Tenemos un narrador innominado, un pintor en una avanzada treintena, que ha alcanzado un cierto prestigio como retratista por encargo y lleva una vida económicamente holgada y sentimentalmente estable con su mujer, Hiroo, con la que vive desde hace seis años. El abandono de su esposa, que le confiesa una relación extramatrimonial, le hace dejar el hogar conyugal, y tras un viaje en coche en el que, sin destino definido ni propósito alguno, se deja llevar intentando adaptarse a su nueva situación, acaba por instalarse, a comienzos de un verano, en una casa aislada, cedida por un amigo, en un entorno idílico, en unas colinas en medio de un bosque, para, desde allí, en soledad, descansar, reflexionar, encontrarse consigo mismo y recuperar su “lugar en el mundo”. Al poco de llegar a la casa, en la que vivió durante años el padre de su amigo, un famoso artista, Tomohiko Amada, que la ha abandonado para ingresar, enfermo de Alzheimer, en una residencia de ancianos, el protagonista descubre en el desván un cuadro, titulado La muerte del comendador, que lo inquieta y suscita su interés, lo que lo lleva a indagar en el significado oculto de la obra, en la posible identidad de los personajes representados y en el extraño propósito que pudo llevar a su autor, probablemente Amada, a pintarlo. Narrado en primera persona, el libro -en sus dos tomos- es el relato de esa estancia de apenas ocho meses y de los sucesos que allí ocurrieron a partir de ese inesperado descubrimiento. 

Como se puede apreciar, el breve resumen no permite anticipar una historia deslumbrante. Sin embargo, la crónica de esa reclusión acaba por resultar subyugante tanto por la concatenación de acontecimientos inusitados que se producen en la vida del narrador desde ese hallazgo inaugural, como por el peculiar modo en el que se nos presentan; ambos elementos -relatos sorprendentes y estilo singular- “marca de la casa” de la literatura de Murakami. Porque los días en la vivienda, hechos de unas placenteras y muy relajadas rutinas: la preparación de las comidas, la escucha de música -sobre todo ópera y jazz; aunque de la dimensión musical del libro hablaré más adelante-, algún ligero intento de retomar la pintura, los paseos por los alrededores en una naturaleza de sosegada belleza, la contemplación del paso de las estaciones, el sexo esporádico con alguna alumna casada -nuestro protagonista ha encontrado un trabajo a tiempo parcial como profesor de dibujo en una centro cultural cercano-, se van abriendo, poco a poco, a una serie de episodios que de un modo progresivo catapultarán al personaje a la inquietante vorágine que es siempre el universo del japonés, un espacio literario muy atrayente pero que, a veces, puede, por excesivo, llegar a exasperar al lector, por lo demás atrapado, con obediente fascinación, en las envolventes redes de su magnética escritura. 

Y es que, sobre esta base trivial, Murakami poblará las casi mil páginas de su novela de sorpresas que mezclan el realismo más detallado, casi documental, con la magia, la imaginación y lo fantástico, lo onírico (el trabajo de un novelista es soñar despierto, ha declarado), lo irracional, lo inconcebible, lo surrealista, lo disparatado y hasta lo delirante. Aparecerá un extraño vecino, el millonario Wataru Menshiki, que vive en una mansión al otro lado del valle frente a la del pintor, al que encargará un retrato, con el que establecerá una suerte de extraña amistad y que compartirá -y, en ocasiones, provocará- las insólitas peripecias que habrá de vivir. Y los personajes del cuadro -que recoge una escena de violencia y muerte ambientada en el Japón medieval, pintada con el estilo tradicional nipón- cobrarán vida -literalmente- irrumpiendo en la de su “contemplador”. Y el comendador -en la vida “real” (aunque nada real hay en él, se trata de “una idea”, una especie de metáfora), un individuo de apenas sesenta centímetros de altura ataviado con la vestimenta con la que aparece en el cuadro-, departirá con su huésped en diálogos inauditos. Y sonará la ópera Don Giovanni, de Mozart, en apariencia un referente inequívoco del lienzo. Y una campanilla que tintinea misteriosamente en la noche abrirá la puerta de un inframundo incomprensible en el que las dimensiones espacio-temporales se difuminarán y en donde el personaje atravesará “el concepto de un río”, entre otras desconcertantes andanzas. Y habrá un simbólico búho encerrado en el desván, además de alguno de los habituales gatos murakamianos. Y un cuchillo se esfumará en la cocina de la casa y reaparecerá sin explicación causal posible en otra ciudad lejana. Y otra de las alumnas del curso de pintura, la niña Marie Akikawa, de solo trece años, comparecerá junto a su tía Shoko para introducir otro hilo enigmático en la ¿trama? Y cada tanto llegará una de las amantes al volante de un Mini rojo para protagonizar tórridas escenas de sexo. Y el protagonista embarazará, en un sueño extraordinariamente vívido, a su exmujer que se encuentra a miles de kilómetros de distancia, y recibirá la visita del espíritu de Tomohiko Amada, y recordará de continuo a su hermana Komi, que murió a los doce años por culpa de una patología cardíaca, y se adentrará en un túmulo funerario escondido bajo un templete hecho de rocas, y tendrá un fugaz pero revelador encuentro con el hombre del Subaru Forester blanco, y se dejará guiar en un periplo por un submundo oscuro e inconcebible por cara larga, otra de las figuras del cuadro, y departirá con doña Anna, salida de la ópera mozartiana, y se meterá por un agujero aparecido de pronto en la habitación de una residencia de ancianos para “regresar”, tres días más tarde, a su vida habitual en las montañas cercanas a su casa, en otra región del país. Y, en fin, nos retrotraeremos a 1938 para vivir una historia de espionaje y conspiraciones en la Viena sometida por el Anschluss hitleriano… entre tantos otros descabellados lances. 

Y mientras tales extravagantes sucesos nos “asaltan” -parte de la maestría del autor estriba en lograr que el lector, que en muchos momentos se encuentra al borde de la más irritada desafección, decidido a abandonar aquella ristra de desatinos, siga sin embargo con la lectura, entregado y crédulo, suspendido el juicio de verosimilitud y arrebatado por la potencia narrativa de Murakami- en el texto afloran todos los grandes temas, los leitmotivs recurrentes en la obra del eterno candidato al Nobel. Está, claro, el motivo del “doble”, una de sus preocupaciones habituales. Los retratos y los espejos como marcos que permiten el enfrentamiento con el verdadero yo (fui al baño a mirarme en el espejo. Allí estaba el reflejo de mi cara. Hacía tiempo que no me miraba de frente, con calma. Para ella, esa imagen solo era un reflejo físico, pero para mí la cara que tenía ante mis ojos solo era una parte de mi ser, que en algún momento se había escindido en dos. El ser que tenía enfrente no lo había elegido yo. Ni siquiera era un reflejo físico); los hechos y las personas que se “entrelazan” por no se sabe qué enigmáticas conexiones con otros sucesos y otros individuos con los que no cabe paralelismo posible: el retrato de Menshiki, un hombre sin rostro, permite descubrir los espacios más recónditos de la personalidad del pintor, al modo en que desplazar las piedras del templete del bosque muestra otra realidad hasta entonces oculta; las figuras de la pequeña Marie y de Komi, la hermana fallecida en la adolescencia, se superponen… casi todo lo que ocurre es ello mismo y su reflejo. 

Y ello nos lleva a otra de las claves más acostumbradas en los libros de Murakami, la idea de “el otro lado”, los otros yoes, los otros mundos, las otras vidas de los que no somos conscientes en nuestro ciego día a día pero que una ligera fractura, un desplazamiento apenas apreciable en la “textura” de la cotidianidad nos permite vislumbrar. En este sentido, y de nuevo en una entrevista, el escritor afirma: Veo mi literatura como la persecución de esas vidas diferentes. Todos vivimos en una especie de jaula, la que supone ser solo uno mismo. Como escritor de ficción, puedes salir y ser diferente. Un revelador fragmento de la novela pone de manifiesto esta noción de tránsito, de movimiento, de traslado: 

—Debo ir al otro lado. 
 —Todo el mundo debe ir sin excepción. 
 —¿Viene mucha gente por aquí? 
 No obtuve respuesta. Mi pregunta fue absorbida en el vacío y el silencio que le siguió me pareció que duraba una eternidad. 
—¿Qué hay al otro lado? —insistí. 
 La bruma me impedía ver la otra orilla. El hombre sin rostro parecía mirarme fijamente desde el vacío. 
—Lo que hay al otro lado depende de lo que cada uno busca —dijo al fin

La muerte del comendador está repleta de estos inquietantes pero muy sugestivos pasajes, que operan como puentes entre universos aparentemente irreconciliables, bisagras en torno a las que se dobla la realidad, en los que se difuminan los límites entre la existencia y la no existencia, entre la lógica y la irracionalidad, entre lo conocido y lo ignoto (No tenía ninguna garantía de que el mundo al que había regresado fuera el mismo del que me había marchado), entre el sueño y la vigilia (Hice el amor con Yuzu en una especie de sueño mientras viajaba solo de ciudad en ciudad por la región de Tohoku. Me colé en sus sueños y, como resultado, se quedó embarazada. Al cabo de nueve meses dio a luz. Me gustaba pensar que había sucedido de ese modo), entre lo normal y lo anormal, entre lo real y lo irreal: Pero ¿de verdad era aquello el mundo real? Miré a mi alrededor. Existían las mismas cosas de siempre. El viento colándose por las rendijas de las ventanas y trayendo consigo los aromas familiares, los ruidos de costumbre. A primera vista parecía el mundo real, pero quizá no lo era

Entramos así, por tanto, en otro de los terrenos favoritos del autor, el de los límites de la realidad (muchas veces perdemos la noción de dónde está el límite entre la realidad y la irrealidad. Es como si ese límite no parara de moverse, como una frontera que se desplaza según le parece. Hay que andarse con mucho cuidado con ese movimiento. Si no, uno deja de saber dónde se encuentra). El protagonista, como en tantos otros casos en las novelas de Murakami, ante tanto acontecimiento peregrino, empieza por dudar de su cordura, cuestionar sus vivencias, creerlas fruto de su imaginación (el lector, entretanto, no tiene reparo en calificarlos de delirios), pero pronto acaba por aceptar -también el lector- su “normalidad” (la realidad no se limita a las cosas que se pueden ver, ¿no le parece?), por admitir que en las costuras de la realidad debía de haberse producido un ligero desgarro, una hendidura por la que se cuela ese otro mundo. Esa otra existencia que se atisba desde esa grieta, tras la frontera de la normalidad, aterra, porque se abre a lo desconocido. Acercarse al límite -y he aquí otra de las “tesis” favoritas en el autor japonés- da miedo, supone un riesgo: 

Para sobrevivir en un lugar así [y la noción de “lugar” sirve en sentido literal y metafórico] hay que vencer el miedo, vencerse a sí mismo, y para lograrlo es imprescindible acercarse a la muerte lo máximo posible. 
—Pero eso implica un peligro enorme. 
—Igual que Ícaro al acercarse al sol. No resulta fácil discernir dónde está la línea que marca el límite. Es un empeño peligroso en el que uno se juega la vida. 
—Y si uno evita lo peor, no logrará vencer el miedo ni aprenderá a controlarse. 
—Eso es. Y si no aprende, no será capaz de subir un peldaño más. 

De este modo, la novela va dibujando un paisaje -al que el talento del escritor va conduciendo progresivamente al que lee- en el que se confunden esas que ya acabamos por aceptar como “distintas dimensiones de lo real” conformando un escenario a la vez atrayente y perturbador en el que no sabemos si estamos ante la realidad, un sueño, o una desasosegante mezcla de ambos. La muerte del comendador se desarrolla, en sus muchos pasajes de esta índole, en un marco evanescente, con constantes alusiones a lo oculto, a “otro orden”, a fuerzas desconocidas, a un más allá recóndito a los que la pintura, el arte, la música, pueden facilitar el acceso. Fijaos en el ejemplo de Thelonious Monk -comenta el inefable comendador, que pese a su etérea existencia también sabe de jazz-. No inventó ese extraño acorde propio de su música desde la razón o desde la lógica. Tan solo mantenía los ojos bien abiertos, y lo sacó con la ayuda de sus dos manos desde las profundidades de su conciencia. Lo importante no es crear algo desde la nada, sino, más bien, encontrar algo distinto entre lo que ya existe. Y otro tanto ocurre con la pintura, que sintetiza metafóricamente esa idea del vislumbre de lo que permanece escondido bajo la superficie convencional: En mis cuadros siempre terminaba por aparecer algo que no lograba atrapar en la realidad: dibujaba en una especie de plano oculto señales de mí mismo que la gente no era capaz de percibir. También, cuando retrata a Marie: Empecé por bosquejar la parte superior de su cuerpo. Era una niña guapa, pero el objetivo del retrato no era detenerme en la belleza. Necesitaba algo que se hallaba escondido bajo la superficie

Puesto ya en el disparadero al que le lleva su algo esotérica espiritualidad, Murakami se lanza, sin reparo intelectual alguno, a dibujar un panorama de raras causalidades -un presentimiento “provoca” un suceso, una pincelada en el lienzo “ocasiona” una desaparición física, un coito solo soñado engendra una criatura real, en un “embarazo mental”, un cuchillo se desplaza por su cuenta en el espacio-; de súbitas comparecencias del azar y lo inexplicable (Desde la aparición del comendador habían sucedido muchas cosas extrañas, y de algún modo me había acostumbrado a lo inexplicable), de poderes ocultos de un irresistible magnetismo; de turbadores efectos que obedecen a fuerzas irracionales, alejadas de la conciencia y el pensamiento. Y entonces el libro se llena de reflexiones vagamente filosóficas –que en ocasiones rozan peligrosamente lo peor de la autoayuda- sobre el tiempo y el destino, sobre la necesidad de “creer” (Es posible que no haya nada absolutamente cierto en este mundo, pero debemos creer en algo); sobre los encadenamientos causales ajenos a la racionalidad (Nada sucedía por casualidad); sobre la realidad de la imaginación y la ficción (Alicia existió de verdad. No es un personaje de ficción. Es real. El conejo blanco, la morsa, el gato de Cheshire y los Soldados Naipe. Todos ellos existen de verdad en este mundo […] El comendador también, por supuesto); sobre la ruptura del tiempo cronológico y la labilidad del espacio; sobre el proceso creador; sobre la frágil urdimbre sobre la que se construye la identidad personal; sobre las experiencias místicas; sobre los placeres y las aristas… y tantas otras “obsesiones” acostumbradas en la torrencial obra de Murakami. 

Quiero detenerme brevemente, antes de poner fin a esta reseña, en algunos aspectos formales y estilísticos relevantes en La muerte del comendador, coincidentes, por otro lado, con las pautas que podemos encontrar en el resto de sus novelas. Están, en primer lugar, las referencias culturales, el cine, la pintura -obviamente, dada la temática del libro-, la música. En este último ámbito, y espigadas a vuelapluma de entre las páginas de La muerte del comendador, aparecen menciones a Sheryl Crown, el Octeto para cuerdas de Mendelssohn, Pirámides, el disco del Modern Jazz Quartet, el Time is on my side de los Rolling Stones, El caballero de la rosa, de Richard Strauss, el Cuarteto de cuerda número 15 de Schubert, una sonata para piano y violín de Mozart, Monk’s Music, del ya mencionado Thelonious Monk, con Coleman Hawkins y John Coltrane, The fool on the hill, de sus admirados Beatles, de los que también se cita Rubber Soul, Pet Sounds, de The Beach Boys, Charlie Mingus, Ray Brown, Milt Jackson, Rosamunde, un cuarteto de Schubert, el Nashville Skyline, de Bob Dylan, Alabama Song, de los Doors, Key Largo, de Bertie Higgins, The River, de Bruce Springsteen, el magnífico álbum de dúos de Roberta Flack con Donny Hathaway, y una sorprendente muestra de la música de los ochenta que incluye a Duran Duran, Huey Lewis, The Look of Love de ABC, French kissin’ in the USA, de Debbie Harry, en un elenco doblemente representativo, de la importancia de la música en el libro y de la amplia variedad de géneros, intérpretes y estilos que acoge la pasión melómana del autor. 

Por otro lado, una vez más llama la atención el estilo detallista, demorado, meticuloso, sosegado, tranquilo, premioso incluso, que envuelve la prosa de Murakami, que se detiene hasta el agotamiento -del lector, que, insisto, a veces bordea la irritación- en describir con minuciosidad todo cuanto cae bajo su rigurosa y casi obsesiva lupa, no solo los atributos o cualidades del carácter, el comportamiento o la personalidad de sus “criaturas”, sino también otros aspectos más “materiales”: las marcas y las características de los coches (en este rasgo “pop” tan habitual en sus libros), las particularidades de los muebles y la decoración, los pormenores de las prácticas sexuales, cada gesto del proceso de creación pictórica, las más nimias peculiaridades de los platos que elaboran y las comidas que disfrutan los personajes (en otra variable, la gastronómica, también muy típica en toda su obra), la ropa y el modo en que van vestidos… elementos todos que revelan una aguda capacidad de observación, de inusitada atención a los detalles (Me llamó la atención la diferencia del ruido de la puerta al cerrarse entre el Jaguar y el Prius. Si nos paramos a pensar, en realidad los sonidos pueden ser muy diferentes. Solo hay que prestar un poco de atención para darse cuenta. El sonido de la cuerda de un contrabajo tocado por Charles Mingus o por Ray Brown, por ejemplo, es completamente distinto) tan reconocibles en el resto de sus libros. Os dejo aquí un par de ejemplos muy elocuentes de esa casi extenuante prolijidad: 

Parecía joven, aunque debía de rondar los cuarenta años. Llevaba unas gafas de sol, un sencillo vestido azul claro y un jersey gris, que complementaba con un bolso negro brillante y unos zapatos de tacón bajo de color gris oscuro, muy apropiados para conducir. Nada más cerrar la puerta del coche se quitó las gafas y las guardó en el bolso. Llevaba el pelo hasta los hombros con un peinado que le sentaba bien (aunque no tan perfecto como si acabase de salir de la peluquería). Aparte de un broche en el cuello del vestido, no llevaba ningún otro accesorio
 
Empezamos con unos entremeses a base de isaki con verduras orgánicas, acompañados de un vino blanco. El joven descorchó la botella con sumo cuidado, como si fuera un zapador desactivando una mina. No explicó nada sobre el vino. No dijo su procedencia ni sus características, pero, sin duda, era el adecuado. Tenía un bouquet perfecto. No hacía falta añadir nada. Menshiki no iba a escoger un vino que no fuera el adecuado. A continuación nos sirvió una ensalada de raíz de flor de loto, calamar y judías blancas, seguida de una sopa de tortuga marina y rape. 
—Aún no es la temporada —dijo Menshiki—, pero un pescador se lo ha ofrecido hoy al cocinero. 
Era un rape muy fresco y tenía un aspecto delicioso, una textura firme y un regusto dulzón, elegante, sutil. Estaba ligeramente cocinado al vapor y servido con una salsa de estragón (creo que era estragón). El segundo plato consistía en un filete de carne de ciervo. Explicó algo sobre la salsa que había preparado especialmente, pero no entendí gran cosa porque usaba demasiados términos técnicos. De todos modos, era una salsa deliciosa con un aroma exquisito. 

Cierro ya mi comentario con una reflexión acerca de la abundancia de símiles, tan "murakamianos", en el libro. Aparte de formar parte del estilo y la “personalidad” literaria del escritor y de constituir unas de sus notas definitorias, las constantes comparaciones son valiosas porque enriquecen el relato, dotan de una dimensión poética a la prosa novelesca y, en consonancia con las preocupaciones filosóficas del autor, abren la narración a otra dimensión, apuntan a ese otro lado, a esta otra cara de la realidad a la que constantemente se refiere el escritor. En convincente formulación, así lo expresa doña Anna en su encuentro con el narrador: Una buena metáfora consigue que aparezcan las posibilidades latentes que hay en todas las cosas. Es lo mismo que sucede con un buen poeta cuando crea escenas nuevas, distintas, en un paisaje conocido. Una buena metáfora puede convertirse en un buen poema, ni que decir tiene. No me resisto a dejaros aquí una amplia muestra de estos símiles que trufan la obra, casi todos muy evocadores y sugestivos: 

Solo durante esos nueve meses viví en un estado de confusión que no logro explicarme. Fue una época anormal, excepcional. Me sentía como un bañista que está disfrutando de un mar en calma y de pronto es arrastrado por la fuerza de un remolino. 

Al cabo de un rato inspiró con fuerza como si emergiera a la superficie después de pasar mucho tiempo bajo el agua. 

Mi intuición había terminado por debilitarse, como las olas de un mar tranquilo que apenas arrastran la arena. 

De entre su pelo blanco y bien cortado sobresalían unas orejas puntiagudas que me recordaron algo fresco y lleno de vida, como las setas del bosque irguiendo sus sombreros entre las hojas caídas una mañana de otoño después de la lluvia. 

Sacudió la cabeza ligeramente. Al hacerlo, su inmaculado pelo blanco se meció como la hierba de un prado cuando sopla el viento en invierno. 

Lo tengo guardado en algún rincón de la memoria, aunque en este momento no recuerdo cuándo lo he oído, o en qué circunstancias. Es como si tuviera una espina clavada en la garganta. 

Le entregué el dibujo a la chica. Lo cogió, entornó los ojos y lo observó un rato, como un empleado de banca examinando en detalle una firma sospechosa en un cheque. 

Le confiaban muchas cosas, pero de él nunca salía nada, como el agua de lluvia que corre por los canalones y se acumula en un depósito. Era un agua que nunca iba a ninguna otra parte y tampoco llegaba a desbordarse, como si su nivel se ajustase en función de las necesidades. 

Lo había pintado yo, pero al cobrar vida propia una vez separado de mí y convertido en la propiedad de otra persona, se había transformado en algo ajeno, en algo distante. Era el cuadro de Menshiki. Ya no era mío. Aunque quisiera comprobar algún detalle, notaba cómo se me escurría entre las manos como un pez, igual que una antigua novia que ahora estuviera con otro hombre. 

En la boca y al beberlo mostraba matices distintos, como una mujer misteriosa con distintas apariencias en función del ángulo en que la luz incidiera sobre ella. 

Con una voz apacible, como si enseñase la conjugación de un verbo sencillo a un perro grande e inteligente, dijo… 

Nos casamos y, a pesar de tenerlo todo en contra, éramos felices. Como mínimo al principio, o eso creo. Durante cuatro o cinco años no surgió entre nosotros nada que pudiésemos considerar un problema. Sin embargo, en algún momento se produjo un viraje, como si un crucero cambiase de rumbo de repente en mitad del océano. 

En sus labios se dibujaba una sonrisa natural, modesta, como la luna blanca antes del amanecer. 

Era un brillo extraño [el de sus ojos]. Podría decir que semejante a una «llama congelada en un instante». 

En el fondo de sus ojos seguía el destello de siempre. Un brillo como el de la hoja de un cuchillo afilado hundido en el fondo de un manantial. 

Sus ojos hundidos hasta entonces en unas cuencas asediadas de arrugas, brillaban de pronto como alguien asomado a una ventana. 

Cerró los ojos como si diese a entender que había visto suficiente, como si bajara una persiana de forma lenta y solemne. 

Espléndidos casi todos, como puede colegirse, y todos “razonables” de cara a la consecución de los fines expresivos y estilísticos comentados. Pero hay otros que, por disparatados, por forzados, suenan a impostura, a recurso técnico artificial, a protocolo “exigido” para dejar la impronta personal en el texto; hay algunos que empiezan a exasperar y hasta a sacar de quicio al lector (al menos a mí): 

Vi el Jaguar plateado aparcado junto al Toyota Prius. Los dos coches juntos producían el mismo efecto que una persona con los dientes torcidos riéndose con la boca abierta. 

La siesta no había logrado despejar la parte de mi cerebro que aún seguía abstraída, era como cuando una bola de lana en el fondo de un cajón impide cerrarlo. 

Marie observaba cada uno de mis movimientos sin moverse de la mesa, con sus ojos muy atentos, como un historiador concentrado en las notas a pie de página de un libro. 

Contempló la tetera que había encima de la mesa como si fuera un solitario martinete que permanece inmóvil durante horas en la orilla contemplando el agua absorto. 

El sonido del whisky al caer en el vaso sonaba prometedor, como la sensación que uno tiene cuando alguien cercano le abre su corazón. 

Pensaba en ellos [en Menshiki y Shoko]. y nacía en mí un sentimiento que no sabía cómo definir, igual que cuando uno ve pasar desde el andén de una estación esos largos convoyes de trenes vacíos. 

Tenía frío y se levantó para coger la manta y el edredón. Se envolvió con ellos como si fuera un bizcocho de crema.

En fin, leed esta hipnótica La muerte del comendador, la por ahora última y voluminosa novela de Haruki Murakami (hay una colección de relatos, Primera persona del singular, aparecida en nuestro país en 2021). Os dejo ahora con un nuevo fragmento del libro, en el que conocemos la reacción que provoca en el narrador la aparición de Menshiki, y con un tema musical, uno de los muchos que “suenan” en la obra. Se trata de For all we know, el clásico de Roberta Flack y Donny Hathaway.


En ese momento no imaginé en absoluto que aquella persona acabaría entrando en mi vida y cambiándola por completo. De no haberse cruzado nuestras vidas, no me habrían sucedido las cosas que me sucedieron y mi vida podría haber caído en la oscuridad más absoluta sin que nadie tuviera noticia de ello. 

Miro atrás y me doy cuenta de que la vida es un misterio insondable. Está llena de casualidades, de cambios de rumbo tan repentinos e increíbles como retorcidos e impensables; y cuando suceden, no apreciamos, sin embargo, ningún misterio en ellos. En el curso de nuestra vida diaria, solo nos parecen una sucesión de acontecimientos normales, más o menos coherentes con poco o nada de excepcional. El hecho de que no guarden una relación lógica entre ellos es algo de lo que a menudo solo nos damos cuenta con el paso del tiempo. 

Lo que puedo decir en mi caso concreto es que, en general, y con lógica o sin ella, lo que realmente cobra sentido son los resultados, porque son tangibles a ojos de cualquiera y pueden tener cierta influencia. Sin embargo, no siempre es fácil determinar a partir de un resultado concreto su causa. Pedir la ayuda de alguien puede dificultar aún más las cosas. Las causas, obviamente, están en alguna parte. No hay resultados sin causa, del mismo modo que no hay tortilla si no se rompe antes un huevo. Como sucede con las fichas de dominó, una pieza (causa) hace caer a la siguiente (causa) y así a otra más (causa), hasta que la cadena nos hace perder de vista el origen y terminamos por perder el interés y dejar de preguntarnos por ello. El proceso se cierra con la aceptación sin más de que las piezas han caído una tras otra. Lo que me propongo contar a partir de ahora tal vez siga un patrón similar. De todos modos, de lo que debo hablar en este momento, es decir, lo que considero las dos primeras piezas de este dominó, son mi enigmático vecino del valle y un cuadro titulado La muerte del comendador. Empezaré por el cuadro.

Videoconferencia
Haruki Murakami. La muerte del comendador

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