Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de marzo de 2024

ABRAHAM B. YEHOSHUA. EL SEÑOR MANI; AMOS OZ. UNA HISTORIA DE AMOR Y OSCURIDAD

Buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, os saluda y os invita a adentraros con nosotros, una semana más, en el apasionante territorio de los libros. Hoy, día 20 de marzo, cerramos el programa por este trimestre y clausuramos también una serie de emisiones que, siguiendo un hilo conductor de fronteras algo difusas, hemos dedicado estos últimos miércoles a novelas ambientadas en lugares, espacios o regiones en las que las convulsiones históricas, las guerras y los conflictos violentos han marcado -y en algunos dramáticos casos lo siguen haciendo- las existencias de sus pobladores. Así, el pasado 21 de febrero, y ante la proximidad del segundo aniversario de la invasión de Ucrania por los ejércitos rusos, os presenté Un hogar para Dom, el espléndido libro de la infortunada Victoria Amelina, una muy singular aproximación a la historia de su país escrito por una joven autora que vio truncada su vida con solo treinta y siete años tras un bombardeo ruso sobre una población cercana al frente de guerra. Una semana después, el 28 de febrero, asistíamos al desmoronamiento del régimen comunista ultraortodoxo de la Albania soviética a partir de otra entrañable historia familiar -pero no solo- escrita por la muy inteligente Lea Ypi, en una novela, Libre, que ha conocido un extraordinario éxito de ventas y está siendo traducida a numerosos idiomas. El 6 de marzo cambiábamos el foco de nuestra mirada para acercarnos, cuando estaban a punto de cumplirse los cinco meses de los atentados de Hamás, a la ancestral contienda palestino-israelí, con tres obras que, desde el lado judío, mostraban la realidad histórica de aquellas regiones en permanente conmoción: Daniel Stein, intérprete, de Liudmila Ulítskaya, El parisino, de Isabella Hamad, y La vida entera, una obra mayor de David Grossman. Atravesando las trincheras y situándonos en el lado palestino del conflicto, hace siete días os propuse la lectura de Una trilogía palestina, de Gassán Kanafani, del controvertido Un detalle menor, de Adanía Shibli, y de un par de “novelas gráficas periodísticas”, Palestina y En la franja de Gaza, obras ambas debidas al talento del magistral Joe Sacco, que proponían, todas ellas, un acercamiento de parte a los acontecimientos que desde hace casi ochenta años llevan repitiéndose en aquella muy agitada región del mundo. 

Esta tarde volvemos a los enfrentamientos entre israelíes y palestinos con dos libros que, escritos por autores judíos, ofrecen sin embargo una mirada en cierto modo equilibrada (no diré desapasionada porque en asuntos de tal carga emocional no siempre resulta fácil, por ponderado que se quiera ser, mantener la neutra y aséptica ecuanimidad) sobre el pasado e iluminan la realidad presente, pues su planteamiento resulta extraordinariamente vigente pese a ser obras escritas en 1989 y 2002, respectivamente. Se trata de El señor Mani, de Abraham B. Yehoshua, y de Una historia de amor y oscuridad, quizá el título más destacado de Amos Oz, quizá su obra más conocida y difundida, por lo que voy a dedicarle un espacio menor en el programa, limitándome a un mero recordatorio de su interés y su importancia. Junto al mencionado David Grossman, Amos Oz y Abraham Yehoshua conforman la trilogía de grandes nombres de la literatura hebrea contemporánea. 

Como he hecho en los anteriores programas dedicados a los trágicos sucesos que ahora asuelan a Gaza, quiero dejar una previa y breve nota con mi toma de posición sobre el asunto. Una toma de posición que, por un lado, deje claro mi rechazo tanto a la inusitada violencia protagonizada por los terroristas de Hamás el 7 de octubre de 2023, como a la aparentemente desproporcionada reacción de Israel, que ha provocado hasta el momento más de 30c.000 muertos, muchos de ellos mujeres y niños; y, por el otro, que reafirme mi voluntad de intentar una reflexión argumentada y racional, objetiva y neutral sobre un conflicto con tantas aristas, tantas facetas, tantos puntos de vista, tantos antecedentes históricos, tantas versiones, tantos enfoques, tantos intereses contrapuestos, tantas motivaciones, tantas interpretaciones, tantas justificaciones, tantas explicaciones y criterios tan diversos, y, sobre todo, tantos agravios y tantos sufrimientos en ambos bandos, que parece imposible mantener una posición justa, serena, responsable, imparcial, equitativa y mesurada. 

Todos los libros un libro es un programa de recomendaciones de lectura y no un espacio para que nadie -ni mucho menos yo mismo, su responsable, ni por conocimiento, ni por voluntad- se pronuncie sobre política internacional, manifieste planteamientos ideológicos, aporte tesis geoestratégicas o emita dictámenes más o menos categóricos sobre una cuestión tan vidriosa. Mi modesta aportación desde la radio de cara a la deseada resolución de estos conflictos, más allá de transmitir mis ideas sobre el asunto, irrelevantes en tanto insuficientemente fundadas, se limita a proporcionar a los oyentes algunas referencias de libros que, sin apriorismos, sin tomas de partido rígidas, sin maniqueísmos simplificadores, ayuden a quienes se decidan a leerlos a conocer la situación y a formar criterio sobre la historia, el contexto, las vivencias, las experiencias de unos individuos y unos lugares que, aun siendo creaciones ficticias, están lo suficientemente arraigados en la realidad como para resultar valiosos e iluminadores sobre lo que se está viviendo. Unos libros que permitan entender -o al menos intentar hacerlo- cuáles son las distintas razones de los contendientes y, sobre todo, cuáles son sus sentimientos, sus emociones, sus anhelos, sus pesares, sus ilusiones, sus esperanzas, también sus reivindicaciones, sus ansias de venganza, su dolor, sus padecimientos, sus sacrificios, su resentimiento, su rencor, su odio. 

En las dos emisiones precedentes en las que la interminable disputa entra Israel y Palestina ha ocupado el centro de nuestro espacio he querido, antes de entrar en el análisis de los libros presentados, dejaros las opiniones de algunos escritores que, en estos meses, se han pronunciado sobre los hechos de una manera que a mí me ha parecido muy interesante, privilegiando la empatía, la compasión, el análisis equilibrado y ecuánime, comprensivo y bienintencionado frente al rígido fanatismo, las certezas indemostradas, la absurda seguridad de hallarse en posesión de la verdad, la férrea y ciega defensa a ultranza de unas ideas dogmáticas que no se quiere someter a discusión. Así, transcribí aquí esclarecedores fragmentos de textos de Arcadi Espada, Piedad Bonnet, Colum McCann y Amanda Mauri. Y así, igualmente, os ofrezco hoy alguna otra contribución de extraordinaria lucidez, de apreciable clarividencia y, lo cortés no quita lo valiente, de enorme solidaridad y muy valiente compromiso. El 3 de diciembre de 2023, Irene Vallejo, publicó en El País Semanal un artículo, titulado Los ojos del enemigo, en el que escribía: 

En momentos de dilemas y conflictos, no hay ejercicio más difícil —y quizás, más esencialmente humano— que preguntarse por las razones y emociones del adversario. Reconocer que la línea divisoria entre barbarie y civilización no es una frontera territorial, sino un trazo ético oscilante dentro de cada país, de cada grupo, de cada individuo. Rebatir el espejismo de la aparente unanimidad. Engañados por esa falacia, contemplamos a los desconocidos, enemigos o extranjeros como grupos monolíticos con posiciones hostiles nítidas. Encajamos a los demás en un molde único que justifique nuestra enemistad, cuando ni siquiera nosotros mismos logramos poner de acuerdo nuestras propias contradicciones y polifonías interiores. Quizás convivir exija atrevernos a descubrir un territorio nuevo: el rostro de quienes no son nosotros. 

Desde un enfoque parecido y con un planteamiento similar al de Irene Vallejo -que es también el mío propio-, la escritora portuguesa Lídia Jorge, en una tribuna en El País del 28 de enero de este año y bajo la rúbrica de De visita en casa ajena, glosaba unas palabras de unos de los invitados de esta tarde, Amos Oz, de la siguiente manera: 

Fue la primera vez que oí decir a alguien que el conflicto era tan difícil de resolver porque era una disputa entre unos que tenían razón y otros que también la tenían. Entre unos que estaban equivocados y otros que lo estaban también. Entre unos que tenían derecho a algo y otros a quienes también les asistía ese derecho. Por primera vez oí decir a alguien que se acordaba de que los campos cercanos al castillo de Jerusalén pertenecían a los palestinos. Por primera vez oí pronunciar la aserción, acuñada por el propio Amos Oz, de que era necesario hacer la paz, no el amor, y explicar el significado de una frase que solo en apariencia es una paradoja. Fue la primera vez que oí que se culpaba a Europa, no por interpretar la creación del Estado de Israel como muestra de enmarañados remordimientos, sino por el hecho de que los europeos se comportaran como fanáticos, apoyando a unos como los buenos frente a otros, los malos, sin comprender que su papel, a causa de la culpa que los persigue, es el de contribuir a un compromiso entre dos pueblos destinados a entenderse, de modo que ambos pierdan y ambos ganen. 

Y el propio Amos Oz, en una conferencia, La cuenta no está cerrada, impartida en la Universidad de Tel Aviv, en julio de 2018, decía: 

Los palestinos libran dos guerras al mismo tiempo. Una, para lograr su libertad, es justa. La otra no lo es, porque es para que los israelíes no estemos aquí. Si es necesario, lucharía con un fusil para evitarlo. El problema es que los israelíes también libramos dos guerras. Una, para ser un pueblo libre en nuestra tierra, es justa. Pero no es justa la guerra para tener dos o tres habitaciones más en detrimento del vecino. Esto confunde en el mundo, que quiere saber quién es el bueno y el malo. Pero en las dos partes hay un Doctor Jekyll y un Mister Hyde. 

En realidad, desde hace decenas de años se llevan a cabo aquí dos guerras. Los árabes palestinos luchan dos guerras contra nosotros, simultáneamente, no una después de la otra. Una de ellas es justa como ninguna, y la otra, odiosa y malintencionada. La que es justa como ninguna es la lucha de los palestinos para ser un pueblo libre en su tierra. Sin opresión, sin esclavización, sin barreras, sin humillación, sin expoliación, sin explotación y sin matanzas. Toda persona honrada, aunque no justifique los medios, dice que el fin de esa lucha es justo. Pero simultáneamente, el pueblo palestino conduce una guerra para que nosotros no tengamos el derecho de ser un pueblo libre en su tierra. Para que no tengamos aquello que ellos reclaman para sí mismos. Para que no estemos aquí o que nos quedemos como vasallos. Dr. Jekyll y Mr. Hyde simultáneamente. 
Y entre nosotros pasa lo mismo. El pueblo de Israel, en la Tierra de Israel, lucha una guerra justa como ninguna, que es la base del pensamiento sionista: ser un pueblo libre en nuestra tierra. Que no tengamos amos, que no seamos una minoría, que no nos persigan, que no nos discriminen, que no nos humillen. Pero simultáneamente entramos en guerra para ampliar en dos habitaciones nuestra vivienda a costa del vecino. Confunde mucho… Tanto de un lado como de otro hay un Dr. Jekyll y un Mr. Hyde. Confunde mucho… 
En realidad, aquí hay dos guerras en ambos lados

Y es en este escenario de matices, de ambigüedad, de sutilezas, de dudas, paradojas e incertidumbres, de inseguridades, de puntualizaciones, de detalles, de finura intelectual, de rigor, de análisis escrupuloso, de examen concienzudo, de comprensión, de ausencia de dogmas categóricos, en donde aparece la literatura, con sus claroscuros, sus certidumbres imposibles, sus paradojas, sus vacilaciones, sus indecisiones y sus titubeos, sus contradicciones y sus interrogantes, su rechazo a lo inapelable, lo concluyente, lo terminante. Y la literatura, la gran literatura, de excepcional calidad, magnífica, rebosa de las dos obras que, ya sin más dilación, paso a comentaros. 

En primer lugar os traigo El señor Mani, una novela escrita en 1989 por el israelí Abraham B. Yehoshua y publicada por la Editorial Duomo en 2015, en traducción del hebreo de Ana María Bejarano. Yehoshua, que había nacido en 1936 en una Jerusalén que será el centro del libro, falleció hace casi dos años, en junio de 2022, en Tel Aviv, dejando una extensa obra que cuenta con novelas, ensayos, cuentos y teatro en su haber. De origen sefardí, titulado en Literatura Hebrea y Filosofía, fue docente durante medio siglo en la Universidad de Haifa. Con un pensamiento de izquierdas y militante en el pacifismo, Yehoshua defendió siempre la tesis de los dos Estados para resolver el conflicto en su país, aunque en los últimos años de su vida, convencido de la imposibilidad de esta opción, se decantaba por la de un único Estado en el que convivieran con autonomía y armónicamente ambos pueblos, el palestino y el israelí. Su voz, sus ideas, sus planteamientos, siempre atentos a la historia y al presente de la región, resultan, por tanto, muy relevantes a la hora de intentar entender y formar opinión sobre el muy complejo fenómeno que lleva décadas provocando el sufrimiento y el dolor de millones de seres humanos. Y esa voz, esas ideas y esos planteamientos están muy presentes en sus libros, traducidos en España desde hace muchos años, en Muchnik, Anagrama, Siruela y, más recientemente, en Duomo, en donde han aparecido cuatro o cinco de sus novelas: El amante, La figurante, El túnel, El cantar del fuego y esta El señor Mani que esta tarde os presento, entre otras. 

El libro se articula en torno a cinco largos diálogos/monólogos. Diálogos porque, en efecto, en cada sección nos encontramos con dos personajes que hablan entre sí; monólogos porque, en una opción estilística poco convencional, de esas conversaciones el autor solo nos ofrece las palabras de uno de los dos interlocutores, aunque presentadas con incisos, apostillas, réplicas y puntualizaciones del hablante que permiten al lector “deducir” cuáles son las líneas de diálogo, las respuestas e interpelaciones de la otra parte, de un “otro” que, por lo demás, permanece “ausente” pues se nos hurtan sus intervenciones. En este “juego” se halla el primer elemento “experimental” de una novela que, en su estructura, presenta más de una muestra de este carácter poco usual y, en cierto modo, vanguardista. Entre ellos, el hecho de que, antes de la “transcripción” de cada diálogo aparezca una suerte de prólogo -Los interlocutores- en el que se nos informa del lugar y la fecha de la conversación así como de la biografía y de algún rasgo de la personalidad de cada uno de los hablantes. Del mismo modo, tras la fragmentaria reproducción de la charla, una especie de epílogo -Apéndices biográficos- da cuenta de la evolución de los personajes, de su trayectoria biográfica posterior y también de su destino (por así decirlo), de tal modo que cada capítulo se organiza siguiendo una especie de orden narrativo, que secuencia el antes, el durante y el después del diálogo. Además, contribuyendo a este carácter muy original del esquema argumental, las cinco conversaciones se presentan siguiendo un curso cronológico inverso, que va desde lo más reciente hasta lo más remoto, pues la primera de ellas tiene lugar el 31 de diciembre de 1982 y la última el 12 de diciembre de 1848, con calas en agosto de 1944, abril de 1918 y octubre de 1899. Hay, por fin, otro aspecto significativo -siempre a la luz de esta naturaleza algo experimental del texto-, que reside en que en todos los diálogos (salvo en el último, como luego veremos) el señor Mani que da título al libro, siendo el hilo conductor que engarza los distintos fragmentos, tiene una presencia lateral, más o menos relevante pero, en cualquier caso, tangencial a los hechos que la correspondiente charla relata. De este modo, la historia de seis generaciones de los Mani se nos entrega de una manera parcial, fragmentaria e incompleta, a través de una mirada siempre indirecta, conformada a partir de retazos y llena por tanto de vastas lagunas, en una parece que voluntaria opción de Yehoshua por huir de la consabida saga familiar que presenta en un avance progresivo las vicisitudes de una estirpe a lo largo de los años. El riesgo que ello supone, solventado a mi juicio con indudable éxito, es que el lector pueda no entender de entrada cuál es la lógica interna que entrelaza los distintos capítulos y las vivencias de los diferentes personajes, y deba esperar al final -hay, pues, algo de rompecabezas o de thriller en la obra- para descubrir el sentido último que da coherencia y explica el todo. 

No hay, en consecuencia, un argumento único que enlace las cinco historias, más allá de ciertas pautas comunes -aparte de la presencia más o menos incidental de un señor Mani cuyo árbol genealógico va, poco a poco, desvelando sus ramas- que constituyen el núcleo sustancial de la propuesta del autor: la herencia, los vínculos entre generaciones, la familia, el amor, la lealtad, la traición y la reconciliación, la identidad, el judaísmo, las persecuciones y la errancia, el trágico legado judío, sus tradiciones, su cultura y su historia, la imposible búsqueda, para un pueblo desgarrado, de la paz, la estabilidad y el sentido de la existencia, las constantes ocupaciones de la región (De nuevo unos extranjeros han venido a reemplazar a otros extranjeros), la difícil convivencia entre vecinos enfrentados en una tierra condenada, un inmenso y eterno campo de batalla marcado por la desgracia, y otros muchos temas subyacentes, a los que se aluden entre innumerables motivos simbólicos. La narración abarca, ya se ha dicho, diferentes episodios históricos, siempre de adelante hacia atrás: la guerra del Líbano, la creación del Estado de Israel, la Segunda Guerra Mundial, la Gran Guerra, el Mandato británico, el importante Tercer Congreso Sionista, muy a finales del siglo XIX, el dominio otomano. Y todo ello, los distintos relatos, ambientados, en una recreación que traslada de manera muy convincente al lector a muy variados escenarios, en algunos de los más significativos “lugares del judaísmo”: Mashabei Sadé, un kibutz en el sur de Israel, Beirut, en el Líbano, Heraclión, en Creta, Cracovia, Atenas, Salónica, Estambul y, por supuesto, una Jerusalén cosmopolita, auténtico melting-pot de razas, culturas y religiones, en la que conviven judíos asquenazíes y sefardíes, cristianos y musulmanes, turcos e ingleses, europeos y árabes. 

En la primera de las conversaciones, Agar Shiloh, una joven de diecinueve años nacida en un kibutz, huérfana de guerra, al haber perdido a su padre en la guerra de los Seis Días, cuando ella apenas tenía cinco años, habla con su madre, Yael Shiloh, de soltera Kramer. Agar, terminado su largo y obligatorio servicio militar y renuente a continuar su vida en un entorno regido por las normas estrictas que imponen sus dirigentes, entre otros su propia madre, secretaria del kibutz, muy rígida y hasta extremista ideológicamente, se instala en Tel Aviv, en casa de su abuela paterna, para estudiar el curso preparatorio al ingreso en el Departamento de cine de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de la capital israelí. La chica realiza una visita fugaz al kibutz para comunicarle a su madre su embarazo de Efraím, un estudiante de Máster, mayor que ella y movilizado ahora como reservista en el frente libanés, pese al acuerdo de paz, firmado entre Jerusalén y Beirut. La conversación, de la que solo conocemos las palabras de la muchacha y en la que afloran las discrepancias entre ambas a propósito del fanatismo radical de la madre, que defiende una “pureza” exacerbada en la consideración de la cuestión judía, la sensación de desamparo de una chica crecida sin padre, los conflictos, latentes en la vida cotidiana, derivados de la convivencia árabe-israelí (especialmente notorios en un pasaje que se desarrolla en un hospital palestino en Jerusalén, a donde acude Agar por una urgencia), entre otros temas, pronto se centra en la figura del señor Mani, el padre de Efraím, al que, a petición del chico, preocupado por la falta de respuesta a sus llamadas, Agar visitará en su casa jerosolimitana, en donde caerá fascinada, rendida incondicionalmente a la seductora atracción del adulto, un juez del que, poco a poco, irá conociendo retazos de su vida y de la de algunos de sus antepasados (en un relato en el que se deslizarán ciertas pistas, recurrencias e iteraciones que, de modo sutil, permitirán al lector ir engarzando las historias tanto a través de datos biográficos de los antecedentes familiares, que se van espolvoreando aquí y allá, como mediante trazos leves que se repiten y conectan las distintas narraciones: el color rojo de unos cabellos, ciertos nombres de lugares, una clínica ginecológica que reaparece una y otra vez, un abrigo de piel de zorro, una recalcitrante tendencia a la soltería, la nieve que, en unas etapas y otras, se cierne sobre Jerusalén, las obsesivas tendencias autodestructivas y la propensión al suicidio que manifiestan algunos personajes, en una suerte de permanente juego de espejos, objetos con un significativo valor alegórico en algunos tramos de una novela plagada de simbolismos). 

El segundo diálogo nos lleva a la Segunda Guerra Mundial y se desarrolla en Creta en agosto de 1944. Allí, en Heraclión, cerca del palacio del legendario laberinto de Cnosos, conocemos a Egon Bruner, veintidós años, un soldado alemán hijo del almirante Werner Sauchon (la clave para entender la diferencia entre los apellidos de padre e hijo forma parte de la historia que se nos narra), que fuera uno de los más altos mandos militares germanos durante la Primera Guerra Mundial, y que ha desembarcado en la isla formando parte de la brigada paracaidista que intentaría la ocupación de Creta por los nazis. Su interlocutora es su madre, Andrea Sauchon, una anciana adepta al Reich y discreta pero firmemente antisemita, que convive con el dolor, nunca olvidado, de la muerte de su primer hijo, muy anterior al nacimiento de Egon, y que usa las relaciones derivadas de la posición y el prestigio de su marido ya difunto, para conseguir un permiso para viajar a Creta (un desplazamiento imposible sin esas influencias en esa zona y en época de guerra) en donde, de manera muy breve, podrá hablar con su hijo. Como en el caso anterior -y, en realidad, como en los cinco capítulos de la novela- en la conversación surgen temas laterales -la peripecia militar del chico, surcada de vicisitudes; su relativamente plácida vida en Creta, en donde en esas fechas todo el mundo da a Alemania por derrotada en la guerra; las referencias mitológicas de la región y las connotaciones filosóficas de un lugar, el punto más meridional de la Europa dominada por Hitler, que parece encarnar la esencia del espíritu del Reich; las delirantes tesis nazis sobre la raza, la naturaleza, el pueblo elegido, la conquista del mundo, la instauración de una nueva era y el acabamiento de los judíos (los judíos son la verdadera razón de todos nuestros movimientos, el punto que siempre tenemos tras la mirilla en esta guerra); las reflexiones sobre el terrible conflicto bélico- que, pronto, dan paso a la presencia de un nuevo señor Mani, Josef, un individuo temeroso y que con su hijo y su nuera, aparentemente civiles griegos, intentan pasar desapercibidos en aquellos parajes remotos. Los Mani, judíos de Jerusalén y antepasados -abuelo y padre- del juez del primer relato, viven exiliados en Creta, intentando esconder su condición étnica y escapar de la persecución nazi que, pese a ello, caerá sobre ellos en la figura del inexperto paracaidista Bruner. 

La huida a Creta de ese Josef Mani se explicará en el tercer capítulo del libro, que presenta, en Jerusalén, en abril de 1918, al teniente Ivor Stephen Horowitz, un también muy joven judío de Manchester de ascendencia rusa, que, interrumpidos sus estudios de Derecho en la Universidad de Cambridge, será movilizado en la Primera Guerra Mundial y, tras diversos destinos militares en el pavoroso frente francés, obtendrá destino en el Oriente Medio, Egipto en primer lugar y Palestina después. En Jerusalén se le encargará la investigación de un caso de espionaje protagonizado por este nuevo señor Mani, un hombre refinado y culto, que se desenvuelve disfrazado de pastor, del que se sospechaba que pasaba información “sensible” a los árabes -mapas, informes, proclamas-, además de agitar a los palestinos contra los sucesivos ocupantes, turcos, británicos y judíos que empiezan a llegar en masa a la región (les decía que eran como la plaga de la langosta que está en el desierto y de repente cae sobre los campos). Las autoridades británicas, implacables, esperan de él que logre de los jueces un castigo ejemplar porque a causa de este hombre se ha perdido toda la artillería del otro lado del Jordán así como la vida de muchos soldados, por lo que se encargará usted de que se le castigue con la muerte lo más rápida y eficazmente posible, porque si un judío condena a muerte a otro judío, ¿quién va a negarse a aceptar la sentencia? Hasta será ejecutada con especial complacencia. Horowitz comentará los detalles del caso, mientras saca a la luz la biografía del sospechoso, con el coronel Michael Woodhouse, una institución del Ejército de Gran Bretaña, que sirvió en Extremo Oriente, en la India, la actual Malasia y Ceilán, en el Marne y en el Somme, y que ahora, mutilado de guerra e incapacitado para el servicio activo, preside en Jerusalén los distintos juicios militares que tenían lugar en la zona. 

La voz que habla en la cuarta historia, es la del doctor Efraím Shapiro, que en la finca familiar de Jelleny-Szad, en la Galitzia occidental, muy cerca de Cracovia, y al regreso de un breve viaje a Jerusalén, habla con su padre, Shalom Shapiro, a finales de 1899, para contarle las circunstancias de su viaje. Efraím, que con veintinueve años y ya médico sigue siendo un muchacho solitario, tímido, melancólico y soltero, vive con sus padres en la vivienda paterna que no ha abandonado salvo para sus estudios y, ahora, para una fugaz salida a Basilea, en donde se celebraría el Tercer Congreso Sionista, al que acude con su jovencísima hermana Linka, en representación de su progenitor, delegado de su distrito en el Congreso. El matrimonio Shapiro concibió el viaje para que el poco sociable Efraím conociera también él el nuevo movimiento y con la velada esperanza de que conociera a alguna muchacha judía de la que se enamorara, pues la prolongada soltería del hijo y su distanciamiento de los ambientes judíos tenían muy preocupados a los esposos. Entre los apasionados debates del congreso, y los enfervorizados discursos, incapaces de entusiasmar incluso al muy poco comprometido joven (a mí no había dejado de corroerme la duda de si estaríamos preparados para vivir esa aventura, si había que apresurarse así y mostrarse a los ojos del mundo, si no sería un error exponer públicamente nuestras debilidades en lugar de seguir mamando de la leche de los pueblos entre los que hemos vivido, para fortalecernos un poco más antes de precipitarnos hacia la responsabilidad de tener una bandera y un himno, pensará, en relación con las propuestas de creación de un estado judío en Palestina), los hermanos conocerán a Moshe Mani, un ginecólogo de Jerusalén que ha viajado a Europa para conseguir fondos con los que poder ampliar la clínica que había abierto en su ciudad unos cuantos meses antes. Atraído por la belleza de Linka y viendo en Efraím, y en su condición de médico, un posible colaborador, invitará a la pareja, que cambiará sus planes originales y acompañará al cuarto señor Mani de la novela a Jerusalén. Efraím relata a su padre las interioridades del congreso sionista, el encuentro con los antiguos colegas de Shalom presentes en el cónclave, el éxito entre los hombres de una Linka que, libre de la sujeción familiar y en los desprejuiciados inicios de su juventud, se muestra atrevida y deslumbrante, y, claro está, la aparición del señor Mani y la consiguiente breve estancia en Palestina. 

El libro se cierra con un diálogo postrero en el que, por primera vez, es un Mani el que toma la palabra. En este caso además, la larga perorata de Abraham Mani tiene dos destinatarios, bien que mudos, por opción estilística la primera, Flora Haddaya, y por una enfermedad que lo tiene paralizado y en estado casi vegetativo el segundo, el Rabí Shabbetay Hananiah Haddaya, anciano esposo de Flora y casi cuatro décadas mayor que ella. Estamos a finales de 1848, en una Atenas que en esos años disfruta ya de su independencia aunque el relato se retrotrae hasta el siglo XVIII y los primeros años del siglo XIX, con el declive del Imperio otomano y la rebelión del pueblo griego frente a los gobernantes turcos. La historia que narra Abraham, llena de peripecias, desplazamientos, conflictos familiares, algún amor apasionado y hasta muy sorprendentes enigmas que no puedo revelar -entre otras razones porque el autor no lo hace hasta las páginas finales de la novela-, partiendo de su abuelo y patriarca del clan, un Eliyahu Mani, proveedor de forraje de la caballeriza de los jenízaros del ejército turco y que viaja por la Europa de la Revolución francesa y, más tarde, de Napoleón, antes de instalarse en Salónica, donde florecía una próspera comunidad judía, se centra en la relación entre el propio Abraham y el sabio Shabbetay Hananiah Haddaya, con el que de joven había estudiado en la academia talmúdica que en Constantinopla dirigía el rabino, una de las más destacadas y valiosas personalidades rabínicas del Imperio otomano. En un significativo juego dual, al modo de esos espejos que -ya se ha dicho- pueblan el relato y multiplican sus ecos, la narración involucra a Abraham, su hijo Yosef, y a Flora y su joven sobrina Tamara, con la permanente sombra del rabino, que irradia su influencia sobre todos ellos. En el capítulo se descubren las claves -mitológicas, bíblicas, religiosas, psicológicas, culturales- que mueven a los personajes y que operan como metáfora del trágico sentimiento de culpa que acompaña al pueblo judío en su difícil transcurrir por el mundo. 

Mi excesivo detenimiento en el comentario de esta novela excelente, me impide ya hacer lo mismo con otra obra soberbia, Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz, limitación menos gravosa por cuanto el libro, un verdadero long-seller, es mucho más conocido, convirtiéndose desde su publicación en un auténtico clásico, con traducciones a una treintena de idiomas, y constituyendo hoy una referencia indispensable para comprender el muy enconado y en apariencia irresoluble conflicto palestino-israelí. En España también se han multiplicado sus ediciones desde que apareció por primera vez, en 2004, un año después de su publicación en Israel, en el seno de la editorial Siruela, que alberga una numerosa muestra de la vasta obra de su autor. La traducción es de Raquel García Lozano. Debo decir también que fue entonces, hace veinte años, cuando yo leí el libro y que no he podido volver a hacerlo ahora, razón por la que, siendo mis recuerdos difusos y escasas mis notas de lectura de aquel tiempo, la brevedad de mi análisis, que lamento (no tanto los improbables lectores de este blog y los escasos seguidores del programa) dada la entidad de la obra, es debida también a esa circunstancia. 

Una historia de amor y oscuridad es una singular autobiografía novelada de su autor, el escritor israelí Amos Oz, nacido en Jerusalén en 1939 como Amos Klausner (cambió su apellido, decidido a dejar atrás su pasado: a los catorce años y medio, unos dos años después de la muerte de mi madre [en un suicidio que marcó la vida de Amos: Mi madre puso fin a su vida en la casa de su hermana, en la calle Ben Yehuda de Tel Aviv, la noche, entre el sábado y el domingo, del 6 de enero de 1952, escribe en el capítulo postrero del libro], maté a mi padre y maté a toda Jerusalén [“asesinatos”, ambos, obviamente metafóricos], me cambié el apellido y me fui solo al kibbutz Hulda para vivir allí sobre las ruinas). Profesor de literatura, autor de varias decenas de obras, entre novelas, cuentos, artículos, ensayos y poemas, galardonado con los más prestigiosos premios literarios, entre ellos el Príncipe de Asturias de las Letras en 2007, eterno candidato al Nobel, Oz ha sido -y sigue siendo tras su muerte en 2018 en Tel Aviv- una figura de referencia de la literatura hebrea, un intelectual libre, comprometido, desde su posición abiertamente izquierdista, con la muy compleja causa de su pueblo, que siempre defendió con lucidez, valentía e independencia de criterio, indiferente a las críticas surgidas de uno y otro lado de las partes en conflicto, como puede colegirse de los dos fragmentos con los que he iniciado mi reseña de esta tarde. 

El libro que ahora os comento, sin duda su título más relevante, narra la infancia y la adolescencia de Amos, primero en Jerusalén y luego en Tel Aviv, en un relato en el que los límites temporales se difuminan, yendo hacia adelante y hacia atrás en los acontecimientos referidos. Con una voz narrativa que nos habla en la primera persona del propio Amos, el libro da cuenta de la historia de cuatro generaciones de su familia, los Klausner, que atraviesan el siglo XX, con un trasfondo en el que afloran las persecuciones nazis, el nacimiento del Estado de Israel y los enfrentamientos entre palestinos y judíos en episodios, estos últimos, que, por desgracia, siguen presentes en nuestros días. Esta estructura no lineal de la novela y el hecho que se entrelace la historia personal y familiar con la colectiva, dotan al libro, voluminoso en sus más de seiscientas páginas, de una muy evidente carga de complejidad y profundidad. La interconexión entre el pasado y el presente, entre los sucesos personales y los acontecimientos históricos, las múltiples líneas narrativas en las que se desarrolla el relato, los distintos estilos y técnicas literarias, siendo de especial densidad en ocasiones para el lector, están construidos de manera soberbia, en un texto que es a la vez íntimo y de alcance universal. 

En este repaso a vuela pluma -forzado, insisto, por la falta de tiempo y por la vaguedad de mis recuerdos-, quiero subrayar, sin embargo, algunos aspectos esenciales de la “novela”. En primer lugar, y en ese ámbito doméstico y familiar, destaca la descripción detallada y nítida, llena de pormenores muy precisos sobre su realidad, de la atmósfera del hogar y su caracterización física, del entorno geográfico, de los lugares en los que se desarrolla su vida y, sobre todo, de sus propias experiencias y las de los miembros de su familia, sus amigos y conocidos, a los que se da voz y cuyos pensamientos y emociones explora, en una dimensión colectiva o coral del libro. El eje principal sobre el que gravita esta vertiente de la obra lo forman los padres de Amos, circunstancia que resulta ostensible desde la propia portada del volumen de Siruela. El progenitor, Arie, es bibliotecario en la Biblioteca Nacional, profesor fracasado (una especie de intelectual desarraigado y miope a quien no le salía nada a derechas), escritor de libros sobre la novela en la literatura hebrea y sobre la historia de la literatura universal, profundamente inmerso en su amor por la lengua hebrea y su fervor sionista, un hombre culto, ilustrado, educado y categórico, pero también cohibido; con corbata, gafas redondas y la chaqueta un poco rozada, hacía una ligera reverencia ante sus superiores, corría a abrirles la puerta a las señoras, se mantenía firme para proteger sus escasos derechos, citaba con emoción versos en diez idiomas, se esforzaba siempre en ser afable y divertido, contaba una y otra vez los mismos chistes, en descripción aguda y algo despiadada de su hijo; siendo esa ruidosa e intensa logorrea una forma extrema de luchar contra las decepciones y las frustraciones de su vida. La madre, Fania, es una mujer bella y misteriosa, melancólica y reflexiva, sensible y poética, incapaz de encontrar un equilibrio entre su infancia y primera juventud en Rovno, pueblo hoy ucraniano y en su momento polaco, de donde tuvo que huir, expulsada de la universidad, y después de la de Praga, a causa del antisemitismo y las restricciones impuestas a los judíos y la furia exterminadora nazi, y su actual vida cotidiana adulta, salvada de milagro en Jerusalén, casada allí con Arie y saliendo adelante entre el polvo y la pobreza de una ciudad en busca de identidad, bajo el control británico y con la amenaza y la ira de los árabes. La figura materna adquiere un papel central a lo largo de la historia, en la que su lucha contra la depresión y la enfermedad mental, su batalla contra los fantasmas del pasado, sus intereses intelectuales, su afición por la cultura y la literatura, las historias que le cuenta a su hijo, pobladas por gigantes, hadas, magos, mujeres de campesinos, hijas de molineros, cabañas perdidas en medio del bosque, tendrán una importancia decisiva en la formación de la personalidad del joven Amos. Pero hay decenas de otros personajes, el tío abuelo Yosef Klausner, las tías Tzipora, Haya, Sonia, Grete, la entrañable Maestrazelda (Irradiaba una especie de halo de autoridad azul ceniza que de inmediato me atrajo hacia ella), los muchos antepasados exterminados en Europa central víctimas del terror nazi, los compañeros de estudios, los vecinos, los chicos de la pandilla de La Mano Negra, Denush, Elik, Uri, Lulik, Eitan y Ami, que no aceptan al chico en el grupo (y que comparecen de modo episódico en un capítulo, el 33, de una intensidad tal que por sí solo, con su lúcida melancolía, merece la lectura del libro), la pléyade de profesores, escritores, intelectuales, celebridades históricas como líderes políticos y figuras culturales con los que se relaciona su padre, los representantes de la Gran Bretaña colonial, los pocos árabes de clase media con los que se da el trato, los refugiados e inmigrantes clandestinos, supervivientes, tizones salvados del fuego con quienes normalmente nos relacionábamos con piedad y algo de aversión: atormentados y afligidos, pobres del mundo, y tantos otros (incluso, aunque resulta excesivo llamarlo personaje, el pájaro Elisa, que desde las ramas del granado del patio recibía la luz del día con las cinco primeras notas de Para Elisa de Beethoven: «¡Ti-da-di-da-di!»), en una maraña de nombres que, en ocasiones, resulta difícil de desentrañar para el lector pero cuya presencia proporciona a la obra un enriquecedor carácter polifónico. 

En este campo del libro, sobrevolando las anécdotas y peripecias de los personajes, la presentación de sus perfiles psicológicos, con sus pensamientos, sus miedos, sus anhelos, sus dudas, sus esperanzas, sus emociones, de alcance universal más allá de sus particularidades, de sus coordenadas espacio-temporales específicas, nos encontramos asuntos como la relación materno filial, la enfermedad mental de Fania, la complejidad de las relaciones familiares, la tensión entre lo individual y lo colectivo, de no siempre fácil coexistencia, la reflexión, teñida de nostalgia, sobre el paso del tiempo y las inevitables transformaciones en la vida, presente de manera paradigmática en el ya citado y extraordinario capítulo 33. 

Como ya he indicado, el segundo frente interesante del libro lo constituye la espléndida imbricación de los avatares de la vida personal y familiar en el marco social, político e histórico de la región y la época. A medida que la narración avanza, la adolescencia y juventud de Amos se entrelazan con los acontecimientos históricos, como la Segunda Guerra Mundial y la creación del Estado de Israel. La novela se convierte así, también, en un testimonio de las transformaciones sociales y políticas que moldean la identidad del país y de sus habitantes. De este modo, la voz de Amos nos muestra la Jerusalén del Mandato Británico, con las tensiones entre judíos y árabes, así como por el conflicto con las autoridades británicas, en una ciudad en la que confluyen culturas y religiones, que, como resulta casi inevitable, son fuente de tensiones étnicas. Y, en el recuerdo del pasado de la familia, viajamos a los años de la Segunda Guerra Mundial, a Polonia y Ucrania, a los infaustos días de la persecución a los judíos y, aunque el Holocausto no es un acontecimiento central en la trama, la sombra del genocidio nazi se proyecta sobre la obra entera, en tanto contribuyó a “construir” -o quizá solo a “perfilar”- la identidad judía y a exacerbar la necesidad de búsqueda de un hogar nacional -de un Estado- para el pueblo judío. Y están también las olas de inmigración que siguieron a la creación de Israel, la llegada de los primeros colonos, la integración fallida de unos judíos afectados secularmente por un desarraigo perpetuo y las migraciones consiguientes, que hoy, en otra escala, ellos mismos imponen a los árabes palestinos, en un fenómeno en el que podemos encontrar las causas remotas de los actuales conflictos. Y en ese trasfondo general se exponen los movimientos políticos y sociales que contribuyeron a la formación de Israel, con una especial presencia del sionismo (del que Oz fue defensor inicialmente y criticó más adelante) y los debates ideológicos de la época, en particular los dilemas morales que conllevó la construcción de la identidad nacional israelí. 

Y éste, el debate teórico, filosófico incluso, sobre las fuerzas presentes en la creación de la nación política israelí, es otro de los ejes sustanciales del libro, cruzado así por numerosos apuntes y reflexiones sobre la “cuestión judía”; sobre el sionismo y el nacionalismo; sobre la persecución, el exterminio y el trauma colectivo del Holocausto como fundamento moral último de la legitimidad de la “colonización” de las tierras de Palestina; sobre el sentimiento ancestral de pertenencia a aquellos territorios por parte de los judíos; sobre sus expectativas y sus “derechos” a un “nuevo comienzo” en Israel (muy presentes en los muchos pasajes de la novela vinculados al kibutz Hulda), tras los sufrimientos, las pérdidas personales y las tragedias familiares vividas por su pueblo; sobre los conflictos derivados de la expulsión o el confinamiento de los árabes; sobre la complejidad de las relaciones entre ambas comunidades; sobre las distintas perspectivas, algunas de ellas muy críticas, que, desde la propia comunidad judía, existen sobre esas disputas; sobre las repercusiones de ese pasado histórico en la realidad contemporánea de los años en que se escribió el libro y, para un lector de 2024, también de nuestros días, en los que las siempre controvertidas cuestiones de identidad, conflicto y convivencia siguen siendo relevantes en el contexto actual del Medio Oriente. 

Como un sutil hilo que engarza estas distintas dimensiones de la novela -si se la puede llamar así- aparece una línea metafórica que se advierte desde el título: un juego de dualismos que tiene en la dupla amor/oscuridad su manifestación más obvia. A esa oposición remiten el contraste entre la Jerusalén caótica, conflictiva, tradicional y anclada en el pasado (que brota de continuo en las referencias a la Torá, el Yom Kipur, las sinagogas, la Shoá y la diáspora) y la Tel Aviv moderna y abierta a Occidente; la disparidad entre los ideales y el sueño esperanzado que, en su origen y en muchas de las mentalidades de sus defensores, entraña la empresa sionista, y la negra realidad de su concreción material, tan evidente en los aciagos episodios que hoy vivimos; el ingenuo, igualitario, anticapitalista y utópico proyecto de los colonos en los kibutz, y la violencia, la ocupación, la represión, los crímenes -del ejército israelí y de los terroristas palestinos- que han supuesto y aún suponen su implantación en la región; el amor incondicional del hijo hacia su madre y la sombra que representa la figura del padre, cercano a los círculos sionistas de derecha y alejado, por tanto, de la posición política del hijo; la esperanza ilusionada de la primera infancia y la tragedia y la pérdida ejemplificadas en el suicidio de la madre; la salvación luminosa que supone la cultura, la literatura, la poesía, el conocimiento, los libros, y las oscuras tinieblas en las que se ha desenvuelto la creación y el mantenimiento del Estado israelí y que amenazan la preservación y el futuro pacífico de ambos pueblos. 

Y es a los libros, precisamente, a los que quiero dedicar mi último comentario de esta reseña ya demasiado extensa. Son constantes las referencias literarias y las menciones de obras clásicas, muchas de ellas del ámbito cultural judío. Y son igualmente frecuentísimas las alusiones a la importancia de los libros y la lectura, una práctica, una devoción, un amor, que marcarán la vida de Amos. Os dejo aquí algunas de ellas, muy esclarecedoras. 

Una vez, cuando tenía siete u ocho años, mientras íbamos sentados en la penúltima fila del autobús de camino a la clínica o a una zapatería infantil, mi madre me dijo que es cierto que los libros pueden cambiar con los años igual que la personas cambian con el tiempo, pero que la diferencia está en que casi todas las personas al final te abandonan a tu suerte, cuando llega un día en que no obtienen de ti ningún provecho o ningún placer o ningún interés o al menos algún buen sentimiento, mientras que los libros jamás te abandonan. Tú los abandonas a ellos a veces, y a algunos incluso los abandonas durante muchos años, o para siempre. Pero ellos, los libros, aunque los hayas traicionado, jamás te dan la espalda: en completo silencio y con humildad te esperan en la estantería. Te esperan incluso decenas de años. No se quejan. Hasta que una noche, cuando de pronto necesitas uno, aunque sea a las tres de la madrugada, aunque sea un libro que has rechazado y casi has borrado de tu mente durante muchos años, no te decepciona y baja de la estantería para estar contigo en ese duro momento. No echa cuentas, no inventa excusas, no se pregunta si le conviene, si te lo mereces y si aún tienes algo que ver con él, sencillamente acude de inmediato cuando se lo pides. Jamás te traiciona. 

Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reykjavík, Valladolid o Vancouver. 

Lo único abundante en casa eran los libros: había libros de pared a pared, en el pasillo, en la cocina, en la entrada, en los alféizares de las ventanas, en todas partes. Miles de libros en cada rincón de la casa. Se tenía la sensación de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran inmortales. 

Empecé a leer prácticamente solo, cuando aún era bastante pequeño. ¿Qué más podíamos hacer? Las noches eran entonces mucho más largas, porque la bola del mundo giraba mucho más despacio, porque la gravedad en Jerusalén era mucho más fuerte que hoy. La luz de la lámpara era amarillenta y muchas veces se iba. Aún sigo asociando el olor de las velas humeantes y el de la lámpara de petróleo tiznada con el placer de leer un libro. 

Como cierre musical al programa y también a la breve serie de tres emisiones dedicadas al largo conflicto entre ambos pueblos, traigo aquí una canción, There must be another way, con la que la israelí Noa y la palestina Mira Awad, hermanadas, representaron a Israel en el festival de Eurovisión en 2009. Confiemos -soy escéptico- que la colaboración fraterna que ellas representan pueda extenderse a todos los ámbitos de la vida de ambos pueblos y permitan acabar con la tragedia que hoy sufren decenas de miles de sus ciudadanos.

Os dejo con un texto de El señor Mani, perteneciente a la cuarta historia y ambientado en 1899, que da cuenta de la larga y trágica experiencia de destierro y exilio que ha vivido el pueblo judío a lo largo de la historia. Un dramático destino que, por desgracia, ahora se ven obligados a revivir sus vecinos palestinos. 


Al otro lado de la ventanilla, padre, desde los repletos vagones hemos visto una Europa alborotada a la vez que sumida en una profunda tristeza. En los pueblos arden hogueras, los campesinos abandonan el arado y se convierten en peregrinos itinerantes que encienden fogatas en los campos. Todos hablan del fin de siècle, de los últimos días de este siglo que se acaba, y aunque se aprecia cierto sentimiento de euforia también existe un gran temor y todos se aventuran a filosofar y profetizar. Todos parecen participar en un mismo carnaval, y los primeros los muyiks rusos, con sus cantos, sus reverencias y sus muchas velas y los griegos y los turcos engañándolos a todos. Y por todas partes, padre, sea donde sea, siempre encuentra uno a gente de nuestro pueblo, los ojos inquietos y temerosos: unos marchan hacia el oeste y otros van al sur, peregrinos de la vida que no andan buscando a Dios porque ya lo llevan consigo junto con los fardos y los niños. Sí, no puedes ni imaginar cuántos niños judíos corretean sucísimos a tu alrededor por donde quiera que vayas…

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Abraham B. Yehoshua. El señor Mani

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