Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 3 de mayo de 2023

ÁLVARO POMBO. SANTANDER, 1936
  
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os ofrece, un miércoles más, una nueva muestra de recomendaciones de lectura, que escojo siempre con criterios de calidad e interés, obviamente subjetivos, aunque haya en mí un notorio propósito de objetividad. La presente emisión es la cuarta de la serie que, desde hace unas semanas, estamos dedicando a, por sintetizar, la guerra civil española, con libros con los que he querido recorrer un arco temporal de unas tres décadas que tienen en la lucha armada del trienio 36-39 su centro sustancial. Delimitados por 14 de abril, que transcurre en esa fecha del año 1931, en que se proclamó la Segunda República, y El peón, cuyo motivo argumental gira en torno a la partida de ajedrez entre Arturo Pomar y Bobby Fischer, que tuvo lugar el 10 de febrero de 1962, dos muy recomendables obras de Paco Cerdà que protagonizaron la primera entrega del ciclo, el resto de libros que os he presentado hasta ahora, A sangre y fuego, el ya clásico texto de Manuel Chaves Nogales, y Los Nadie de la Guerra de España, el singular estudio histórico de Francisco Jorge Leira Castiñeira, transcurrían en su integridad en las sangrientas jornadas y revivían los trágicos episodios de la brutal contienda fratricida. 

Así ocurre también con mi propuesta de esta tarde, una novela, Santander, 1936, escrita por Álvaro Pombo y aparecida en este mismo 2023 en la editorial Anagrama. Pero si en las dos referencias anteriores las compasivas miradas del periodista andaluz y el investigador gallego se detenían en los individuos anónimos, las gentes del pueblo, los “nadie”, los olvidados de la Historia, en la magnífica -un adjetivo aplicable también a la mayor parte de su obra, que he leído con asiduidad, aunque nunca ha aparecido en el espacio- novela de Pombo el protagonismo recae, por el contrario, en un personaje de otro ámbito y otro orden social, llamado también Álvaro Pombo, tío del escritor; un muy joven señorito de la clase acomodada santanderina, afiliado a la Falange, a cuyo través el escritor retrata el ser y el sentir de la alta burguesía local en los años postreros de la República y los primeros momentos de la guerra posterior. El miércoles que viene cerraré el extenso ciclo con tres nuevos títulos que se “mueven”, de nuevo, en los años de esa muy cruda y gris posguerra, aunque, entonces, desde planteamientos literarios diversos, con otra novela, un ensayo y un diario. 

El Álvaro Pombo -Alvarín- que protagoniza el libro es un muchacho de apenas dieciocho años en 1936 que, dos años antes, en plena efervescencia adolescente y subyugado por el mensaje falangista de compromiso y acción, de seriedad y nobleza, de revolución y reconstrucción colectivas se afilia al movimiento “joseantoniano” a sabiendas de que, en la agitada situación de esos días, su opción -moral, intelectual, ideológica, política y personal- puede abocarle a un destino funesto. La novela nos muestra la vida del chico en su entorno familiar a lo largo de ese año -con calas en los anteriores-, un acontecer pautado -en su dimensión “externa”- por el levantamiento franquista del 18 de julio; por el sorprendente fracaso inicial de la rebelión en una región tradicionalmente católica y conservadora; por el implacable gobierno republicano de la capital; por los disturbios y enfrentamientos constantes entre miembros de la Falange y de los partidos del Frente Popular; por la represión, las detenciones (miles solo en agosto de 1936) y los asesinatos de enemigos políticos; por los crueles bombardeos del 27 de diciembre, en los que la aviación franquista castigó de modo inclemente a la población civil, causando sesenta y siete víctimas inocentes; por la represalia posterior de los milicianos izquierdistas que fusilaron sin piedad a centenar y medio de falangistas que llevaban meses recluidos en el Alfonso Pérez, el barco -cuya fotografía ocupa la portada del libro- que había sido habilitado como prisión y en el que malvivían hacinados; por la llegada de las tropas franquistas y la ocupación de Santander por las brigadas navarras e italianas el 26 de agosto de 1937. La vida de Alvarín se verá afectada por todos esos acontecimientos, sin que yo quiera desvelar aquí los detalles de su desenlace, por otro lado, previsible y anticipado sin ambages por la mayor parte de la crítica. 

Pese al indudable vínculo de los hechos narrados con la propia trayectoria familiar del autor, estamos ante una novela, como resalta categóricamente Pombo en el epílogo a su libro: Deseo subrayar aquí que Santander, 1936, que es una novela, que es ficción, a la vez contiene un gran número de elementos y personajes reales que forman parte de la guerra civil en Santander, como mi propio tío Álvaro Pombo Caller o mi abuelo Cayo. Aunque la base histórica del relato es, sin embargo, inequívocamente cierta y documentada, como también se menciona en el citado colofón: No hubiera sido posible escribir esta novela sin la ingente colaboración de Mario Crespo López: unos cuatrocientos folios que proceden de la hemeroteca de El Diario Montañés y demás material histórico. La generosa ayuda de Mario Crespo ha sido, pues, indispensable. Sin el realismo documental de un historiador como Mario, esta novela se habría quedado en nada

Santander, 1936 interesa -verbo demasiado “frío” y discreto; el libro me ha entusiasmado- por varios motivos principales. En primer lugar, por el mero poder de la narración. Pombo es un escritor formidable, dueño de un talento y unos recursos literarios descomunales. A sus logros en esta ámbito -al fuerte poder magnético del relato- contribuyen una base narrativa más o menos convencional; una trama lineal que avanza en un recorrido cronológico con bien trabados excursos; la profundidad en la construcción psicológica de los personajes; la precisión con que se recrea el marco “ambiental”, el reconocible escenario social en que se desenvuelven los protagonistas; la presencia -habitual en las novelas del santanderino- del “pensamiento”, de hondas reflexiones filosóficas y disquisiciones teológicas; y también, y de manera muy notoria, el juego -que se intensifica en la segunda mitad del libro- que supone la “intromisión” de la voz narradora, que habla desde el presente, en el relato del pasado, interpelando abiertamente -a veces solo aludiéndole de un modo implícito- al lector, como puede apreciarse en algunos ejemplos que aquí incluyo: 

El narrador está seguro de que sus distinguidos lectores se habrán escandalizado ya de sobra 

Alvarín, en aquel entonces, no llegó, ni siquiera remotamente, a pensar en la palabra equidistancia 

Si por un momento pudiéramos ver a esos dos jóvenes, Wences y Alvarín, desde fuera, desde arriba, desde todos sus lados a la vez, si fuera posible verlos como absolutamente son y no han llegado a ser aún, ¿qué veríamos? 

Esta opción del autor, simultáneamente cercana y distante, en el modo de dar cuenta de la vida de sus criaturas -cercana porque es la mirada “personalizada” del escritor la que las examina como a la luz de un microscopio, adentrándose, como si dijéramos, en su mente y dando cuenta de ellas al lector; distante porque los sobrevuela, los objetiva, los sitúa como objetos de investigación-, se ve acentuada por la incorporación de citas o referencias librescas, que, de nuevo, parecen obedecer a un intento de compensar lo que de subjetivo tienen las experiencias vividas por los personajes con la firmeza “real”, documentada, incontrovertible, de los hechos demostrados: En su inmenso estudio biográfico, Ian Gibson sugiere…; En Una ciudad bajo las bombas dice José Manuel Puente Fernández…; Cuenta Ramón Bustamante Quijano en su libro A bordo del «Alfonso Pérez»…; Dice un filósofo contemporáneo, Patricio Peñalver, comentando Ser y tiempo, de Heidegger… Estamos, como puede colegirse, ante algunas manifestaciones -leves aunque significativas- de lo que se ha dado en llamar autoficción, la presencia en la novela de la realidad del autor, que se inmiscuye en el relato que narra. 

Del mismo modo, el libro está así trufado de párrafos en cursiva, pues son abundantes las transcripciones literales -largas en ocasiones y muy bien elegidas siempre- de discursos, sobre todo de Azaña y José Antonio Primo de Rivera, de personajes reales de la vida pública, de versos de Lorca, de correspondencia entre Álvaro y su madre, de algunas cartas con su padre (desconozco si, en estos casos, las cartas son inventadas o resultan ser también transcripciones de misivas auténticas de sus parientes, conservadas desde entonces y recuperadas y adaptadas para la novela; yo apostaría por la primera opción). Hay, escondida entre las páginas del libro, una reflexión que, a mi juicio, alude de manera significativa a esta visión, a la vez interior y externa, íntima y omnisciente, del narrador: Un buen relato, por muy de ficción que sea, vivifica la vida que vivimos a diario, como si de pronto fuéramos capaces de sobrevolarnos y sobrentendernos y entendernos de sobra, como si nos protegiese de pronto la luz de una inmensa sabiduría, por inimaginable e inverosímil que este concepto sea

El segundo gran foco de atracción del libro es, sin duda, y de cara al tema que nos ocupa en estas semanas, el de la “fotografía” de ese Santander y esa España convulsos de los tremendos días de 1936. Comparecen, pues, desde este punto de vista, los personajes y los acontecimientos históricos, de existencia real, contrastada, los agitados días previos al inicio de la guerra y, sobre todo, los muy revueltos, excitados y estremecedores de los primeros meses tras el alzamiento fascista. Todo ello, además, presentado desde una óptica y una posición no demasiado convencionales ni representadas habitualmente en otras obras literarias, cinematográficas o artísticas: la perspectiva de un chico inocente, bienintencionado, razonable, nada sectario, que abraza la causa falangista con nobleza y buena fe, un chaval que no tenía nada de cobarde, que solo era meditabundo, reflexivo y, sin saberlo él mismo, valiente de corazón, en un enfoque opuesto al más consabido de los relatos “canónicos” sobre la guerra civil. En este sentido, la novela de Pombo constituye, como ocurre también con el resto de las propuestas de esta serie de nuestro espacio, una muy esclarecedora lección de Historia, de un fragmento, muy específico y local, aunque con valor universal, de nuestro pasado. Conocemos, de este modo, el clima previo al desencadenamiento de la guerra: el progresivo distanciamiento entre familiares, entre amigos y conocidos, a causa de la adscripción ideológica (tú y yo no vamos a romper las amistades por puñeterías políticas, suplicará Álvaro, de modo ingenuo y estéril, a Tote, su amigo de infancia); la en principio tímida y pronto notoria división en bandos (el ambiente, la circunstancia política, la exterioridad, la intemperie [establecían] círculos cerrados en torno a cada uno de ellos, círculos que era imposible traspasar, desbaratar); la cada vez más frecuente presencia de grupos de muchachos falangistas y de las juventudes de izquierda, paseándose, chulescos, con sus pistolas en la cintura; las trincheras, aún no “físicas” sino ideológicas, abriéndose en la prensa, entre individuos particulares, en los partidos políticos, incapaces de conllevarse, unos y otros, de conciliar sus posturas enfrentadas, pese a que casi nada, salvo las muy romas anteojeras políticas, los separan (no obstante la toma de partido que cada uno de los dos había hecho, derechas, izquierdas, lo cierto es que no había entre los dos abismo alguno); la creciente intransigencia, el fanatismo larvado de quienes defienden ideas opuestas (Ahora no es como antes: no estamos ya libres de asociarnos con quien nos cae naturalmente bien. No estamos libres de amar o desamar a unos o a otros. Esto es una lucha final. Desapareceremos y nuestros afectos se borrarán con nosotros. O ganamos o nos ganáis. Y hay que tomar partido); la división de la sociedad en dos grandes bloques: la burguesía frente al proletariado, los dueños de los medios de producción frente a los trabajadores, las clases populares frente a las adineradas, los revolucionarios frente a los fascistas; a la vez, la existencia de amplios estratos sociales que viven al margen de la confrontación, que rechazan la intolerancia, la agresividad, el odio y el rencor (Quieren saber si estamos con ellos o contra ellos, nada más. Tenemos que elegir bando, y quienes, como yo, o como tú mismo, elegimos los dos bandos a la vez nos llevaremos todas las bofetadas, gane quien gane); los locales que frecuentan los elementos destacados de cada facción y que ejemplifican el clima de discordia y la hostilidad -La Austriaca de los conservadores y La Zanguina republicana-; los rumores de golpe de estado (Hay rumores de un alzamiento nacional en todas las casas santanderinas. Y hay rumores de sublevación fascista en todos los barrios populares de Santander); las primeras muestras de confrontación violenta, altercados, puñetazos, palizas (Lo que está pasando en Santander, ahí afuera, ahí abajo en la calle, no es muy tranquilizador que digamos […]. Viene a ser como un recorte, una imitación de lo que está pasando en España, en Madrid, que nadie tolera a nadie que no sea de su cuerda porque todos tenemos toda la razón, unos contra otros. Santander es una imitación borrosa de España, una provincia borrosa, la mejor provincia de todas las provincias…); el abandono de la normalidad, del orden y la convivencia pacífica (Y es curioso que, dentro de todas estas comodidades nuestras, este bienestar con que vivimos, nuestra vida provinciana, burguesa, transitable, ahora se vuelve intransitable. Las calles se han vuelto peligrosas y las casas también. Hay registros y sacas cada día…); y, por fin, la guerra abierta y la violencia explícita (Y el caso es que en Santander aquellos años y entrado ya el 36, se había pasado definitivamente del jaleo y el alboroto al tiroteo. Ya se acabó el alboroto y ahora empieza el tiroteo, como en la canción de García Lorca), las represalias feroces, la venganza y la rendición de cuentas, las detenciones, los paseos, los fusilamientos, los asesinatos impunes (La situación es intimidante. No es que se opongan dos ideologías, dos posiciones políticas, es que se encuentran en manos irresponsables, violentamente irresponsables. Cabe esperar, de sus guardias, cualquier cosa. Cabe esperar cualquier caprichosa liberación y, al revés, cualquier caprichoso asesinato). 

Y en medio de ese odio ciego, sometidos por igual a la salvaje irracionalidad de unos y otros extremos, las gentes honradas, quienes viven y quieren seguir viviendo en paz al margen de los fanatismos ideologizados de cualquier signo, los que el azar o el destino, la familia o los genes, la geografía o las eventualidades de la trayectoria vital han situado en un bloque que no representa sus auténticas convicciones (Imagina por un momento que, en lugar de ser un señorito guapo que viene con estudios en Francia y que juega muy bien al tenis y boxea con mucha elegancia, hubiera sido uno más de los muchos chavales santanderinos rapados al cero para librarse de los piojos y de las liendres. Si hubiera sido un chico de la calle tendrías ahora a un chaval de izquierdas que odiaría a las derechas), también los tibios, los indiferentes, los no significados políticamente (.Los rojos santanderinos le detuvieron por considerarle nacional. Y añadía Wences [un amigo de Álvaro, con un destacado protagonismo en el último tercio del libro], sonriente: –Y me temo que, si algún día entran los nacionales en Santander, me detendrán por rojo. Nadie ha sabido nunca a qué carta quedarse conmigo, y, la verdad, tampoco yo sé a qué carta quedarme conmigo mismo a veces), víctimas inocentes de las atrocidades de uno y otro bando: Y ahora van a matarnos a nosotros y, sobre todo, a ti, Álvaro. A ti más que a nadie, por falangista. Igual que los falangistas han matado a Federico. A ti más que a nadie, por señorito. Lorca también era un señorito. Esta guerra también es una guerra de clases. No solo de lados políticos, también de clases, de venganzas y de rencores

Frente a este panorama de sinrazón y barbarie Santander, 1936 opone, en lo que resulta una evidente opción ideológica del autor, una apuesta por la racionalidad y la ilustración, por la sensatez, la cultura y el pensamiento. Con la ya anotada y habitual capacidad discursiva del Álvaro Pombo filósofo, en el libro se sostienen -en boca de los personajes, en particular el de don Cayo Pombo, padre de Alvarín, y el del maestro Wences, amigo del chico- tesis a favor de las vertientes más nobles e íntegras de las ideas republicanas, lo que podríamos llamar el republicanismo ilustrado -que en el libro encarna la figura de Azaña, de presencia notable en tanto referente para los Pombo, padre e hijo- y su influencia depuradora, purificadora, equilibrante, su noble pretensión de abrir España de par en par, su para muchos ilusionante ideal, su impulso integrador, su decidida voluntad de hacer revivir, de entre las cenizas de la oscura monarquía hereditaria borbónica y el funesto influjo de la Iglesia católica, intrusiva, adoctrinante, omnipresente, los valores democráticos, “modernos”, igualitarios y liberadores, que representan un cambio de usos y costumbres en la política española. El Pombo escritor de 2023 parece reivindicar -de manera ostensible- mediante sus criaturas lo que en ese tiempo constituía la aspiración a una nueva legitimidad republicana, que no dependía de la subjetividad ni del encanto de las figuras dominantes, sino de su racionalidad y buen sentido, y que pretendía introducir en nuestro país, de una vez y para siempre, la soberanía popular, las instituciones representativas, el debate parlamentario, las Cortes, el imperio de la Ley, el sufragio universal, la cultura y la razón, la instrucción pública, la sanidad para todos, la justicia social, los modos de proceder y los valores, en fin, que la llegada del franquismo -y aun antes la monolítica dictadura del comunismo y anarquismo más fanático e irracional-, proscribirían durante décadas de la cotidianidad de nuestros conciudadanos. Estos postulados se oponen a la brutal confrontación, goyesca, de las dos Españas, cerriles, intransigentes, obtusas, intolerantes, que dirimen sus discrepancias a garrotazos. Son muchas las afirmaciones en este sentido que surcan el libro: 

La otra España es verdadera también, la otra mitad 

¡Seguro que es imposible que nadie tenga toda la razón, que la acapare! 

Los creyentes se sienten en posesión de la verdad, y los incrédulos, los escépticos, nosotros, los republicanos, somos considerados el enemigo. Pero no somos el enemigo. 

Contra esta concepción limitativa, reduccionista, generadora de odio, que tan presente sigue aún en nuestra vida política, contra una sociedad articulada en banderías violentas -la agresividad colectiva de los falangistas frente a la agresión colectiva de los rojos-, la novela defiende (en la medida de que una obra de ficción pretenda sostener una tesis, más allá del mero relato) una perfección republicana, democrática, un razonable comportamiento público; procurar hacer perfectamente nuestras obligaciones cotidianas, cultivar nuestras relaciones, ser compasivos; o, en creación afortunada, la idea de “sobreponerse”: sobreponerse es todo. Sobreponerse es un término curioso en castellano: es una palabra que traduce, en términos físicos –ponerse encima–, una actitud no física, sino moral. Sobreponerse sería equivalente a contenerse o reagruparse o recolectarse después de una explosión exterior. Al sentirnos insultados, al sentirnos agredidos, sentimos, con frecuencia, que deberíamos sobreponernos antes de responder con otro insulto u otra agresión. Sobreponerse equivale, pues, a inhibir un impulso inmediato y sustituirlo por otro reflexivo. Prudente, escéptico y respetuoso agnosticismo, oposición firme a los dogmatismos de toda laya, defensa a ultranza de la argumentación y el sosegado debate, respeto a la dignidad del rival, búsqueda a ultranza de la verdad sin apriorismos ideológicos ni postulados de partido. Los valores de esa tercera España, ajena a los intereses intolerantes de las dos fuerzas en liza, tan difícil de articular incluso en nuestros días. 

Ya tan solo este muy fiel retrato de la realidad de aquel tiempo (por simplificar: fascismo, comunismo y el pueblo común) justificaría la lectura de la novela, que encuentra en esa circunstancia la razón de su inclusión en esta serie “guerracivilista” de Todos los libros un libro. Pero, más allá de esta muy completa recreación del marco general de la sociedad santanderina -y por extensión española- de la época, otro logro del libro estriba en su descripción del ámbito personal y familiar en que se desenvuelve su protagonista, ese ambiente de la burguesía que se había enriquecido en el siglo XIX y que, aún próspera, propietaria y rentista, intenta vanamente sobrevivir a su decadencia (asocia el narrador, desde este punto de vista, a los Pombo con los Buddenbrook del libro del mismo título de Thomas Mann: El relato de cómo fuimos brillantes y fuimos viniéndonos poco a poco a menos): se hunden sus negocios, se rompen sus matrimonios, se ataca su catolicismo hecho de convenciones y rituales consabidos, y se viene abajo su añejo sistema de valores, sustituido por el vendaval incontrolado que destruye cuanto de orden pacífico parece quedar en el mundo. Y aquí sobresale, una vez más, el talento del autor, no solo en la descripción del entorno material -los espacios, los lugares, las calles santanderinas, los interiores de las casas, los hábitos sociales, la “irradiación” del Palacio de la Magdalena, el recuerdo vivo de las tradicionales estancias veraniegas del depuesto monarca Alfonso XIII- sino, sobre todo, en el perfil íntimo de los personajes. Destacan, en este sentido, lo bien perfilado de la figura del padre, Cayo Pombo, entrañable en sus contradicciones, en su desvalimiento, en su miedo y su desconcierto. Cayo es un republicano ponderado, admirador devoto de Azaña, cuyas ideas comparte, pero cuyo impulso vital, cuya audacia intelectual, cuya voluntad de cambio político no se atreve a seguir. Es un hombre cobarde, de alma delicada y escéptica, que se inhibe a la hora de manifestar en la acción el compromiso con sus ideas, que no quiere significarse en su presencia social, que se retrae, incluso, en su fallida convivencia matrimonial. Un hombre enfermo, que se recuerda, nostálgico, antes de la destrucción de todas sus esperanzas e ilusiones personales, en los días de principios de siglo, con veinte años, con una prometedora carrera de ingeniería empezada, con dinero en el bolsillo, con dinero todavía en la conciencia adinerada de la familia, los adinerados Pombo de Santander, los elegantes Pombo. Un hombre desvalido en lo personal, que se hunde en paralelo al declive de la familia. Un hombre que, ante la terrible deriva de los hechos, asustado, temeroso, inquieto, cohibido, se ve embargado por un muy perceptible sentimiento de culpabilidad a causa de su inercia, de su placentera falta de implicación, de su convicción republicana pasiva, solo irreal, meditativa, apolítica. Un hombre, en fin, sin atributos, pero que ha sido honrado y bueno y fiel toda su vida. En sus propias palabras, un falso izquierdoso, un amateur, un esnob de pacotilla […], un payaso incoherente, infiel a la República y a mí mismo

El personaje principal es, sin embargo, Alvarín, su hijo, dibujado con una densidad, una hondura, una profundidad psicológica y una capacidad de indagación por parte de su creador en los muchos recovecos de su personalidad, sobresalientes. Es un chico sensible, acostumbrado a analizar sus sentimientos, que se conmueve, muy a su pesar, pues quiere demostrar que no es débil ni frágil, por la ternura ajena. Es tímido y algo retraído, con fuertes reticencias a mostrar su intimidad, distante, por tanto, de las gentes, en especial de las chicas. Se nos muestra, también, como alguien con dificultades para afrontar la realidad, movido por un afán melancólico de huir de la creciente complejidad del mundo, que se esconde en una cueva de sí mismo, donde nunca había demasiada realidad, como si la realidad solo fuese, a fin de cuentas, un simple color local, un accidente. En él se da un conflicto entre lo “interior” y lo “exterior”; lo íntimo es la casa familiar, su padre, que representa para él lo sagrado, la continuidad sagrada de la vida, lo irrompible, también lo que se agota, lo que se acaba, lo perecedero; lo exterior puro, la intemperie perfecta, se encarna en la Falange: así era el mundo, encrespado y bravo y abierto y noble, como Falange Española. Este juego de contrastes, dualistas, se subraya a lo largo de la novela: frente a la mortalidad y la fragilidad de la enfermedad de su padre, frente a la decadencia de ese mundo que se adentra en el ocaso, lo extraordinario artístico, expresionista, injusto y supramortal, que se le aparece en el impulso vivificador, positivo, enérgico, revestido de laconismo y seriedad, de la revolución falangista. Frente a la inadaptación adolescente, frente a la desasosegante búsqueda de identidad juvenil, frente a sus insuficiencias, frente al dolor de la singularidad, el refugio de la militancia, la seguridad de la pertenencia a un proyecto que se postula como una totalidad, la convicción derivada de la integración en un bloque, en una colectividad: ¡El fascismo es un proyecto para todos! Un movimiento que supera izquierdas y derechas, juventudes y vejeces, nos saca del tedio, de la tristeza, de la decadencia

En sus conflictos íntimos tiene también un papel significativo -en ausencia- su madre, la agreste voluntad de vivir de su inquieta y cascabelera madre. Ana Caller Donesteve, veinte años más joven que su marido, incapaz de soportar lo mucho que de mortecino hay en él y en su familia y en la sociedad santanderina, libre, desenfadada, poco convencional, atrevida -Es un automóvil a cien por hora-, romperá su matrimonio -algo inusual para la época-, marcará para siempre la vida de su esposo y sus dos hijos -mi madre nos sentenció a los tres sin darse cuenta-, huyendo a París en busca de un destino feliz: Mi madre quiso la victoria y se desenganchó de nosotros, eso fue lo que fue. La victoria era París, la victoria era alta costura, la victoria era olvidarnos y dejarnos. La victoria era su santa voluntad, la voluntad sagrada de mi madre que, sin embargo, es imposible censurar, mi padre nunca lo hace, nunca la censura, porque transcurre toda en la inconsciencia, en una ignorancia esplendorosa de sí misma y de nosotros. Desde allí, y a través de sus esporádicas cartas de contenido ligero, aparecerá de vez en cuando en la vida de su hijo dándole cuenta de su exultante vida social -directora de alta costura en Chanel, bailarina, escritora, casi cualquier cosa que pudiese transformarse en gestos, gesticulaciones y reuniones sociales-, una existencia activa, luminosa, leve, tenuemente superficial, la antítesis de la rigidez reflexiva, oscura, decadente de su pasado santanderino. 

Y hay también un puñado de otros personajes memorables, “secundarios de entidad”, algunos de presencia fugaz pero con dibujos con “poso”, dejando rastro en el lector. Es el caso del tío Gabriel, Gabriel María de Pombo Ybarra, fiel a la monarquía y a su clase social pero igualmente capaz de conllevarse con los gobernantes republicanos; simpático, superficial, frívolo, vanidoso e insustancial, con un punto aristocrático y objeto de la admiración de Alvarín. Y están los amigos, Rafael Mazarrasa, falangista convencido; Tote, fraterno compañero de infancia y ahora en el otro bando, socialista comprometido y rompiendo a causa de la guerra su inseparable amistad; el joven maestro Wences, al que conocerá en la reclusión del Alfonso Pérez, que, en su forzado encierro, recita a García Lorca y extiende su mirada lúcida sobre los desatinos que los envuelven, en algunos de los pasajes más emotivos del libro. Así, también, el personal al servicio de los Pombo, Paco el chófer, Mercedes, la cocinera, personas tiernas, a ratos formidables, violentas, se peleaban en la cocina a grandes voces; y por encima de ellos, Elena, la doncella, de la que el Álvaro niño y adolescente se enamoriscará, en una línea del libro que crecerá de modo imperceptible hasta sus últimas páginas. 

En fin, una gran novela, que os recomiendo vivamente. Os dejo ahora con un fragmento del libro que se acerca a la personalidad de Alvarín e incluye un texto de Azaña muy revelador del planteamiento que, a mi juicio, defiende el propio autor. Tras él, una versión formidable de una canción de origen popular a la que se alude en el texto, Anda jaleo. En 1931 fue grabada por Encarnación López, “La Argentinita”, para un disco, Colección de canciones populares españolas, que incluía, junto a este título, otras nueve muestras de la música tradicional de nuestro país. Los arreglos y el acompañamiento al piano fueron de Federico García Lorca -cuya presencia contribuyó de manera decisiva a su difusión y a su permanencia en el tiempo-, mientras que la artista flamenca cantaba, tocaba las castañuelas y bailaba, siendo en algunos de los registros perceptibles sus taconeos. 


¡Qué bien entendía esa tarde Alvarín, contemplando el suave chapoteo de los botes amarrados frente al Club Marítimo y en la dársena de Puertochico, el republicanismo burgués de su padre, tan parecido en tantas cosas al republicanismo burgués del presidente Azaña! ¡Lo razonable y reglamentado por oposición a lo furioso, a lo encrespado, a lo divino, a lo mítico! ¡Qué bien entendía Alvarín esa tarde, mientras contemplaba absorto el resplandeciente efecto de la marea alta en toda la extensión de la bahía santanderina, una célebre declaración del presidente Azaña!: Nunca jamás, fuera de aquí, del Parlamento, ni ningún estilo de gobernar ni ninguna combinación de gobierno posible. Aquí, repito, está el centro de gravedad de la República española. ¡Qué bien entendía Alvarín esa tarde ese espléndido elogio, tan vehementemente expresado, del parlamentarismo gubernamental y político! Que el Parlamento fuera el centro de gravedad de la República española significaba justo un elogio de lo razonable, una voluntad de decir lo decible, lo legalmente posible, una voluntad de amar en los hombres justo lo que les encadena. Lo que encadena a los hombres no tienen por qué ser sus vicios y sus defectos, puede ser, sin más, la ley, el sistema de las leyes. Y había, en la revolución falangista, con toda su valentía y su belleza heroica, una voluntad como alegal y como anárquica. De ahí venía la célebre frase de José Antonio: El mejor destino de las urnas es ser rotas. Es curioso –y una muestra de la profunda comunión espiritual que existía entre padre e hijo– que Cayo Pombo Ybarra hubiese, aquella misma tarde de abril de 1936, tenido pensamientos razonables, tratando de entender nuestra desmesurada e irrazonable España en términos de legalidad y de proporción y de vida parlamentaria. Se había hecho Cayo Pombo con la intervención de Azaña en Las Cortes el 3 de abril de 1936, y ahí leía: El atasco que ha sufrido la política republicana, el atasco de la República, no ha dependido tanto de errores de personas ni de orientaciones programáticas de partido como de esta falta de íntima confianza en la fecundidad del régimen republicano, en el arraigo del sentimiento republicano en el pueblo español y en la necesidad vital de que el pueblo español se desenvuelva dentro de los cauces liberales de la ley republicana. El otro texto que martilleaba en la conciencia de Cayo Pombo era este: Tengo la pretensión de gobernar con razones, mis manos están llenas de razones, fundadas en mi propio derecho, en mi propia historia política (...). El que se salga de la ley ha perdido la razón y no tengo que darle ninguna.

Videoconferencia
Álvaro Pombo. Santander, 1936

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