Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de mayo de 2023

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN. CASTILLOS DE FUEGO; ANDRÉS TRAPIELLO. MADRID 1945; RAFAEL CANSINOS ASSENS. DIARIO DE POSGUERRA EN MADRID 1943 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana ponemos fin al ciclo que a lo largo de cinco semanas nos ha llevado a repasar algunos convulsos momentos de nuestra historia relativamente reciente, los años, enmarcados entre 1931 y 1962, las fechas sobre las que se construían los libros 14 de abril y El peón, de Paco Cerdà, las dos primeras propuestas de la serie, en los que España vivió acontecimientos de una gran relevancia histórica que dejaron una profunda y dramática huella en sus ciudadanos: la proclamación de la Segunda República y la salida de España de Alfonso XIII, el golpe de Estado militar de 1936, la barbarie de la guerra civil transcurrida entre ese año y 1939, y los primeros lustros -los más duros y crueles- de la posterior y larga dictadura del general Franco. En semanas posteriores, y tras los libros de Cerdá, han aparecido aquí diversas aproximaciones a los aciagos días de la contienda fratricida, en las obras de Manuel Chaves Nogales, con la magistral A sangre y fuego, Francisco J. Leira Castiñeira, con su interesante Los Nadie de la Guerra de España, y por último, hace solo siete días, con la formidable novela de Álvaro Pombo Santander, 1936

Esta tarde le toca el turno, en una emisión que se presume apretada y densa, a la primerísima y más cruda posguerra, con tres libros relativamente recientes -una novela, un ensayo de carácter histórico y un diario personal, cada uno de los cuales merecería un espacio monográfico- centrados en la España y, más en concreto, en el Madrid de aquellos oscuros e infaustos días, los que van desde el fin de la guerra hasta, aproximadamente, 1945. Se trata, en primer lugar, de Castillos de fuego, la monumental -en todos los sentidos, por ambición, calidad y extensión, setecientas páginas que, sin embargo, se leen en un suspiro- última novela (aunque con una extraordinaria y bien documentada base real) de Ignacio Martínez de Pisón, publicada hace pocos meses, en febrero de este mismo año, por Seix Barral. Coincidiendo con Pisón en algunos de los episodios y personajes reflejados, el segundo libro que os recomiendo es Madrid 1945, escrito por Andrés Trapiello y que vio la luz en la editorial Destino en 2022. Para cerrar el espacio quiero hablaros de Diario de posguerra en Madrid 1943, de Rafael Cansinos Assens, una excelente muestra de los miles de páginas “diarísticas” que escribió en su vida y que hace apenas unas semanas la Editorial Arcas, dependiente de la Fundación Cansinos Assens, ofrece a los lectores de nuestro país. Tres libros, anticipo, absolutamente recomendables y, por distintos motivos -y también por alguno que concurren en todos ellos-, de lectura indispensable para conocer mejor aquella época terrible, formar criterio sobre los episodios de la guerra civil y sobre alguna de sus consecuencias y, también, juzgar sin anteojeras ni apriorismos ideológicos, con desapasionamiento y racionalidad, los muchas veces absurdos enfrentamientos -hoy, por fortuna, solo dialécticos- en los que se ve envuelta nuestra emponzoñada y mediocre vida política actual. 

Vayamos, pues, con Castillos de fuego, la última obra de un novelista, Ignacio Martínez de Pisón, que en su fecunda, excelente y muy premiada trayectoria ya se había interesado, desde una perspectiva literaria de recreación histórica de corte realista, por novelar diversos momentos de la sociedad de la España franquista y de la Transición; pienso, entre otros, en algunos de sus libros que ya reseñé hace años en Todos los libros un libro: El día de mañana (ambientada en Barcelona), Dientes de leche, o su labor como editor de Partes de guerra, la recopilación de treinta y cinco cuentos, debidos a treinta y un escritores españoles (cuatro de ellos repiten), que tienen a la guerra civil como eje central. La novela que ahora os presento nos conduce, desde unas coordenadas similares a las de esos otros títulos -la fotografía de la España de Franco, el enfoque realista en la ambientación del entorno, la profundidad en la creación de personajes, el acento puesto en los individuos comunes, la peripecia singular de los protagonistas como “excusa” para el análisis sociológico y la descripción del “clima” de una determinada etapa histórica, la sutil y bien trabada transición entre lo particular y lo general, la preocupación por las cuestiones de índole moral, el tratamiento de temas de alcance universal, la sólida documentación que se refleja en una abundante bibliografía final y que, sin embargo, no entorpece la lectura, el muy ágil ritmo narrativo (la novela que hoy os traigo se lee en “tres tardes” de apasionado avanzar por sus páginas), hecho de escenas relativamente breves, profusión de diálogos, elipsis constantes-, al Madrid de entre noviembre de 1939 y septiembre de 1945, que recupera una cierta normalidad tras la victoria de Franco en abril del 39. Estructurada en cinco libros, cada uno de los cuales aparece acotado cronológicamente en distintos segmentos de ese arco temporal (noviembre de 1939 a junio de 1940, el primero; julio a diciembre de 1941, el segundo; el tercero, entre abril y octubre de 1942; de septiembre de 1943 a marzo de 1944, el cuarto; y, por fin, de febrero a septiembre de 1945, el quinto y último), la novela nos presenta a un puñado de personajes de ficción, entre decenas de bien logrados secundarios y muchos otros de existencia histórica, real, que se nos muestran en diversas escenas de sus vidas -imbricadas entre sí- en esas difíciles fechas. El resultado es un muy completo fresco de la sociedad de la época que nos permite, en primer lugar, adentrarnos en la psicología de los protagonistas, sentir, amar, temblar, padecer, odiar, sufrir, esperar, ilusionarse, resistir, alegrarse, anhelar, decepcionarse y desear a su lado. Unos personajes que se presentan en un marco descrito de manera magistral, tanto en la dimensión que atañe a la realidad social del Madrid de posguerra -segundo gran logro del libro- como en la vertiente -a mi juicio el tercer elemento por el que la obra resulta sobresaliente-, más política, que refleja los movimientos revolucionarios de resistencia al régimen, aún vivos, esforzados y valientes, de una ingenua combatividad, pero que languidecen de un modo patético, víctimas de sus propias contradicciones y de sus infundadas e irreales esperanzas, como las actuaciones de las fuerzas vivas del franquismo que imponen su sanguinaria política de torturas y represión, de venganza y barbarie. 

Castillos de fuego es una novela coral -la crítica ha mencionado casi unánimemente La colmena como referente ostensible, y, en efecto, los ecos de la obra de Cela están presentes en el lector, al menos en lo que tiene que ver con la multiplicidad de personajes y con el acertado reflejo de la atmósfera de la época, aunque el enfoque de Pisón y la perspectiva a la que se abre su mirada sean diferentes a las del clásico del Nobel gallego- protagonizada, en su mayor parte, por una pléyade de personas normales, sin especial relevancia, gentes del común, que sobreviven, soportando sus existencias ordinarias, más o menos duras, más o menos desahogadas, en unos tiempos especialmente difíciles. Así, por el libro desfilan personajes como Valentín, militante de las Juventudes comunistas durante la República y que, tras la victoria franquista, debe hacerse perdonar sus errores -Nos cogió la guerra en el lado equivocado. Eso fue todo- traicionando a sus antiguos camaradas y convirtiéndose en un feroz represor; como Basilio, profesor de Historia del Derecho en la Universidad, ahora depurado, como tantos otros (de un plumazo habían borrado diez años de historia de la universidad), desposeído de su plaza y condenado a la indignidad pública, a la indigencia económica, al hundimiento psicológico y al desorden mental; como su hija Gloria, que vive para cuidarlo y que intenta salir adelante, con denuedo y voluntad, aprendiendo inglés leyendo a Dickens en una modesta academia regentada por dos ancianas, las hermanas Linares, hijas y nietas de diplomáticos (la viva imagen de cierta burguesía venida a menos [y que] no desperdiciaban ninguna oportunidad de evocar su juventud privilegiada y cosmopolita) que subsisten de modo precario impartiendo clases particulares; como su compañero de estudios Eloy, un joven de otra clase social, trabajador, hermano de un preso político condenado a muerte, combatiente antifranquista por convicción y por rencor, que deberá abandonar Madrid y su juventud esperanzada, el amor por Gloria, sumiéndose en una agitada experiencia vital, que encadena la angustiada huida de la persecución de la policía del régimen, la incorporación a un grupo de maquis (junto al Mancho, Arsenio, el Chaconero, Caralarga, Mancebo, el desgraciado niño Ginés y otros guerrilleros, obligados a la vida salvaje -vivimos como hombres primitivos- en las estribaciones de las sierras cordobesas) y la posterior resistencia anónima y secreta en la capital; como Cristina, hermana de Eloy y, a través de él, amiga de Gloria, obligada también a una arriesgada existencia de lucha y ocultación, de disimulo y clandestinidad, pese a que, sin tan fuertes convicciones ideológicas como sus hermanos, solo anhela una vida normal. Y está Alicia, taquillera de cine, otra amiga de Gloria, cuya triste deriva en aquellos atribulados días la conducirán a un taciturno ejercicio de la prostitución. Y Virgilio, el muy joven enlace de la resistencia que entrega misteriosos paquetes a Cristina para que esta los haga llegar, con la misma discreción e idéntico secretismo, a desconocidos presuntamente defensores -¿serán delatores?, ¿policías infiltrados?- de la causa antifranquista. Y el siniestro Revilla, que al frente de la Comisión Revisora de Viviendas y Muebles se apropia de joyas, muebles y obras de arte que nadie reclamaba

Y están también los personajes históricos, de mera referencia incidental -Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo-, o con una presencia episódica -Jacinto Benavente, Dionisio Ridruejo- o, como luego veremos, formando parte, con mayor entidad, en la propia historia que se nos narra: Heriberto Quiñones, agente soviético en España, torturado y ejecutado por el franquismo en 1942, Gabriel León Trilla, uno de los fundadores del primer partido comunista español, y Jesús Monzón, presidente de la Junta Suprema de Unión Nacional, que aglutinaba a partidos y movimientos de izquierda, asesinado el primero y depurado con grave riesgo de su vida el segundo por orden del propio PCE, con la aquiescencia, si no la orden directa, de Carrillo y la Pasionaria. 

Y entre todos ellos numerosos secundarios: estraperlistas, confidentes, chivatos, chaqueteros de toda laya que ocultan con angustia un pasado hoy sospechoso, represaliados, militantes clandestinos, campesinos que trafican con alimentos, falangistas, miembros de la Brigada Político Social, torturadores, ladrones de poca monta, aprovechados y oportunistas, propietarios de tabernas, bien asentadas mujeres de la burguesía, humildes dueñas de modestas pensiones, jóvenes modernas que agostan en trabajos mediocres sus juventudes frustradas, madamas resabiadas al frente de sórdidos burdeles y mujeres del pueblo en la indigencia, casi todos personajes tristes, temerosos, desesperanzados, sufrientes, callados por el miedo impreciso que se respira por doquier, enfermos, asustados, hambrientos, desesperados, pero en los que, pese a todo, florece una poderosa ansia de vida plena en aquel tiempo gris. 

Sus atinados retratos, se perfilan en un entorno social descrito también de un modo minucioso y magistral, con mucha atención a los detalles, fruto, como se ha dicho -aparte del oficio literario de Pisón-, de una muy evidente labor de documentación. De este modo, el lector “ve” el hambre de la época, la avitaminosis haciendo mella en los cuerpos enclenques, las dietas austeras, las cartillas de racionamiento; la pobreza que -en cuanto se abandona el núcleo central de la ciudad- campa por doquier, una atmósfera de insalubridad absoluta, personificada por unas gentes en la absoluta indigencia, desamparadas; la bienintencionada intervención del Auxilio Social, la institución de caridad del franquismo, dirigida entonces por la escritora, periodista y propagandista del régimen, Carmen de Icaza; el escenario urbano de un Madrid con ostensibles huellas de las muy recientes batallas, con las calles sumidas en una oscuridad siniestra. 

El autor se recrea con precisión en la descripción de los ambientes, el movimiento en las calles, las pensiones míseras, los cafés simultáneamente fríos y acogedores en aquel clima de desvalimiento generalizado, las tabernas miserables, los burdeles de un patetismo descorazonador, los portales de las casas y sus cancerberos, esos porteros casi todos informantes de la autoridad, los talleres en los que obreros ingenuamente convencidos del buen fin de su comprometida resistencia imprimen octavillas y pasquines contra el régimen poniendo en riesgo su libertad y su vida. También las iglesias, los lugares del poder, las cárceles, los sótanos inmundos de las comisarías. En cada paseo, en cada desplazamiento, en cada encuentro de los protagonistas, Martínez de Pisón menciona los nombres de las calles, de las plazas, de los barrios, en un exagerado afán -que alguna crítica ha denostado- de verosimilitud. Y están también los espacios de la vida, podríamos decir, de la esperanza, del futuro, como la ampliación del aeródromo en Barajas o las referencias al fútbol, con menciones al estadio Metropolitano. Y, sobre todo, el cine y la música. Los cines comparecen en numerosas ocasiones como lugar de distracción de los personajes, de modesta evasión de su miseria cotidiana, como espacio de conspiraciones y negocios clandestinos, como triste ámbito de desdichadas efusiones sexuales, como manifestación, también, de la opresión del régimen (Cuando acabó la sesión, el público, cumpliendo la ley, se puso de pie y mantuvo el brazo en alto hasta que sonó la última nota del Cara al sol) y la novela se puebla entonces de nombres de actores y actrices (Eleanor Powell, Robert Taylor, Wallace Beery), títulos de películas de estreno, nacionales y extranjeras (La golondrina cautiva, Melodía de Broadway 1938, Un corazón y una copa, Tarzán y su hijo, Inés de Castro). Otro tanto ocurre con la música, que salpica el texto aquí y allá, ofreciendo una convincente radiografía de los aspectos menos deprimentes de la época: las coplas de Quintero, León y Quiroga, canciones populares de aquellos años, Ojos verdes, El manisero, Al Uruguay, Che qué chica, Por una cabeza, el tango de Carlos Gardel, los cuplés de Celia Gámez, las músicas extranjeras de moda -In the mood, de Glenn Miller-, la canciones de la guerra, como Si me quieres escribir, entre otras muchas. 

E, igualmente, en las “escenas” que transcurren fuera de la capital -el Libro cuarto, que, en su mayor parte, desarrolla la peripecia de Eloy en el maquis se desenvuelve en parajes rurales- el entorno físico y “moral” está también muy convincentemente dibujado, con el miedo de los campesinos, su pobreza, en este caso algo más desahogada que la de los habitantes de la ciudad, a causa del muy presente estraperlo, la sombría presencia de la Guardia Civil, con sus amenazantes máuseres y sus lúgubres y gastados capotes, las escaramuzas bélicas, la soledad de los guerrilleros, su “animalidad” forzada. 

El último, pero no menor, elemento de interés en el libro, reside en el también muy acertado retrato de la época en lo que respecta a la batalla política. Martínez de Pisón muestra con claridad las dos grandes vertientes de esa lucha, aún viva aunque ahora muy desigual, entre los dos bandos enfrentados en la guerra. Por un lado, aparecen las manifestaciones más descarnadas de las implacables represalias del régimen: la corrupción de los funcionarios, el obsceno pillaje de las autoridades y los allegados al poder, que medran y se lucran gracias a su posición de privilegio; las condenas arbitrarias, las incautaciones descaradas; las atrocidades policiales (hay policías en todas partes. Desde que mataron a los dos falangistas de Cuatro Caminos, un suceso que está en la base del libro de Trapiello que a continuación comentaré); la omnipresencia de la temida Brigada Político-Social; el obsesivo control de la población; la censura; las delaciones; la prepotencia del falangismo chulesco; las ejecuciones y fusilamientos; la inoculación del miedo, del silencio, de la pasividad en la población mediante el terror constante. 

Pero, en el mismo sentido aunque desde el otro bando, Castillos de fuego no hurta al lector las facetas más controvertidas de la lucha antifranquista, la que albergó en su seno los heroicos comportamientos de quienes arriesgaban su vida, escondidos -unos en Madrid, otros en los montes-, ocultos, bajo identidades falsas, creyendo esperanzados en el derrumbe del régimen, y también la que permitió la mezquindad de los altos responsables políticos que, desde su cómodo exilio parisino o moscovita, no dudaban en exigir la depuración -el asesinato impune- de sus camaradas bajo la tenue o, a menudo, abiertamente falsa sospecha de desafección, desobediencia o, en una disparatada espiral paranoica, espionaje. 

Son muchos los episodios que recogen este siniestro dualismo, confiado y patético en su voluntarismo optimista en unos casos; cínico y criminal en su frío y aprovechado cálculo político en otros. Vemos a los militantes comunistas clandestinos trasmitiendo las ilusorias consignas sobre la inminente liberación de España cuando llegase la victoria aliada en la guerra mundial (la novela está cruzada por numerosos “apuntes” de la situación mundial, las acciones de Alemania, Francia, Inglaterra, el pacto Hitler-Stalin, la evolución de la guerra y su posible repercusión en España, el bombardeo japonés de Pearl Harbour, entre otros acontecimientos), propalando rumores en torno a la intervención de los Estados Unidos para acabar con Franco, inventando conspiraciones en el seno del régimen que acabarían por hacerlo caer, difundiendo -con el muy patente riesgo de ser descubiertos por la policía política e inmediatamente fusilados- propaganda revolucionaria, ejemplares mal impresos del Mundo Obrero traídos de Francia, folletos de un optimismo infantil que dibujaban un panorama de rebeldía en el que el Partido (nunca antes habíamos sido tan fuertes) desarrolla en el interior del país una actividad frenética -los comités locales, el Ejército Guerrillero, la organización de los trabajadores en las fábricas, la red de enlaces- capaz, por si sola, de desestabilizar la dictadura. Igualmente, y aquí los relatos sobresalen por su dureza, su crueldad, su hiriente iniquidad, se suceden -entre los combatientes en la clandestinidad- las sospechas, las conjeturas, los infundios, las delaciones, los chivatazos, la desconfianza, los prejuicios, las ignominiosas campañas de descrédito, las suspicacias amenazantes, como las de los mencionados Jesús Monzón o Gabriel Trilla, ambos acusados de burgueses y el segundo finalmente asesinado, también las incalificables ejecuciones sumarias del maquis. Y, en tantos casos, la arbitrariedad siniestra, la sinrazón, el odio, el instinto primario de muerte que impera entre los fascistas y entre sus oponentes. 

Este clima opresivo, en su vertiente social y en la política, está también muy presente en mi segunda propuesta de esta tarde, cuyo título, Madrid 1945, es inequívoco y permite situar el escenario geográfico y temporal en el que nos introduce su autor. Trapiello refleja en él la atmósfera moral de la época, con lo que resulta un documento de primer orden para ilustrar el retrato de los años que siguieron a la contienda, ofreciendo una visión de la época en todo coincidente -incluso algunos personajes y episodios se “repiten”- con la de Martínez de Pisón. Bajo esa explícita rúbrica el autor leonés presenta una nueva versión, corregida, aumentada y muy enriquecida en su aparato gráfico y documental, de otro libro suyo que vio la luz originariamente en el año 2001 y que se tituló entonces La noche de los cuatro caminos, en frase que se recoge ahora como subtítulo de la publicación actual, que presentó en septiembre de 2022 la editorial Destino. 

El origen del libro y su muy interesante trayectoria posterior tienen mucho de intriga detectivesca y muestran también, de manera muy significativa, algunos rasgos de la personalidad humana y literaria de su autor. Andrés Trapiello, habitual frecuentador de los puestos del Rastro -tiene un excelente libro dedicado al heterogéneo y populoso mercadillo madrileño- y de las casetas de la Cuesta de Moyano, encontró, una soleada mañana de la primavera de 1993, en el atiborrado zaquizamí de uno de los “históricos” libreros de viejo de la conocida cuesta, Alfonso Riudavets, fallecido hace ahora apenas un mes, el expediente de la Dirección General de Seguridad, en perfecto estado, de los once encausados por el asalto, el 25 de febrero de 1945, a un oscuro local de la Falange, una subdelegación sin especial relevancia ubicada en el barrio de Cuatro Caminos de la capital. En la acción, llevada a cabo por cinco militantes comunistas, miembros de la guerrilla del llano, fueron asesinadas dos personas, un falangista chusquero [Martín Mora] y un bedel cojo [David Lara]. Su entierro constituyó una muestra masiva de adhesión al Régimen, siendo la mayor manifestación política en la historia de Madrid, superando incluso a las multitudinarias del 14 de abril de 1931, el día de la proclamación de la República. Detenidos pocos días después, los organizadores y perpetradores del doble crimen fueron torturados, juzgados apresuradamente y, siete de ellos, ejecutados -seis fusilados y uno mediante el inicuo garrote vil- a finales del mes de abril de ese mismo año. El suceso, pasado el impacto inicial (la noticia ocupó portadas y un despliegue colosal en la prensa del régimen), no dejó una especial huella posterior ni en la propaganda oficial ni en la de la oposición clandestina (el Mundo Obrero, el órgano del Partido Comunista de España, que había ordenado el asalto, solo le dedicó cinco líneas y media, que Trapiello transcribe: El domingo, día 25 de febrero, el grupo n.º 17 de la Agrupación Guerrillera de Madrid, atacó y tomó por asalto el local de la Falange del distrito de Cuatro Caminos, ajusticiando en el interior del mismo al Secretario de la Falange del Distrito y a otro jerarca falangista. Cumplido su objetivo, nuestros guerrilleros se retiraron sin experimentar bajas; en la prosa funcionarial, fría e irreal, con la que, de un modo idealizado -y falso: ajusticiando, jerarca falangista-, se describen los hechos), “desapareció” de la historia -al menos de la más divulgada- de aquella funesta etapa, sin mención alguna en los “relatos” canónicos de los historiadores adscritos -de modo expreso o tácito- a cada uno de los dos bandos “guerracivilistas” (Durante muchos años, me parece, la historia de la guerra civil y de la posguerra ha sido escrita por gentes que no encontraban motivos para arrepentirse ni razones para olvidar). A Trapiello, sin embargo, la consulta del expediente le abrió un apasionante frente de reflexión, análisis e investigación. Fruto de ello, y tras un largo año de pesquisas (Poco a poco me fui adentrando en la vida de aquellos hombres. Al principio no sabía demasiadas cosas de ellos. Comencé a leer algunos libros, algunas historias del Pce [Trapiello utiliza siempre esta grafía para referirse al Partido Comunista de España] y documentos varios, biografías y memorias de gentes de la época), consultas de archivos y hemerotecas -Salamanca, Segovia, Ávila, Madrid-, cotejo de listines telefónicos y entrevistas con familiares de los implicados, publicó, primero, un somero reportaje para El País Semanal en otoño de 1999 (en el que se contaba la peripecia de aquellos guerrilleros, la conmoción social que supuso su asalto a la subdelegación-cuartel de Falange y la labor que desarrollaron en la clandestinidad impresora de su partido algunos pocos militantes comunistas) y, en 2001, el libro La noche de los Cuatro Caminos, que apareció en la editorial Aguilar en abril de ese mismo año y en el que se relataban los hechos en una recreación que, partiendo de la documentación entonces conocida (que incluía el largamente buscado y por fin hallado, sumario del Consejo de Guerra contra los acusados del doble crimen), incorporaba también una cierta dimensión novelesca (Es probable que los historiadores, desde su punto de vista, encuentren demasiado novelesco este libro, y los críticos de literatura, demasiado histórico, desde el suyo. A uno le gustaría hacer libros perfectos, pero tiene que contentarse con aspirar a escribirlos completos, perfectos e imperfectos. Porque los libros, como las criaturas, raramente son puros, sino bien al contrario, salen al gran teatro del mundo con muy diferentes y mezclados atavíos, casi siempre prestados, afirmaba Trapiello en el prólogo a aquella edición que, junto a uno nuevo, se recoge en la publicación que hoy os presento). 

Desde esa fecha y hasta ahora han tenido lugar cambios relevantes en la información relativa a los acontecimientos de los que daba cuenta el libro, singularmente la digitalización de la mayor parte de los archivos históricos y, en consecuencia, la más fácil accesibilidad a la documentación sobre los hechos (Nombres que eran inencontrables ahora se rastrean fácilmente, como señaló el autor en una entrevista reciente); la publicación de nuevos estudios académicos sobre aquellos sucesos; la apertura al “público en general” de los archivos del Partido Comunista de España, entre los que pueden encontrarse -y consultarse- los muy esclarecedores Informes de camaradas (algunos de los cuales se adjuntan en los anexos del libro); e incluso el acceso a sorprendentes informaciones sobre la participación de la Embajada de Estados Unidos en nuestro país, cuya diplomacia, a través de la Casa Americana, habría facilitado la sospechosa huida a México de algunos de los inculpados. Todo ello llevó a Trapiello a “reformular” su historia, atando cabos sueltos, profundizando en algunos aspectos de los hechos relatados y desarrollando el papel de algunos de los protagonistas a la luz de las nuevas investigaciones. Como escribe en el prólogo a esta edición de 2022: Los procesos nuevos y los Informes de camaradas me han obligado a reescribir en buena parte el libro y a añadirle unos cuantos capítulos e infinidad de «detalles exactos» todo a lo largo y ancho de él. Además, y siguiendo la senda abierta en algunos de sus libros más recientes -las últimas reediciones de Las armas y las letras, al que me referí hace unas semanas, el mencionado El Rastro o el muy vendido Madrid (que la editorial recupera ahora en un vistoso estuche que lo incluye junto a mi recomendación de esta tarde), el libro modifica, en cierto modo, su enfoque formal con la presencia de decenas de fotografías que permiten al lector trasladarse de manera muy convincente a aquellos escenarios, documentos varios (entre los que se cuentan informes de la Dirección General de Seguridad, expedientes judiciales, cuadernos de notas del autor, cartas), planos y guías de Madrid, imágenes, portadas de libros, periódicos y revistas, en un desbordante aparato gráfico que, junto a las pastas duras, la edición muy cuidada y la elegante cinta marcapáginas, contribuyen a hacer del libro un objeto muy bello, perfecto para el regalo. 

Madrid,1945 es muchos libros en uno. Es, en primer lugar, un documento sociológico, podríamos decir, sobre la miseria y la pobreza de la España posterior a la guerra civil; es, también, un documentado ejercicio de investigación histórica sobre nuestra posguerra que incluye interesantes apuntes sobre las derivaciones internacionales del conflicto nacional; constituye, además, una indagación libre y desprejuiciada, lúcida y honesta sobre las discutibles políticas del Partido Comunista y de sus dirigentes relativas a la organización de la lucha interna contra la férrea dictadura franquista; es, ya se ha dicho, una subyugante narración de espías y dobles juegos que implica al lector, ávido por conocer el desenlace de la trama; y es, por último, aunque solo en cierto modo (Para mí era muy importante no devaluar los hechos con los artificios de la ficción. Era importante que se supiese lo que pasó, no rebajar la credibilidad del relato ni un gramo, como ha declarado el propio autor), una novela -como lo son, igualmente, al margen de las siempre discutibles adscripciones genéricas, los muchos tomos de sus diarios, que llevan treinta años apareciendo bajo la rúbrica genérica de Salón de Pasos perdidos (Trapiello presenta estos días el vigésimo cuarto, Éramos otros)-, en la que las peripecias personales de los protagonistas, obedeciendo en su relato “externo” a hechos y situaciones contrastados, se tratan también en su dimensión interna: emociones, ilusiones, anhelos, dudas, esperanzas, también fanatismo, crueldad, paranoia… 

No hay tiempo ya, dadas las limitaciones de esta reseña, y queriendo hablaros, aún, de un tercer libro, para profundizar en todas estas vertientes de Madrid, 1945. Resaltaré, a vuela pluma, algunos de los elementos que más me han interesado. En primer lugar, la constatación del hecho de que el atentado no solo no contribuyó un ápice al desmoronamiento de la dictadura, sino que, bien al contrario, liquidó el movimiento guerrillero militarizado que aún subsistía, de modo ciertamente residual, en la España de esa inmediata posguerra, acabó con las esperanzas -que alimentaba de un modo quizá ingenuo el Partido Comunista- de que las fuerzas aliadas, inmersas en los últimos estertores de la Segunda Guerra mundial, aprovecharían la derrota de Hitler para intervenir en nuestro país, y, en definitiva, apuntaló al régimen, pues, a partir de ese momento ni una democracia dejó de reconocer al Gobierno de Franco, Francia incluida, como contrapeso de la URSS en la nueva guerra fría

Como corolario de esta interpretación, plantea Trapiello otra cuestión muy sustanciosa: ¿estuvo legitimado el maquis? ¿Fue moralmente acertado sacrificar a hombres mal pertrechados y sin posibilidad de ganar? ¿Lo fue asesinar a personas sin ninguna significación política? ¿Fue, como creen algunos, una lucha legítima pero desacertada, o como creen otros, necesaria y legítima, o, en fin, ni legítima ni acertada? El libro se acerca también a este controvertido asunto con una mirada crítica al, a su juicio, criminal proceder de la dirigencia del Partido (en aquellos días, y en la mayor parte de las tres décadas posteriores, no se hacía necesario, por obvio, añadir adjetivo alguno al término) enviando a inocentes idealistas a una muerte segura debido a no se sabe qué oscuras estrategias políticas. Sirva como muestra la transcripción de unos conocidos -aunque no demasiado divulgados- párrafos de la Carta abierta a la delegación del Comité Central escrita por Santiago Carrillo en aquellos días: hay que ejecutar a todos los magistrados que firmen una sentencia de muerte contra un patriota. Hay que pasar decididamente a la ejecución de los jefes de la Falange responsables de la ola de crímenes y terror. ¡Por cada patriota ejecutado deben pagar con su vida dos falangistas! Madrid, 1945 no ahorra las críticas furibundas sobre el hipócrita comportamiento de esos responsables políticos, ajenos, desde su exilio confortable y pagado por Moscú, al sufrimiento de sus “camaradas”; siendo especialmente crítico con Santiago Carrillo, con el que se entrevistó para la elaboración de su libro. Véase una de sus afirmaciones sobre el histórico dirigente, “salvado” en la Transición para la causa democrática: el pequeño Torquemada redactaba oscuros informes en Toulouse para un comité central que hacía también las veces de Santo Oficio, y con la esperanza de entrar en él y acaso en el Buró Político. Y así ocurrió

Muy reveladora es, también, la descripción de las interioridades de aquellos grupos de ingenuos combatientes “de a pie”, envueltos en una patética trama de intrigas, maquinaciones, chivatazos y delaciones, guiados por unos responsables tan ignorantes como ellos mismos del fin último de sus acciones. Trapiello no rehúye la mirada sarcástica -respetando y valorando la dignidad de muchos de aquellos hombres, desvalidos, de una pobreza inhumana, desgraciados viviendo en zahúrdas, carentes del dinero básico que sus jefes manejaban con holgura, seres inermes enviados al matadero por unos dirigentes a salvo, valientes de verdad, pese a no ser siempre capaces de resistir las terribles torturas a las que los sometía la policía franquista-, sobre unos episodios que, con frecuencia, estaban entre la picaresca y una película de humor negro. Indica Trapiello, en este mismo tono, que si no supiéramos la sangre que hizo correr, diríamos que todo era de juguete, la guerrilla, el agitprop, el partido. Juegos Reunidos Geyper made in Moscú. Y recoge también las declaraciones del profesor Joan Estruch, que alude a la infiltropatía y espionitis como síntomas de la enfermedad infantil del PCE en la clandestinidad al servicio de la paranoia, como puede apreciarse en este extenso pero revelador fragmento que, por su clarividencia, no me resisto a transcribir: Cualquiera, independientemente de su pasado, podía ser considerado sospechoso, y de sospechoso a culpable solo mediaba un débil margen que dependía de la decisión de los de “arriba” [...]. Paradójicamente, los que habían sido encarcelados por los franquistas o los nazis eran los más sospechosos, pues podían haber podido ceder a las torturas y haberse vendido al enemigo, riesgo del que, obviamente, estaban exentos los militantes que habían permanecido al margen de la lucha o los dirigentes que se habían exiliado en Sudamérica o la Urss. [...] Al establecer unos criterios ambiguos, que en última instancia dependían de la opinión de la dirección, nadie pudo ya sentirse seguro de su credibilidad, aunque estuviera avalada por largos años de lucha. Y, como en tiempos de la Inquisición, nadie podía protestar o criticar los métodos utilizados so pena de convertirse a su vez en sospechoso». «Los bulos e incluso las calumnias alrededor de muchos camaradas creaban un ambiente malsano, no solo se cribaba la paja, sino hasta el mejor grano... […] Conclusión: todos recelaban de todos y se espiaban, como en aquella organización subversiva compuesta únicamente de policías y de la que habló Chesterton. Igual aquí, el partido acabó viviendo prácticamente para descubrir al infiltrado, al provocador, al confidente, a la búsqueda perpetua del hombre que fue jueves, y viernes y sábado y.... El libro se abre aquí, de manera descarnada, a algunos hechos que ya aparecían en la novela de Pisón: las muertes, ordenadas por el Partido, de Gabriel León Trilla, al que dejaron desnudo en un lugar de citas homosexuales clandestinas para que la muerte se vinculara con un turbio affaire homoerótico, y otros sospechosos de espionaje o doble juego: estalinistas como Pasionaria, Carrillo, Monzón y la mayoría de los comunistas tienen al asesinato político entre camaradas por una de las bellas artes, afirma rotundo Trapiello. 

Hay que destacar también cómo el libro se detiene en los pormenores del procedimiento judicial al que se sometió a los acusados, una sucesión de iniciativas apresuradas, errores flagrantes y deliberadas injusticias, en un marco general en el que era habitual ver a la policía torturando a destajo, los jueces dispensando sentencias al por mayor y los pelotones de fusilamiento con el cañón de sus máuseres al rojo vivo, como de manera ecuánime y nada equidistante refleja Trapiello. Desde que detuvieron al último de todos ellos, Vitini, hasta que los ejecutaron, diecisiete días para la instrucción, la imputación judicial, la preparación de la defensa, el juicio, los recursos y su denegación. Diecisiete días. Expeditivos, se nos explica. Y también: Durante el juicio se equivocó todo el mundo de nombres, fechas, detalles, imputaciones; el fiscal, el abogado defensor, el vocal ponente. Una vergüenza de juicio. Más que un estreno, aquello parecía uno de los primeros ensayos. Daba un poco lo mismo, porque lo que allí había, sobre todo, aparte de acusados, era prisa por ventilar el asunto cuanto antes, y desde luego, nada de público ni de familiares, como en las audiencias públicas de los procesos ordinarios

Sumamente interesantes son, así mismo, las informaciones acerca de la enigmática participación de los Estados Unidos, a través de su Embajada en Madrid, en la resolución del asunto, en una sucesión de episodios rocambolescos aún por investigar en su totalidad: En unas semanas el Pce estaba incrustado en la Embajada americana, si acaso en la Embajada americana no estaba infiltrada también la policía franquista, sabiendo cuán contrarios eran los Estados Unidos al Gobierno de Franco. Y es que, al parecer, la diplomacia estadounidense habría alentado, dado cobijo, protegido y facilitado la huida de algunos de los sospechosos. En concreto, cuatro de los militantes comunistas detenidos escaparon de las supuestamente inexpugnables celdas de la Dirección General de Seguridad, en una negligencia policial inexplicable, para acabar en México envueltos en sospechas de espionaje, traición y doble juego. 

Pero, a mi juicio, y en relación con el leitmotiv que recorre esta serie de Todos los libros un libro sobre esos tristes, dramáticos y controvertidos hechos de nuestro pasado no tan lejano, la vertiente más interesante del libro es la que atañe al discutido y muy polémico asunto de la llamada “Memoria histórica” o “Memoria democrática” que Trapiello, con base en los hechos narrados -y en sus ingentes lecturas sobre el tema-, cuestiona de un modo categórico y, desde mi punto de vista, convincente. La memoria que se reivindica hoy día desde planteamientos políticos opuestos es, casi siempre, interesada y parcial, partidista, limitada y edulcorada para beneficio de las propias tesis, sesgada, obtusa y fanatizada, deudora de exigencias electorales o construida para la obtención de réditos políticos. ¿Puede reprochárseles a los familiares de militantes comunistas de base, represaliados, torturados y ejecutados por la dictadura militar (en los cuatro primeros años de paz, se había fusilado a casi tres mil personas; por no hablar de los ejecutados durante la guerra) que aspiren a una restitución de la dignidad de sus allegados? Pero, en el mismo sentido, ¿cabría oponerse a que los descendientes de aquellos a los que asesinaron esos mismos combatientes antifranquistas, a la vez víctimas y victimarios, puedan reivindicar su recuerdo ecuánime y su justo resarcimiento (Las bajas de la Guardia Civil en enfrentamientos con el maquis fueron casi doscientas cincuenta y otras cincuenta entre policías y soldados. En ese tiempo, las acciones guerrilleras llegaron a las diez mil entre asaltos, secuestros y sabotajes, a consecuencia de las cuales murieron abatidas en enfrentamientos o asesinadas casi mil personas y otras mil secuestradas, en su mayoría civiles, colaboradores del régimen, falangistas, caciques; por no hablar, reitero, de los ejecutados durante la guerra)? Andrés Trapiello se despacha a gusto contra una memoria -la que se defiende en las leyes de Zapatero y Sánchez- que solo recuerda a los damnificados de uno de los dos bandos. Así, afirma: El considerar a los guerrilleros soldados heroicos de un ejército sin Estado y al Régimen un Estado de torturadores envilecidos sin Derecho (y al revés: considerarse unos los salvadores de España y a sus enemigos la anti-España), tampoco ayuda a dilucidar la cuestión primordial. No puedo evitar la transcripción de un fragmento del libro muy revelador sobre este asunto: 

En 2022 el gobierno de España, una coalición de socialistas y comunistas, apoyados por los nacionalistas vascos, golpistas catalanes y antiguos terroristas de Eta [de nuevo comparece la particular grafía del autor], aprobó una Ley de Memoria Democrática, que en su artículo tercero considera víctimas «a las personas que participaron en la guerrilla antifranquista, así como quienes les prestaron apoyo activo como colaboradores, en defensa de la República o por su resistencia al régimen franquista en pro de la recuperación de la democracia». Queda por determinar si la guerrilla antifranquista en general y la madrileña en particular, protagonista de los hechos que se narran en este libro, luchó en pro de la recuperación de la democracia […], en cuyo caso habría que aceptar que las muertes de Mora y Lara fueron igualmente en pro de la recuperación democrática, y por tanto, muertes justas, o si, por el contrario, Mora y Lara fueron únicamente víctimas del terrorismo comunista, en cuyo caso habría que considerar a esos guerrilleros no solo víctimas del franquismo sino también victimarios, excluyéndolos de los beneficios que a ellos o a sus familiares les reconoce esa Ley. Y de un modo aún más rotundo: Se pide con razón responsabilidades al régimen que torturó, encarceló y asesinó, pero menos al partido que ordenó el asesinato de personas inocentes e indefensas y difundió mentiras para justificar sus políticas suicidas. 

Sirvan como ejemplo de las muchas aristas que muestra esta muy disputada cuestión -y que exigen, por tanto, ponderación y análisis sosegados frente a los consabidos lemas vacuos e insulsos lugares comunes apriorísticos- los testimonios de dos destacados representantes de cada una de las fuerzas enfrentadas, Jorge Semprún, conspicuo miembro del Partido Comunista, que llegaría a ser Ministro de Cultura en un gobierno de Felipe González, y José María Pemán, monárquico confeso, franquista notorio, intelectual del Régimen, promotor de las expresiones “Cruzada” y “Movimiento Nacional”, que hicieron fortuna en la dictadura. Escribe Semprún: Te asombra una vez más comprobar qué selectiva es la memoria de los comunistas. Se acuerdan de ciertas cosas y otras las olvidan. Otras las expulsan de su memoria. La memoria comunista es, en realidad, una desmemoria, no consiste en recordar el pasado, sino en censurar. La memoria de los dirigentes comunistas funciona pragmáticamente, de acuerdo con los intereses y los objetivos políticos del momento. No es una memoria histórica, testimonial, es una memoria ideológica. Y decía Pemán: Mi general... creo que se ha matado y se está matando todavía por los nacionales demasiada gente... En la España republicana se mataba por iniciativas personales, en la forma salvaje llamada el paseo. En el bando nacional intervenían casi siempre los Tribunales Militares. Un tribunal militar tiene que hacer justicia, pero al mismo tiempo tiene que fabricar ejemplaridad. Y apostilla Trapiello: si en los tribunales populares de justicia republicanos ni justicia ni populares, en los del bando nacional ni ejemplaridad ni justicia

Piedad, perdón, compasión, situarse siempre del lado de los débiles, de los pobres, de las víctimas, de los desamparados frente a la barbarie del fanatismo, he ahí el mensaje último de este imprescindible Madrid, 1945, de Andrés Trapiello, en tesis que subraya el propio autor en una entrevista reciente: Yo no tomo partido por unos u otros sino por la compasión y la piedad por todos, por haber estado metidos en una maquinaria destructiva

Ya sin tiempo para nada más que una leve referencia, dejo aquí dos palabras sobre mi tercera propuesta de esta tarde, Diario de posguerra en Madrid 1943, la primera entrega -aunque no desde el punto de vista cronológico- de los diarios de Rafael Cansinos Assens, que está empezando a publicar ARCA, la Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens, gestionada por los herederos del escritor, en particular su hijo, Rafael Manuel Cansinos Galán. 

Cansinos Assens, sevillano de origen y madrileño de adopción desde muy joven -en un cierto paralelismo con Chaves Nogales, algo menor que él y de quien fue contemporáneo-, fue un destacadísimo intelectual español de la primera mitad del siglo pasado. Ensayista, poeta, novelista, crítico literario, periodista, políglota -escribió en inglés, francés, árabe, alemán-, traductor del Corán, de Dostoievsky, de Balzac, de Goethe (del esfuerzo que le supone la traslación al español de la biografía de este último, da cuenta en el libro), autor de una ingente obra literaria y, en anécdota bien sabida, objeto de la admiración de Borges: Yo he conocido a muchos hombres de talento, pero hombres de genio, no sé, hay dos que yo mencionaría: uno, un nombre quizá desconocido aquí, el pintor y místico argentino Alejandro Xul-Solar, y el otro, ciertamente, Rafael Cansinos Assens. A este respecto, ARCA selecciona, en un trabajo de valor inestimable, media docena de archivos sonoros y visuales del maestro argentino -programas de televisión, conferencias, entrevistas- en los que Borges se refiere de manera encomiástica al español y que pueden encontrarse en la web de la Fundación. 

Cansinos fue víctima por igual de la irracionalidad de ambos bandos -durante la guerra fue sospechoso de quintacolumnista y de desafecto a la República, estando, por tanto, en la diana del terror rojo; mientras que tras la victoria rebelde, su condición de judío (Cansinos Assens participó activamente y fue el principal cronista de la creación de la primera comunidad israelita madrileña desde los tiempos de la expulsión, como recuerda su hijo) le valió un Expediente de Depuración, la declaración de “inválido” para ejercer la profesión de periodista, la censura de sus obras, la retirada de su nombre de las traducciones para la editorial Aguilar y su práctica desaparición de la vida cultural durante el franquismo, dejando incluso de publicar, salvo algunas contadas excepciones de índole académica -libros sobre el Corán o el judaísmo, traducciones-, hasta su muerte en 1964. 

En ese tiempo, sin embargo, Cansinos siguió escribiendo miles de páginas de diarios o memorias íntimas. Antes, y siempre con ese enfoque diarístico, había recogido sus reflexiones, comentarios, notas y observaciones en La novela de un literato, que, con un marco temporal que va desde su primera juventud a principios del siglo XX hasta el mismo día del golpe militar de Franco, solo se publicaría de manera póstuma (los intentos de la editorial Aguilar por darla antes a la luz chocaron con la censura del régimen), primero en 1981, en Alianza Editorial, y luego en sucesivas reediciones posteriores, la última de las cuales, también de la Fundación ARCA, es de 2022. Pero existían, además, textos de esa naturaleza de dietario personal y del todo inéditos escritos entre ese 18 de julio de 1936 y 1946. El heredero del escritor se ha propuesto, con encomiable entusiasmo, la tarea de ofrecer a los lectores esa descomunal obra, empezando por este Diario de posguerra en Madrid 1943 que aquí os comento. A la razón por la que se inicia la publicación en 1943 se refiere el editor en sus notas al libro: Me hubiera gustado editar estos diarios manteniendo el orden cronológico de escritura para seguir al escritor y su mundo desde los inicios de la guerra en Madrid hasta llegar al año 1946 en que cesa su actividad como diarista. […] Sin embargo, me parece más urgente empezar a dar a conocer cuanto antes esa obra aunque no sea de forma ordenada. El orden de publicación de los diarios de esos once años que van del 36 al 46, inclusive, va a depender de la facilidad de edición. Empezamos por 1943 porque es el primero que está escrito íntegramente en castellano. Los anteriores años están redactados, en partes, en inglés, alemán, francés y algunos fragmentos en árabe aljamiado, ya que el diario le servía, además de para recordar su vida, para mantener vivo el estudio y la práctica de los idiomas que manejaba con más frecuencia. El libro, que incluye una presentación inicial y unos Apuntes para una biografía finales a cargo de Cansinos Galán, una descripción del manuscrito original, una sección de Dramatis personae y unas someras notas biográficas de la multitud de personajes que aparecen en el texto, imprescindibles ambas para ubicarse en las referencias que de ellos hace el autor, también un exhaustivo índice onomástico y una veintena de páginas de muy reveladoras fotografías, interesa sobre todo -en un resumen necesariamente apresurado- por dos aspectos sustanciales: el retrato descarnado, inmisericorde, desolador, de la tristísima vida del propio autor, que induce la compasión del lector; y el reflejo, sutil, muy leve, descrito en voz baja, sin demasiado énfasis, como en sordina, de la realidad “externa” de ese Madrid -y de esa España- mustios, apagados, grises, desesperanzados, taciturnos y terribles de la posguerra. 

La imagen que de sí mismo ofrece el escritor en las páginas de este diario es patética y conmueve por su desolación. Pese a tener poco más de sesenta años (cierto que de los de hace ocho décadas), él mismo se percibe como un viejo -término que se inflige sin recato: Me despierto en la mañana, aún temblando de una congoja del sueño y murmurando inconscientemente: ‘¡Un año más, Dios mío! Un viejo ya… el tiempo me empuja… y voy a ahogarme en el gran río… ya sin remedio… ¿Y qué hacer ya?’- que da cuenta de una existencia rodeada de fracaso, de ansiedad, de angustia, de soledad y resignación, de pena por doquier. Tanto en su vertiente social: las siniestras tertulias de literatos en El Frisel, El Gato Negro y El Cocodrilo, pobladas de gentes mezquinas, un elenco de individuos mediocres, preocupados por triviales asuntos mundanos, por la publicación de una obra, la repercusión de un artículo, los emolumentos de una colaboración, siempre el dinero -o su falta y su necesidad- en el centro de las conversaciones; como en la íntima y personal. En este más reducido ámbito, el panorama que se nos muestra es lastimoso: Cansinos comparte con su hermana Pilar el segundo piso de un edificio propiedad de la familia en el “lado este” del Retiro, una vivienda de 170 metros cuadrados (la situación económica de los Cansinos era desahogada, por mor de una herencia recibida de una prima, aunque muy venida a menos) y con su otra hermana, la adusta e hipocondríaca Maripepa, soportando su quejumbrosa existencia en una planta superior (todos ya viejos en la casa vieja, abandonada, que se deshace a pedazos como nuestras vidas). Además, mantiene una extraña, aburrida y algo perturbadora relación con Josefina -¿compañera sentimental?, ¿novia?, ¿amante?, ¿pareja?-, con la que a duras penas intercambia unos escasos besos a lo largo del año, sin ser capaz de dormir en su casa o de que ella lo haga en la suya, en un insólito vínculo en el que se muestran la soledad, las inhibiciones, los anhelos truncados (Salgo a la calle en busca de emociones, confesará), la frustración de una época, también el desamparo de un hombre que observa, se extasía o contempla en la distancia -de modo inocente y sin sombra de acoso- a cuanta mujer hermosa exalta sus sentimientos y alienta sus esperanzas de una imposible felicidad (¡Qué ilusión!, exclamará tras captar al paso la mirada fugaz de una muchacha, ¡Qué felicidad, por solo eso! ¡Y qué tristeza después!). En 1946, fallecerá Josefina y en 1949, su hermana Pilar, acrecentando la soledad del escritor, que acabará por casarse, años después, con una mujer, Braulia Galán, que entró a trabajar en el servicio de su casa y que sería la madre -en 1958, con Cansinos al borde de los ochenta años- de este Rafael Cansinos Galán que dirige en la actualidad la Fundación ARCA. El diario revela los encuentros callejeros y las conversaciones en los cafés con una pléyade de personajes -sablistas, escritores sin futuro, esfinges narcisistas, artistas, jóvenes poetas, guionistas de cine y autores teatrales ensoberbecidos por egos desmesurados, falangistas, fantoches varios enredados en turbios asuntos sentimentales, dobles vidas, amantes, adulterios- casi todos fracasados, aunque algunos hay también con una notable repercusión pública y un indudable éxito social, como Manuel Machado, Enrique Jardiel Poncela o Gregorio Marañón, entre las muchas decenas de nombres que recoge el desbordante índice onomástico final del libro. 

Pero es el segundo “dominio” de los diarios, el que tiene que ver con el escenario urbano de aquel Madrid depauperado y sufriente, el que resulta más interesante y el que mejor “encaja” con el propósito último de esta serie directa o indirectamente “guerracivilista” de Todos los libros un libro. Aquí, en la recreación, en segundo plano, de la atmósfera de la época, es donde el relato de Cansinos se cruza -y en gran parte coincide- con los de Pisón y Trapiello en sus obras antes reseñadas. Y así, hay en las anotaciones del escritor un eco -tenue, pero perceptible- del fragor de la guerra resonando aún en las conciencias y en el existir de las gentes. Hay rastros notorios del hambre, la escasez, el estraperlo, la miseria, la suciedad, las familias arruinadas, la enfermedad (noto por las calles una rara frecuencia de personas que llevan un ojo -uno solo- tapado […] ¿Alguna endemia de postguerra? ¿Falta de alguna vitamina?). Y están los cines helados, la Gran Vía, pese a todo rutilante, las muchas viudas, el silencio y los secretos, los oficios de subsistencia, las calles surcadas por cuerdas de enfermos a los que se traslada al hospital, las de presos camino de las cárceles, las vacas a las que se lleva al matadero, los rastros de los obuses en los muros, los niños que juegan en lo que fueron trincheras, las redadas de “invertidos”, Y, de pronto, un ligero pañuelo de seda, que irrumpe inopinado en esa fealdad generalizada, introduce una efímera nota de belleza (¡Qué cosas tan finas en esta época tan bárbara!). 

Y se percibe la represión política, el énfasis en la “Cruzada”, el “Imperio”, la “Victoria”, la propaganda hiperbólica de las consignas, las banderas, los desfiles, la censura, los bulos, la ominosa presencia de “la autoridad”, las noticias sobre las torturas en las comisarías, los sótanos de la Dirección General de Seguridad (donde hay tantos desgraciados aguardando la muerte), las sospechas sobre el pasado “rojo” de cualquiera, los interesados titulares sobre la guerra mundial en la prensa del régimen (Destacamento de caballería rojo pulverizado), el rastro del espionaje, los “flechas” falangistas en las calles, armados (La ciudad está llena de boinas rojas. Mozangones celtíberos, cetrinos y peludos, en uniformes de hitlerianos rubios, desfilan dejando ver en piernas y muslos una cresta de negro vello hirsuto que escandaliza a las beatas y, desde luego, a los curas), los excarcelados que dejan atrás sus condenas, las exposiciones a mayor gloria del régimen (visitamos la exposición anticomunista), las detenciones, la depuración de monumentos, la insidiosa red de jefes de casa, de calle, de distrito, que vigilar y delatan a vecinos poco afectos a la causa franquista, los “caballeros mutilados”, la alarma social permanente, el miedo, el frío, el terrible frío (Estampa de estos tiempos. Un confuso grupo de gente en la calle Encomienda… De él destaca un jovencito con uniforme de Falange Española, que se quita la correa y empieza a repartir correazos a diestro y siniestro. Tenemos que apartarnos para que no nos alcance. Nadie sabe qué pasa. Pero todos huyen), el miedo, el omnipresente miedo. 

En fin, tres libros excepcionales, tres aproximaciones, diferentes pero con muchos puntos en común, a la sórdida España de aquellos años miserables. No hay tiempo para un texto. Os dejo ya con uno de los muchos temas musicales que suenan en Castillos de fuego. Se trata de Rocío, una conocida creación de Quintero, León y Quiroga, el trío de maestros de la copla tradicional española. Interpretada por Imperio Argentina, la canción nos transporta, como lo hacen de manera magistral las tres obras que hoy os he recomendado, a aquellos días.

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Ignacio Martínez de Pisón. Castillos de fuego

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