Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de abril de 2023

MANUEL CHAVES NOGALES. A SANGRE Y FUEGO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que esta semana continúa con la serie, que iniciamos hace siete días y que nos va a tener “ocupados” durante varias semanas, dedicada al turbulento pasado de la España de la primera mitad del siglo XX, en particular al período que se inicia con la instauración de la Segunda República, sigue con la sangrienta guerra civil, se extiende hasta los años de la inmediata posguerra y finaliza en los días del desarrollismo franquista, en un arco temporal de tres décadas, las que van de 1931 a 1962, ámbito en el que se desenvuelven las distintas propuestas lectoras del ciclo. Así, el miércoles pasado, y coincidiendo con el nonagésimo segundo aniversario del 14 de abril republicano, os hablé aquí de un altamente recomendable libro de Paco Cerdà que, bajo ese mismo revelador título, 14 de abril, nos mostraba una muy completa “fotografía” de lo ocurrido en España en ese día en que la Monarquía de Alfonso XIII dio paso al fervor republicano e inauguró una esperanzadora aunque convulsa etapa de la Historia de nuestro país. También entonces, y con idéntica autoría, presenté El peón, con el que se cierra la curva cronológica que enmarca mis sugerencias en esta serie, pues su desarrollo gira -en un libro con muchas concomitancias con el primero mencionado en planteamiento, enfoque, estructura, técnica literaria y hasta difusa adscripción genérica- sobre un año, 1962, del que se muestran dos realidades, la de la España de un franquismo que ha asentado su régimen dictatorial y la de un mundo envuelto en la muy tensa y peligrosa “guerra fría” entre dos potencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, que aparecen como destacado telón de fondo de un eje principal, la legendaria -al menos en nuestro contexto local- partida de ajedrez entre el más conocido jugador español de aquella época -quizá de todas-, el que fuera niño prodigio Arturito Pomar y la, indiscutiblemente, mayor figura que ha dado la historia del tablero en el último siglo, el singular Bobby Fischer. 

Para completar esa visión panorámica, mis recomendaciones de esta tarde, tras optar la semana pasada por los extremos -1931 y 1962- del marco temporal seleccionado, se sitúa en su centro, en los días de la guerra civil. Así, os hablaré del magistral, aunque de lectura muy triste y espeluznante, A sangre y fuego, el clásico de Manuel Chaves Nogales, objeto de numerosas ediciones desde su publicación originaria en 1937 y que ahora os ofrezco en dos versiones: la de Libros del Asteroide en donde apareció por primera vez en 2011, multiplicando sus reimpresiones -son ya decena y media- desde entonces; y la magnífica de la editorial Renacimiento, de 2013. 

Andrés Trapiello, que ha estado presente en más de una ocasión en Todos los libros un libro con sus novelas, su poesía y sus diarios, y que volverá a aparecer aquí en otras emisiones de este ciclo sobre la República, la guerra civil y la incivil posguerra, es en gran medida, el principal responsable de la “recuperación” del libro de Chaves Nogales para nuestras letras, tras su entusiasta y reivindicativa mención en el ya canónico Las armas y las letras. Literatura y Guerra Civil 1936-1939, de 1994: Chaves ni siquiera figura en los diccionarios de literatura, quizá porque lo tengan por periodista. Lo fue, sin duda, pero el nervio de su escritura y un talento ilimitado tendrían que haberle llevado ya por lo menos al gallinero del Parnaso, como el excelente escritor que fue. Si sale ahora al proscenio de estas páginas, es de la mano de un libro suyo en verdad excepcional, tal vez, de cuantos haya leído uno sobre la guerra española, el más sorprendente de todos. El título le echaría a uno para atrás: A sangre y fuego. El subtítulo es aún más imposible: «Héroes, bestias y mártires de España». Pero cuánta belleza, cuánta verdad en esas páginas. Son historias, novelas cortas sobre la guerra y la revolución escritas y publicadas en el mismo año 37 con una libertad que es infrecuente encontrar en uno o en otro bando. Ni siquiera en los independientes. El hecho, por otra parte, de que se editara en Chile le hace aún más raro y precioso, lo convierte en algo que si no es por la generosidad de un amigo (en mi caso el librero de viejo y poeta Abelardo Linares), quedaría para siempre fuera de nuestro alcance, como las utopías, como los tesoros

Las nueve historias del libro -en realidad son once, tras la ulterior incorporación de dos más en las ediciones más recientes- se publicaron durante la guerra en diversos periódicos y revistas de América Latina -Argentina, México o Cuba-, y también de Europa, en Francia e Inglaterra. Pronto fueron reunidas en un libro cuya peripecia editorial dio comienzo, en efecto, como apunta Trapiello, en Chile, en donde apareció la primera edición en 1937, pocos meses después de que su autor lo hubiera escrito. Pronto, igualmente, en ese 1937 y en 1938, vieron la luz las traducciones al inglés, en Nueva York y Londres, respectivamente. Desde ese momento, silencio absoluto en nuestro país hasta que, en 1993, y desde ámbitos académicos, el texto se incluye en Obra Narrativa Completa de Manuel Chaves Nogales, publicado por la Biblioteca de Autores Sevillanos y la Fundación Luis Cernuda de la Diputación de Sevilla bajo la coordinación de la catedrática María Isabel Cintas Guillén, la gran experta en la literatura del periodista. Pero es la referencia de Trapiello la que desencadena el proceso de redescubrimiento y “normalización” de la figura de Chaves Nogales, ejemplificado en las posteriores ediciones de Espasa, de 2001, prologada por la periodista Ana R. Cañil; de Libros del Asteroide, en 2011, con prólogo de la profesora Cintas, y la de la también sevillana -como el propio autor- editorial Renacimiento, en 2013, con estudio introductorio de Trapiello y presentación de la misma Cintas. Esta última edición es magnífica, a mi juicio la mejor, pues aparte de incluir ya los dos cuentos adicionales, y de incorporar las siempre sabias palabras del escritor leonés y la catedrática andaluza, recoge también un completo listado de las ediciones de los relatos, tanto en prensa -La Nación, de Buenos Aires, la revista cubana Bohemia, la mexicana Sucesos para todos, el diario inglés The Evening Standard y el neozelandés The Weekly News-, como en libro, y aporta, igualmente, las ilustraciones de Fernando Ríos, para la revista de México y las de Álvarez Moreno, en la edición de Cuba. En noviembre de 2020 Libros del Asteroide recopiló, en un proyecto en colaboración con la Diputación de Sevilla, la Obra completa de Chaves, en una edición magnífica, recogida en un espléndido cofre, a cargo de Ignacio F. Garmendia y con prólogos de Antonio Muñoz Molina y, de nuevo, Andrés Trapiello. En los cinco volúmenes se incluyen todos los escritos literarios y periodísticos del andaluz, nueve libros en total, entre ellos el que quizá sea el más conocido de todos, Juan Belmonte, matador de toros, que había llegado a ser reeditado durante el franquismo, en 1969, en la entonces recién nacida Alianza Editorial, al mando de José Ortega Spottorno -hijo de Ortega y Gasset-, Javier Pradera y Jaime Salinas, que, pocos años después, formarían parte del núcleo germinal del diario El País. 

En la introducción de María Isabel Cintas y en la de Ana R. Cañil se incluyen sendas someras biografías de Chaves Nogales. A ellas me remito para una mayor profundización en su trayectoria vital. También os recomiendo un muy interesante documental, El hombre que estaba allí, dirigido en 2013 por Luis Felipe Torrente y Daniel Suberviola, y que cuenta con las intervenciones de, entre otros, la profesora Cintas, Muñoz Molina, el fallecido Jorge Martínez Reverte y, cómo no, Andrés Trapiello. Dejo aquí tan solo un breve apunte para ubicar su figura. Nacido en Sevilla, hijo de periodista y periodista él mismo desde muy joven, ejerció en la capital andaluza y luego en Madrid. La mayor relevancia de su desempeño profesional se produjo entre 1927 y 1937, viajando por el mundo entero, inteligente y lúcido reportero que recorre una Europa convulsa, escribiendo crónicas y reportajes para los principales periódicos de la época y dirigiendo, desde 1931, el diario Ahora, que no ocultaba su vinculación con Manuel Azaña, del que Chaves era partidario. De convicciones inicialmente izquierdistas, comunista “utópico” -si tuviera un temperamento heroico creo que sería comunista; no lo soy porque me falta ese espíritu nazarenoide que hoy se necesita para ser comunista militante. Cumplo, sin embargo, con mi débito esparciendo en cuanto escribo ese difuso sentimiento comunista que me anima, escribía en 1928, en una entrevista en La Gaceta Literaria, como destaca Ana R. Cañil-, durante la guerra civil se puso al servicio de la República y siguió informando hasta mediados de noviembre del 36. No abandonó Madrid hasta que lo hizo el gobierno republicano, momento en el que decidió dejar España. Tras pasar por Barcelona para recoger a su mujer y sus hijas, que habían dejado la capital meses antes, se exiliaría en París, de donde, en 1940, tras la ocupación nazi, Chaves tuvo que huir de nuevo, esta vez a Inglaterra; su familia volvería, no sin dificultades, a Sevilla. En Londres, viviendo solo durante cuatro años en los que continuó con su labor periodística, fallecería en 1944, con apenas cuarenta y seis de edad, a causa de una peritonitis. 

La figura de Chaves Nogales y su postura frente al enfrentamiento civil resultan ejemplares y muy iluminadoras para entender no solo los sucesos de aquellos años trágicos, sino también para acercarse con lucidez a la crispación, el enfrentamiento permanente y la ciega polarización que -a otra escala, indudablemente- caracterizan hoy la mediocre política española. Sin ocultar su apuesta por una República ilustrada y modernizadora, que defendía sacar a una España predominante rural -un adjetivo que no se aplica solo por sus connotaciones “geográficas”-, del atraso, la ignorancia, la incultura, la irracionalidad y el despotismo que la mantenían anclada en un siglo XIX bárbaro, pronto rechazó -hay un manifiesto de finales de los años veinte que Chaves firmó y que se expresaba en este sentido apoyando a Ortega y Gasset como referente intelectual y moral de un grupo de genérico y resuelto liberalismo- los excesos, tan miserables como los que se pretendían dejar atrás, perpetrados por los fanatismos del comunismo, anarquismo o socialismo radical que, sobre todo tras el inicio de la contienda, se hicieron dueños del poder fáctico republicano. Esta postura racional y equilibrada -que no tibiamente “equidistante”-, claramente alejada de los sectarismos de uno y otro signo, es la que lo convierte en una personalidad ejemplar, en una referencia intelectual de primer orden, cuyo pensamiento y, especialmente, cuya modélica toma de posición arrojan una luz nueva y muy esclarecedora sobre lo sucedido en la guerra civil más allá de los consabidos discursos oficiales sobre la lucha fratricida entre las “dos Españas” y aún mucho más lejos de la visión maniquea que todavía hoy se sostiene, desde ambos bandos, del excluyente combate entre “buenos” y “malos”, entre rojos y azules. 

En este sentido, el excepcional prólogo que el propio Chaves Nogales escribe para A sangre y fuego, fechado en enero-mayo de 1937, en Montrouge, en el francés departamento de Seine (cuya lectura merece, por sí sola, la adquisición del libro, y a cuya transcripción íntegra aquí, evitando así mis torpes comentarios, me cuesta resistirme), es muy explícito acerca del posicionamiento político y moral del sevillano, explora ciertas vertientes hasta hace poco no demasiado conocidas -al menos por el gran público- de la cruel contienda y explica -no deja de ser una introducción al libro- los presupuestos desde los que se presentan las once historias que lo integran. 

Desde el primero de estos tres planos, el “emplazamiento” político, intelectual y moral desde el que habla Chaves, nos encontramos con un profesional íntegro que hace su labor con compromiso y rigor, y, también, con la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Inteligente y lúcido defensor de la verdad, antifascista y antirrevolucionario por temperamento, aborrece tanto el espíritu revolucionario como el reaccionario, los dos extremos que dominaban la brutal vida española en aquellos años. Su profunda libertad y su insobornable independencia lo convierten en objeto de críticas de unos y otros; y pese a ello, entre serias amenazas de fusilamiento surgidas desde ambos bandos, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria, como escribirá, en un ejemplo vivo de lo que se ha dado en llamar “la tercera España”. Cuando la guerra estalla (y aún antes, en los pocos meses de gobierno del Frente Popular, con la salvaje ola de asesinatos perpetrados desde uno y otro lado del espectro político y, en particular, con los “paralelos” del teniente Castillo y Calvo Sotelo, el 13 de julio de 1936, pocos días antes del levantamiento franquista), Chaves Nogales observará horrorizado -dejando registro de ese espanto en sus crónicas, reportajes y artículos- la barbarie que teñía de sangre nuestro país. Aguantará al lado de la República -ya se ha dicho- hasta que el propio gobierno abandonó Madrid para instalarse en Valencia. Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba, señalará, para añadir: En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas

Intuyendo el funesto destino de España, consciente de la imposibilidad de organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia entre los ciudadanos de diversas ideas y la normal relación con los demás Estados, que es precisamente a lo que se niegan hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas los que están combatiendo, convencido de que tras la guerra, rojo o blanco, capitán del ejército o comisario político, fascista o comunista, probablemente ninguna de las dos cosas, o ambas a la vez, el cómitre que nos hará remar a latigazos hasta salir de esta galerna ha de ser igualmente cruel e inhumano, persuadido de que entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguís de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable de mundo que nos queda, aun a sabiendas de que en esta época de estrechos y egoístas nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre su existencia, mantendrá viva fuera de España su autonomía intelectual y su independencia de criterio -soporto mejor la servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa- como ponen de manifiesto los relatos que recoge A sangre y fuego, la obra maestra que hoy comento. 

El segundo gran eje de interés del libro reside en que nos muestra la guerra civil desde ángulos que si bien han sido suficientemente estudiados por los historiadores no resultan tan conocidos si nos atenemos a las versiones -a menudo simplistas, maniqueas, interesadas, parciales- de los actuales herederos de las dos facciones contendientes. El relato de la izquierda, hegemónico desde la Transición, nos pinta un panorama idílico -dentro de su tragedia- de heroicos y cuasi angelicales revolucionarios, benéficos combatientes en favor de cuanta causa justa cabe en el mundo -educación pública gratuita, liberación de la mujer, defensa de los oprimidos, justicia social, reconocimiento de los derechos de los trabajadores, armónico desarrollo de la sociedad-, en una República ejemplar que habría visto truncada su altruista y liberadora labor emancipadora de las clases populares a causa de la irrupción, tras el levantamiento militar, del cruel fascismo que imperaría durante más de cuatro décadas en nuestro país. La actual derecha revisionista discute el carácter ilegítimo del golpe de Estado del general Franco a partir de su cuestionamiento del régimen republicano, en particular el resultante tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 y el clima de violencia y, desde ciertas posturas, anarquía -desorden, pillaje, saqueo, destrucción, en palabras del entonces líder de la oposición Calvo Sotelo-, que vivía España en esos días, con cerca de cuatrocientos asesinatos “políticos” desde esa fecha hasta el 18 de julio, un caos que imposibilitaba el libre desarrollo de la virtud, la herencia, la propiedad, el trabajo, el mando, como afirmó el mismo Calvo Sotelo en su discurso ante las Cortes el 16 de junio de 1936. 

La terrible “fotografía” que nos ofrece Chaves Nogales en sus once dramáticos “cuadros”, ajeno el autor a los apriorismos de uno y otro signo, nos permite, en cambio, conocer las atroces barbaridades, la ferocidad, la locura, el fanatismo, la irracionalidad, el horror, la violencia atávica, el furor desatado, la ira, el odio, la bestialidad, la cólera ciega, el ansia y el éxtasis de la muerte, el rencor, las venganzas, las represalias, los crímenes, los asesinatos, los “paseos” y los fusilamientos, que desde un frente y otro, convirtieron España en un inmenso mar de sangre. Pero hay también muestras -recuérdese, el subtítulo del libro es Héroes, bestias y mártires- de valentía, de coraje, de integridad, de arrojo, de solidaridad y compromiso, de fidelidad a las ideas propias, de bravura y heroísmo, de inocencia, de ejemplaridad y sacrificio, de nobleza y altruismo, de entrega y bondad. 

Yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos, escribe el autor en su clarividente prólogo, y, en consecuencia, sus relatos describirán, sin complacencia, sin ideas preconcebidas, sin hacer, por tanto, distingos ideológicos, once de esos episodios de terror y barbarie que subyacen -siendo, sin embargo, lo más importante de la guerra- a las “narrativas” convencionales sobre el fratricida conflicto bélico. Recoge el espíritu que ya podía vislumbrarse en las palabras que Chaves escribió en La defensa de Madrid, un libro publicado en México en 1939: la verdad es esta: los heroicos y gloriosos ejércitos que luchaban en Ciudad Universitaria estaban formados con la escoria del mundo. Basta fijar los ojos en la lista de las fuerzas que los componían. Frente a la Brigada Internacional de los rojos, la Novena Bandera del Tercio Extranjero de los blancos, una y otra, receptáculo de todos los criminales aventureros y desesperados de Europa

Desde esta innegociable libertad de criterio, la narración se centra en las vivencias de un grupo de personajes que representan diferentes facciones de la sociedad española: un periodista liberal, un falangista, un comunista, un soldado republicano, un aristócrata, un anarquista en lucha contra todo poder, un sacerdote, entre otros. A través de sus experiencias, el autor ofrece una crónica detallada de los sucesos que tuvieron lugar durante la Guerra Civil en toda España, y proporciona una visión muy compleja y matizada de los conflictos ideológicos y políticos que dividieron al país en aquellos años. Pese a lo que pudiera parecer, siendo como son una obra de ficción, todos tienen su correlato real bien documentado, como pone de manifiesto el propio Chaves Nogales en una nota introductoria: Estas nueve [otras dos fueron añadidas en ediciones posteriores] alucinantes novelas, a pesar de lo inverosímil de sus aventuras y de sus inconcebibles personajes, no son obra de imaginación y pura fantasía. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho rigurosamente verídico; cada uno de sus héroes tiene una existencia real y una personalidad auténtica, que sólo en razón de la proximidad de los acontecimientos se mantiene discretamente velada. La precisión periodística en la descripción de los detalles, la prosa clara y concisa, el talento para la narración, la alternancia de personajes que representan puntos de vista diferentes, la excelente construcción, muy penetrante y verosímil de las personalidades de quienes protagonizan los relatos, introducen al lector en una atmósfera muy realista y creíble y le permiten obtener una visión panorámica, multifacética, y por ello más rica, de la Guerra Civil, en una obra que se aleja de la reduccionista -y sin embargo habitual- dicotomía entre buenos y malos. 

Así, ¡Masacre, Masacre! nos sitúa en un Madrid en el que sus ciudadanos se afanan en sus tareas cotidianas entre el terror y la resignación, mientras a su alrededor se producen los devastadores bombardeos de los aviones franquistas. Cada nueva carga de obuses provoca la inmediata reacción de los milicianos de la Escuadrilla de la Venganza, que imponen por su cuenta y sin respaldo oficial alguno el nuevo orden revolucionario, un régimen de terror hecho de represalias terribles y fusilamientos indiscriminados. El personaje principal del cuento, Valero, típico intelectual revolucionario de los que se forjaron en la escuela de rebeldías que durante la dictadura fueron las universidades españolas, se fijará en un hombre vacilante (desconoce que se trata de André Malraux, el intelectual francés; otros relevantes nombres propios de la época, como Rafael Alberti y María Teresa León, aparecen en el cuento) que, agotado, se echa de bruces sobre la mesa en un rincón del comedor en el que habitualmente coinciden oficiales de las milicias, diputados, periodistas extranjeros, intelectuales antifascistas y diversos tipos raros. Su mirada lúcida -Tuvo lástima de aquel hombre y de él mismo y de todos los hombres que como ellos guerreaban, morían y mataban, héroes, bestias y mártires sin vocación heroica, sin malos instintos y sin espíritu de sacrificio o santidad- será compatible con su cobardía, pues no se atreverá a oponerse a las hordas asesinas de la Escuadrilla, prestas a ejecutar a su propio padre, comandante de infantería retirado y, por lo tanto, “presumible” fascista. Y estamos ahora en Andalucía, en donde el marqués, sus tres hijos y quienes para él trabajan viven unas jornadas dantescas, de persecuciones y enfrentamientos brutales, de idas y venidas a caballo -La gesta de los caballistas es el título del cuento-, de tomas de pueblos cuyos habitantes padecen, incapaces de saber a quién deben complacer, la ira de sus sucesivos ocupantes, ahora milicianos, ahora rebeldes, siempre expuestos a un destino fatal por una palabra mal dicha, una duda, una vacilación, una mirada, un desgraciado azar (se fusilaba en el acto a todo el que ofrecía la sospecha de que había disparado contra las tropas. La comprobación era rapidísima. Se le cogía por el cuello de la camisa y se le desgarraba el lienzo de un tirón hasta dejarle el hombro derecho al descubierto. Si se advertía en la piel la mancha amoratada de los culatazos que da el fusil al ser disparado, pasaba en el acto a la terrible jurisdicción del sargento moro), en un aquelarre de balas, explosiones de dinamita, incendios, acuchillamientos, golpes de bayoneta y atrocidades sin cuento. Rafael, el señorito, hijo menor del marqués y Julián, el Maestrito, luchador comunista, antiguos compañeros de escuela y ahora enemigos de clase con la vida en juego, personificarán la locura que fue la guerra. 

Y, de nuevo en Madrid, en Y a lo lejos, una lucecita, los resistentes republicanos se enfrentan a la “quinta columna”, hombres y mujeres que desde distintos emplazamientos en el interior de la ciudad se comunican, usando el código morse mediante lámparas y linternas, con los rebeldes que acechan al otro lado del frente, en la Casa de Campo, a escasos kilómetros de la capital. Las ejecuciones sumarias, los tiros de gracia, los asesinatos por la espalda pueblan un relato que, como el resto de los del libro, se abre también a una dimensión más humana -tristemente humana-, a la reflexión filosófica, a la duda moral. La columna de Hierro nos transporta al Levante, en donde una tropa de facinerosos, expresidiarios, gentes “liberadas” de las cárceles, salidas de los tugurios del Barrio Chino de Barcelona, anarquistas, desertores de los frentes aragoneses y genuinos luchadores por la República, recorría los pueblos valencianos llevando a cabo todo tipo de abusos, matando y saqueando impunemente, sin respetar autoridad alguna y sin que ningún poder legítimamente constituido pudiera ponerles freno, para desesperación de los comités revolucionarios pacíficos (Aquellos hombres que durante toda su vida habían luchado por el triunfo de sus ideales revolucionarios no se resignaban a que la revolución los desbordase, y estaban dispuestos a hacer frente a aquella fuerza sin control que trataba de apoderarse de ella). Los saqueos y las matanzas de la turba salvaje provocan la desafección y el odio de los ciudadanos, que no saben a qué atenerse: —¿Qué hacías, idiota? —le preguntó éste. Jorge, tan sorprendido de hallarse entre sus amigos de la víspera como de haber estado combatiendo contra ellos sin saberlo, respondió: —Peleaba contra los fascistas. —¡Pero si los fascistas son ésos de ahí fuera! En este caos, incluso los demócratas republicanos acaban por abrazar la causa franquista: Es el horror de la guerra lo que provoca esas reacciones. ¿Crees tú que del otro lado no hay gente de bien, conservadoras y católicas, a las que están convirtiendo en revolucionarias los asesinatos de los falangistas? Seis meses más de guerra y verías la inmensa mayoría de los revolucionarios de hoy convertirse en reaccionarios, pero también dentro de medio año, si la guerra continúa, no le quedarán a Franco más que sus asesinos pagados. Las poblaciones que al principio se pusieron a su lado suspirarán por un régimen de libertad y porque cese al fin el régimen de terror a que las tienen sometidas, en otra significativa muestra de la lucidez con la que Chaves Nogales observa y juzga los hechos. 

Ese énfasis del autor en subrayar lo absurdo de la guerra, el sufrimiento estéril de las gentes del común, en gran parte ajenas a las consignas, a los supuestos ideales, a unas causas que justifican el asesinato de quien, sin aparente razón objetiva se ve situado en uno u otro lado de los bandos en conflicto, puede observarse también en El tesoro de Briesca, en el que el valiente comisionado Arnal intenta vanamente salvaguardar de los inminentes bombardeos franquistas las obras de arte, casullas y estelas bordadas, paños de altar, los cálices, copones y custodias, las tallas románicas, los crucifijos de oro y plata, los exvotos de capitanes, justicias y virreyes de Indias, los lienzos famosos de los maestros de la pintura castellana, entre ellos dos cuadros del Greco. En otra espantosa escena de ametrallamientos y ráfagas de fusilería, de disparos a bocajarro, de gritos espeluznantes, de combates y furia y muerte, todo acaba por fin y en la plaza desierta sólo quedaron junto al rescoldo de la hoguera sacrílega aquellos dos cuerpos sin vida, el del desertor y el del héroe, víctimas uno de su instinto y el otro de su deber, ambos sacrificados a la barbarie de la más cruenta de las guerras

En Los guerreros marroquíes se nos presenta a una autoridad marroquí, un caíd, uno de los “moros” que se incorporaron a las tropas de Franco y cuya sola mención provocaba el terror en las poblaciones a las que se anunciaba su inminente llegada. Tras luchar en las estribaciones de Gredos, en el valle del Tiétar, los guerreros del Rif se allegarán a la Casa de Campo para, desde allí “ser lanzados” al asalto por sorpresa de la Ciudad Universitaria. El caíd será apresado por la milicia republicana y Chaves nos lo muestra mientras atraviesa con los suyos la ciudad, exhibidos todos como trofeo de guerra en la batea de un camión, y se adentra en sus sentimientos, una mezcla de fascinación ante el -pese a la guerra- brillo de las populosas calles de Madrid y la exaltación de sus gentes, y la resignación y el miedo ante su previsible final. Como es frecuente en casi todos los relatos el libro, el relato registra la presencia de un hombre bueno, un miliciano que, ajeno al odio reinante, muestra su humanidad, inútil al fin, compadeciéndose de la víctima y confortándole en sus últimos momentos: —Yo quisiera que tú vivieses. Eres todo un hombre. Pero no puedo hacer nada por ti. Y esta aparición de la bondad, de gentes generosas y benévolas, que, pese a sus convicciones, son capaces de comprender el sufrimiento y el dolor de sus enemigos, poniéndose en su lugar e intentando salvar vidas arriesgando la propia, es uno de los elementos más sobresalientes de ¡Viva la muerte!, ambientado en un pueblecito de la sierra madrileña en el que milicianos de uno y otro bando, revolucionarios y derechistas, obreros socialistas y gerifaltes falangistas, trabajadores y señoritos, se enfrentan con la consabida carga de violencia y terror, de represalias y venganza, en unos episodios que nos llevarán hasta la arrebatada exaltación de un desfile fascista en Valladolid y en los que, entre la crispación y el rencor, la destrucción y el odio, afloran algunas casi imperceptibles acciones de altruismo y misericordia, de generosidad y nobleza, envueltas en dudas morales, miedos, vacilaciones, reparos de conciencia y, también, cobardía. El Bigornia del relato del mismo título es un herrero de dimensiones mitológicas, un gigante anarquista, un ogro individualista y excesivo, valiente y noble, un amante inagotable con dos decenas de hijos engendrados de varias mujeres, que se sumará al asalto del cuartel de la Montaña, exponiéndose a pecho descubierto, con la sola ayuda de su martillo -hércules de leyenda, ahora gordo y ventrudo, tan terrible como grotesco-, a los disparos de los militares que defienden la plaza y que, harto de la insensatez que percibe en sus correligionarios se vuelve a su casucha de los arrabales, para acabar sus días subido a un tanque ruso, arremetiendo contra los moros de Franco en un escenario dantesco en el frente extremeño. 

Consejo obrero sigue los pasos de Daniel, tornero de una fábrica expropiada por los sindicatos revolucionarios. Independiente y apolítico, explotado hasta el 18 de julio por sus patrones y, desde esa fecha, por el comité comunista que se ha hecho con el poder de la empresa, su indiferencia ante los avatares políticos, su falta de implicación en la causa de quienes ahora mandan, su silenciosa y conformista entrega a una trabajo alienante que le provee, sin embargo, de pan para sus hijos, le ganan la acusación de fascista y servidor del capitalismo, y lo llevan ante el Consejo obrero, que debe decidir sobre su expulsión del trabajo, lo que en esas circunstancias equivale a una muerte segura (¿No ves que si un consejo obrero te expulsa de la fábrica lo de menos es que quedes sin jornal? ¡Es que te matan al revolver una esquina!). El elocuente alegato de Daniel ante el radicalizado tribunal de camaradas -en el que, más allá del destino del trabajador, comunistas y anarquistas dilucidan la prevalencia de sus tesis políticas-, condensa, de nuevo, el núcleo central del libro, y pone de manifiesto, de manera ejemplar, la irracionalidad y el absurdo de la criminal intolerancia que conlleva el fanatismo: Yo servía al patrón... La fábrica era suya; él mandaba y nosotros los trabajadores obedecíamos. Procuraba estar a buenas con él. Vosotros luchabais; yo no. Vosotros queríais mandar; yo me había resignado a obedecer. Vosotros queríais ser los dueños de la fábrica; yo no lo he soñado nunca. ¡Ya sois los amos! ¡Ya mandáis! No os pido más sino que me dejéis vivir y trabajar como me dejaba el patrón. No os discuto la victoria, no os reclamo una parte. Yo no era de los vuestros, no estaba en vuestro sindicato, pero tengo derecho a la vida y al trabajo. ¡No vais a ser peores que los burgueses! El pensamiento de Chaves Nogales, sus tesis liberales y democráticas, afloran en esta desesperanzada conclusión: Le condenaron, sin embargo. ¿Por qué? Por lo mismo que condenaban antes la burguesía: por miedo. Miedo a la libertad. El miedo odioso del sectario al hombre libre e independiente. ¡Fue una lástima! El día en que el consejo obrero expulsó del taller al obrero tornero Daniel, se perdió la causa del pueblo. Los cañones del ejército sublevado martilleaban inútilmente las trincheras de Madrid; los aviones italianos y alemanes asesinaban en vano mujeres y niños. Pero la causa del pueblo se había perdido por este sencillo hecho. Porque el consejo obrero de una fábrica había tomado el acuerdo de expulsar a un obrero por el delito de haber defendido su libertad. Daniel, ejecutado a las pocas horas, murió batiéndose heroicamente por una causa que no era suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese, en una aún más explícita declaración de principios del autor. 

Las dos últimas narraciones del libro, El refugio y Hospital de sangre, fueron incorporadas, tras su hallazgo por la mencionada profesora Cintas, inéditas hasta entonces, por Andrés Trapiello en la edición de 2013 de la editorial Renacimiento. Con el telón de fondo de la guerra en Bilbao, ambos relatos cuestionan una vez más, leídos hoy, el falso relato, monolítico e idílico -tan apreciado y difundido por el nacionalismo vasco-, de una guerra civil que enfrentó a gudaris y casheros cristianos viejos de Euzkadi con las hordas franquistas, en defensa del pueblo vasco y la legalidad republicana contra el “invasor” español. Por el contrario, la historia no resulta tan maniquea, pues hubo también en el País Vasco gentes que deseaban la llegada liberadora de las fuerzas rebeldes, que muchos propiciaron pasando información relevante a las milicias ocupantes. Sin embargo, en estos dos relatos postreros prevalece la dimensión humana, trágica, conmovedora y emotiva, de la guerra, más allá de la -aquí en segundo plano- vertiente política. En una capital vizcaína sacudida por la constante descarga carga mortífera de fuego y metralla por parte de la aviación fascista, un hombre, que se dispone, tras la enésima llamada de alerta, a entrar en un refugio al que han acudido pocos minutos antes sus cuatro hijos, observa aterrado como una bomba de ciento cincuenta kilos destruye el edificio. El relato describe la angustia del padre mientras rebusca entre los escombros algún rastro de sus pequeños que le permita mantener la esperanza de encontrarlos con vida. En Hospital de sangre, la llegada de cuatro milicianos asturianos con el cuerpo destrozado por la metralla, unos hombres rudos, ateos, blasfemos, combativos, reclama la atención de una monjita, la antítesis ideológica de los revolucionarios, a quienes cuidará, compasiva y amorosa, en sus padecimientos. La súbita irrupción de los malheridos ha interrumpido la redacción de una carta que la religiosa envía a su tío, que, como conoceremos al término del relato, resultará ser un personaje fundamental de nuestra guerra. 

No deberíais dejar de leer este inolvidable, por muchos motivos, A sangre y fuego, que hoy os recomiendo vivamente. Os dejo ahora con un fragmento del libro, el inicio de su indispensable prólogo, y, tras él, una canción muy popular en aquellos días. La hija de Juan Simón, interpretada por Angelillo, formaba parte de la banda sonora de la película del mismo título que, dirigida por José Luis Saénz de Heredia y producida por Luis Buñuel, se había estrenado con gran éxito a mediados de diciembre de 1935, pocos meses antes del terrible estallido de la guerra. Hay, reciente, una más que estimable versión de Rosalía.


Yo era eso que los sociólogos llaman un «pequeño burgués liberal», ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio —como dicen los marxistas—, ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria.

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Manuel Chaves Nogales. A sangre y fuego

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