Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de marzo de 2024

LIUDMILA ULÍTSKAIA. DANIEL STEIN, INTÉRPRETE; ISABELLA HAMMAD. EL PARISINO; DAVID GROSSMAN. LA VIDA ENTERA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Mañana, 7 de marzo de 2024, se cumplen cinco meses del salvaje, despiadado y cruel ataque terrorista de Hamás sobre territorio israelí, en el que sus milicias fanáticas asesinaron de manera brutal a 1.400 personas en sus casas, en las calles y en un festival de música juvenil, a la vez que descargaron numerosas andanadas de misiles sobre el estado enemigo, que llegaron a alcanzar a Tel Aviv y Jerusalén. Además de la sangrienta masacre, los grupos armados palestinos que se adentraron en los territorios israelíes cercanos a la franja de Gaza secuestraron a varios centenares de hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, muchos de los cuales permanecen aún retenidos en paradero desconocido, en una espantosa operación criminal cuyas imágenes sobrecogieron al orbe entero. Días después, apenas superado el estupor causado por una intervención de este calibre, que puso en evidencia a un país con unas de las fuerzas armadas y de seguridad mejor preparadas del mundo, Israel respondió con dureza invadiendo Gaza, con la comprensible y justificada pretensión de acabar con el movimiento terrorista que gobierna la conflictiva zona. Desde entonces, y salvo algunas treguas temporales, se han sucedido los avances de las tropas, el asedio de los tanques y las ametralladoras, los bombardeos constantes y los ataques aéreos casi ininterrumpidos, con la consiguiente destrucción de edificios -entre ellos hospitales-, devastación de ciudades y muerte de miles de seres humanos, muchos de ellos niños, provocando una catástrofe humanitaria desgarradora y de una extraordinaria magnitud. 

No es Todos los libros un libro el lugar adecuado para suscitar un debate sobre esos gravísimos hechos y sus desgraciadas consecuencias. Además, no resulta sencillo llevar a cabo un análisis argumentado, racional y con pretensiones de ecuanimidad en torno a las causas, una ponderada atribución de responsabilidades y una esclarecedora explicación de unos hechos y de un conflicto muy complejo, enmarañado y hasta laberíntico, que hunde sus raíces en un pasado de siglos y que, en nuestra contemporaneidad, lleva décadas sumiendo en el sufrimiento y el dolor a la región y sus habitantes. Y aunque lo fuera, aunque fuera fácil el análisis y fuera éste el espacio idóneo para desarrollarlo, no es mi intención plantear aquí una cuestión para cuyo examen se necesitan unos conocimientos profundos de los que yo carezco. Es muy grande la dificultad de escribir, de hablar, de reflexionar sobre el asunto intentando ser objetivo y neutral y evitando la equidistancia conformista. Y es que no quiero -no debo- contar qué es lo que pienso sobre la relación entre Israel y Palestina, sobre quién tiene la razón en este enfrentamiento que cumple ya setenta y cinco años (Han pasado 75 años desde la fundación del Estado de Israel. No parece que la idea esté entre las mejores que ha tenido la Humanidad, ha escrito Arcadi Espada, apuntando a un mal de origen; aunque, en el mismo artículo, publicado en El Mundo a primeros del diciembre pasado, añade: Fuera o no una mala idea, el Estado de Israel es hoy una realidad irrevocable y la obligación de cualquier europeo razonable es la defensa de semejante oasis en un desierto de teocracia y barbarie), entre otros motivos porque, como digo, ni tengo información suficiente ni la que tengo -contradictoria, ambigua, discordante- me permite formar una opinión categórica contundente. 

Por ello, me voy a limitar a hacer lo que desde hace ya más de trece años llevo haciendo en Todos los libros un libro, proponer a nuestros oyentes lecturas interesantes y oportunas, libros, como los que hoy traigo cuando se cumplen esos cinco meses redondos de la barbarie perpetrada por Hamás ese fatídico 7 de octubre (y cuando sigue activa la no menos despiadada posterior intervención israelí), que ayuden a entender, desde distintos puntos de vista, con enfoques literarios diferentes, y partiendo de planteamientos ideológicos hasta opuestos, este cruento escenario de la Historia del mundo actual. Y subrayo el carácter literario de los títulos que ahora voy a recomendaros, pues, más allá de las indudables posiciones de partida de quienes los escriben, y al margen de algunas excepciones menores en las que los autores pueden deslizarse hacia la exposición discursiva de su posicionamiento ante el “conflicto”, en la mayor parte de los textos se nos cuentan historias, hechos, vivencias, experiencias vitales de los protagonistas, se nos describen sentimientos, emociones, amores, anhelos, ilusiones, sufrimientos, tristezas, afectos, decepciones, esperanzas, convicciones, sacrificios, frustraciones, odios, pasiones, deseos, contradicciones de una serie de personajes de ficción que, claro está, nacen, viven y mueren en esos territorios que durante tanto tiempo han albergado -y lo siguen haciendo- guerra, enfrentamientos, dolor y muerte, que los atañen y condicionan sus vidas. No hay, pues, en general -insisto-, proclamas, discursos más o menos panfletarios, análisis históricos, sociológicos, políticos del fenómeno, soflamas ideológicas, explicación o justificaciones de las respectivas posiciones de parte. Hay literatura, excelente literatura y, por lo tanto, ambigüedad, matices, sutilezas, discordancias, dudas, paradojas, más preguntas que respuestas; la vida, en fin... 

Por lo demás, y en relación con esa vertiente ideológica, política, del asunto, solo puedo hacer mías, antes de entrar en la presentación de los libros, las muy lúcidas reflexiones que hace un par de meses, el 2 de diciembre de 2023, escribió la poeta, novelista y crítica colombiana Piedad Bonnet, en una columna en el ABC Cultural, de título De víctimas y victimarios, en la que citaba unas muy reveladoras palabras de Natalia Ginzburg, la formidable escritora italiana, que ella traía a colación entonces -y que yo ahora recupero- por su interés intrínseco y por su oportuna relación con los dramáticos ataques de Hamás, con la posterior reacción de Israel y con los intrincados antecedentes que a lo largo de las últimas siete décadas y media (y de muchas más previas) los han provocado. Natalia Ginzburg escribió en octubre de 1970 un breve artículo, Piedad universal, que cita Bonnet y que apareció entre los recogidos en Las tareas de casa y otros ensayos, un voluminoso libro publicado por Lumen en 2016, en traducción de Flavia Company. Con su origen judío, con su marido torturado y muerto en 1943, tras las primeras deportaciones de judíos en Italia, las ideas de Natalia Ginzburg -cuya circunstancia vital no la hace precisamente sospechosa de equidistancia culpable-, sus incertidumbres, sus vacilaciones, su dificultad para componer un retrato en blanco y negro, reduccionista y sesgado, maniqueo y simplista, sobre el bien y el mal automáticamente adjudicados a una u otra posición a partir de aquella desde la que se habla, son muy nítidamente aplicables -así lo señala Piedad Bonnett- a la consideración de los sucesos actuales, y en ellas se encuentra representado también mi modo de pensar sobre el asunto. Dejo aquí tres significativos fragmentos del breve ensayo de la genial novelista italiana (que ya fue “invitada” de Todos los libros un libro en una emisión de hace varios años; espero que haya ocasión de volver a traer aquí su espléndida obra): 

Considero que la peor desgracia que ha sucedido actualmente a los seres humanos es la de encontrar tan difícil identificar, en los hechos que ocurren, a las víctimas y a los opresores. Frente a cualquier suceso, ya sea público o privado, nuestro pensamiento persigue durante algún tiempo y desesperadamente las causas que lo han determinado y los eventuales culpables, pero al final se detiene asustado al parecerle las causas innumerables y la realidad demasiado tortuosa y compleja para el juicio humano. Hemos descubierto que ningún suceso, ya sea público o privado, puede pensarse y juzgarse aisladamente porque, si se analiza en profundidad, subyacen infinitas ramificaciones de otros sucesos que lo han precedido y que son su origen. En semejante laberinto subterráneo, rastrear a los culpables y a los inocentes parece una empresa desesperada. La verdad parece saltar de un extremo al otro, escapar y deslizarse en la sombra como un pez o un ratón. 

La inocencia y la culpa muchas veces están mezcladas y enmarañadas en nudos tan apretados que el ser humano, con su medidor inadecuado y tosco y con sus pobres pensamientos, no está en condiciones de desenredar. No habíamos descubierto que el ser humano se encuentra débil e incompetente frente a la complejidad de los hechos. La conciencia de nuestra incapacidad para identificar y rastrear la verdad, a través de millones de implicaciones, explicaciones y ramificaciones, es para nosotros fuente de una profunda infelicidad. 

Hemos visto con nuestros ojos, en hechos privados y públicos, que aquellos a los que hemos querido o compadecido como víctimas pueden cambiar de pronto, aparecernos de golpe entre los restos odiosos de la crueldad y de la persecución. Nosotros, sin embargo, no conseguimos dejar de ver en ellos las víctimas que fueron una vez. No sabemos si debemos seguir viéndolos y compadeciéndolos como víctimas o si, por el contrario, debemos juzgar solamente su nuevo aspecto. Por otra parte, nos parece horrible e incomprensible que quienes han sido víctimas puedan ejercer la violencia sobre sus semejantes y no reconozcan en sus semejantes lo que ellos fueron en el pasado. 


Entrando ya en los aspectos propiamente literarios del programa, esta tarde quiero ofreceros, en una emisión muy apretada (la primera de una breve serie de tres), tres aproximaciones (todas ellas libros de ficción, aunque con matices) a los escenarios, los episodios, los acontecimientos y los momentos relevantes del largo conflicto palestino-israelí, con la intención de que, como tantas otras veces, la literatura ayude a conocer la realidad, a profundizar en ella e, incluso, a formarnos una opinión fundada -tanto mejor que la que pueda proporcionar un ensayo científico o académico- sobre los hechos narrados. Esos libros ya habían aparecido aquí en la larga historia del espacio, por lo que mis palabras deben entenderse como un recordatorio, oportuno dada la fecha, de mis reseñas pasadas. Las dos próximas semanas que viene os presentaré varios títulos “nuevos”, uno de los cuales ha alcanzado la condición de clásico en sus ya largos veinte años de existencia, y que yo leí entusiasmado en su primera publicación española, aunque no he podido más que releer por encima para la ocasión. 

Y es que la cuestión judía, vamos a llamarla así, siempre ha concitado mi interés lector desde hace mucho tiempo, sobre todo en su vertiente más dramática y dolorosa, la que tiene que ver con los terribles padecimientos sufridos por esa singular colectividad étnica, religiosa y cultural en el siglo pasado, con sus dos más inhumanas y devastadoras manifestaciones, el trágico genocidio perpetrado por el horror nazi y el igualmente asesino exterminio dirigido y alentado por el criminal delirio estalinista. Esa preocupación personal por el tema ha aflorado, sin duda, y como puede entenderse, en mis propuestas radiofónicas en Todos los libros un libro, entre las que, temporada tras temporada, han comparecido títulos relativos a las pavorosas y sobrecogedoras experiencias vividas en la primera mitad del siglo XX por los desgraciados descendientes de la tribu de Jacob. Pero mi lectura -y, en muchos casos, mi recomendación- de esos libros, que giran sobre hechos acaecidos en los años de la Segunda Guerra Mundial y en los territorios de Alemania, la Unión Soviética y países europeos aledaños, solo tocaban tangencialmente la otra vertiente esencial del tortuoso discurrir de los judíos por la Historia: los conflictos derivados de la llegada masiva y del asentamiento en Palestina de los supervivientes de esa persecución secular y del aniquilador Holocausto (e incluso de antes, a finales del siglo XIX, cuando el hostigamiento y acoso a los judíos ya era común en Europa y los primeros colonos empezaron a llegar a tierras palestinas). De esa dimensión de la reciente historia del judaísmo sí he dado cuenta aquí, en un número menor, sin embargo, a partir de libros que, aunque tampoco estaban centrados específicamente en el conflicto entre Israel y Palestina, sí lo trataban de un modo más consistente e incluso, en algún caso, principal; de tres de ellos quiero hablaros ahora. 

En primer lugar os presento de nuevo -la primera vez que apareció en el programa fue en marzo de 2019- Daniel Stein, intérprete, un libro de la muy premiada escritora rusa Liudmila Ulítskaia o Ulítskaya (que de ambas formas aparece transcrito en castellano su apellido), publicado en Alba Editorial en 2013 en traducción de Marta Rebón, gran experta en literatura rusa. Ulítskaya, de otra de cuyas novelas, Sónietchka, publicada en Anagrama y traducida también por Marta Rebón, ya os hablé en el espacio, tuvo una prolífica carrera literaria en su país natal, aunque relativamente oscurecida por su posición política, moderadamente disconforme con el régimen soviético. A partir del desmoronamiento de la URSS su obra empezó a publicarse de modo masivo y a difundirse y alcanzar repercusión mundial, obteniendo su autora algunos prestigiosos premios literarios, el Cavour italiano, el Simone de Beauvoir en Francia, en donde fue galardonada también con la Legión de Honor, y, entre nosotros, muy recientemente, en 2022, el muy afamado e influyente premio Formentor, que en su larga historia, que, en distintas fases, se remonta a 1961, ha contado en su palmarés con autores como Jorge Semprún, Jorge Luis Borges, Saul Bellow, Witold Gombrowicz o, más recientemente, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Ricardo Piglia, Alberto Manguel, la premio Nobel Annie Ernaux, Cees Nooteboom o, en 2023, Pascal Quignard. 

Estamos ante un libro inicialmente insólito, o al menos singular, al centrarse en la vida -de existencia real, aunque la autora la presente “novelada”- de un sacerdote católico, carmelita descalzo, de origen judío, que funda una pequeña congregación en Israel, un personaje fascinante, con una biografía ejemplar y altamente aleccionadora. Daniel Stein es la recreación novelística de Shmuel Oswald Rufeisen, un judío polaco que tras sobrevivir a la invasión nazi de su país y después de numerosas y con frecuencia desgarradoras experiencias en el transcurso de la segunda guerra mundial, entrará en la Orden del Carmelo, ordenándose como sacerdote e instalándose en Haifa, Israel, en donde, siendo conocido como “Padre Daniel” -Hermano Daniel, lo llama la autora en diversas entrevistas-, creará el convento Stella Maris y vivirá en dicha comunidad más de cuarenta años entregado, expresado de una manera sintética que luego desarrollaré, al muy cristiano servicio al prójimo. Liudmila Ulítskaia conoció -lo cuenta al final de su libro- a Daniel Rufeisen, como ella lo denomina, en agosto de 1992, cuando el monje la visitó en su casa de Moscú. Desde ese momento, deslumbrada por su personalidad, indagaría en su vida y en su obra, se entrevistaría con quienes lo conocieron y leería infinidad de libros sobre su figura para acabar, en 2006, tras más de trece años de preparación, publicando la novela de la que ahora os hablo. 

La historia resumida del Daniel Stein personaje coincide en lo esencial con la de su referente real. Nacido en 1922 en un pequeño pueblo cercano a Auschwitz, en ese territorio central de Europa que durante el siglo XX cambiaría de manos, en función de los albures de las guerras y el poder y los intereses dominantes, formando parte, en diferentes momentos, de Polonia, Alemania, Ucrania, Bielorusia o la Unión Soviética. Sin haber viajado, hasta los diecisiete años, más allá de cuarenta kilómetros de casa, en 1939 deberá abandonar su país ante la invasión nazi. El libro recoge el relato de las vicisitudes de esa huida atravesando media Europa con las tropas hitlerianas acechando a poca distancia. Entre los episodios más destacados de ese desgarrador periplo se incluyen la dolorosa separación de los padres que, ancianos, son incapaces de mantener el ritmo de la marcha y se ven obligados a retroceder a su domicilio, acabando sus días en un campo de exterminio; su colaboración con la Gestapo, a la que logra ocultar su origen judío, actuando como intérprete -Daniel hablaba varias lenguas- entre la gendarmería alemana, la policía bielorrusa y la población local, condición que aprovecha para salvar de la muerte a centenares de inocentes; su nueva huida, al ser finalmente descubierto por las SS, para acabar escondido en un convento de religiosas, las Hermanas de la Resurrección; su refugio entre los partisanos en los bosques rusos cuando la protección de las monjas se revela insuficiente; su posterior captación, de nuevo en funciones policiales, por la NKVD, antecedente de la KGB, cuando, tras la derrota nazi, la Unión Soviética “libera” las devastadas poblaciones ocupadas en las que los judíos han sido exterminados. Finalizada la guerra, volverá a Polonia en donde ingresará en un monasterio y recibirá las órdenes sagradas para, poco tiempo después, volar por fin a Palestina en donde, como ya he señalado, vivirá más de la mitad de su vida y hasta su muerte. 

Pero siendo destacado el mero relato de las dificultades padecidas por su protagonista en los años de la guerra, esa narración “bélica”, desperdigada por la obra, no ocupa en su conjunto ni cincuenta páginas de un libro cuya mayor parte se centra en el tiempo vivido por el monje en Israel, lo que permite al lector, además de conocer unos años esenciales en la biografía del personaje y acercarse a infinidad de cuestiones morales, religiosas, metafísicas y hasta teológicas que afloran en el texto, trasladarse a los escenarios en los que se desarrollan los terribles sucesos que en la actualidad vivimos. 

Todo ello presentado al modo de un rompecabezas hecho de recortes, crónicas, diarios, testimonios, cartas, artículos de prensa, transcripciones de conversaciones y charlas, informes y documentos oficiales diversos que se van sucediendo en el texto, engarzados con esmero y muy buen pulso narrativo, haciendo de esta manera avanzar una acción que, sin embargo, vuelve una y otra vez hacia atrás y hacia adelante, alternando tiempos y lugares, en una polifonía de voces muy rica (los “hablantes” sobrepasan la veintena) y eficaz literariamente que, desde Moscú o Haifa, Berkeley o Cracovia, Vilna o Jerusalén, cuentan sus propias trayectorias vitales, sus experiencias, sus pensamientos, sus preocupaciones, sus vivencias, mientras van dibujando el retrato de este Daniel Stein, un ser humano excepcional, un “santo”, un hombre justo, cuyo itinerario vital, siempre en zonas de conflicto y hecho de confluencias y de mezclas -su padre alemán, su madre polaca, sus vivencias en la Europa convulsa de la primera mitad del siglo pasado, sus “colaboraciones” con el nazismo y el estalinismo, su condición de judío, su conversión al catolicismo, su nacionalización “incompleta” en Israel, disponiendo de los documentos oficiales pero sin poder llamarse judío ante sus conciudadanos por su “cambio” de religión, su contacto con gentes de todo tipo y condición, de creencias y visiones del mundo diversas-, hizo de él la más genuina representación de la tolerancia, la misericordia, el amor al prójimo, la sencillez y la bondad frente a los dogmas, frente al poder y la fuerza y los totalitarismos de todo signo, defendiendo al débil, al desamparado, al que nada tiene, al que sufre -en un “radical” cumplimiento del mensaje cristiano más original y verdadero- por encima de razas, de credos, de ideologías, de iglesias, de reduccionistas “pertenencias”. 

Y es aquí donde el libro conecta mejor con mi propósito de esta tarde, pues el relato de Liudmila Ulítskaia se abrirá, entre otros muchos temas, a reflexiones sobre la identidad de los pueblos y la lacra del nacionalismo; sobre la cuestión judía, en un debate que va desde el deseo que mueve al personaje de escribir una historia de Yiddishland, el sufriente pueblo judío diseminado entre Polonia, Bielorrusia, Ucrania, Rusia, Letonia y Lituania, hasta el aborrecimiento de todo cuanto suponga un privilegiado “mirarse el ombligo”: ¡Odio la cuestión judía! (…) Es la cuestión más repugnante de la historia de nuestra civilización; preguntándose la autora si es que esa preocupación egocéntrica se debe a que Dios ha maltratado a los judíos más que a otros pueblos; sobre las dificultades y contradicciones inherentes a la creación y el desarrollo del estado de Israel; sobre las absurdas disputas de religión (tantas iglesias, tantos altares); cuestiones todas que sobrevuelan también los dramáticos acontecimientos de estos últimos meses. Un libro singular y ciertamente interesante. 

Poco más de año y medio ha pasado desde que os presenté aquí El parisino, la primera novela de Isabella Hammad publicada en 2021 por la Editorial Anagrama en traducción de Antonio-Prometeo Moya Valle. Siendo muy reciente, pues, mi reseña, y habiéndoosla ofrecido en la actual versión del espacio -fácilmente recuperable, por tanto, en mi canal de Youtube- me limitaré ahora a recordaros los aspectos del libro que mejor pueden servir para ampliar la información sobre las circunstancias que rodean al actual conflicto palestino-israelí. Por de pronto, Isabella Hammad es inglesa de origen palestino y recrea en su ficción la intensa peripecia vital de uno de sus bisabuelos, particularidades ambas que dotan a su novela, de entrada, de unas ciertas garantías de conocimiento y profundidad en el tratamiento del ámbito en que se desarrolla, algo que aflora, más allá de la dimensión novelesca de su relato, hecha de invención y de una muy libre construcción de tramas y personajes, en la indudable base histórica del texto, que se refleja en las coordenadas sociales o políticas bien documentadas que constituyen su telón de fondo. 

El personaje principal, Midhat Kamal, es un joven de Nablus (en la novela se usa siempre Naplusa, la denominación tradicional de la ciudad palestina, situada al norte de Jerusalén y al sur de Damasco), que en 1914, en los inicios de la Primera Guerra Mundial, se embarcará hacia Francia con la triple intención de escapar de la leva que lo obligaría a combatir en las filas del Imperio otomano, bajo cuya “jurisdicción” se encontraba en la época la región, de estudiar Medicina y de satisfacer así los deseos de su padre, un rico comerciante de telas que se desenvuelve entre su ciudad y El Cairo. Tras diversas vicisitudes -el fracaso en su carrera académica, una historia de amor no del todo lograda, la entrega a los placeres mundanos, la frecuentación de obsequiosas y “liberadas” (para su anticuada mentalidad oriental) mujeres y las frívolas y siempre estériles y solipsistas veladas entre intelectuales, en las que jóvenes árabes inquietos se entregaban a divagaciones filosóficas y políticas en torno al problemático futuro de sus pueblos- volverá a Palestina sin completar sus estudios, para enfrentarse a la difícil tarea de adaptarse a una realidad que ya le es, en cierto modo, extraña. Este juego de contrastes entre el cosmopolitismo de la vida europea y el atraso de una sociedad, la palestina, para entonces ya bajo el mandato británico, es uno de los frentes de interés de la obra, en el que ya se hacen tangibles los odios ancestrales, el incipiente pero ya furibundo nacionalismo, la repulsa a la dominación (antes otomana, ahora británica y pronto sionista), las revueltas y los conflictos étnicos, políticos y religiosos, en un marco geográfico y una época agitados y convulsos, en los que aún no existen como tales la mayor parte de países de la zona, Siria, Líbano, Jordania, Israel o la propia Palestina, permitiendo, por lo tanto, al lector, conocer los orígenes de gran parte de los problemas actuales de la región. 

La poderosa composición del personaje principal se produce en paralelo a la muy convincente ambientación de su entorno familiar, de los escenarios geográficos y físicos, urbanos y rurales de aquellos lejanos territorios y, por encima de todo, a la incardinación del relato en un contexto general de acontecimientos de extraordinaria importancia histórica, que cambiaron la configuración social, política y económica del Oriente Medio. La conflictiva identidad de Midhat, a caballo de dos mundos, corre en paralelo con la también problemática coexistencia en una Palestina cruzada por infinidad de orígenes, de rasgos étnicos, de tradiciones y de credos diversos (a causa de los elementos cristianos y samaritanos, Naplusa era un ejemplo perfecto de ciudad islámica). Y aquí se ofrece a la autora la ocasión de mostrar su amplio conocimiento del mundo que describe, las tradiciones, costumbres, leyendas antiguas, vestimentas, mobiliario, arquitectura, espacios urbanos, parajes rurales, ceremonias, fiestas y celebraciones, zocos y mercados, las populares casas de baños -los hamman-, los entornos domésticos de una sociedad y un marco geográfico que trasladan al lector a lugares de tanta resonancia cultural como Jerusalén, el desierto israelí, el mar de Tel Aviv y Jaffa, el pozo de Jacob, Nazaret, Belén, Damasco, la propia Naplusa, emplazamientos, muchos de ellos, en los que se sitúan los bárbaros sucesos recientes. 

Pero donde el libro entronca de un modo más destacado con la principal finalidad del programa de hoy, que no es otra que proporcionar a quien nos lea, escuche o vea en Youtube distintas visiones de la realidad vivida por los habitantes de esos enclaves arrasados por el enfrentamiento, el combate y el odio, es en la muy fidedigna recreación de los principales momentos históricos ocurridos, desde finales del siglo XIX y en el primer tercio del XX, en esa convulsa región del Medio Oriente. Así, punteando la trayectoria vital del personaje, la autora nos pone en contacto con la deportación de los armenios a manos de los turcos, un genocidio anterior a la creación del tipo jurídico “acuñado” tras la Segunda Guerra Mundial; los últimos coletazos del Imperio otomano y la represión contra los discordantes; los mandatos europeos sancionados por la Sociedad de Naciones y el reparto de territorio entre las potencias coloniales (Francia acabaría por gobernar Siria y el Líbano, y Gran Bretaña, Palestina, y en la división surgirían también la entonces llamada Transjordania e Irak), aunque solo fuera de manera temporal (Los mandatos eran medidas temporales para preparar el autogobierno, un período de supervisión «hasta que llegue el momento en que puedan gobernarse solos»); la progresiva inmigración sionista, con la llegada de sucesivas olas de decenas de miles de judíos (todos los meses entran más de mil inmigrantes judíos y está claro que quieren crear un Estado judío) comprando las tierras locales (nos quitan la tierra de debajo de los pies) en una ocupación “pacífica” de la región; la división de los lugares sagrados para las dos principales religiones enfrentadas (Era el Muro de las Lamentaciones de los judíos y el Muro de Buraq de los musulmanes); la fundación de las primeras organizaciones nacionalistas árabes; los movimientos por la independencia palestina (Si querer ser una nación es un crimen —se echó a reír y por primera vez su voz cansada se volvió aguda—, entonces todos somos criminales. Deberían encerrarnos a todos); el activismo político, el social, el tímido feminista, con las primeras mujeres que se quitan públicamente el velo… ¡en 1923!; las revueltas, los disturbios y las huelgas generales; la lucha urbana y la violencia terrorista sobre los soldados de Gran Bretaña y los colonos judíos; las ejecuciones públicas de disidentes; la reclusión de “agitadores” en campos de concentración; la celebración de infinidad de congresos, negociaciones, conferencias y comisiones por la paz, en una intensa sucesión de acontecimientos -en un arco cronológico que va desde 1882, con el comienzo de la inmigración judía, a 1936, con el cruento fin de la insurrección a favor de la independencia- que constituyen el germen de la actual y en apariencia irresoluble situación. 

Y habiendo escuchado la voz de un personaje israelí, siquiera por adopción y convicción -Daniel Stein- y uno palestino, aunque de conflictiva percepción identitaria -Midhat Kamal-, ninguno de los cuales representa una posición rígida o fanatizada sobre la problemática situación de la región, cierro mi reseña con un nuevo enfoque desde la perspectiva judía (el miércoles próximo serán dos autores palestinos y uno norteamericano, aunque pro-palestino, los que protagonizarán el espacio, equilibrando así la participación de ambos “bandos”; reduccionista término que, pese a todo, me resisto a utilizar). La vida entera, ambientada en un entorno parecido al de El parisino, aunque en una época y unas circunstancias muy distintas, es una voluminosa novela de David Grossman, de una intensidad y una emoción por momentos sobrecogedoras, publicada en España en 2010 en la editorial Lumen, en traducción de Ana María Bejarano. Grossman es un escritor israelí, persistente activista en pro de la paz en su país, que se ha hecho merecedor, por su obra y por su entrega a esa noble causa, de infinidad de premios, reconocimientos y doctorados honoris causa en diversas universidades del mundo entero. En septiembre de 2019 yo os hablé en Todos los libros un libro de este La vida entera junto a otra de sus novelas, Gran Cabaret, que en 2017 ganó el prestigioso Man Booker International Prize al mejor libro traducido al inglés en el año anterior; siendo su traductora al castellano, la citada Ana María Bejarano, galardonada en 2016 con el Premio Nacional a la Mejor Traducción por su traslación del libro del hebreo originario a nuestro idioma, un texto también publicado por Lumen. En Gran Cabaret hay referencias, indirectas, tangenciales, al asunto que esta tarde nos ocupa, pero es en La vida entera donde el actual conflicto entre Israel y Palestina alcanza un papel protagonista en la trama novelesca. 

El libro -con el amor y la muerte como temas filosóficos principales- se abre con una extensa escena -más de cien de un total de ochocientas largas páginas- de tintes oníricos que nos muestra a tres chicos israelíes, Ora, Abram e Ilan, que permanecen recluidos en un fantasmagórico hospital aislado en una ciudad extraña, en el que han sido abandonados a cargo de una única enfermera árabe a causa de lo contagioso de sus enfermedades y de la generalizada huida del personal sanitario como consecuencia de la guerra, la fugaz pero trascendental Guerra de los Seis Días, en 1967. La cercanía forzosa entre los jóvenes, la fragilidad -física y anímica- de su situación y las naturales “pulsiones” de la adolescencia, hacen nacer entre ellos sentimientos de interés, de amistad, de atracción incluso, que Grossman cuenta con maestría en una narración construida casi íntegramente a base de diálogos. 

Más de treinta años después nos reencontramos con los tres personajes. Ora -que será en la mayor parte del texto la voz que cuenta- está ahora separada de Ilan, con el que se casó y con el que tiene dos hijos en común, Adam y Ofer. Abram, tras una trágica experiencia, detenido y torturado por las tropas egipcias en una de las muchas experiencias bélicas vividas por israelíes y árabes en la zona, retoma la vida civil en un estado de absoluta devastación psicológica y permanece apartado de sus amigos -casi ilocalizable- desde hace años. El pequeño de los hijos de Ora, Ofer, que acaba de cumplir los tres años del servicio militar obligatorio habitual en su país, se apunta a su término como voluntario, no obstante, para hacer frente durante tres largas semanas a un nuevo estado de emergencia que conlleva medidas de presión y control del ejército sobre una población árabe en la que cualquier niño que se dirige al colegio con una mochila puede esconder un potencial terrorista. El espanto que provoca en Ora, sola tras la marcha de Ilan y Adam a un viaje por América Latina, el riesgo de muerte de su hijo en alguna escaramuza militar en la arriesgada operación, la lleva a abandonar su hogar, ahuyentando así -al menos en un plano simbólico- la imaginada y temida escena en la que los responsables del ejército llaman al timbre de su casa para comunicar la infausta noticia: si ese hecho no se produce, si no hay nadie en casa en ese momento irreversible, su hijo estará a salvo, la muerte no le alcanzará, piensa. Así, y tras localizar sorprendentemente a Abram, inicia con éste un viaje sin rumbo fijo, sin móviles ni contacto con la realidad de la guerra, atravesando a pie el país, que recorren de un extremo a otro, voluntariamente ajenos al acontecer de la contienda e inmunes, pues, a las malas nuevas que la guerra pudiera generar. 

En su recorrido, que constituye el núcleo central de la novela, Ora -y, en menor medida, el propio Abram- habla sin parar para así tener presente y proteger a Ofer; y así cuenta la vida entera (Ora está un poco turbada por el hecho de estar hablando tanto, pero no es capaz de interrumpirse, porque eso es precisamente lo que tiene que hacer ahora, eso es lo que siente, tiene que describírselo con todo detalle): la suya propia y la de su familia, la de su marido y sus hijos, la de la fuerte imbricación vital -con episodios inesperados y sorprendentes que no quiero revelar aquí- de los tres amigos, la de Israel, con sus vicisitudes políticas y sus innumerables guerras, con el conflicto irresoluble entre árabes y judíos. Y su relato, que fluye incontenible, lleno de emoción, de melancolía, de vida -de nuevo la vida entera (Miles de momentos, de horas, de días, miles de hechos, infinidad de acciones, de intentos, de errores, de palabras, de pensamientos, todo para poner a una persona en el mundo)- será una forma de exorcizar el temor a la muerte del hijo, expuesto en cualquier momento a la amenaza de una bomba, de un disparo, de un atentado, pero preservado de todo riesgo mientras se mantenga vivo en el discurso de su madre. Lo que yo quiero es contártelo todo sobre él, hasta el más mínimo detalle, su vida entera, todo, aun a sabiendas de que eso es imposible, imposible, pero es lo que ahora tengo que hacer por él, explica a Abram. 

Pero, ¿cómo puede contarse una vida entera? Para eso no bastaría toda una vida. El genio de David Grossman lo logra y es por eso por lo que el torrencial flujo verbal de Ora, un personaje inolvidable, transporta al lector a las interioridades del alma de la protagonista; un lector que “conviviendo” con ella, inmerso, embebido, en su relato, se conmoverá, se emocionará, llorará, se estremecerá, se apasionará, reirá, se entusiasmará -Ora, mi semejante, mi hermana- con esa vida puesta a su alcance. 

Sin tiempo ya para más comentarios, quiero señalar -pues resulta esencial para la completa comprensión del libro y arroja luz, además, sobre los hechos actuales a cuyo entendimiento desapasionado y racional quiero contribuir, muy modestamente, con mis recomendaciones- que la escritura de La vida entera, que Grossman inició en 2003, se cierra en diciembre de 2007, un año y medio después de que Uri, el menor de sus dos hijos varones, muriera -su tanque alcanzado por un misil- en las horas finales -el 12 de agosto de 2006- de la segunda guerra del Líbano, en un muy relevante paralelismo con la situación de fondo que “revolotea” por la novela. Apenas diez días después, el 21 de agosto, publicó en El País (entre otros importantes periódicos de todo el mundo) una tristísima pero esperanzadora y muy valiente carta, con el título Nuestra familia ha perdido la guerra y en traducción de María Luisa Rodríguez Tapia, que hoy quiero dejaros como cierre a mi reseña. Sus palabras concuerdan con la idea que al principio de esta reseña os trasladaba a partir del artículo de Natalia Ginzburg y que, en síntesis demasiado limitada, resumen la que creo debe ser la posición humanista frente al conflicto: ser sensible al malestar de los otros, aunque esos otros fueran el enemigo en el campo de batalla

Tras la lúcida, inteligente, comprensiva y conmovedora carta, la versión que hace Joan Baez -un clásico, muy presente en la banda sonora de mi juventud- de Dona, Dona, una canción folclórica judía -originariamente en yidis- que suena en el libro. 


Mi querido Uri: 

Hace tres días que prácticamente todos nuestros pensamientos comienzan por una negación. No volverá a venir, no volveremos a hablar, no volveremos a reír. No volverá a estar ahí, el chico de mirada irónica y extraordinario sentido del humor. No volverá a estar ahí, el joven de sabiduría mucho más profunda que la propia de su edad, de sonrisa cálida, de apetito saludable. No volverá a estar ahí, esta rara combinación de determinación y delicadeza. Faltarán a partir de ahora su buen juicio y su buen corazón. 

No volveremos a contar con la infinita ternura de Uri, la tranquilidad con la que apaciguaba todas las tormentas. No volveremos a ver juntos Los Simpson o Seinfeld, no volveremos a escuchar contigo a Johnny Cash ni volveremos a sentir tu fuerte abrazo. No volveremos a verte andar y charlar con tu hermano mayor, Yonatan, gesticulando con ardor, ni volveremos a verte besar a tu hermana pequeña, Ruti, a la que tanto querías. 

Uri, mi amor, durante tu breve existencia todos aprendimos de ti. De tu fuerza y tu empeño en seguir tu camino, incluso aunque no tuviera salida. Seguimos, estupefactos, tu lucha para que te admitieran en los cursillos de formación de jefes de carros de combate. No cediste a la opinión de tus superiores, porque sabías que podías ser un buen jefe y no estabas dispuesto a dar menos de lo que eras capaz. Y cuando lo lograste, pensé: he aquí un chico que conoce sus posibilidades de manera sencilla y lúcida. Sin pretensión, sin arrogancia. Que no se deja influir por lo que dicen los demás de él. Que saca la fuerza de sí mismo. Desde que eras niño, eras ya así. Vivías en armonía contigo mismo y con los que te rodeaban. Sabías cuál era tu sitio, eras consciente de ser querido, conocías tus limitaciones y tus cualidades. Y, la verdad, después de haber doblegado a todo el ejército y haber sido nombrado jefe de carros de combate, se vio claramente qué tipo de jefe y de hombre eras. Y hoy oímos hablar a tus amigos y tus soldados del jefe y el amigo, el que se levantaba antes que nadie para organizar todo y que sólo se iba a costar cuando los otros ya dormían. 

Y ayer, a medianoche, contemplaba la casa, que estaba más bien desordenada después de que cientos de personas vinieran a visitarnos para ofrecernos consuelo, y dije: tendría que estar Uri para ayudarnos a recoger. 

Eras el izquierdista de tu batallón, pero te respetaban porque mantenías tus posiciones sin renunciar a ninguno de tus deberes militares. Recuerdo que me habías explicado tu "política de controles militares" porque tú también habías pasado bastante tiempo en esos controles. Decías que, si había un niño en el coche que acababas de detener, lo primero que hacías era tratar de tranquilizarle y hacerle reír. Y te acordabas de aquel niño, más o menos de la edad de Ruti, y del miedo que le dabas, y lo que él te odiaba, con razón. Pese a ello, hacías todo lo posible para facilitarle ese momento terrible, pero siempre cumpliendo tu deber, sin concesiones. 

Cuando partiste hacia Líbano, tu madre dijo que lo que más temía era el "síndrome de Elifelet". Teníamos mucho miedo de que, como el Elifelet de la canción, te lanzases en medio de los disparos para salvar a un herido, de que fueras el primero en ofrecerse voluntario para el reabastecimiento de las municiones largo tiempo agotadas. Temíamos que allí en Líbano, en esta guerra tan dura, te comportases como lo habías hecho toda la vida en casa, en la escuela y en el servicio militar, que te ofrecieras a renunciar a un permiso porque otro soldado lo necesitaba más que tú, o porque aquel otro tenía una situación más difícil en su casa. 

Para mí eras un hijo y un amigo. Y lo mismo para tu madre. Nuestra alma está unida a la tuya. Vivías en paz contigo mismo, eras de esas personas con las que uno se siente bien. No puedo ni decir en voz alta hasta qué punto eras para mí "alguien con el que correr" [título de una de las últimas novelas del autor].Cada vez que volvías de permiso, decías: ven, papá, vamos a hablar. Normalmente, íbamos a sentarnos y conversar a un restaurante. Me contabas un montón de cosas, Uri, y yo me enorgullecía y me sentía honrado de ser tu confidente, de que alguien como tú me hubiera escogido. 

Recuerdo tu incertidumbre, una vez, por la idea de castigar a un soldado que había infringido la disciplina. Cuánto sufriste porque la decisión iba a indignar a los que estaban a tus órdenes y a los demás jefes, mucho más indulgentes que tú ante ciertas infracciones. Castigar a aquel soldado, efectivamente, te costó mucho desde el punto de vista de las relaciones humanas, pero aquel episodio concreto se transformó después en una de las historias fundamentales del batallón, porque estableció ciertas normas de conducta y respeto a las reglas. Y en tu primer permiso me contaste, con un tímido orgullo, que el comandante del batallón, durante una conversación con varios oficiales recién llegados, había citado tu decisión como ejemplo de comportamiento por parte de un jefe. 

Has iluminado nuestra vida, Uri. Tu madre y yo te criamos con amor. Fue muy fácil quererte con todo nuestro corazón, y sé que tú también viviste bien. Que tu breve vida fue bella. Espero haber sido un padre digno de un hijo como tú. Pero sé que ser el hijo de Michal quiere decir crecer con una generosidad, una gracia y un amor infinitos, y tú recibiste todo eso. Lo recibiste en abundancia y supiste apreciarlo, supiste agradecerlo, y no consideraste nada de lo que recibías como algo que te fuera debido. 

En estos momentos no quiero decir nada de la guerra en la que has muerto. Nosotros, nuestra familia, ya la hemos perdido. Israel hará su examen de conciencia, y nosotros nos encerraremos en nuestro dolor, rodeado de nuestros buenos amigos, arropados en el amor inmenso de tanta gente a la que, en su mayoría, no conocemos, y a la que agradezco su apoyo ilimitado. Me gustaría mucho que también supiéramos darnos unos a otros este amor y esta solidaridad en otros momentos. Ése es quizá nuestro recurso nacional más especial. Nuestra mayor riqueza natural. Me gustaría que pudiéramos mostrarnos más sensibles unos con otros. Que pudiéramos liberarnos de la violencia y la enemistad que se han infiltrado tan profundamente en todos los aspectos de nuestra vida. Que supiéramos cambiar de opinión y salvarnos ahora, justo en el último instante, porque nos aguardan tiempos muy duros. Quiero decir alguna cosa más. Uri era un joven muy israelí. Su propio nombre es muy israelí y muy hebreo. Era un concentrado de lo que debería ser Israel. Lo que está ya casi olvidado. Lo que muchas veces se considera casi una curiosidad. 

A veces, al observarle, pensaba que era un joven un poco anacrónico. Él, Yonatan y Ruti. Unos niños de los años cincuenta. Uri, con su absoluta honradez y su forma de asumir la responsabilidad de todo lo que sucedía a su alrededor. Uri, siempre "en primera línea", con el que se podía contar. Uri, con su profunda sensibilidad respecto a todos los sufrimientos, todos los males. Con su capacidad para la compasión. Una palabra que me hacía pensar en él cada vez que me venía a la mente. 

Era un chico que tenía unos valores, ese término tan vilipendiado y ridiculizado en los últimos años. Porque en nuestro mundo loco, cruel y cínico, no es cool tener valores. O ser humanista. O sensible al malestar de los otros, aunque esos otros fueran el enemigo en el campo de batalla. Pero de Uri aprendí que se puede y se debe ser todo eso a la vez. Que debemos defendernos, sin duda, pero en los dos sentidos: defender nuestras vidas, y también empeñarnos en proteger nuestra alma, empeñarnos en protegerla de la tentación de la fuerza y las ideas simplistas, la distorsión del cinismo, la contaminación del corazón y el desprecio del individuo que constituyen la auténtica y gran maldición de quienes viven en una zona de tragedia como la nuestra. 

Uri tenía sencillamente el valor de ser él, siempre, en cualquier situación, de encontrar su voz exacta en todo lo que decía y hacía, y eso le protegía de la contaminación, la desfiguración y la degradación del alma. 

Uri era además un chico divertido, de un humor y una sagacidad increíbles, y es imposible hablar de él sin mencionar algunos de sus "hallazgos". Por ejemplo, cuando tenía 13 años, le dije: imagínate que puedas ir con tus hijos un día al espacio, como vamos hoy a Europa. Y él me respondió sonriendo: "El espacio no me atrae demasiado, en la tierra se encuentra de todo". 

En otra ocasión, en el coche, Michal y yo hablábamos de un nuevo libro que había despertado gran interés y estábamos citando a escritores y críticos. Uri, que debía de tener nueve años, nos interpeló desde el asiento de atrás: "¡Eh, los elitistas, recordar que lleváis detrás a un inculto que no entiende nada de lo que decís!". 

O, por ejemplo, una vez que tenía un higo seco en la mano (le encantaban los higos): "Dime, papá, ¿los higos secos son los que han cometido un pecado en su vida anterior?". 

O cuando me resistía a aceptar una invitación a Japón: "¿Cómo puedes decir que no? ¿Tú sabes lo que es vivir en el único país en el que no hay turistas japoneses?". 

En la noche del sábado al domingo, a las tres menos veinte, llamaron a nuestra puerta y por el interfono se oyó la voz de un oficial. Fui a abrir y pensé: ya está, la vida se ha terminado. 

Pero cinco horas después, cuando Michal y yo entramos en la habitación de Ruti y la despertamos para darle la terrible noticia, ella, tras las primeras lágrimas, dijo: "Pero seguiremos viviendo, ¿verdad? Viviremos y nos pasearemos como antes. Quiero seguir cantando en el coro, riendo como siempre, aprender a tocar la guitarra". La abrazamos y le dijimos que íbamos a seguir viviendo, y Ruti continuó: "Qué trío tan extraordinario éramos, Yonatan, Uri y yo". 

Y es verdad que sois extraordinarios. Yonatan, Uri y tú no erais sólo hermanos, sino amigos de corazón y de alma. Teníais un mundo propio, un lenguaje propio y un humor propio. Ruti, Uri te quería con toda su alma. Con qué ternura te hablaba. Recuerdo su última llamada de teléfono, después de expresar su alegría por el alto el fuego que había proclamado la ONU, insistió en hablar contigo. Y tú lloraste después. Como si ya lo supieras. Nuestra vida no se ha terminado. Sólo hemos sufrido un golpe muy duro. Sacaremos la fuerza para soportarlo de nosotros mismos, del hecho de estar juntos, Michal y yo, nuestros hijos, y también el abuelo y las abuelas que querían a Uri con todo su corazón -le llamaban Neshumeh (mi pequeña alma)-, y los tíos, tías y primos, y todos sus amigos del colegio y el ejército, que están pendientes de nosotros con aprensión y afecto. 

Y también sacaremos la fuerza de Uri. Poseía una fuerza que nos bastará para muchos años. La luz que proyectaba -de vida, de vigor, de inocencia y de amor- era tan intensa que seguirá iluminándonos incluso después de que el astro que la producía se haya apagado. Amor nuestro, hemos tenido el enorme privilegio de haber estado contigo, gracias por cada momento en el que estuviste con nosotros. 

Papá, mamá, Yonatan y Ruti.

Videoconferencia
David Grossman. La vida entera

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