Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de abril de 2023

PACO CERDÀ. 14 DE ABRIL; EL PEÓN  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más, un trimestre más, a Todos los libros un libro, que reanuda sus emisiones tras las vacaciones de Semana Santa, con una muy interesante propuesta de lectura vinculada a una efeméride cercana. Y es que pasado mañana, 14 de abril, se cumplen noventa y dos años de la proclamación de la Segunda República, un régimen nacido de un modo un tanto irregular -quizá hasta ilegal en sentido estricto: los republicanos, ganadores de las elecciones municipales del día anterior, no quisieron esperar a una transmisión “natural” del poder y forzaron el exilio de Alfonso XIII-, cuyo transcurrir no estuvo exento de numerosas convulsiones que desembocaron, como es sabido, en el estallido, cinco años más tarde y tras el golpe de estado de las fuerzas franquistas, de la Guerra civil española y, a su término, en las cuatro décadas posteriores de dictadura. 

A lo largo de varias semanas, voy a traeros aquí libros que suponen distintos acercamientos a ese controvertido período del pasado de nuestro país, en enfoques que nacen desde distintos géneros literarios -aunque, como se verá, la adscripción genérica no siempre resulta fácil- y que se sitúan en los extremos y el centro de ese marco temporal. Así, en el caso de esta tarde, os hablaré de 14 de abril, el libro de Paco Cerdà presentado por la editorial Libros del Asteroide a finales de 2022, que gira en su totalidad, en un planteamiento muy original, sobre el día en que la Monarquía de Alfonso XIII dio paso al fervor republicano. En las próximas ediciones de Todos los libros un libro mis propuestas irán avanzando en el tiempo y se adentrarán en los terribles sucesos de nuestra guerra fratricida y en los no menos dramáticos, aunque quizá no tan ostensibles, de la sórdida posguerra y los primeros años del franquismo. 

Empezamos, pues, la serie con la inclasificable obra de Cerdà, un cruce de caminos entre el rigor del periodismo, la belleza de la literatura y la mirada ponderada de la historia, en palabras del propio autor. Paco Cerdà, muy joven -no llega a los cuarenta años-, es periodista, colaborador de El País y la Ser, entre otros medios, y escritor, autor de dos novelas (una de ellas, la única que he leído, El peón, también magnífica y que os recomiendo vivamente, tanto que dedicaré una significativa parte de esta reseña a comentárosla), además del libro del que ahora me ocupo. 14 de abril ganó el II Premio de No Ficción Libros del Asteroide. 

El libro repasa, con una muy sólida base documental, una indudable toma de partido ideológica y en un estricto itinerario temporal, los sucesos ocurridos en toda España a lo largo de la jornada cuya fecha da título a la obra. Organizada en ocho ejes que coinciden con las horas canónicas de la liturgia cristiana -prima, tercia, sexta, nona, vísperas, completas, maitines y laudes-, la narración se desarrolla en cuarenta y nueve muy breves capítulos (una cifra que resulta ser una opción algo cabalística -y con un alto significado metafórico- del autor, que confiesa en una carta que ha dirigido a sus muchos lectores: la semana del 14 de abril se iba a leer en las iglesias y los monasterios el Libro del Apocalipsis (era el tiempo litúrgico de la segunda semana de Pascua). El 7 es el número por excelencia del Libro del Apocalipsis. Siete sellos, siete trompetas, siete copas. 7 x 7 = 49) que recorren el día entero (de las seis de la mañana del día 14 hasta la misma hora del 15) y todos los extremos de la geografía española, hilvanando un relato en el que se da cuenta de los pequeños y grandes acontecimientos que acabaron por configurar el devenir de una fecha decisiva en la historia de la España contemporánea. Los relatos en los que se da cuenta de cada uno de estos episodios se articulan a partir de una muy trabajada fundamentación que se sustenta en infinidad de fuentes que el propio Cerdà enumera de modo exhaustivo en el capítulo postrero del libro: docenas de periódicos de abril del 31, archivos fotográficos, vídeos, documentales, películas, ensayos, tesis doctorales, trabajos final de máster, artículos académicos, libros de memorias, crónicas, diarios personales, cartas, dietarios, telegramas, radiogramas, cables diplomáticos, partes policiales, pasquines políticos, alocuciones radiofónicas, revistas, informes de partido, fichas de afiliados, gacetas oficiales, estatutos jurídicos, sentencias judiciales, boletines militares, cédulas, partes de defunción, registros meteorológicos, órdenes militares, árboles genealógicos, el calendario lunar, estadísticas futbolísticas, cuadros, esculturas, breviarios, archivos militares, fichas antropométricas, el Diario Oficial del Ministerio de la Guerra, mapas de carreteras y callejeros de época, actas plenarias, bases de datos de la España de 1931, inscripciones en lápidas, obituarios, listas de fusilados, textos teatrales, el romancero popular, poemas, letras de zarzuela, himnos, resultados electorales, fichas técnicas automovilísticas y náuticas, el visor de Google Maps y el de Google Street View, y numerosas entradas de Wikipedia y del Diccionario biográfico español. De este inabarcable caudal de fuentes, y en esta misma sección final de su obra, el autor glosa con detalle, en siete apretadas páginas, las decenas de libros cuya consulta le fue necesaria para “reconstruir” hasta la menor circunstancia que envolvió la vivencia de cada uno de los hechos presentados en su fragmentaria -y muy completa- “fotografía” de aquella agitada, emocionante, difícil, esperanzadora, alborotada, turbadora, ilusionante, desoladora, conmovedora, inquietante y revolucionaria jornada (pónganse o quítense los adjetivos en función de la posición ideológica de cada uno de los protagonistas). Sirva todo ello de prueba de una primera afirmación sustancial sobre el carácter del libro: Todas las historias narradas en este libro de no ficción son reales

Cada uno de los ocho tramos principales se abre con una muerte, la de una víctima -casi siempre casual, azarosa, fruto de la mala fortuna- del atropellado encadenamiento de sucesos de aquel día, a la que el narrador se dirige en segunda persona, en un tuteo cercano que acentúa la proximidad empática y permite intuir la posición ideológica desde la que escribe Cerdà, un narrador que “habla” desde un inequívoco presente (hay menciones en su relato a los cuadros de Genovés o la poesía de Wislawa Szymborska, por poner solo dos ejemplos; y entre las páginas de su texto se deslizan, de un modo a veces muy explícito, otras más sutil, menciones o citas -intertextualidades, las llama el autor- a y de Miguel Hernández y Federico García Lorca, César Vallejo, José Agustín Goytisolo, San Juan de la Cruz, Luis Eduardo Aute -al alba- o Elena Fortún). Los capítulos de apenas tres o cuatro páginas, el carácter fragmentario de la narración, los constantes saltos espaciales -de Éibar a Huelva, de Jaca a Almería, de Alicante a La Coruña, de Salamanca a Melilla, de Madrid a Barcelona e incluso a París-, la multiplicidad de personajes en una obra de claro carácter coral, las frases muy cortas, las oraciones concisas, sin complejidades sintácticas, la muy bien trabada estructura de la narración y lo apasionante de los hechos descritos, provocan una lectura fluida, ligera, muy ágil, que arrastra a un lector que se ve inevitablemente envuelto en los terribles hechos que pasan ante sus ojos, en una experiencia que constituye una formidable lección de historia, contada con rigor periodístico y no exenta de una cierta dimensión de creación literaria, de fabulación, en lo que se refiere a la ideación de las reflexiones y los sentimientos de sus personajes, pese a que, como he adelantado, casi “todo” tiene su reflejo documental. 

Así, la acción comienza -y también terminará- con el infortunado Emilio Arauzo Honorio agonizando en el Equipo Quirúrgico del distrito Centro. Salía del cine (¿había visto Horizontes nuevos, con John Wayne, o Su noche de bodas, el último gran éxito de Imperio Argentina?, como ha conjeturado Daniel Ventura en un artículo para The Huffington Post sobre la última víctima mortal de la monarquía de Alfonso XIII), y se encontró de repente, en el Paseo de Recoletos madrileño, en medio de una carga de la Guardia Civil que reprimía la enardecida manifestación de ciudadanos que celebraban la victoria electoral. Una bala que le atraviesa el pulmón y saldrá por su vientre acabará con su vida, con la mañana apenas despuntando en sus primeras luces. Cándida es una pescadora y sindicalista de Moaña, el pueblo marinero situado enfrente de Vigo, al otro lado de su ría. Ha salido a las calles a primera hora de la mañana para festejar con su hijo Manuel la victoria de la República; también una bala, disparada en medio de un tumulto, pondrá fin a su dura existencia de combativa trabajadora. Teresa Claramunt, la Virgen Roja, la rebelde propagandista del anarquismo internacional, una libertaria enemiga de la religión, de la explotación capitalista, de la dominación masculina, del militarismo, de la incultura, será otro de los personajes elegidos por Cerdà para significar la carga de dolor y muerte que llevó consigo ese día, feliz y aciago casi a partes iguales; fallecida el 11 de abril, su entierro tuvo lugar el día 14. Un joven, Francisco, casi un niño, solo dieciséis años, cae en Huelva con el vientre perforado por otra bala, otra víctima inocente y azarosa de la represión, esta vez de la que se enfrentó a los movimientos callejeros protagonizados por los obreros de la compañía minera de Riotinto. Antonio sube al atestado tranvía en la efervescente tarde de un Madrid que celebra la victoria electoral republicana. De pie en el estribo de la entrevía, con medio cuerpo fuera del repleto vehículo que avanza lentamente por entre la multitud, su cabeza impacta contra una columna del alumbrado público. Una muerte absurda -otra muerte absurda-, innecesaria, desdichada, fatal. Eduardo Rovira es un soldado barcelonés que, de licencia ese día, se encuentra accidentalmente delante de la delegación de Policía de Atarazanas. Una turba de exaltados, delincuentes, menesterosos, proscritos, decide asaltar el retén policial y destruir todas las fichas policiales que contienen sus datos incriminatorios: Timadora, estafadora, prostituta, carterista, anarquista. Cuando la muchedumbre intenta ocupar el local y prender fuego a los documentos, los policías disparan. Entre la confusión y el caos resultantes, los transeúntes recogerán el cuerpo exánime de Eduardo y lo conducirán, tarea inútil, la cabeza destrozada, al dispensario. Y hay otro Francisco, también joven, veintiún años, natural de Falset, un pueblo del Priorato catalán. Trabajador de la Casa de Correos, cuando sale a la calle, a primeras horas de la madrugada, tras terminar su jornada, grupos de desconocidos, maleantes, recién liberados de la cárcel Modelo por la militancia anarquista, desatada tras los acontecimientos del día, intentan penetrar en el departamento de valores declarados, atraídos por la tentación del dinero. Las dos parejas de guardias de seguridad se defienden y disparan sus fusiles. De nuevo una bala perdida, de nuevo una muerte inútil, de nuevo una existencia cortada de raíz por un insensato capricho del destino. 

Por entre todas estas muertes de personajes casi anónimos -en cualquier caso comunes, irrelevantes en la crónica “pública” de los hechos- con los que Cerdà ha querido encabezar cada una de las secciones del libro y que ejemplifican, precisamente por ese carácter “ordinario”, la repercusión particular, subjetiva, concreta, de los sucesos del día, desfilan otros protagonistas que encarnan la dimensión colectiva y general, “histórica”, de los importantes acontecimientos de esa fecha trascendental de nuestro discurrir como nación: alcaldes, concejales, ministros de la Monarquía a punto de ser destituidos y futuros ministros de la República horas antes de su nombramiento, aristócratas, embajadores, líderes políticos, militares -entre ellos el en esos días aún general Franco-, altos cargos de la Guardia Civil, periodistas, escritores, el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia, su familia, sus asistentes y colaboradores, el entorno de Palacio. 

Así, y a primerísima hora del día, el libro nos lleva al ayuntamiento de Éibar, el primero de España en declarar el cambio de régimen, cuando a quince minutos de las siete de la mañana Mateo Careaga, el concejal más joven de la corporación, iza al viento la bandera republicana. Y el foco se desplaza ahora a Jaca, a la lóbrega prisión en la que cumplen su condena ochenta militares y más de cincuenta civiles tras participar en la fallida sublevación del diciembre anterior, que llevó ante el pelotón de fusilamiento a sus dos máximos responsables, los capitanes Galán y García Hernández. Todos ellos sobrellevan el rigor carcelario pendientes del Consejo de guerra que se celebrará en mayo (reclusión a perpetuidad o pena de muerte, es el horizonte judicial que les espera), e inquietos ahora ante las noticias que a las ocho de la mañana difunde el diario hablado de Unión Radio. Y vemos a Alejandro Lerroux, enlace entre el Gobierno provisional de la República y la plana mayor republicana, encarcelada hasta pocas semanas atrás, leyendo los editoriales de los periódicos mañaneros y reconociendo en ellos el ímpetu revolucionario que él mismo les inspiró. Y ahora, apenas son las nueve, Juan de la Cierva, ministro conservador, recibe perplejo y enrabietado la decisión del Rey, inducida por el Conde de Romanones, ministro de la Gobernación, de dejar España. Y el general Sanjurjo, máxima autoridad de la Guardia Civil, comunica que ya no puede responder de la reacción de la Benemérita. Pocas horas después, son las dos de la tarde, Niceto Alcalá Zamora, líder de los revolucionarios, alma y cerebro de la República, negocia -impone- la renuncia del Rey, bajo la sombra fantasmal -la amenaza- de un baño de violencia y sangre. Vemos ahora a Francesc Macià, telegrafiando al ya presidente del Gobierno provisional, poniendo a Esquerra Republicana de Catalunya al servicio de la República. En Madrid, un jovencísimo Santiago Carrillo, apenas dieciséis años, redactor de El socialista, recibe el encargo de su director de buscar a Julian Besteiro, concejal electo hace solo unas horas, para proclamar la República en la capital. Constancia de la Mora y Maura -Connie- aristócrata, nieta del que fuera cinco veces presidente del Consejo de ministros de Alfonso XIII, Antonio Maura, recién separada de su marido, capaz de sostener ideas propias frente a los miembros de su clase, republicana confesa, una apestada, despreciada por sus amigos de “toda la vida”, se mezcla, vigorosa e ilusionada, con las gentes que rebosan las calles madrileñas. Y a la misma hora que la República, nace en Cádiz Pepe, el primer niño español de esa nueva era. Y en la Escuela Naval Militar de San Fernando se organiza la salida de España del alumno Borbón, don Juan, infante de España, alteza real, tercero en la línea de sucesión al trono. Y en Granada unas mujeres gritan libertad al pie de la estatua de Mariana Pineda. 

Ya son las cinco de la tarde. Alfonso XIII preside el último Consejo de ministros de su reinado y lee el “Manifiesto al País” que ha esbozado el duque de Maura y que él mismo ha retocado. Y Miguel de Unamuno, que ayer ha sido elegido concejal, se dirige al pueblo salmantino desde el balcón del consistorio. Confío en que la República venga para todo el mundo. Sin distinción alguna y para el bien de España, dirá. Un grupo de jóvenes italianos, recién llegados, esa misma mañana, a la estación de Delicias, se pasean nerviosos por las calles de Madrid. Son los integrantes de la selección italiana de fútbol, que hacen tiempo en la capital antes de partir al día siguiente hacia Bilbao, donde jugarán un partido amistoso en San Mamés. Representan la imagen deportiva del fascismo mussoliniano. Tienen miedo de la posible ira republicana, no quieren cumplir el programa turístico que se había preparado para ellos, nada de toros, nada de excursiones, nada de pelota vasca, nada, incluso, del partido previsto. En la Academia militar de Zaragoza, su director, un Francisco Franco de carrera meteórica, que con treinta y tres años es el general más joven de Europa, acepta el nuevo orden establecido pero se niega a arriar la bandera roja y gualda y sustituirla por la tricolor hasta que no reciba una orden escrita, subterfugio burocrático para retrasar lo que, en su fuero interno, considera inadmisible. El genial fotógrafo Alfonso añade a su larga serie de imágenes de leyenda la instantánea de una Puerta del Sol atestada y, en ella, un joven teniente enarbolando, él sí, la bandera republicana. En la calle, el tenor Miguel Fleta es reconocido por la gente y se lanza a cantar “La Marsellesa”. La actriz Margarita Xirgu sale a escena en el Teatro Muñoz Seca. La obra avanza lentamente, con muchas butacas vacías en la platea, hoy el teatro está fuera y es gratis. El embajador norteamericano transmite a su país el desmoronamiento de una dinastía de dos siglos y medio

Son ahora, ya bien cumplidas, las ocho y media de la tarde. Niceto Alcalá-Zamora ha ordenado que en su despacho se instale un micrófono de Unión Radio para dirigirse a la población: En nombre de todo el Gobierno de la República española…, comenzará su discurso. Los periódicos de la noche -en Madrid, en Melilla, en casi toda España- titulan con un ¡Viva España libre! sus crónicas del momento histórico. Paco, el ayuda de cámara y antes chófer de Alfonso XIII prepara el equipaje del monarca, dispuesto ya a la partida. A las nueve de la noche, el Rey se despide de su mujer y sus hijos, y se incorpora a la caravana de vehículos que sale del Palacio Real en dirección al puerto de Cartagena; más de cuatrocientos kilómetros de trayecto en una larga noche en la que el temor a un destino funesto impregna el ánimo de todos los viajeros. La sede madrileña de los Legionarios de España, hijos del tradicionalismo carlista y defensores del rey, es asaltada y sus instalaciones destrozadas, quemado el mobiliario y los documentos. En Barcelona, una cuadrilla de tumultuosos aprovecha la noche para forzar las puertas de la cárcel de mujeres, liberando a las treinta y seis presas, ladronas, lesbianas, blasfemas, prostitutas. En París, el periódico oficial del comunismo, L’Humanité, y en relación con los sucesos que vive el país vecino, evoca la toma del Palacio de Invierno de los zares en la Revolución de Octubre soviética. En toda España -es madrugada, son las primeras horas republicanas- grupos provistos de escaleras derriban las ya anacrónicas estatuas de monarcas -Felipe III, Isabel II, la reina María Cristina- y arrancan las placas callejeras que contienen referencias monárquicas. A la una y cuarto de la madrugada, en la barcelonesa plaza de Sant Jaume, el capitán Guillermo Reinlein, encaramado al balcón del Palau de la Diputació, lee el mensaje de Francesc Maciá proclamando la República Catalana. En los talleres de La Gaceta de Madrid, boletín oficial del país, el linotipista prepara la edición de la mañana, que incluye los decretos de nombramiento de los miembros del nuevo Gobierno. Josep Pla vuelve a su hotel en Madrid a donde se ha desplazado en su condición de periodista, y, antes de dormir, escribe en su dietario los sucesos que ha presenciado en la muy larga jornada. Entretanto, Alfonso XIII cruza España en un recorrido punteado por el rastro de los Borbones en los pueblos y ciudades que atraviesa, en las plazas y los monumentos que han sido históricos testigos de la presencia de siglos en nuestro país de la dinastía borbónica. 

Y se acerca ya el despuntar del día. La Reina Victoria Eugenia Julia Ena de Battenberg, en ese momento ya solo Ena, una mujer extranjera, sola, confusa y desgraciada, se apresta, con los cinco hijos que la rodean, sin noticia alguna del destino de su marido por la parte trasera de Palacio, a salir, en esta primera hora de la mañana, en los cuatro automóviles reales que conducirán a la familia al Escorial. Desde allí, en el tren expreso, viajarán a Irún; luego cruzarán a Francia para recalar en París, inicial destino de un largo exilio de tres décadas. Entretanto, son las cinco de la mañana, su marido, a centenares de kilómetros de distancia, en el puerto de Cartagena, embarca en el Príncipe Alfonso, el crucero que lo llevará a Marsella. El día se acaba, la II República comienza su convulsa andadura. 

Con un planteamiento ideológico (algo reduccionista y ligeramente maniqueo), una estructura, un enfoque, una cierta, y ya mencionada, indefinición genérica y, en cierto modo, un contexto similares -aunque, en este último caso, la perspectiva es más amplia y no se reduce al estricto ámbito español-, Paco Cerdà había presentado, un par de años antes que este muy interesante 14 de abril, el exitoso El peón, que va ya por su cuarta edición, ha obtenido el premio Cálamo al mejor libro de 2020 y resultado finalista en otros galardones -Mejor libro extranjero publicado en Francia en 2022, el Virevolte y el Des Avignonnais, también el año pasado, y estando, al parecer, a punto de ser llevado al cine. 

El eje sobre el que gira el libro es la partida, legendaria -al menos en el estrecho ámbito de la pequeña historia del régimen franquista en nuestro país-, que el 10 de febrero de 1962 jugaron en Estocolmo el genial -y que apunta ya entonces muestras de su excentricidad futura- Bobby Fischer, que diez años después llegaría a ser inolvidable campeón del mundo, y Arturito Pomar, el que había sido el niño prodigio del ajedrez español y que, superados ya entonces los treinta años, acababa de alcanzar la categoría de Gran Maestro, la más alta en dicho deporte. En setenta y siete capítulos, tantos como movimientos tuvo la partida -cuya notación encabeza cada apartado, de tal manera que el lector puede reproducir, paso a paso, el enfrentamiento-, Cerdà describe las circunstancias en las que se desarrolló el lance, y, en torno a ellas, de un modo también fragmentario -como en 14 de abril-, nos presenta las singulares vidas de sus dos protagonistas, en lo que constituye el núcleo central del libro: la “ascensión”, la explotación por el régimen franquista, los años de esplendor, el declive y la “irrelevancia” final de Arturito Pomar (cuya vida asocia Cerdà a la de otros niños -Joselito, Marisol, Pablito Calvo- que en aquellos años aciagos brotan de la nada, explotan con estruendo y desaparecen en silencio, marcados por un sino inclemente y fatal); y la sobresaliente irrupción del genio de Chicago, su extravagancia, su singular personalidad, su utilización como “arma” frente a la Rusia Soviética, sus manías, sus delirios, sus exigencias disparatadas, sus detenciones, su condición de proscrito, su progresiva locura, su desaparición de la vida pública, su enfermedad, su reclusión y su triste muerte, casi anónima). Por entre los momentos relevantes de esas vidas en cierto modo paralelas, en El peón se reconstruyen diversos episodios de las existencias de otros personajes que, desde una posición secundaria, anónima en muchos casos, formaron parte de acontecimientos sustanciales en la España y el mundo de 1962 y que están ya, en mayor o menor medida, en la memoria colectiva de quienes vivimos aquellos años. 

En un, de nuevo, apabullante ejercicio de documentación (Este libro nació con la premisa de que ni una sola palabra atribuida a sus protagonistas ni el más nimio detalle de las historias narradas fueran producto de la imaginación del autor o de una recreación novelesca), a partir de sucesos muy bien elegidos por su carácter representativo, poniendo el foco sobre las vidas de personas sin relieve, alejadas del primer plano, individuos oscuros, “normales”, ciudadanos de a pie que, sin embargo, operaron como “peones” en un juego que se desarrollaba en un tablero complejo -la España de Franco y el mundo de la Guerra fría-, el autor construye un mosaico muy completo, aunque algo sesgado, de la sociedad de aquel tiempo, contando -en una nueva coincidencia con el primer libro reseñado- la Historia con mayúsculas a partir de las existencias comunes, anodinas, de gentes que ni siquiera ocupan el muy discreto espacio de una nota a pie de página en los tratados académicos o en los libros de texto. Todo ello siguiendo el hilo conductor de la partida, lo que hace del libro una lectura muy sugestiva también para los amantes del ajedrez (yo me recuerdo, en los días de mi adolescencia, reproduciendo en el tablero los movimientos del Campeonato Mundial de 1972 entre el ruso Borís Spasski y el propio Fischer, en un ejemplo más de la fiebre por el juego que se desató en aquellas décadas, propiciada por el enorme “tirón” mediático del extravagante norteamericano). 

De este modo, en el libro comparece Julián Grimau, miembro del Partido Comunista y presente en Madrid en misión secreta, que, delatado por un compañero en noviembre de 1962, será fusilado, apenas cinco meses después, en el campo de tiro de Carabanchel, el último muerto de la Guerra Civil. Y conocemos también la historia de Francis Gary Powers, piloto del Ejército estadounidense reclutado por la CIA para misiones secretas, cuyo avión espía U-2 será derribado, el 1 de mayo de 1960, en pleno vuelo de reconocimiento fotográfico sobre la Unión Soviética. Tras casi dos años de penoso cautiverio será por fin liberado en febrero de 1962, canjeado por el coronel soviético de la KGB Rudolf Abel, preso en los Estados Unidos, en una ceremonia algo “peliculera” que tiene lugar en el puente Glienicker, que une las dos partes, oriental y occidental, del Berlín dividido posterior a la Segunda Guerra mundial. Y oímos la voz de Robert F. Williams, un negro norteamericano, exiliado en Cuba, que desde Radio Dixie Free, el programa de Radio Habana desde el que emite este huido del FBI predica la resistencia armada frente a la opresión blanca en su país. La acción vuelve ahora a nuestro entorno para darnos a conocer a Román Alonso Urdiales, solo veintidós años, un falangista fanático, de los de camisa azul, que en un acto público en el Valle de los Caídos, en el que el dictador recuerda la muerte de José Antonio Primo de Rivera, le espetará, rotundo, “Franco, eres un traidor”, pagando su atrevimiento con doce años de reclusión en un batallón disciplinario en pleno desierto del Sáhara. Y, otra vez en Estados Unidos, El-Hajj Malik El-Shabazz, un predicador de la Nación del Islam, que acabará siendo conocido universalmente como Malcolm X, grita enardecido contra el enésimo caso de violencia policial contra un hombre negro, Ronald Strokes, muerto por el disparo a sangre fría de un agente cuando, desarmado y con los brazos en alto, se incorpora tras auxiliar a un compañero herido. El propio Malcom será asesinado solo dos años después. 

Y sigue la huelga minera en Asturias -6 de abril-; y Marcos Ana, que ha pasado más de veintidós años en las cárceles franquista habla en el Mahatma Gandhi Hall de Londres -3 de junio- en el acto de homenaje a los presos antifranquistas; y James Meredith empieza sus clases -1 de octubre- en la Universidad de Misisipi, el primer negro que lo hace en aquel estado racista; y Dionisio Ridruejo, el poeta fascista, falangista de 1936, viaja a Múnich -de nuevo en junio- para participar, con otros españoles, del exilio y del interior, todos opositores al franquismo, en el IV Congreso del Movimiento Europeo, en lo que el régimen calificará como el “Contubernio de Múnich”; y ahora la radio del Vietcong, dará a conocer -también en junio- la carta en que George Fryett, apresado por el Vietnam comunista, denuncia -posiblemente bajo torturas- los abusos del Ejército norteamericano en el país asiático; y el avión que pilota Rudolf Anderson será derribado -27 de octubre- por un misil soviético cuando sobrevuela Cuba, convirtiéndose en el único muerto en combate durante la “crisis de los misiles”, como ha pasado a la historia; y, del otro lado del trágico juego, a pocos kilómetros de allí, el lugarteniente soviético Alexey Raypenko, accionará el botón que provocará la salida del arma mortífera. 

Y el ambiente es ahora -19 de mayo- más festivo en el Madison Square Garden neyorquino, en donde Marilyn Monroe susurra su Happy Birthday to you a un satisfecho John Fitzgerald Kennedy. Y al otro lado del océano, en la abadía benedictina de Belloch, en el pueblo francés de Urt, tiene lugar la primera asamblea del Movimiento Revolucionario Vasco de Liberación Nacional, que propugna el uso de la violencia para resolver los conflictos políticos, en lo que supone el nacimiento de ETA; seis años después llegarán los primeros asesinatos. Y en París, es Año Nuevo, Diego Martínez Barrio, presidente de la Segunda República Española en el exilio, morirá de un infarto mientras come. En las librerías norteamericanas coexisten The Other America: Poverty in the United States, de Michael Harrington, y Capitalism and Freedom, de Milton Freeman, dos ensayos, dos visiones contrapuestas de la realidad de su país. Un centenar de estudiantes son detenidos e internados en la cárcel Modelo barcelonesa -11 de mayo- tras el robo del cuadro de Franco que presidía el paraninfo de la Facultad de Medicina de Barcelona; uno de ellos es Manuel Vázquez Montalbán, que acabará siendo juzgado por rebelión militar. Es febrero, un frío invierno en Minnesota, en cuya prisión provincial languidece Clyde Bellecourt, cuyo nombre en la lengua de su pueblo, los ojibwa, es Nee-gon-we-way-we-dun (el trueno antes de la tormenta); él será el origen del Grupo Americano de Folklore Indio, la semilla del Red Power Movement, el movimiento de reivindicación y defensa, de autodeterminación y lucha por los derechos de la población indígena norteamericana. El 28 de diciembre, la Jefatura Superior de Policía de la ciudad condal desarticula el Partido Socialista Unificado de Cataluña, deteniendo a sus dirigentes. 

En fin, dos libros muy apreciables, en los que conocemos la Historia de España y del mundo en algunos de sus momentos significativos y a través de las vidas de decenas de personajes, de relevancia pública o, en su mayor parte casi anónimos o, al menos, desconocidos, y que gracias a la perspectiva desde la que encara su relato Cerdà, permiten una aproximación muy cercana, íntima diría, a los hechos y las gentes mostrados. Os dejo ahora con un texto de 14 de abril que he elegido con la voluntad expresa de subrayar uno de los frentes del arco ideológico, estrecho y limitado, en el que se mueve el libro. Una posición que, a mi juicio, no resulta suficientemente reflejada en ninguna de las dos obras (en lo que, en mi modesta apreciación constituye su principal defecto: el perceptible maniqueísmo y el ostensible desequilibrio en la mirada; y no estoy hablando de equidistancia; aunque sobre esta cuestión me pronunciaré por extenso en la próxima entrega de este breve ciclo de libros sobre la República, la Guerra Civil y la posguerra). Se trata de la estampa en la que el autor nos muestra la zozobra de la reina Victoria Eugenia en aquellas horas en las que debe preparar a su familia para huir de España. También citada en 14 de abril, la pieza que cierra este reseña es la interpretación que el tenor Miguel Fleta hace de La Marsellesa: La alegría estalla cuando el tenor lírico Miguel Fleta, que ha cantado en La Scala de Milán y en la Opera House de Nueva York antes de la maldita faringitis, es reconocido por la Gran Vía y se aviene a cantar La Marsellesa. La gente lo mira y él se arranca con la versión zarzuelera de Miguel Ramos Carrión: Marchemos, hijos de la patria, glorioso día luce ya. Otra vez el sangriento estandarte los tiranos se atreven a alzar. ¿Oís rugir por la campiña esa turba salvaje y audaz? Degollar vuestros hijos desea para ahogar en su sangre nuestra idea. ¡El arma preparad! ¡No hay tiempo que perder! ¡Marchad, marchad a defender la santa libertad! Fleta toma aire, con el público excitado cerca del edificio del Fénix, y acomete la parte final. Mirad las hordas de traidores que el suelo patrio van a hollar. ¿Para quiénes son esas cadenas que forjando iracundos están? Son para ti, pueblo querido; presto ve tal afrenta a vengar; el furor en tu pecho despierte, busca ya la victoria o la muerte. ¡El arma preparad! ¡No hay tiempo que perder! ¡Marchad, marchad a defender la santa libertad! ¡Marchad, marchad a defender la santa libertad! El fervor estalla con las voces repitiendo el estribillo de Fleta. Risas, aplausos, vivas. La Marsellesa: el himno de la revolución, del patriotismo republicano, del asalto a las Tullerías y el final de los Borbones en el trono de Francia. El canto de los sublevados resuena por todo Madrid


Que cada familia infeliz lo es a su manera se ve esta noche. Qué más da ser nieta de la reina de Inglaterra, hija de la princesa británica, reina consorte de España y madre del príncipe heredero. Qué importa haber nacido en un castillo escocés, tener cuatro nombres ilustres, Victoria Eugenia Julia Ena, el tratamiento de alteza serenísima y un apellido ilustre: Battenberg. Qué más da todo eso, sólidamente volátil. En esta noche confusa ella solo es Ena, la madre extranjera de una familia desgraciada. Desgraciada a su manera, pero desgraciada. 

Pobre Ena. No tiene noticias del marido, huido a la fuerza en el misterio de la noche. Apenas sabe nada de un hijo de diecisiete años que ha sido obligado a cruzar el mar por miedo a la muerte. Tiene otro hijo de veinticuatro años paralizado en la cama, y es tan duro haberlo visto enfermo toda su vida y saber que la causa está en la sangre, en su sangre, sangre inglesa y real, sangre envenenada y mortal. Ve a sus dos hijas asustadas y llorosas, de veintiuno y diecinueve, que no se separan de mamá en esta noche convulsa dominada por el miedo. También tiene a otros dos hijos varones, uno sordomudo de veintidós y otro hemofílico con dieciséis, en absoluto preparados para este trance. Ella, con cinco hijos a su cargo, debe afrontar esta noche, la última. La última en su casa, la última en España, tal vez la última con vida. Quién sabe. La casa rebosa de servidores, mayordomos y mozos de comedor, rebosa de doncellas, criadas, amas de llaves y ayudas de cámara: toda la declinación posible de la servidumbre voluntaria, a punto de adquirir una nueva y esclava libertad. También están las fieles: lady Carisbrooke, la duquesa de la Victoria, la condesa del Puerto, la duquesa de Lécera y algunas otras damas de la aristocracia. Y sin embargo, la familia se sabe sola. Solo quedan ellos: Ena, Alfonso, Jaime, Beatriz, María Cristina y Gonzalo. Y afuera los gritos roncos. Y los ruidos turbadores. Y adentro Ekaterimburgo y todo el terror que una mente es capaz de fabricar. 

La fortaleza está asediada. Lazos rojos, gorros frigios, banderas republicanas. Que se vayan, que se vayan. La Puerta del Príncipe permanece cerrada. Se ve un camión amenazante. Podría embestir la puerta en cualquier momento. La guardia exterior se ha refugiado en el interior de las garitas. Todo parece a punto para el asalto de la turba. Dos secciones de la escolta real están listas en la explanada de Caballerizas. Otra sección de guardia patrulla el Campo del Moro. El Regimiento de Húsares de Pavía, montado a caballo, hace guardia en la explanada de Caballerizas. Los alabarderos van armados con fusil. Y muchos leales acérrimos esconden sus armas entre las ropas, temiendo lo peor y dispuestos a lo que haga falta si la revolución cruza la raya, la última frontera del poder, el mullido bastión de la monarquía: el Palacio Real. 

Adentro hay una familia repentinamente desgraciada. No una reina, un príncipe y cuatro infantes. Las máscaras han caído, arrumbados han quedado los coturnos, ya para qué interpretar papeles. La auténtica tragedia se explica sola, sin shakespeares que la adornen. Y en esta tragedia hay una madre, cinco hijos y un destino: el ostracismo. Ese es el plan que le han explicado a Ena. Saldrán a primera hora de la mañana por la parte trasera de Palacio. Los cuatro automóviles reales los conducirán al Escorial. Allí, en mitad de la sierra, tomarán el expreso a Irún para cruzar a Francia y llegar a París. Por eso hay que prepararlo todo. El personal de servicio va abriendo armarios y revolviendo cajones para llenar maletas y baúles. Sus hormigueantes sombras son proyectadas por las lámparas de araña, ridículos esqueletos del boato destronado. Es una noche de luces encendidas. Por eso los canarios no dejan de cantar en toda la madrugada. Jaula de oro, prisión real. Cantan y cantan los canarios, y la reina recoge sus joyas y también las de la reina María Cristina, como le ha pedido el rey. Siguen cantando los canarios y el peligro afuera se va calmando. Hombres con una cinta roja en el brazo izquierdo se han cogido de las manos, formando un cordón humano ante la fachada del Palacio Real, y han gritado cinco metros atrás, cinco metros atrás, escorzos imposibles en unos rostros ya exhaustos de tanta mueca demudada y tanto alarido febril. La muchedumbre ha reculado. Ya han bajado los escaladores de la fachada tras colgar una bandera. La tensión se ha rebajado. El capitán Creus respira. El capitán Marquina ha aguantado la angustia. El conde de Aguilar de Inestrillas parece aliviado. Y el teniente general López Pozas, jefe de la Casa Militar del Rey, que luchó en Mindanao, sobrevivió a la guerra de Cuba y salió vivo del Barranco del Lobo marroquí, considera ya a salvo el Alcázar y su mayor tesoro: la familia real.
 
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