Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de febrero de 2023

WENDY LOWER. LA FOSA

Hola, buenas tardes. Alberto San Segundo, al frente de Todos los libros un libro, os da la bienvenida y os invita a disfrutar, un miércoles más, de nuestro espacio de recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca. Desde el pasado miércoles, cuando están a punto de cumplirse los doce meses del comienzo de la invasión de Ucrania a manos de los ejércitos dirigidos por el déspota ruso Vladimir Putin, estoy proponiéndoos aquí algunos libros en los que el país hoy sangrientamente amenazado es, de un modo más o menos directo, protagonista de sus páginas. Así, hace siete días mi reseña tuvo como objeto Las arpías de Hitler, un interesante y a la vez sobrecogedor estudio, obra de la historiadora Wendy Lower, estadounidense experta en el Holocausto, sobre la participación de las mujeres en la espeluznante labor de exterminio de los judíos llevada a cabo por el régimen nazi en los territorios de Europa del Este -en las hoy independientes Ucrania, Bielorrusia, Eslovaquia y Polonia-, entre 1941 y 1944. 

Como os anticipé entonces, esta tarde quiero sugeriros la lectura de otro libro de la propia Wendy Lower en el que Ucrania resulta ser, de nuevo, el escenario principal de la trágica historia que en él se nos narra. Se trata de la última obra publicada en nuestro país de su autora. La fosa, presentada en España este mismo año por la editorial Confluencias en traducción de Elena Magro Sánchez, se mueve en el mismo marco temático y conceptual -y también geográfico- de Las arpías de Hitler. Con el revelador subtítulo de Una familia, una fotografía, una masacre del Holocausto revelada, el libro analiza de manera exhaustiva la fotografía a la que alude el referido subtítulo y que ocupa la portada y se repite en sus detalles a lo largo del texto: la instantánea que recoge la brutal ejecución en una fosa común de una madre y sus hijos, perpetrada por dos milicianos ucranianos y otros dos soldados nazis en Miropol (no la hoy devastada Mariúpol), una población de Ucrania, situada a medio camino -más o menos- de Lviv y Kiev, el 13 de octubre de 1941. En una intensa labor de investigación que le llevó diez años, Lower reconstruye los hechos y, a partir de ellos reflexiona sobre el llamado Holocausto de las balas, la primera fase -que podríamos llamar “artesanal”, si el término no resultara frívolo- de la “Solución final”, la aniquilación masiva de judíos en la Segunda Guerra Mundial, cuya manifestación más abominable la constituye el posterior tratamiento “industrial” de la infame tarea con la creación de los campos de exterminio. Entre uno y medio y dos millones de judíos fueron fusilados -un método cruento que ocasionaba no pocos problemas de “intendencia” a los asesinos, por lo que la “higiénica” alternativa de las cámaras de gas acabaría por imponerse- en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en los citados países del centro de Europa que luego serían ocupados por la Unión Soviética. 

Wendy Lower, cuya condición de investigadora experta en la Segunda Guerra Mundial y en particular en el genocidio de los judíos, sobre todo en Ucrania, ya resalté aquí mismo en mi reseña de hace siete días, se encontraba en agosto de 2009 en Washington, rastreando en los archivos del Museo del Holocausto de los Estados Unidos en busca de documentación que pudiera llevar a juicio a Bernhard Frank, el “último nazi”, antiguo comandante del complejo Berghof de Adolf Hitler en los Alpes y protegido del comandante en jefe de las SS, Heinrich Himmler, responsable último del exterminio judío en Europa. Frank, que presumiblemente vivía en Alemania bajo identidad falsa (y que, fallecido en 2011 logró salir impune de sus atroces crímenes), había dado órdenes de incluir también a las mujeres judías en los primeros fusilamientos masivos, registrando con inusitado fervor burocrático los detalles de esas brutales operaciones. Entre julio y octubre de 1941, Frank registró el asesinato de más de cincuenta mil hombres, mujeres y niños judíos en los campos, pantanos y barrancos de Ucrania y Bielorrusia. Mientras consultaba los microfilmes de los informes policiales de las SS, dos jóvenes periodistas de Praga se acercaron a ella para mostrarle la fotografía, fechada el 13 de octubre de 1941 en Miropol, que constituiría la base del libro. 

Por su ya extenso historial investigador, Lower estaba acostumbrada a manejar miles de fotografías en torno al Holocausto y había estudiado con detenimiento precisamente aquellas que captaran a los asesinos en acción. Su primera reacción, a la vista del documento, fue de sorpresa, pues aunque el registro documental y fotográfico del Holocausto es mayor que el de cualquier otro genocidio, las fotografías incriminatorias como estas, que captan a los asesinos en el acto, son muy escasas. Su inmediata sensación fue la de una cierta ilusión -si puede hablarse en estos términos ante acontecimientos tan trágicos- al pensar en la posibilidad de identificar a los autores del fusilamiento que aparecían en la fotografía y en si ello podría servir para incriminarlos y juzgarlos por los asesinatos. Normalmente, las imágenes explícitas de fusilamientos, ejecuciones, asesinatos in fraganti, llevados a cabo por los nazis son tan icónicas que dan la falsa impresión de que son numerosas, cuando no son más que una docena. Lower comenta sucintamente algunas de ellas y nos traslada la constatación de que, en la mayor parte de los casos, poco se sabe, si es que se sabe algo, sobre quiénes son las personas que aparecen en ellas, y menos aún sobre sus autores

¿Qué se hace cuando se descubre una fotografía que documenta un asesinato?, se pregunta en las primeras páginas de su ensayo para, a continuación, en un registro cercano y familiar con el lector, plantear: imagina que, rebuscando en un mercadillo, en una tienda de antigüedades o en el desván de tu nueva casa, encuentras una fotografía en la que aparece una persona siendo asesinada, con el autor del crimen a plena vista. Si el asesinato parece reciente, de tu misma época, seguramente llevarías la fotografía a una comisaría y presentarías una denuncia para iniciar una investigación. Pero ¿y si el crimen fuera un linchamiento de hace un siglo? ¿O un tiroteo en 1941? 

Este es, en definitiva, el desencadenante del libro. La fosa es la historia de esa fotografía y de las pesquisas llevadas a cabo por su autora para desentrañar los enigmas que encierra; una indagación, profunda, rigurosa y abrumadoramente fundamentada (ochenta de las apenas trescientas páginas del libro las ocupan las notas que incluyen las referencias a libros, artículos, archivos, declaraciones, informes, grabaciones de audio y vídeo, que complementan y sustentan el carácter fidedigno de casi cada frase de su texto), que surge con un propósito múltiple, al que alude la propia Lower al comienzo de su estudio: revelar una gran cantidad de valiosa información sobre el Holocausto, inducir a la reflexión sobre unos hechos terribles para evitar -inútilmente, como nos demuestra día tras día la sucesión de atrocidades que se siguen produciendo en el mundo- su repetición y provocar un estado de conciencia que asuma la necesidad de una actuación para castigar a los culpables y devolver la dignidad y (simbólicamente) la vida a sus víctimas. En cuanto vi la fotografía y la sostuve en mi mano, quise romper el marco que rodeaba la escena del crimen y mantenía a las víctimas congeladas en ese horrible momento. Aunque la fotografía captaba un acontecimiento atrapado en el tiempo, yo sabía que formó parte de una situación dinámica real. ¿Qué sucedió antes y después del asesinato? ¿Cuál fue el destino de todas las personas que aparecen en ella? 

La investigación de la que da cuenta el libro tiene mucho -y eso lo hace apasionante como mera lectura, al margen de su dramático contenido- de labor detectivesca. Partiendo de la imagen y de los pocos datos constatables que la “ubican” -Miropol, 13 de octubre de 1941, uniformes nazis, vestimentas de los colaboracionistas locales, edades aproximadas de víctimas y victimarios, ropas de unos y otros, tenues referencias topográficas- Lower reconstruye la escena de la criminal ejecución agotando el examen de hasta el menor de los detalles en ella recogidos, manejando ingentes cantidades de documentos, viajando al pueblo ucraniano, intentando hablar con posibles testigos, explorando los parajes que pudieran haber sido “el lugar” de los fusilamientos, para, con todo ello, ofrecer una explicación plausible, verosímil y fehaciente de lo ocurrido. Y así, en los diversos apartados del libro se describe con precisión la imagen captada (capítulo I, “La fotografía”), se presenta el entorno físico del crimen (capítulo II, “Miropol”), se relata cómo se desenvolvieron los hechos y se desentraña la identidad de los autores nazis (capítulo III, “La Aktion: los asesinos alemanes”), se informa de las averiguaciones sobre la personalidad del “invisible” fotógrafo (capítulo IV, “El fotógrafo”), se da cuenta de la indagación sobre la mujer y los niños asesinados (capítulo V, “La búsqueda de la familia”), se relata la ardua tarea “arqueológica” de localizar, identificar y abrir la fosa (capítulo VI, “La historia de la excavación”), se aportan informaciones sobre otros desaparecidos en el mismo acto pero de cuya muerte no queda evidencia gráfica (capítulo VII, “Los desaparecidos no documentados”), se examina la actuación de los jueces y tribunales en relación con los hechos descritos y con la participación en ellos de los colaboracionistas ucranianos (capítulo VIII, “Justicia”), y por fin, en un emotivo “Epílogo”, se nos propone una serie de reflexiones en torno a la importancia de las fotografías de atrocidades tanto para revelar la capacidad del ser humano para hacer el mal como en su condición de pruebas del delito y su “eficacia” en la búsqueda de la verdad y la justicia, a partir del “enigma” de los zapatos de hombre vacíos y el abrigo arrugado abandonados al borde de la fosa en la fotografía analizada; un hombre que, no presente en la imagen, tiene sin embargo una historia que al lector no le queda más remedio que imaginar… 

Pese a que en un programa de radio -más allá de este blog, Todos los libros un libro es una emisión radiofónica- no puede mostrarse, como es obvio, la fotografía sobre la que gira el profundo análisis de Lower, la minuciosa descripción que se hace de ella en el primer capítulo de la obra permite a cualquier lector -y también al oyente- hacerse una idea muy completa de la desgarradora escena que en ella se representa. Os dejo, en la sección final que siempre complementa estas reseñas, con un fragmento del libro en el que se explican, de modo pormenorizado, los detalles de la atroz imagen. Antes, y de modo resumido para que podáis seguir mis comentarios con un mínimo conocimiento de causa, os adelanto sus elementos esenciales: una mujer se encuentra inclinada sobre el borde de una fosa. Agarrado a su mano izquierda, un niño, descalzo, cayendo de rodillas. Casi tapado por ambos, se intuye la presencia de otro chiquillo, apoyado en el regazo de la mujer. Tras ellos, cuatro hombres armados. Dos -uniforme, gorras, botas altas- son comandantes alemanes. Otro dos -abrigos de lana, brazaletes- auxiliares ucranianos. Un oficial nazi y uno de los colaboracionistas disparan sus rifles sobre el grupo de indefensas víctimas. El humo de los fogonazos inunda la imagen y oculta casi totalmente la cabeza de la mujer, a la que casi toca el arma del ucraniano, que muestra un gesto esforzado. Al fondo, un civil contempla la escena. En primer plano un par de botines de hombre, un abrigo tirado en el suelo, algunos casquillos. Enmarcando la acción, los árboles del bosque dejan filtrar de modo tenue la luz del sol. 

La foto había estado guardada, oculta, en los archivos de la sede del Servicio de Seguridad de Praga, un equivalente al KGB en la Checoslovaquia sometida al dominio de la Unión Soviética, a los que llegó tras una peripecia de la que se nos da cuenta en la sección del libro dedicada a la investigación sobre el fotógrafo que la tomó. El desmoronamiento del régimen soviético en 1991 permitió que saliera a la luz y propició que, desde Occidente, se reavivaran las investigaciones sobre los terribles hechos. La presencia entre los ejecutores de miembros de la milicia local ucraniana que, probablemente, eran vecinos y conocían bien a algunas de las víctimas, conlleva -así ocurre a menudo en casos similares- el que se levante un muro de silencio sobre los sucesos pasados, bien sea porque los descendientes, familiares y amigos, tanto de los muertos como de sus asesinos, prefieren no remover unos hechos muy dolorosos, bien sea porque, en muchas ocasiones, quienes encarnan los poderes actuales son los desmemoriados herederos de los que perpetraron las matanzas: Aún a día de hoy, más de setenta años después, los académicos del este de Europa que investigan y publican información sobre estos asesinos locales en Ucrania, Polonia, Hungría y otros países, son a menudo silenciados, amenazados e incluso criminalizados por desenterrar el oscuro pasado de antisemitismo, codicia, oportunismo y violencia que tuvo lugar en toda Europa

Con el fin de desentrañar los enigmas de la foto, Lower viaja a Miropol en 2014. En el capítulo correspondiente a ese viaje, la autora expone las dificultades iniciales nacidas, ya en una primera instancia, de la existencia de al menos tres pueblos con este nombre en Ucrania, y probablemente algunos más en Rusia y en Bielorrusia. Además, las diferentes grafías con las que aparece reflejado -Myropol, Miropol, Myropil’ y Miropolye- confundían y limitaban las posibilidades de dar con el lugar exacto a partir de la información registrada en los archivos. Tras un sucinto repaso, que se retrotrae a los siglos XVI, XVII y XVIII, a la historia de la región (el asentamiento judío creado por la emperatriz rusa Catalina la Grande, la muy dilatada dominación polaca, la sujeción a Rusia tras las divisiones de Polonia, y por fin las convulsas ocupaciones rusa y soviética, para llegar a la actual adscripción a Ucrania), en el que se subraya la importancia de la comunidad judía en la zona (Miropol fue nombrada ciudad santa de los judíos a partir de su protagonismo en una obra de teatro, El Dybbuk, de 1914, que tuvo mucha repercusión y que dio lugar a una conocida y exitosa película de 1937, muy relevante, incluso en la actualidad para las comunidades judías de todo el mundo) y su existencia relativamente pacífica en ella (ucranianos y judíos habían convivido durante siglos, casi siempre en paz, pero los lazos que los unían eran tenues), la investigadora relata su posterior decadencia (Durante el siglo XIX y principios del XX tuvo lugar un rápido declive de la cultura judía, causado por distintos factores como la rusificación, el antisemitismo, el nacionalismo, el sionismo, la urbanización o la inmigración de judíos a Palestina, Europa occidental y el Nuevo Mundo) que desembocaría en la hostilidad, la persecución y los pogromos (una de cada cuatro víctimas del Holocausto murieron en el territorio de lo que hoy es Ucrania, la mitad en la amplia región central del país en la que se ubica Mirupol, en una abominable sucesión de matanzas que, a diferencia del proceso abierto con los campos de concentración y exterminio, se produjeron en muy poco tiempo y de manera muy rápida). 

Ubicada por fin en la ciudad, acompañada de un intérprete y un conductor, provista de mapas extraídos de las actas de un juicio celebrado en Miropol en 1986 contra una milicia ucraniana, manejando planos locales, asesorada por topógrafos y arqueólogos forenses, con la ayuda de sus entrevistas a los lugareños de mayor edad, descendientes de protagonistas o testigos ellos mismos de los aciagos episodios de aquellos días, y contando con los vívidos recuerdos de Ludmilla Blekhman, la única judía que sobrevivió a las masacres de la ciudad y cuyo testimonio pudo consultar en vídeo (la mujer murió antes de que Lower tuviera ocasión de visitarla), la historiadora acaba por localizar el barranco de la fotografía entre decenas de lugares que habían sido también fosas comunes y en los que se apreciaban vestigios de los crímenes perpetrados (los procesos de contracción y expansión de las distintas capas del suelo son diferentes en las fosas que albergan cadáveres de seres humanos, por la acción de los líquidos y los vapores expelidos por los cuerpos y por la tierra removida por las alimañas o en los saqueos posteriores de los vecinos del lugar -a quienes resulta aplicable, con más pertinencia que en el caso de las bestias, el término “alimaña”-, lo que facilitaba la localización de los enterramientos). 

Una vez situado el escenario de la matanza, la investigación se centra en identificar a sus responsables. En su transcurso, Lower comprueba registros militares, indaga en archivos, rastrea órdenes policiales, estudia minuciosamente documentos judiciales, escudriña en álbumes de retratos oficiales de la policía, analiza los botones de las chaquetas, los emblemas de las gorras, los tamaños y colores de las mangas de uniformes de los militares nazis reflejados en la foto, examina transcripciones de testimonios, consulta correspondencia legal (un total de ochenta mil páginas repletas de detalles horripilantes: era como leer páginas manchadas de sangre) para acabar dando con un formulario -del que se ofrece una foto en el libro- cumplimentado en enero de 1969 en la comisaría de Laatzen, un pueblo a pocos kilómetros de Hannover, en el que Kurt Hoffmann, un funcionario de aduanas alemán ya jubilado, denunciaba (los recuerdos de los hechos vividos no le dejaban vivir en paz) cómo dos compañeros suyos en los Servicios de Protección fronteriza -el Batallón 303- habían participado en un fusilamiento cuyas circunstancias -la fecha, el emplazamiento, los ejecutores, las víctimas- se acomodaban a las recogidos en la fotografía que había desencadenado la búsqueda. Los asesinos alemanes habían sido reconocidos (no encontrados, porque uno de los sospechosos, Hans Vogt, nunca fue localizado, y el otro, Erich Kuska, absuelto ante la imposibilidad de probar su participación en los hechos, por lo que el caso fue archivado en 1969). En un capítulo escalofriante, el libro detalla, casi minuto a minuto, la cronología de la catástrofe, el calendario de la temible Aktion de Miropol sobre la que cualquier judío sabía ya, en esas fechas, que no era la deportación a la tierra prometida de Israel, ni tan siquiera a un campo de trabajo cercano, sino que se trataba de una marcha fúnebre hasta las afueras de la ciudad para ser fusilados. A partir de las declaraciones de dieciocho ucranianos que aceptaron ser entrevistados entre 2014 y 2016 en torno a las atrocidades contempladas (quienes observaron el tiroteo cuando eran adolescentes, escondidos detrás de los árboles; quienes vieron a sus vecinos judíos ser transportados desde el mercado, en donde habían sido obligados a concentrarse, hasta el bosque, y oyeron después los disparos; quienes se vieron obligados a cavar las fosas; quienes saquearon las casas y negocios judíos y “profanaron” incluso las fosas comunes en busca del oro y los objetos de valor que pudiera haber entre los cadáveres), utilizando cientos de testimonios de alemanes, eslovacos y ucranianos que pasaron o residieron en Miropol, con la inestimable ayuda de la única superviviente, la ya mencionada Ludmilla Blekhman, Lower reconstruye el antes, el durante y el después de la fatídica jornada en que se tomó la fotografía que “protagoniza” su libro. 

Una fotografía de la que se rastrea también sus componentes “técnicos” y las consecuencias -de cara a la completa indagación sobre los hechos retratados- que de ellos se deducen. Así, el que la foto ofrezca una composición impecable, que se respeten los tres tercios “canónicos” en la distribución del espacio (la fosa, los asesinos y, en el centro, las víctimas), el que la cámara esté fija, el que el encuadre no presente inclinaciones y esté a la altura correcta, el que la imagen sea nítida y el enfoque adecuado, el que en la investigación aparecieran otras cuatro fotos que parecen integrar una serie formando parte de una misma secuencia, son, en principio, indicios de que quien las tomó era un fotógrafo profesional que, además, habría sido colaborador de las fuerzas nazis, teniendo en cuenta que se había podido mover libremente por la escena (así permiten deducirlo los diferentes ángulos de las fotos que integran la serie) y tomando las fotografías abiertamente a la vista de todos (los ejecutores no le prestaban atención, indiferentes a la presencia de una cámara que debía ser habitual en situaciones similares). Con estas referencias de partida, Lower dirige sus pesquisas hacia la figura del fotógrafo, para acabar descubriendo que se trataba de Lubomir Škrovina, cuya vida, apasionante, daría para un relato novelesco. Škrovina era un soldado eslovaco que había sido movilizado muy joven (obligado como todos los eslovacos entre dieciséis y sesenta años) y mandado a servir al frente ucraniano. A finales de 1941 fue dado de baja en el Ejército por motivos de salud (ante las atrocidades contempladas se negó a seguir en el frente y fingió una enfermedad). En realidad, se trataba de un tibio simpatizante del Partido Comunista, un militante de la resistencia eslovaca infiltrado entre las fuerzas germanas, que había aprovechado su presencia en el frente y su pasión fotográfica para documentar los crímenes nazis. Tras la guerra, propietario de una tienda de radios en Banská Bystrica, fue llamado a declarar en Bratislava por miembros de la seguridad del Estado eslovaca, ya entonces dependiente de la Unión Soviética, en mayo de 1943. Su identificación como autor de las fotos de la masacre de Miropol lo hacían sospechoso de cooperación con el nazismo. Admitió haber presenciado la matanza y haber sacado fotos de ella, viéndose obligado a entregarlas a las autoridades. Pese a que los informes de la inteligencia lo tildaban de “gánster” y “parásito”, con capacidad para engañar a cualquiera, pudo comprobarse su participación en la resistencia y por ello el protocolo iniciado se dio por cerrado. Con los años se casó, tuvo hijos (la autora los conoció en 2017 y compartieron con ella la historia familiar), siguió al frente de su tienda de radios, dio clase en un Instituto técnico y, en 1958, volvió a ser citado por el aparato de Seguridad del Estado checo y el KGB soviético para revisar su “colaboración” con las fuerzas nazis, acrecentadas las sospechas sobre él por haber conservado los negativos sin hablar de ellos a las autoridades. Lower, que había solicitado el expediente con las fotos en 2016, supo por el hijo de Lubomir, que el fotógrafo borró de esos negativos a un compañero, también guardia eslovaco, que aparecía observando la escena, pues su presencia en la foto podía hacer pensar a los soviéticos que la presencia de ambos se producía en concepto de participantes, colaboradores o cómplices, frente a la tesis de Škrovina que sostenía su carácter de mero espectador y testigo. Quedó demostrado que, durante la guerra, él enviaba desde el frente a su esposa (hay pruebas de la correspondencia entre ellos), escondidos en ropa u otros objetos, los negativos de los monstruosidades contempladas, para documentar así los crímenes de guerra y distribuir las imágenes a las organizaciones de la resistencia. También se probó que había acogido a judíos en su casa, ayudándoles a huir hacia los bosques. 

Hacia el final de su vida -murió en 2005-, escribió al ministro del Interior, en la Eslovaquia post-soviética ya independiente, solicitando la devolución de las fotos. También donó la cámara -la muy popular, en los años de la guerra, Zeiss Ikon Contax- al Museo de Historia de los Judíos de Bratislava, en donde pudo verla Lower en septiembre de 2017 (se recoge una fotografía en el libro, así como detalles técnicos del artefacto, entre ellos, uno relevante a la hora de explicar la escena central de la obra: la cámara solo podía hacer siete u ocho fotos seguidas). 

La pesquisa sobre la trayectoria vital del fotógrafo permite a la historiadora norteamericana incluir en su estudio reflexiones de teóricos de la fotografía como Susan Sontag o James Curtis, mencionar algún escrito de Hannah Arendt sobre el valor de las imágenes del Holocausto (un instante de la verdad) e intentar responder a preguntas cruciales sobre la participación de Škrovina en la escena: ¿Qué revelan sus elecciones fotográficas? ¿Qué nos dicen las imágenes sobre el autor? ¿Por qué decidió tomarlas? ¿Por qué las conservó? Como ocurre con alguna otra de las circunstancias relativas a la foto, hay cuestiones que permanecen sin resolver: Nunca se encontraron sus sesenta y seis negativos, y ello pese a que Lower confiesa que tras el conocimiento de los hechos volví a intentar buscarlos, también sin éxito

Idéntico relativo fracaso se produjo en la búsqueda de la familia, pues, al término de su pesquisa, Lower no fue capaz de identificar a la familia ejecutada en la foto, limitándose a hacer una “suposición aproximada”. El relato de su labor investigadora en lo relativo a este asunto es también muy interesante. La historiadora consultó antiguos archivos regionales soviéticos y bases de datos genealógicas judías, ante la ausencia de referencias alemanas, pues en los documentos nazis y en las investigaciones alemanas sobre los crímenes rara vez aparece un nombre judío. El material consultado resulta casi inabarcable, pues diferentes museos e instituciones mundiales han recopilado un número incalculable de documentos. Solo “La Infraestructura europea para la Investigación del Holocausto” recoge en formato digital las colecciones de 2.165 archivos de cincuenta y nueve países. Del mismo modo, el Yad Vashem, el Centro Mundial de Conmemoración del Holocausto, reúne una colección documental en Las Hojas de Testimonios que contiene nueve mil cajas con 2.7 millones de páginas de consultas y declaraciones de posguerra. También la Unesco dispone de sus archivos de víctimas, pero en su mayor parte se corresponden con judíos exterminados en Europa occidental y central, y apenas de Europa oriental, de la que quedan más de un millón de víctimas sin registrar. 

A partir de este arsenal de información manejado llega a saber que “La Comisión Soviética Extraordinaria para la Investigación de Crímenes Nazis” había fijado en 960 los civiles muertos en Miropol en dos fusilamientos masivos, uno, el recogido en la foto, el 13 de octubre de 1941, y otro el 16 de febrero de 1942. De esos casi mil asesinados consta un primer registro de 214 nombres judíos, ordenados alfabéticamente, con sus respectivas fechas de nacimiento, que acabó ampliándose, en documentos de 1944, a 450 de un total, vuelvo a subrayar, de 960. Examinando sus nombres, buscando coincidencias en los apellidos, identificando las unidades familiares, cotejando las fechas de nacimiento con la edad probable de la mujer fotografiada, intentando localizar en el listado niños que hubieran nacido en 1935 o 1936, la edad aproximada del niño que cae a la fosa en el primer plano de la foto, acaba por localizar la referencia de una mujer, Khiva Vaselyuk, cuyos datos pudieran corresponder con los de la trágica protagonista de la imagen analizada. Aparece también una foto de los Vaselyuk, que muestra a cinco mujeres y dos pequeños. Averigua que una descendiente de esa familia vive en Michigan, logra entrevistarse con ella. Sin embargo, por más que lo intenté -escribirá-, con todas las ventajas de la tecnología y accesibilidad de hoy en día, no pude identificar a la familia con certeza

El capítulo que relata esta fase de sus averiguaciones incluye también muy interesantes reflexiones acerca de la importancia de la familia en la cultura judía. En sus sistema de valores, el destino individual no es tan importante, lo esencial es la pervivencia de la familia, la continuidad, de ahí la perplejidad, la impotencia, el dolor, cuando intuían que la familia entera iba a ser aniquilada, quién recitaría sus oraciones fúnebres, se preguntaban. Porque la familia suponía un sustento material y emocional; a través de ella se trasladaban, de generación en generación, las tradiciones, los ritos, las ceremonias, los cantos, los rezos, las leyes religiosas, los textos, las oraciones. Todo esto es precisamente lo que los genocidas trataron de destruir social, cultural y biológicamente, en una sangrienta paradoja de la política nazi, defensora enfática del bienestar del núcleo familiar ario y cruel destructora de los linajes judíos: Algunas de las peores historias del sufrimiento de las víctimas del genocidio y la violencia masiva, aquellas que apenas podemos soportar, las que nos hacen apartar la vista con repugnancia, se centran en la familia

El libro aborda también, en esta misma sección, la reciente historia de la familia como sujeto jurídico. Ni en la creación originaria del delito de genocidio por Raphael Lemkin, protagonista de Calle Este-Oeste, de Philippe Sands, que presenté aquí hace unos años, ni en la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948, ni en los juicios de Núremberg de ese mismo año, se menciona expresamente a la familia como sujeto jurídico autónomo (en todos los casos se define a la víctima como un grupo nacional, étnico, racial o religioso; aunque, como es natural, la agrupación familiar aparece de modo implícito formando parte de alguno de esos grupos). Por fin, en la Declaración de los Derechos Humanos, la Asamblea General de la ONU se refiere a la familia como elemento fundamental de la sociedad y con derecho por tanto a la adecuada protección de la sociedad y el Estado. 

En otro capítulo muy interesante, el libro relata la historia de la excavación de la fosa que aparece en el libro. Conocemos así que en 1992, el Comité de Preservación Judía de Ucrania había identificado 495 fosas comunes, barrancos y emplazamientos que habían sido escenario de matanzas y fusilamientos; también que la Comisión de Estados Unidos para la Preservación del Patrimonio Americano en el Extranjero, incluye una lista de 1.500 cementerios, fosas comunes y sinagogas en las que se produjeron asesinatos masivos. Una vez más, como hace de continuo en el curso de su rigurosa investigación, Lower estudia la documentación existente sobre los lugares de los crímenes (normalmente las afueras de las ciudades, no demasiado lejos de las carreteras para que pudieran llegar los camiones con las víctimas o ellas mismas caminando), sobre las edificaciones cercanas (fortalezas, graneros, cobertizos, que “servían de “sala de espera” mientras se preparaban las fosas y durante los fusilamientos, y en los que se perpetraban robos -los judíos debían entregar allí sus objetos de valor- humillaciones, torturas, violaciones de mujeres ante sus padres, hermanos e hijos), también sobre las características topográficas y geológicas de los enterramientos (La topografía revela cómo los autores planificaron y ejecutaron los crímenes). 

Y es que la investigación del Holocausto -señala- se ha convertido en un trabajo multidisciplinar que reúne a un sinfín de profesionales y legos en un raro caso de solidaridad internacional. En efecto, un sinfín de investigadores, intérpretes, fotógrafos, cámaras, historiadores, topógrafos, geólogos, forenses, geógrafos, entrevistadores, conductores, expertos en balística, militares, juristas, policías, profesores, religiosos -particulares o miembros de instituciones- están involucrados en todo el mundo en el proceso de arrojar luz sobre los crímenes nazis. 

En el caso concreto del impacto geológico de los enterramientos de Miropol (El Holocausto de Miropol dejó su huella en las orillas de los ríos, en los barrancos, en los campos y en los bosques, un paisaje cicatrizado que podía leerse como una fuente extratextual), se analizó con detalle el terreno en busca de indicios, pues al haber sido profanada la fosa varias veces (por parte de “excavadores negros”, saqueadores locales en busca de oro, y, en dos ocasiones, en 1945 y 1986, en exhumaciones llevadas a cabo por la Unión Soviética), las distintas excavaciones provocaron extrañas depresiones y montículos en el terreno, irregularidades en el suelo, un diferente crecimiento de la vegetación en zonas aledañas, la aparición de huesos humanos que salen a la superficie (de hecho, la propia autora encuentra algún resto óseo en su recorrido por la zona). 

El capítulo es también la ocasión para repasar las fórmulas seguidas por los nazis para borrar el rastro criminal que suponían los enterramientos: el uso de cal viva para acelerar la descomposición de los cuerpos, y de molinillos de trigo para triturar los huesos, la creación de los Sonderkommandos, compuestos por judíos obligados a exhumar y quemar los restos, antes de ser asesinados ellos mismos. Utilizaron el suelo para asfixiar, los ríos para ahogar, la ladera de un barranco para arrojar a las víctimas alcanzadas por las balas y las paredes del barranco dinamitadas para tapar los cuerpos

Hay también referencias a los fusilamientos de Babi Yar, en Kiev, cuando entre los días 29 y 30 de septiembre de 1941 fueron asesinados 33.771 judíos (un millón y medio en toda Ucrania). Igualmente interesan las reflexiones de la autora sobre cómo este atroz anonimato de las fosas comunes violaba -añadiendo aún más dolor a la tragedia- las costumbres seculares y religiosas de los judíos, lo que llevó al Convenio de Ginebra de 1949 a legislar sobre los derechos de los civiles asesinados en tiempo de guerra, entre ellos el derecho a un entierro honorable y a la asignación de una tumba. 

El penúltimo capítulo en la formidable labor de reconstrucción histórica que supone La fosa se centra en los desaparecidos no documentados, un elenco heterogéneo que incluye a trasladados, desplazados, y a los supervivientes autodenominados con el término yidish “oysgevorzlte”, “remanente”, “el no matado, el no asesinado, el no abatido”. Soy, recogen algunos testimonios, lo que queda. Entre ellos, Ludmilla Blekhman, llorando desconsolada cuando volvió a Miropol, el 30 de julio de 1944, con dieciséis años, al darse cuenta de que su familia y hogar, todo lo que tenía, ya no estaban. Había logrado escapar de la masa de cuerpos hacinados en la fosa, y estuvo huyendo durante dos años y nueve meses, resistiendo frente al miedo y el hambre, escondiéndose en los campos, subsistiendo como un animal en el bosque, defendiéndose de las ratas, sobreviviendo a la detención y las torturas infligidas por la Gestapo. 

Finalizada la guerra, los trabajadores de las organizaciones humanitarias de Hamburgo y Múnich (a ellos en exclusiva se refiere el dato que aporta el libro) ayudaron a diez millones de personas a reencontrarse, investigando el rastro de familiares desaparecidos, casi siempre sin éxito. En el primer año tras la contienda los aliados repatriaron al este a 4,2 millones de soldados y civiles (algunos de los cuales vivirían un nuevo calvario en sus destinos, al ser enviados al gulag ruso por las autoridades soviéticas si los consideraban sospechosos de algún tipo de connivencia con el enemigo). Wendy Lower relata cómo, cuando el rastro en papel era escaso o inexistente y resultaba casi imposible o llevaba mucho tiempo determinar el destino de los desaparecidos, los particulares publicaban anuncios, enviaban cartas, acudían a los organismos especializados, a los trabajadores sociales y a las agencias de búsqueda. Cualquier objeto era válido si contribuía a aportar algún indicio sobre el destino de los seres queridos. El libro incorpora una fotografía conmovedora y que, a la vez, perturba, de una gran sala repleta de zapatos de judíos muertos y desaparecidos, con los familiares intentando encontrar en ellos alguna pista que pudiera facilitar la identificación y posterior localización. Los supervivientes mostraban fotos de los muertos en los campos de concentración, en las fosas comunes, suplicando a los vivos -a nosotros- que los recordemos, exhortándonos a mirar las fotografías e interpretar el elocuente silencio de las imágenes: Esto es lo que le ocurrió a mi familia y a los judíos de toda Europa

El destino de los asesinos ucranios mostrados en la foto de Maripol se examina en el último capítulo del libro. Bajo la rúbrica “Justicia”, conocemos su destino, que no fue tan benévolo como el de los oficiales nazis exonerados. Pese a que, como tantos otros, tras escapar después de la guerra adoptaron nuevas identidades, formaron otras familias y se pretendieron pasar desapercibidos en el anonimato de sus renovadas existencias, la mano de hierro del KGB (su poder opresivo, leemos), logró identificarlos y juzgarlos. Eran voluntarios -los dos que aparecen en la foto y otros participantes no reflejados en la imagen- que se prestaron libremente a llevar a cabo la matanza. Fueron condenados; uno de ellos, menor de edad en el momento del crimen, a quince años de prisión, el resto a la pena de muerte. En 1986 todos fueron fusilados, salvo uno, desaparecido. Lower cierra esta sección postrera del libro con una muy encendida defensa del valor de la fotografía como testimonio fidedigno de los hechos que contribuye a desvelar. Repasa así los casos de otros criminales de guerra juzgados y condenados gracias a la evidencia irrefutable de fotografías incriminatorias. 

La fosa finaliza con un breve y emotivo Epílogo, en el que se fija en la algo enigmática y siniestra aparición en la foto de unos zapatos masculinos que, al borde de la fosa, permiten presuponer la existencia de un hombre -padre, marido- que ya ha sido fusilado y yace en el interior del barranco al que la mujer y los niños van a precipitarse tras los disparos. Esos zapatos gastados comparecen en forma de preguntas, son reflejo de aquello que no conocemos. En esas páginas finales, Lower evoca la recurrente presencia de la imagen de los zapatos vacíos en el Arte (pienso en cuadros de Vincent Van Gogh, Magritte o Miró, en la instalación de Can Togay y Gyula Pauer en Budapest), que siempre representan una pérdida, un símbolo, la ausencia de quien los portó. Los zapatos son el desencadenante de un ardoroso alegato final invitando al recuerdo y la investigación de los crímenes a partir de las imágenes que de ellos nos llegan: Las imágenes de atrocidades, sobre todo las escasas que atestiguan los actos de genocidio, el crimen de todos los crímenes, nos ofenden y avergüenzan. Si les damos la espalda, fomentamos la ignorancia, pero si las exponemos en los museos sin pie de foto o las descargamos de internet sin atender a su contexto histórico, denigramos a las víctimas. Y, de igual manera, si dejamos de investigarlas, dejaremos también de preocuparnos por la justicia histórica, la amenaza del genocidio y las víctimas desaparecidas

Un último y ya muy breve apunte sobre esa “amenaza del genocidio”. La fosa se escribió antes de la invasión de Ucrania. En declaraciones recientes que he podido leer, Wendy Lower afirma haber restringido los actos de presentación y promoción de su libro en razón a una muy comprensible prudencia y a criterios de oportunidad “política”. El hecho de que dos de los asesinos de la foto fueran ucranianos colaboracionistas de los nazis puede abonar la delirante tesis de Putin de la “desnazificación” de Ucrania como desencadenante último de su “operación especial”. Sin embargo, y como es obvio, la historiadora tiene muy claro, y así lo subraya en las entrevistas a las que me refiero, que en el caso actual si se dan planteamientos y prácticas “homologables” a los del terror nazi son, sin lugar a dudas, los que rigen la política del dictador ruso dentro y fuera de su país, y si esa amenaza de un nuevo genocidio está hoy presente de nuevo en Europa es a causa exclusiva del delirio criminal del autócrata. 

En fin, un libro de lectura imprescindible, este La fosa de Wendy Lower. Completo esta muy larga reseña con el prometido fragmento en el que se describe con precisión la foto analizada. Os dejo también con un tema musical cuya presencia aquí hubiera querido que se vinculase con un episodio narrado en el libro. En una escena de las recogidas en la obra, correspondiente a la terrible jornada de la matanza del 13 de octubre de 1941, la autora relata cómo, en el edificio que albergaba la comisaría local y la cárcel de Miropol, una docena de policías ucranianos, borrachos, tambaleándose a causa del alcohol, agitando sus rifles, custodiaban a los judíos a los que, minutos después fusilarían a las afueras del pueblo, infligiéndoles la despiadada humillación adicional de corear de manera burlona el Todeslied, una marcha fúnebre. Ante la imposibilidad de identificar la pieza exacta a la que se refiere la autora, he optado por ofreceros Avinu Malkeinu, la canción tradicional de la liturgia judía, cantada en tiempos de aflicción, en una interpretación actualizada de Barbra Streisand, cuya condición de judía es bien conocida. 


En la fotografía aparece un grupo de cuatro hombres armados, en formación abierta. En el fondo se encuentran dos comandantes alemanes, y en un primer plano, a la derecha, dos auxiliares ucranianos rodeando a las víctimas. Uno de los alemanes, con chaqueta y pantalones de montar, y el ucraniano que está detrás de él, con un pesado abrigo de lana del Ejército Rojo, acaban de apretar sus gatillos. 

Las víctimas de esta masacre fueron llevadas al borde de la fosa. Los fogonazos de los múltiples y reiterados disparos que recibieron dejaron halos de humo flotando en el aire. El rifle del ucraniano está a escasos centímetros de la cabeza de la mujer, oculta por el humo. 

Ella está inclinada hacia delante, con un vestido de lunares, medias oscuras y zapatos de cuero estilo Mary Jane. Sostiene la mano de un niño descalzo, vestido con un pequeño abrigo y pantalones, que cae de rodillas. En el primer plano de la fotografía se pueden observar un par de botines de hombre, hechos de cuero, colocados como si la persona acabara de quitárselos usando la punta del zapato derecho para sacar el izquierdo. Junto a ellos hay un abrigo tirado en el suelo, pareciendo la silueta del torso de un hombre descansando. Los casquillos disparados, restos de ese asesinato en masa, yacen esparcidos por el suelo. 

Las víctimas están al borde de la fosa. La mujer muere por la herida de bala en la cabeza, y arrastra al niño, aún vivo, hasta su tumba. Según el protocolo nazi, las balas no debían desperdiciarse en niños judíos. En su lugar, dejaban que fueran aplastados por el propio peso de sus familiares y que se asfixiasen con la sangre y la tierra amontonada sobre los cuerpos. 

Debió ocurrir a media mañana. Los rayos de luz quedaron captados por la cámara en el momento en que se tomó esta fotografía. Los contrastes entre el blanco y el negro están muy marcados: el pelo oscuro y bien cortado del niño y su cara blanca, el cuero brillante y las insignias plateadas de la visera del alemán o los lunares que resaltan en los pliegues oscuros del vestido de la mujer. El fondo del bosque parece un lienzo pintado con troncos verticales oscuros y manchas blancas que distinguen las ramas. 

Se trata de una foto tomada en medio de la acción. Se puede observar el movimiento en la explosión, las posturas tensas y las muecas de los asesinos, en la nube de humo que rodea la cabeza de la mujer y en el niño arrodillado que sostiene la mano de su madre. Un espectador civil con un gorro de lana se mantiene alerta, listo para ayudar.

Videoconferencia
Wendy Lower. La fosa

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