Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de febrero de 2023

WENDY LOWER. LAS ARPÍAS DE HITLER 

Hola, buenas tardes. Desde Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, os saludamos y os ofrecemos una nueva invitación a adentraros en el casi siempre apasionante territorio de los libros, con una triple nueva propuesta -repartida entre las emisiones de hoy y de los dos miércoles siguientes- que espero os resulte interesante. El próximo y ya muy cercano 24 de febrero se cumple un año del comienzo de la guerra en Ucrania. Y es por ello por lo que en estas semanas que restan hasta el infausto aniversario, os traeré aquí algunos títulos que tienen que ver con el país centroeuropeo, víctima hoy de la agresión rusa. En la primera entrega de esta especial serie, Ucrania no es la protagonista única, aunque sí está presente de manera sustancial en los episodios del pasado que en ella se narran. La segunda obra sí se centra plenamente en aquel territorio convulso, aunque los hechos referidos en ella ocurrieron, como en el caso anterior, hace casi ochenta años. En un proceso que he querido que fuera acercándose paulatinamente hasta el presente, la postrera emisión del ciclo girará sobre un par de libros “ambientados” en estos aciagos días de la invasión que padece el pueblo ucranio, uno de los mayores damnificados a lo largo de la historia por algunos de los innumerables episodios de destrucción, violencia y guerra que han asolado esa convulsa región de Europa. 

Los dos libros que me ocuparán en estas dos primeras semanas, cada uno de ellos extraordinariamente interesante por múltiples razones, comparten, además de ese vínculo con Ucrania -insisto, indirecto en el primero y muy sobresaliente en el segundo-, una autora común. El desencadenante inicial de mi triple sugerencia de hoy es la aparición, en abril del pasado año, de La fosa, un libro de la norteamericana Wendy Lower, publicado por la editorial Confluencias en traducción de Elena Magro Sánchez, que indaga en un dramático episodio de la Segunda Guerra Mundial, la ejecución de una indefensa familia de judíos en Miropol, Ucrania, en octubre de 1941. El libro, sobrecogedor, que se lee con el alma en vilo, estremecida por el horror, es el segundo de su autora presentado en nuestro país, pues ya hace casi diez años, en 2013, la editorial Crítica dio a la luz Las arpías de Hitler, cuyo ámbito de estudio coincide, cierto que con un enfoque distinto, con el más reciente. Será de este último del que os hable esta tarde, dejando para dentro de siete días mi comentario sobre el excepcional La fosa

Wendy Lower es una historiadora estadounidense, estudiosa y gran experta en la Segunda Guerra Mundial y, en particular, en el Holocausto. Nacida en 1965, doctorada en Historia europea y con una dilatada y muy premiada trayectoria como profesora e investigadora en distintas universidades, ocupa desde 2012 la cátedra John K. Roth en Claremont McKenna College en Claremont, California, siendo nombrada en 2014 directora del Centro Mgrublian de Derechos Humanos en la propia ciudad californiana. Desde 2016 es directora interina del Centro Jack, Joseph y Morton Mandel de Estudios Avanzados del Holocausto en el Museo Conmemorativo del Holocausto de los Estados Unidos en Washington. Su medio profesional y el dominio en que se desarrollan sus labores investigadoras y docentes tienen que ver, pues, de modo muy notorio, con el genocidio de los judíos perpetrado por el nazismo, tema final de los dos libros cuya lectura os propongo para estas dos semanas iniciales de la serie de tres. 

Las arpías de Hitler se presentó entre nosotros con un subtítulo revelador, La participación de las mujeres en los crímenes nazis, que no es, sin embargo, el original: German Women in the Nazi Killing Fields (Mujeres alemanas en los campos de exterminio nazis). Es, pese a ello, explícito y muy elocuente con respecto al contenido que va a hallar el lector que se decida a adentrarse en sus páginas. El libro es, hoy, prácticamente “inencontrable” en las librerías españolas. De hecho, yo -que no había reparado en él en su momento y que solo me he interesado en su lectura tras conocer La fosa- he tenido que conseguirlo en México tras una ardua búsqueda en internet. Por cierto, la edición española de 2013 (que sí he podido consultar en su versión digital) y la mexicana de 2020, comparten traductora, Núria Pujol, e idéntico descuido formal -no sé si debido a la responsable de la traslación o a cierta desidia profesional de la editorial-, con bastantes erratas y algunos fallos ortográficos sangrantes, de los que dejo sólo un par de ejemplos como muestra representativa. En la página 201 podemos leer: el testimonio de Dick surgió el efecto contrario, en donde ese “surgió” (por “surtió”) ofende a la vista y daña el cerebro. De un modo aún más doloroso -por el error en sí y por su obstinada reiteración-, en la página 220, cuando se transcribe el escrito de apelación a su condena de una de las “arpías” hitlerianas, la abominable Erna Petri, leemos: Que si había oído hablar de la deportación de judíos al distrito de Lublin, donde los gaseaban, dijo, lo que la había sorprendido mucho en su momento. Que si había protestado por las deportaciones, que si le había dicho a Horst que «esa gente [los judíos] eran humanos al fin y al cabo, en donde la vomitiva desfachatez de la asesina no oculta la fastidiosa falta de tildes en los “sí” afirmativos de su declaración. Y así bastantes más. 

En el verano de 1992, Lower tomó un vuelo a París. Allí compró un viejo Renault y, acompañada de un amigo, viajó durante miles de kilómetros hasta Kiev atravesando las tortuosas carreteras soviéticas (en 1992, como es sabido, la Europa del Este estaba, directa o indirectamente, bajo el dominio de la URSS). A lo largo del trayecto afloran en ella los profundos conocimientos sobre los territorios que atraviesan, en concreto sobre la convulsa historia de Ucrania (y más en particular aún, sobre la región hoy “transfonteriza” de Galitzia), que, al igual que otros países (en la actualidad; entonces no eran independientes) de la zona, Bielorrusia, Polonia, Chequia, Eslovaquia o Moldavia, sufrió las consecuencias de la demente voluntad de un Hitler que, empeñado en su propósito de edificar un imperio que durara al menos mil años, a partir de 1941 ocupó y devastó con su implacable maquinaria de guerra aquella amplia superficie del centro y el este de Europa. El imparable y destructivo avance de los ejércitos del Reich llevó consigo el desplazamiento de legiones de constructores, administradores, agentes de seguridad, «científicos raciales» e ingenieros cuya tarea consistía en colonizar y explotar la región. Ese inmenso contingente, militar y civil, se vio obligado a evacuar los territorios ocupados, huyendo hacia el oeste, entre 1943 y 1944, cuando los ejércitos soviéticos frenaron la progresión nazi y empezaron a decantar la contienda en ese frente oriental. En su huida, los alemanes tuvieron que abandonar páginas y más páginas de informes oficiales, carpetas con fotografías y periódicos, cajas con bobinas de película y, en definitiva, documentación de todo tipo. Convenientemente clasificada por las autoridades soviéticas, toda esa valiosa información permaneció durante décadas en los archivos estatales y regionales de los países del “otro lado” del telón de acero. Consultar esa documentación era el objeto último del largo viaje de Wendy Lower. En concreto, su destino era Zhytómyr, una población a cien kilómetros, más o menos, al oeste de Kiev, destruida totalmente en los combates de noviembre y diciembre de 1943, en la retirada de los nazis, que, en su desbandada quemaron cualquier prueba que pudiera incriminarles en los pavorosos crímenes dejados a su paso. Pese a ello, Lower pudo encontrar correspondencia interrumpida, papeles hechos trizas con la tinta desvaída, decretos con las pomposas e ilegibles firmas que dejaron atrás insignificantes funcionarios nazis e informes de interrogatorios de la policía con los temblorosos garabatos de los aterrorizados campesinos ucranianos. Acostumbrada, por su cotidiana labor profesional, a la consulta “distante”, a través de microfilms, de todo tipo de documentos en archivos y bibliotecas, fue sin embargo al trabajar in situ, en los lugares que habían sido el escenario del horror, cuando reparó, para su sorpresa -y así lo cuenta en el prólogo al libro-, que en el mucho material examinado aparecían también los nombres de jóvenes alemanas desplazadas a la región como secretarias, como maestras, como funcionarias, como enfermeras, como esposas y amantes de los oficiales nazis, y que habían sido activas constructoras del imperio de Hitler. Aparecían en inocuas y burocráticas listas de maestras de guardería. Con esa información, volvió a los archivos de Estados Unidos y Alemania, para buscar, de un modo más focalizado, documentos sobre las mujeres enviadas al Este, las cuales, sin duda, habían sido testigos del Holocausto y que, muy probablemente, en algunos casos, habían sido también sus ejecutoras. Aparecieron así las declaraciones de cientos de mujeres que, tras la guerra, habían sido llamadas a testificar en los juicios contra los responsables de los crímenes o, en menor medida, contra ellas mismas. Igualmente pudo acceder a los testimonios de supervivientes judíos que identificaron a algunas mujeres alemanas como sus acosadoras, no solo como alegres espectadoras sino como violentas torturadoras, aunque o bien desconocían los nombres y apellidos de esas mujeres, o bien estas habían adoptado el apellido de sus esposos si habían contraído matrimonio en la posguerra. Había también estudios académicos sobre la participación de las mujeres alemanas en el sistema nazi, pero sin que nunca se hubiera podido determinar en qué número y hasta qué punto o grado de culpabilidad

Su investigación, en última instancia, pretendía responder a algunas preguntas clave que surgían mientras consultaba los archivos: ¿cómo respondieron realmente esas mujeres cuando llegaron a sus puestos?, ¿quisieron marcharse o quisieron ver o hacer más?, ¿participaron las alemanas de a pie en las matanzas nazis de judíos?, ¿participaron las alemanas en países como Ucrania, Bielorrusia y Polonia en el Holocausto de maneras que no confesaron tras la guerra? Pese a lo limitado de la información disponible, sus concienzudas pesquisas la llevaron a la conclusión de que la lista de maestras y otras activistas del Partido Nazi que encontré en Ucrania en 1992 era la punta de un iceberg. Cientos de miles de mujeres alemanas fueron al Este nazi —es decir, a Polonia y los territorios de lo que durante años fue la Unión Soviética, incluidas las actuales Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Letonia y Estonia— y fueron efectivamente una parte esencial de la maquinaria de destrucción de Hitler. Tras su exhaustiva investigación deduje -nos dice- que hubo muchas mujeres que mataron a judíos y otros «enemigos» del Reich, más de lo que quedó documentado en la guerra o se procesó en la posguerra

Las arpías de Hitler es el palpitante, conmovedor, interesante y terrible resultado de ese estudio de años -lustros- sobre un muy significativo punto ciego de la Historia. En él, tras describir el panorama general de la Alemania de entreguerras y ubicar en él a la “generación perdida de mujeres alemanas”, presenta las que podríamos llamar “tipologías” de las mujeres desplazadas al Este -fundamentalmente maestras, enfermeras, secretarias y esposas-, relata algunas de las muchas atrocidades de las que ellas, en calidad de meras conocedoras, observadoras culpables, cómplices necesarias o autoras despiadadas y hasta sádicas, fueron partícipes, explica las causas que las llevaron a matar o, desde sus diversas posiciones, a contemplar impertérritas los crímenes, indaga en sus destinos posteriores a la finalización de la guerra -en un inmenso porcentaje de casos no fueron juzgadas y, cuando se enfrentaron a los tribunales, casi siempre fueron exoneradas-, y reflexiona, de un modo transversal al desarrollo de su ensayo, acerca de si las cuestiones de género influyeron en la consideración -durante la guerra, mientras llevaban a cabo su tarea, y en las reacciones posteriores, cuando sus actos fueron sometidos al examen jurídico y social- del papel que desempeñaron estas mujeres en las atrocidades del terror nacionalsocialista. Y todo ello se hace a través de las experiencias de una decena de mujeres, algunas en verdad sanguinarias, cuyo rastro ha podido seguirse pues está documentado en testimonios y declaraciones, actas e informes y cuyas biografías, peripecias vitales y abyectos crímenes se intercalan en la narración: Ingelene Ivens, Erika Ohr, Annette Schücking, Pauline Kneissler, Ilse Struwe, Liselotte Meier, Sabine Herbst, Gertude Segel, Josephine Krepp, Vera Stähli y las muy despiadadas asesinas Liesel Rieder, Erna Petri y Johanna Alvater. 

Por el libro discurren así, en un repaso a vuelapluma, asuntos como la asunción por parte de las mujeres de la ideología y la visión del mundo nazis; la impregnación -en muchos casos entusiasta- de la cultura de violencia genocida de que estaban embebidas la conquista y la colonización del Reich (Las arpías de Hitler no fueron unas sociópatas marginales. Creían que sus acciones violentas eran justificados actos de venganza con los que se defendían de los enemigos del Reich; esas acciones eran, en sus mentes, expresiones de lealtad); las circunstancias que propiciaron que esas regiones del Este de Europa fueran el terreno abonado para el exterminio deliberado en que consistió el delirante proyecto hitleriano (Las matanzas masivas de los nazis y sus colaboradores no tuvieron lugar en el Este de Europa por casualidad. Históricamente, la zona ha albergado a grandes poblaciones judías, muchas de las cuales habían sufrido, según la mentalidad nazi, un peligroso proceso de «bolchevización». A los judíos del Oeste de Europa los deportaron a áreas remotas de Polonia, Bielorrusia, Lituania y Letonia, donde les dispararon y los gasearon a plena luz del día); la ubicación de las mujeres en la jerarquía de los ejércitos y organismos militares que perpetraron el Holocausto (Los organismos más poderosos, comenzando por las SS y la policía, eran los principales ejecutores; los hombres controlaban dichas instituciones, pero allí también trabajaban mujeres. En la jerarquía gubernamental, las mujeres profesionales y las esposas se arrimaban a los hombres con poder y, a su vez, poseían ellas mismas un control considerable, incluido el de decidir sobre la vida de los sujetos más vulnerables del régimen. Las mujeres destacadas en el frente, en posiciones de apoyo para los hombres, tuvieron autoridad para emitir órdenes a sus subordinados. Esas mujeres ocupaban cargos en la jerarquía nazi desde la base hasta la cúspide); las reveladoras cifras de la participación femenina en el proceso de sistemática aniquilación del pueblo judío (Las arpías de Hitler eran celosas administradoras, ladronas, torturadoras y asesinas en aquellos baños de sangre. Se mezclaron entre los cientos de miles —al menos medio millón— de mujeres que se desplazaron al Este. Los números absolutos ya muestran la importancia de las mujeres alemanas en el sistema nazi de guerra genocida y gobierno imperial. La Cruz Roja alemana formó a seis mil cuatrocientas mujeres durante la era nazi y llevó al frente a unas cuatrocientas mil en tiempos de guerra. A la mayoría las mandaron a la retaguardia o a zonas próximas al campo de batalla en los territorios orientales. Trabajaron en hospitales de campaña del ejército y de las Waffen-SS, sirvieron refrigerios a los soldados y refugiados en los andenes de las estaciones, se relacionaron en cientos de casernas con las tropas alemanas en Ucrania, Bielorrusia, Polonia y los Balcanes. El ejército alemán formó a unas quinientas mil jóvenes como auxiliares de las posiciones de apoyo de la línea de frente —radio operadoras, redactoras de fichas, controladoras de vuelo o instaladoras de escuchas— y doscientas mil sirvieron en el Este. Las secretarias se encargaban de organizar el transporte y la distribución de las cuantiosas provisiones necesarias para el funcionamiento de la máquina de guerra. El Partido Nazi se financiaba a través de una gran cantidad de organizaciones (como la Organización Nacionalsocialista para el Bienestar Social), y la VOMI, la Oficina de Raza y Reasentamiento de Himmler, realizó un despliegue de mujeres y muchachas en calidad de trabajadoras sociales, examinadoras raciales, consejeras de reasentamiento, educadoras y asistentes de maestra. En una región de la Polonia anexionada que sirvió de laboratorio de la «germanización», los líderes nazis desplegaron a miles de maestras. A otras cientos más —incluidas las jóvenes maestras mencionadas en los archivos que encontré en Zhytómyr— las mandaron a otros enclaves coloniales del Reich. Como agentes de la construcción del imperio nazi, esas mujeres quedaron asignadas a la tarea de edificar la «civilización» germánica); el, a menudo, despiadado y cruel ejercicio de la influencia y el poder que esas mujeres tuvieron sobre las poblaciones ocupadas (Autoproclamadas dirigentes superiores, las mujeres alemanas del Este nazi ostentaron un poder sin precedentes sobre los que daban en considerar «subhumanos»; les dieron licencia para maltratar e incluso matar a los que percibían —como dijo una secretaria cerca de Minsk tras la guerra— como la escoria de la sociedad (…) Las mujeres podían decidir en el acto si querían unirse a la orgía de violencia); las profesiones más comunes -ya mencionadas- entre las mujeres desplazadas: secretarias y estenógrafas que no solo mecanografiaron las órdenes de ejecución, sino que participaron en las masacres de los guetos y asistieron a las matanzas en las fosas; enfermeras y miembros del personal sanitario que proporcionaron sobredosis de barbitúricos, inyecciones letales de morfina y negaron bebida y comida a niños con malformaciones y a adolescentes impedidos, que practicaron la manipulación biológica y la esterilización, que llevaron a cabo acciones de “eutanasia salvaje”, que intervinieron en operaciones criminales de examen y selección racial, crueles experimentos, esterilizaciones en masa y muertes por inanición o envenenamiento; maestras que desde sus escuelas participaron en la selección y “limpieza” étnica; esposas y amantes de los SS que no se limitaban a consolar a sus compañeros cuando volvían de realizar el trabajo sucio: en algunos casos también se ensuciaron las manos de sangre. En lo que constituye la tesis principal del libro Lower sostiene que la mayor parte de ellas conocieron de primera mano lo que estaba ocurriendo, algunas se asomaron a los guetos por curiosidad, otras descubrieron fosas comunes, estas aceptaron la invitación a disponer de las ropas y los objetos personales de los judíos, aquellas estuvieron delante de refugiados judíos que les pidieron ayuda [que ellas denegaron] en el patio de una escuela, casi todas vieron desde sus ventanas de sus alojamientos o de sus trabajos cómo se llevaban a los judíos a las afueras del pueblo y oyeron los disparos. Con el fin de protegerse, la mayoría de las que vieron algo decidieron cerrar los ojos después, pero ¿y las mujeres que se hallaban en el centro de la maquinaria de la masacre y no pudieron hacer la vista gorda? 

Intentando explicar las causas de estos comportamientos criminales, y relativizando el valor de las justificaciones aportadas por las propias protagonistas, que en sus declaraciones tienden a falsear, mitigar, embellecer o eludir su participación en las aberraciones cometidas -la autora no nos ahorra el relato de algunas de las más salvajes atrocidades-, Lower menciona el indigno relativismo moral; la bochornosa falta de consideración hacia las víctimas; la afiliación laboral y la consiguiente obligación de cumplir con su deber; la desfachatada alegación de la condición de mártir o víctima; la atribución de los actos propios a las circunstancias del momento; la influencia de maridos y amantes; el proceso psicológico que supone la huida de la ambigüedad del mundo, de su complejidad, de la responsabilidad que conlleva elegir libremente, a través de la adscripción a una supuesta “verdad” inmutable, sencilla en cuanto indiscutible y en cuyo nombre toda actuación no solo está permitida sino que, incluso, se formula como necesaria; el compromiso con la causa ideológica que las inspiraba; el antisemitismo “racionalizado”; la creencia ciega en fantasías históricas, en mitos irracionales, como el del Lebensraum, el espacio vital utópico que “pertenece” desde el origen de los tiempos a la raza aria y que la mera presencia de los judíos amenaza y pone en peligro, por lo que deben ser exterminados; el hedonismo y las pulsiones sexuales exacerbadas, en un fenómeno, bien recogido en la literatura y el cine, de paralelismo entre la violencia y los excesos sexuales que hombres y mujeres protagonizaban en unas vidas privadas contaminadas por la presencia del horror y de la muerte; e incluso afloran motivaciones más prosaicas: los deseos emocionales, las necesidades materiales y las ambiciones profesionales de las alemanas —como las ganas de hacer la pelota a un superior, competir con un colega o la pareja, mantener el puesto de trabajo, lograr vivir en una villa confortable o tener un vestido «nuevo»— determinaban la vida o la muerte de un judío

Son muchos, como se ve, los motivos de interés del libro. Sin tiempo ya para extenderme más en ellos, dejo como cierre a mi comentario sobre Las arpías de Hitler un último y breve apunte sobre las cuestiones de género. Por de pronto el libro nos enfrenta a una primera muy categórica constatación: las mujeres que fueron testigos, cómplices y criminales (…) exhibieron las mismas conductas y motivaciones que los hombres. Y ello sin distinción de clases, orígenes, credos, personalidades. Tanto las provistas de una formación militar que operaron como guardianas de los campos, como las que se desempeñaron en otras tareas profesionales o privadas, científicas y médicas que realizaron «investigaciones» en los guetos y sanatorios, secretarias encargadas del trabajo rutinario en las oficinas, mujeres y amantes que “ejercieron” en sus propios hogares del Reich, en todos los casos, en el marco de esa variedad de roles y escenarios, hallamos esa conducta inmoral y violenta manifestada de diversas formas. Al igual que los hombres, todas eran ambiciosas y patrióticas; en distintos grados, también compartían las cualidades de ser avariciosas, antisemitas, racistas y hacer gala de la arrogancia imperialista

A partir de este hecho Lower plantea sugerentes consideraciones, muy propicias para una reflexión que ahora no cabe hacer por falta de tiempo. Entre ellas, la redefinición por parte del nazismo de los modelos femeninos de conducta y sexualidad imperantes; la ruptura de los esquemas convencionales con respecto a la construcción de los géneros (esa figura amorosa y aparentemente maternal que podía consolar tiernamente en un momento dado y dañar, matar incluso, al siguiente era y sigue siendo uno de los aspectos de la conducta femenina más perturbadores de esta historia); la -en algunos casos, de manera notoria en el de Johanna Altvater, hombruna, el paradigma del virago- ambigüedad de género de las asesinas, circunstancia que explicaría la horrorosa violencia de sus actos, aunque en otras mujeres -la muy femenina Vera Stähli Wohlauf- su embarazo en el momento de los hechos por los que se la acusaba operara como atenuante; la utilización, tras la guerra y a lo largo de los procesos iniciados contra ellas, de las respuestas emocionales (las acusadas lloraban durante los interrogatorios o los juicios con la voluntad de reflejar humanidad, sensibilidad y, supuestamente, una empatía acorde con la naturaleza o el instinto inocente y caritativo de la mujer, en un intento de acomodarse al rol femenino y de aligerar, por ello, el rigor del veredicto); la extraordinaria labilidad de las apariencias y los roles tradicionales, flagrante en el caso de las esposas de los SS, cariñosas y delicadas en su ámbito familiar y hogareño, implacables asesinas fuera de ese entorno; la ya mencionada relación entre crímenes y sexualidad (la historia de la escalada de violencia femenina durante el Reich va entrelazada con la de una revolución sexual que puso a prueba los límites y la definición de matrimonio, procreación, crianza de los hijos, feminidad y placer); la apelación al sometimiento y la obediencia al marido como causa exculpatoria de los crímenes cometidos, en una nueva interesada reivindicación del papel femenino convencional, dependiente y pasivo, dócil y sumiso (en este sentido, el caso de Erna Petri ofrece un raro ejemplo de cómo el género fue un factor determinante en el tratamiento de los criminales de guerra (…) El juez fue de la opinión de que Horst Petri era responsable en parte de la conducta de su esposa; llegando a la conclusión de que Erna se hizo asesina por la profunda influencia que su marido ejercía en ella); las diferencias entre hombres y mujeres en el terreno de la conducta violenta (supuestamente los machos dominan las jerarquías sociales, pero las hembras son una fuente de mediación y reconciliación, aunque las arpías del Reich no encajarían abiertamente en ninguna de las dos categorías extremas); la exacerbación de la violencia femenina en las sociedades genocidas (en las sociedades no genocidas, los hombres cometen, de media, un 90 por ciento de los crímenes violentos. Las mujeres que cometen actos violentos suelen hacerlo en el marco de la violencia doméstica y raramente contra otras mujeres); la presencia de rasgos sociopáticos en hombres y mujeres (el componente despiadado e impasible de la sociopatía es comparable en hombres y mujeres, aunque se manifiesta de maneras diferentes en unos y otras). De todo ello extrae Lower una conclusión muy relevante: no podemos remitirnos al género para explicar el alcance de la violencia cometida. Aunque las dudas persisten: Suponer que la violencia no es una característica femenina y que las mujeres no son capaces de llevar a cabo una masacre tiene obviamente su atractivo: nos permite albergar la esperanza de que al menos la mitad de la raza humana no devorará a la otra, protegerá a los niños y salvaguardará el futuro. No obstante, minimizar la conducta violenta de las mujeres crea un falso escudo contra una confrontación más directa del genocidio y sus desconcertantes realidades

Un libro altamente interesante este Las arpías de Hitler, que se lee con idénticas dosis de apasionamiento, escándalo e indignación y que muestra una vertiente desconocida, sobrecogedora y espeluznante, de la historia del siglo XX. Os dejo ya con un representativo fragmento extraído de entre sus páginas y, como de costumbre, con una canción que evoca la atmósfera que se recrea en la obra. En uno de los episodios que nos narra Wendy Lower, la autora nos presenta a Lina Haag, activista antifascista y esposa de un destacado miembro del Partido Comunista Alemán, que en 1933 fue arrestada junto a su marido y a otros militantes izquierdistas llegando a pasar cinco años en cárceles y campos de concentración. En una ocasión, encerrada en su celda de aislamiento en la cárcel de Stuttgart, Lower relata cómo le llegaban los gritos de los presos torturados mientras un guardián nazi borracho cantaba una canción de moda en la época, con el escalofriante estribillo: «Cuando te vayas, dime adiós quedamente». He intentado localizar por todos los medios la canción, de la que el libro no proporciona más datos que los referidos, sin resultado apreciable alguno. He encontrado, sin embargo, otra, relativamente cercana en su temática a la que parece apuntar el verso transcrito, y que estuvo también de moda en la Alemania de los años 30 del pasado siglo. Extraída del disco The German Song / German Charts of 30's, Recordings 1930-1939 e interpretada por Richard Tauber, Adieu, Mein Kleiner Gardeoffizier (Adiós, mi pequeño oficial de guardia) formó parte de la banda sonora de una popular película de la época.   


Las biografías de las mujeres estudiadas en este libro están basadas en buena medida en investigaciones y juicios de posguerra. No obstante, fueron pocas las mujeres perseguidas tras la guerra e incluso menos las juzgadas y condenadas. Los testimonios de primera mano de los supervivientes, a menudo las únicas pruebas de que disponían, no se consideraban suficientes y muchas de las acusadas, especialmente las mayores y más sumisas, no parecían capaces de cometer esas atrocidades. La apariencia física y los estereotipos de género contuvieron a la mayoría de jueces y fiscales y, normalmente, favorecieron a las acusadas, cuyos actos habían sido en algunos casos peores que los de sus colegas masculinos. El hecho de que miles de mujeres trabajaran en instituciones como las SS, que fue declarada una organización criminal, no se consideró importante. La enorme cantidad de objetos atesorados como botín de guerra por las alemanas del Este, fruto de sus propios saqueos o recibidos de sus maridos —como el collar de oro de Gertrude Segel—, tampoco fue investigada en el caso de las mujeres. Y eso a pesar de que muchas de las posesiones personales de los judíos, polacos y ucranianos perseguidos y asesinados acabaron en los hogares alemanes, dominios por excelencia de las mujeres.

Además, las relativamente pocas mujeres juzgadas tras la guerra aparecieron en las portadas de los medios sensacionalistas, retratadas como bestias, sádicas y seductoras. En buena medida, esa perspectiva insistía en las imágenes pornográficas de mujeres nazis que confundían su conducta violenta con una forma de desviación sexual. Como ha observado la historiadora Claudia Koonz, vivimos en una cultura que ha «hecho del nazismo un tema sensacionalista atribuyendo el mal a mujeres erotizadas». En aquel momento no se imaginaban la multitud de roles y profesiones y el amplio espectro de mujeres alemanas relacionadas con el Holocausto. Seguían prevaleciendo las generalizaciones de la inocencia femenina.
 Videoconferencia
Wendy Lower. Las arpías de Hitler

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