Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de abril de 2024

JOHN STEINBECK. LAS UVAS DE LA IRA
  
Todos los libros un libro se acerca a nuestros oyentes una semana más, tras la pausa de Semana Santa, con una muy sugerente propuesta, que se desarrollará a lo largo de todo el mes de abril y hasta bien avanzado mayo, centrada en novelas de gran calidad que han sido objeto de una traslación cinematográfica también sobresaliente, obras maestras en algunos casos, y que en los últimos meses han celebrado algún aniversario más o menos redondo o, sin efeméride alguna digna de recordar, han estado de actualidad por motivos diversos. 

En la emisión de esta tarde quiero hablaros de las múltiples dimensiones culturales -novelística, cinematográfica, musical, fotográfica, periodística- vinculadas a un título indispensable de la historia de la literatura, la obra mayor del escritor norteamericano John Steinbeck, Premio Nobel de Literatura en 1962. En junio de 2011 ya os hablé aquí de Las uvas de la ira, una novela que en unos días cumplirá ochenta y cinco años, pues se publicó el 14 de abril de 1939. Además, la excepcional película que dirigió John Ford a partir de su texto y con el mismo título, estrenada en Estados Unidos en 1940, pudo verse por primera vez en España a finales de febrero de 1974, hace, por lo tanto, medio siglo. Por otro lado, su director nació en 1894, también en febrero, por los que acaban de cumplirse ciento treinta años de su nacimiento. Por todo ello, el propio interés de ambas obras, lo lejano en el tiempo de mi primera presentación en Todos los libros un libro, en un formato del programa bien distinto al actual, y el triple aniversario, recupero mis comentarios de entonces para volver a recomendaros de manera apasionada lo que va a ser un acercamiento plural, múltiple y, llamémoslo así, transversal al universo de The Grapes of Wrath, que os mostraré desde hasta cinco perspectivas diversas, complementarias y altamente sugerentes. 

En la década de los treinta del siglo pasado, la acción combinada del crack de la bolsa en 1929, de la posterior Gran Depresión de la economía norteamericana y de la desoladora sequía que afectó a gran parte de los estados del Medio Oeste de los Estados Unidos (la seca Dust Bowl, la así llamada ‘Taza de polvo’ o “Cuenca polvorienta”, en los estados de Oklahoma, Nebraska, Kansas, Texas) provocó que, como consecuencia de todo ello decenas de miles de granjeros, de campesinos, de pequeños agricultores, se vieran obligados a abandonar sus tierras, partiendo con sus familias y sus humildes pertenencias hacia la tierra prometida de California en busca de un trabajo, de un jornal, de sus muy pobres posibilidades de supervivencia; en busca, también y en definitiva, de su propia dignidad como seres humanos. 

En 1939, John Steinbeck relató en una novela, Las uvas de la ira, esa experiencia multitudinaria y dolorosa, ese trágico y masivo éxodo, sorprendente en una sociedad ya entonces tan desarrollada, tomando como protagonista a los Joad, una familia de ficción, pero fiel trasunto de cualquiera de las que en la realidad tuvieron que llevar a cabo tan infausta aventura, tan dramático viaje. El personaje principal, Tom, la madre, MaJoad, el padre, PaJoad, sus hermanos Ruthie, Winfield y Rosa Sharon, el marido de ésta, Coney, los ancianos abuelos, el predicador Casey, Noah, el tío John… son expulsados de sus tierras por las compañías especuladoras, y abandonan, a la fuerza, su hogar para, en una camioneta renqueante, iniciar su aventura de emigrantes en busca de un futuro mejor. Steinbeck nos muestra la digna peripecia de este puñado de nobles seres humanos poniéndose en todo momento del lado de los débiles, de los desfavorecidos, de los desamparados, de los abandonados de la fortuna, de los que sufren los abusos del poder, de los desvalidos, en una novela intensa y emotiva, profunda y repleta de humanidad que constituye una obra maestra de la literatura de todos los tiempos. Podéis encontrar una edición excelente de ella, con un prólogo esclarecedor del profesor Juan José Coy y traducción de María Coy, publicada en 2001 por la Editorial Cátedra. Asimismo, hay una versión más reciente, de 2010, en Tusquets, con una nueva traducción, totalmente distinta, radical en su interpretación del lenguaje del libro, de Pilar Vázquez. 

La historia que nos cuenta Las uvas de la ira comienza cuando los Joad son desalojados de su granja en Oklahoma. Malvenden sus escasas posesiones, amontonan sus exiguas y precarias pertenencias en un destartalado camión, abandonan las tierras que los vieron nacer y malvivir, y se embarcan en un viaje hacia el soñado paraíso californiano, en una odisea con resonancias míticas en la que la ilusión inicial va dejando paso a la desesperación. En su difícil periplo, los Joad descubrirán que la esperanza de una vida mejor es un espejismo y que las dificultades y los obstáculos del camino, las contrariedades y los escollos que plantea la subsistencia, la hostilidad de las gentes, las deplorables condiciones de trabajo (cuando lo hay), la explotación y la competencia despiadada, la lucha por la vida, en definitiva, son siempre difíciles y penosos, y que para quienes como ellos son proscritos, desclasados, indigentes, infortunados, desventurados, la miseria y el fracaso, la derrota y la pobreza serán siempre el único y triste horizonte, y que el anhelo de un existencia justa y feliz, decente y digna, respetable y decorosa, resultará inevitablemente estéril e inalcanzable. 

Más allá del prodigioso relato del éxodo, de la peregrinación de los Joad (y “éxodo” y “peregrinación” no son términos elegidos al azar: hay muchas connotaciones religiosas en la novela, como luego veremos), el libro interesa por diversos motivos: los aspectos estrictamente literarios y estilísticos; la soberbia construcción de un puñado de personajes memorables; la espléndida recreación del contexto histórico, el marco “real” en el que se desenvuelven las esforzadas peripecias de los Joad, fiel trasunto de la convulsa época en la que se ambienta la narración; y, claro está, el “mensaje” combativo e indignado en defensa de la libertad, la justicia y en contra la explotación laboral y las desigualdades sociales. 

Desde el primero de esos frentes, los recursos técnicos que usa Steinbeck para dar cuerpo a su historia, destaca, de entrada, el realismo minucioso y casi documental con el que se nos describen los paisajes, las miserables condiciones de vida, los rasgos físicos y las expresiones, los mil y un detalles de todo tipo, ropas, muebles, objetos varios, espacios, con los que se recrea de modo fidedigno el entorno social en que se desarrolló la dramática aventura de los campesinos obligados a la emigración. A esa lograda voluntad de verosimilitud, que puede ser corroborada, como veremos luego, en la copiosa documentación existente, sobre todo fotográfica, sobre las consecuencias de la Gran Depresión, contribuyen también la abundancia y la riqueza de los diálogos, que reflejan con autenticidad los matices del lenguaje coloquial y el habla de la época y del entorno social (en particular, la reproducción de la jerga de los okies, como se llamaba a los originarios de Oklahoma obligados al “destierro”), además de ayudar a la hora de hacer llegar al lector el sentir, el pensar y la personalidad de los personajes. En este sentido, resultan relevantes las traducciones al español de la novela en las dos ediciones que hoy os traigo, la de Coy, más académica y “neutra”, y la última, de Pilar Vázquez para Tusquets, en la que se refleja de un modo más “actual” el slang que se maneja en el libro. Del mismo modo, el enfoque narrativo en tercera persona, que permite al lector acceder a los pensamientos y los sentimientos de distintos individuos, también propicia una visión más objetiva y general de los hechos. 

Por otro lado, el libro se estructura en un doble eje, podríamos decir, que alterna capítulos que narran las vicisitudes de la marcha de la familia en su recorrido hacia California con otros más “objetivos” que se adentran en la explicación del contexto social y económico. Muy significativa resulta también la ya mencionada presencia de referentes bíblicos, que subrayan -a mi juicio de un modo sustancial para la cabal inteligibilidad del “mensaje” del libro- el paralelismo entre el desarraigo y la afanosa búsqueda de un lugar en el mundo por parte de los Joad con la experiencia del pueblo judío. Así, por ejemplo y en un repaso sin pretensión de exhaustividad: el viaje de los Joad en busca de la fecunda California, la tierra que mana leche y miel, que remite al Éxodo y la búsqueda de la Tierra Prometida; Tom como hijo pródigo que vuelve al hogar; Casy una suerte de Juan Bautista, que se adelanta y, con su muerte, anuncia la llegada de un nuevo redentor; el baño en el río, que evoca el del Jordán y el (re)nacimiento a una nueva vida; el nombre de Rose of Sharon, que está en el Cantar de los Cantares; la unión de la familia, reflejo de la comunidad cristiana; el discurso de Tom -En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré- y su correlato, el Sermón de la montaña, y su promesa del Reino de los cielos para los mansos, para los que tienen hambre de sed y justicia, para los pobres de espíritu, para los limpios de corazón, para los que lloran, para los perseguidos y para quienes trabajan por la paz. 

Desde este punto de vista, las muchas muestras de simbolismo que encierra el libro no se limitan a lo religioso y alcanzan un sentido más general, como el viaje de los Joad, traslación metafórica de la búsqueda del sueño americano; como la familia en tanto símbolo del pueblo, de la gente, de la comunidad que lucha por sus derechos y su dignidad; como la leche de Rosa Sharon, con una presencia trascendental en el final de la obra (que no quiero desvelar), o como la propia significación del título de la novela, esas “uvas de la ira” explícitas en el siguiente párrafo: La gente viene con redes para pescar en el río y los vigilantes se lo impiden; vienen en coches destartalados para coger las naranjas arrojadas, pero han sido rociadas con queroseno. Y se quedan inmóviles y ven las patatas pasar flotando, escuchan chillar a los cerdos cuando los meten en una zanja y los cubren con cal viva, miran las montañas de naranjas escurrirse hasta rezumar podredumbre; y en los ojos de la gente se refleja el fracaso; y en los ojos de los hambrientos hay una ira creciente. En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y se vuelven pesadas, cogiendo peso, listas para la vendimia. Y todo ello narrado con un tono melancólico, que refleja de modo muy convincente la ilusión desesperanzada de los desplazados, la dureza de su esfuerzo, la severidad de sus condiciones de vida, su implacable resistencia frente a las muchas contrariedades, la constancia de su lucha pese al desengaño constante en la búsqueda de la felicidad. 

Otro elemento destacado del libro reside en sus personajes, los sufrientes miembros de la familia Joad, empezando por Tom, el proscrito, a quien conocemos al comienzo de la novela cuando, recién salido de la cárcel en la que cumplió condena por homicidio involuntario, regresa a su hogar para dirigir, tutelar y liderar a la familia durante su travesía hacia California. Su postura indiferente y algo tibia al comienzo de su viaje va evolucionando hacia una progresiva toma de conciencia, para acabar convirtiéndose en un símbolo, ya intemporal, de la lucha contra la injusticia. Y está MaJoad, el otro gran personaje del libro, la matriarca de la familia, el sostén del grupo en su arriesgada aventura. Llena de fuerza y coraje, resistente y decidida, soporta las adversidades y es capaz de levantarse y perseverar ante cada nuevo contratiempo. Su encarnación cinematográfica en la película de John Ford, de la que luego hablaré, a cargo de Jane Darwell, es memorable. Y Casy, el predicador, valiente, generoso, combativo, la luz que, con su convicción, sensatez y clarividencia, iluminará la conciencia de Tom, despertando su compromiso e implicación. Y están también PaJoad, resignado, presa del desánimo y progresivamente necesitado de la capacidad de arrastre de su mujer; y los abuelos, Granpa y Granma Joad, obligados, en su vejez, a abandonar unas tierras que representan su historia, su tradición y la vida que acabarán perdiendo en su odisea; y Al, hermano de Tom, joven y despreocupado, pero finalmente concernido en el drama general; y Rose of Sharon, la hija embarazada de los Joad, llamada a engendrar una nueva vida que proporcione esperanza a la familia y con, como se ha dicho, una importancia trascendental en las últimas páginas de la novela; y Connie Rivers, su renuente esposo; y los adolescentes Winfield y Ruthie, y Noah y el tío John, y Jim Rawley, el bonachón director del campamento del Gobierno, todos con personalidades bien perfiladas; y tantos otros individuos secundarios, de presencia episódica o circunstancial pero que dotan a la historia de una dimensión de fresco muy completo de una clase social y una época. 

El tercer aspecto por el que el libro ha alcanzado la condición de clásico es por la muy fiel representación del contexto histórico en el que se inscribe la acción novelesca, que adquiere un especial protagonismo, que va mucho más allá de constituir un mero telón de fondo de la trama. Quien quiera conocer y estudiar, sin altas pretensiones académicas pero sí animado por una genuina voluntad de aprendizaje, el fenómeno de la Gran Depresión de entre 1929 y 1939, encontrará en la novela no un ensayo científico, como es obvio, pero sí una muy consistente y fiable fuente de conocimiento sobre las principales causas y efectos de la recesión económica que a partir del colapso del mercado de valores en octubre de 1929 afectó durante una década a todo el mundo, con consecuencias particularmente devastadoras en los Estados Unidos. En Las uvas de la ira están las sequías severas y las prácticas agrícolas no sostenibles que llevaron a la degradación y la esterilidad de la tierra; la insoportable situación laboral de los trabajadores agrícolas, con salarios bajos, interminables jornadas de trabajo, deplorables condiciones de vida en los campamentos y explotación por parte de los grandes terratenientes y corporaciones agrícolas; el desalojo de las granjas por el efecto combinado de la progresiva maquinización del campo y la codicia de las grandes corporaciones; las consecuencias de la evolución del capitalismo industrial; la falta de empleo, la pobreza extrema y la desesperación de cientos de miles de marginados; la discriminación y la hostilidad por parte de los habitantes de los territorios que atravesaban los desplazados, a los que aquellos consideraban enojosos competidores en la lucha por los empleos y los recursos limitados, en un fenómeno por desgracia tan común hoy en día, casi un siglo después; los movimientos sociales y políticos de la década de los treinta; la lucha por los derechos laborales y la organización de sindicatos en procura de salarios justos y condiciones de trabajo dignas; las distintas manifestaciones del movimiento obrero, las reivindicaciones de los trabajadores, las huelgas; los “revolucionarios” programas económicos de la administración del presidente Franklin D. Roosevelt, que se conocerían como el “New Deal”, destinados a aliviar los efectos de la crisis y a proporcionar asistencia a los ciudadanos. 

Permeando todos estos frentes aflora de continuo el “mensaje” explícito que Steinbeck pretende transmitir al lector y que ya he anticipado: la denuncia de las injusticias sociales, de la explotación y la carencia de derechos de los trabajadores, de la insoportable situación de los marginados, los oprimidos, los desheredados. El libro nos habla también del problema de la pobreza, de sus causas y sus posibles soluciones, de la necesaria intervención del Estado, de la exigencia de instituciones laborales sólidas (protección por desempleo, Seguridad Social, legislación social protectora, regulación laboral garante de derechos mínimos), de la miseria de las gentes y de la dignidad última del ser humano, de la resistencia frente a la adversidad, de la contradictoria consideración del trabajo, alienante o liberador. Encierra, en definitiva, una furibunda y demoledora crítica contra un sistema social abusivo y arbitrario que condena a las gentes del común a la errancia y el desamparo. 

Esta dimensión de la novela que podríamos llamar “ensayística” o de tesis se ve prolongada -y prologada, pues es previa a ella- en lo que constituye la segunda aproximación posible al universo de Las uvas de la ira, la vertiente “periodística” del libro. En 2007, la editorial Libros del Asteroide publicó, en traducción de Marta Alcaraz, Los vagabundos de la cosecha, una serie de reportajes, escritos por el propio John Steinbeck en el verano de 1936 y aparecidos en el diario San Francisco News, que se centran, esta vez sin la distancia de la ficción, con la cercanía y la verdad documental del periodismo, en la situación de esos cientos de miles de emigrantes forzosos, esas almas en pena que surcaron, en los años treinta, las carreteras norteamericanas. En el curso de esa labor periodística, Steinbeck, junto a Tom Collins, el director del único campamento de acogida que había en toda California, que acabaría siendo el referente real de Jim Rawley, el director del campamento estatal en la novela, se subiría a la vieja furgoneta de reparto de una panadería —el único vehículo del que disponía la agencia— para empezar a recorrer los valles agrícolas de California y dar posterior cuenta de los hechos y personajes observados. Estos reportajes constituyeron el entramado base a partir del cual, algunos años después, Steinbeck escribiría su novela. 

Los vagabundos de la cosecha es ante todo, como señala Eduardo Jordá en su excelente y muy iluminador prólogo al libro, un espléndido documento periodístico y un airado alegato social, pero también puede leerse como una suerte de novela preliminar a Las uvas de la ira. En estas crónicas, añade Jordá, Steinbeck descubrió los rostros reales de los personajes que más tarde se convertirían en la familia Joad que protagoniza su novela. (…) Gracias a estos reportajes, Steinbeck conoció las chabolas en las que malvivían aquellos emigrantes, los márgenes de las carreteras en los que aparcaban sus coches desvencijados y levantaban un campamento provisional, los estanques malolientes en los que se aprovisionaban de agua y los jornales miserables que los encargados de las explotaciones les ofrecían, con la correspondiente advertencia conminatoria de «lo tomas o lo dejas». Y lo que aún es más importante: en los archivos del campamento de Tom Collins, Steinbeck leyó los informes que recogían las historias de docenas de familias que habían tenido que emigrar a California. Muchas de estas historias pasaron a engrosar la trama de Las uvas de la ira. 

La edición de Libros del Asteroide nos presenta los artículos ilustrados con espléndidas fotografías de Dorothea Lange, en una serie de estampas ya clásicas de la historia del octavo arte, lo que me permite hablaros de una tercera vertiente de Las uvas de la ira, la fotográfica. Y es que el contexto social de la época fue objeto del interés de algunos muy destacados fotógrafos, dos de los cuales, la mencionada Dorothea Lange y Walker Evans, son nombres legendarios, grandes exponentes de los más destacados logros del universo de la imagen fotográfica. En concreto, Dorothea Lange, que había nacido en 1895 en New Jersey y se había iniciado en la fotografía, aún muy joven, en San Francisco, trabajó en los años de la Gran Depresión, entre 1935 y 1943, para la referida agencia estatal de ayuda a los trabajadores migrantes, la FSA, la Farm Security Administration. Las series de fotos resultantes de esa actividad reflejan fielmente las dramáticas experiencias del éxodo de granjeros empobrecidos en su triste deambular por las carreteras que llevaban a California, constituyendo, junto a la novela y la película de John Ford en ella basada y de la que luego os hablaré, los referentes más identificables de aquellos años, aquellos acontecimientos y aquellas vivencias. De Dorothea Lange es la icónica foto -y controvertida; se puede leer su intrahistoria en el prólogo de Eduardo Jordá- “Madre emigrante”, la mujer, de mirada triste y algo perdida, de rostro sufriente y cansado, que arropa a sus hijos agotados ante una muy precaria tienda de campaña, en una instantánea que se ha convertido en símbolo “vivo” de la Gran Depresión. 

A caballo del periodismo y la fotografía hay otro libro de consulta indispensable que nos traslada a esa época en esa doble dimensión, la del documento sociológico y la de la ilustración fotográfica. Se trata de Elogiemos ahora a hombres famosos, obra del escritor James Agee y el fotógrafo Walker Evans, que, al igual que hicieron en paralelo Steinbeck y Lange, convivieron, movidos también por un encargo -en este caso de la revista Fortune-, y durante los meses de julio y agosto de 1936, con tres familias de aparceros de ese devastado sur de los Estados Unidos para realizar un reportaje periodístico sobre las condiciones de vida de los emigrantes trabajadores en los campos de algodón. Desde el punto de vista de su contenido escrito, el texto es algo árido y frío, sobresaliendo en él el carácter divulgativo, informativo, más técnico, más austero, con capítulos dedicados a asuntos como el dinero, la vivienda, la ropa, la educación o el trabajo, cuya mera enumeración ya resulta reveladora de ese tenor sociológico del libro. Por el contrario, las decenas de fotografías que acompañan e ilustran la narración son formidables, a la altura de las de Dorothea Lange y, como aquellas, suponen la aproximación más veraz y fiel posible a la realidad de aquel dramático período de la historia de los Estados Unidos (Si pudiera, afirma Agee en el preámbulo de su obra, no escribiría nada aquí. Serían fotografías; el resto serían fragmentos de ropa, trozos de algodón, puñados de tierra, frases aisladas, pedazos de madera y hierro, frascos de olores, platos de comida y de excremento). En nuestro país, hay, al menos, dos ediciones, una, a la que tengo mucho cariño, de 1993, en Seix Barral, y otra, algo más reciente, de formato y presentación más vistosos, aparecida en Backlist, un sello de la editorial Planeta en 2008. En ambos casos se mantiene la misma traducción, de Pilar Giralt Gorina. 

Pero, más allá de estos distintos acercamientos, la difusión universal de la novela y de los hechos que en ella se describen se debe, sobre todo, a una película, una magnífica película, una obra maestra también de la historia del cine. La dirigió, en 1940 y con el mismo título que el libro, el genial John Ford, con Henry Fonda en el papel de Tom Joad. La película logró ese año dos Oscars de Hollywood, el de mejor director y el de mejor actriz secundaria a la magistral Jane Darwell en el papel de MaJoad. Hay infinidad de motivos, estrictamente cinematográficos -al margen, pues, del interés que pueda tener la traslación de la novela a otro medio y otro lenguaje-, por los que el visionado del film (disponible gratuitamente en archive.org: Las uvas de la ira) resulta una experiencia inolvidable. 

Entre ellos, y en primer lugar, la excelencia “técnica”, con la sobresaliente dirección de John Ford, en la que se detectan claramente algunos de los rasgos más destacados de su cine: la indudable referencia al western; el tratamiento de la relación entre el hombre y el espacio, con los paisajes desolados y la travesía del desierto; la condición de road movie de la película, que remite de modo inequívoco a La diligencia, otro clásico “fordiano”, tanto desde el punto de vista formal, con las carreteras, las camionetas destartaladas, los carteles al borde de la ruta, los caminos, los paneles de entrada a las ciudades, los bares de carretera, las gasolineras, como desde una perspectiva más sustancial, con la evolución del personaje de Tom Joad, desde una cierta indiferencia inicial a una toma de conciencia y compromiso activo al término de su viaje. Habituales de John Ford son también la fortaleza de las mujeres, con ese personaje inolvidable de MaJoad en la encarnación que de él hace la inigualable Jane Darwell, la cercanía, la solidaridad, el calor humano que vemos en sus personajes principales y también la representación en pantalla de la lucha del individuo frente a la adversidad, características definitorias del cine del mítico director. 

Este último aspecto remite a otro de los frentes notables de la película, su evidente conexión con la mitología fundadora de los Estados Unidos, con los emigrantes en el rol de los pioneros, los campamentos improvisados, el valor simbólico del viaje al Oeste, California como esperanza y sueño, el difícil paso del desierto, la música nocturna en los campamentos a la luz de la hoguera, la fiesta, las canciones y los bailes en los escasos momentos de esparcimiento que encuentran los migrantes, los paisajes inmensos, sin horizonte, los nombres míticos de esa aventura, el río Pecos y el Colorado, Oklahoma y Kansas, la ruta 66… 

Todos estos elementos aparecen realzados por una fotografía excepcional, obra de Gregg Toland, que participó en su brillante carrera en decenas de películas, algunas de ellas auténticos clásicos: Bola de fuego, La loba, Los mejores años de nuestra vida, Ciudadano Kane, Cumbres borrascosas, Callejón sin salida, Hombres intrépidos, entre otras muchas. El muy eficaz blanco y negro, el juego constante de sombras y claroscuros, los primeros planos con los rostros a media luz o iluminados solo en parte, el recurso en ocasiones a las velas, que envuelven las imágenes en una suerte de tenebrismo que recuerda a Caravaggio o Georges de La Tour (al margen del color), los encuadres atrevidos, que asemejan ciertos planos a obras pictóricas, el tratamiento de la fotografía de la naturaleza, de los grupos, de las carreteras, el acercamiento casi documental a los marginados, suponen una continuidad de estilo con las fotografías de Walker Evans y Dorothea Lange, que, sin duda, tanto Ford como Toland tuvieron bien presentes. 

A destacar también el guion de otro nombre mítico de la profesión, Nunnally Johnson, responsable, como director, productor o guionista, de algunos grandes títulos del cine de Hollywood, La mujer del cuadro, El hombre del traje gris, Doce del patíbulo o Cómo casarse con un millonario. Modificando determinados aspectos de la novela, algunos sustanciales, eliminando los pasajes menos “narrativos”, pero manteniendo el espíritu y la atmósfera del relato de Steinbeck (el hilo conductor del viaje, la denuncia de la explotación y la manifestación explícita del “combate” entre la solidaridad y la insolidaridad, los grandes parlamentos de los personajes, el elemento religioso), su labor le valió la nominación al Oscar, que en esa categoría -mejor guion adaptado- ganaría ese año, no obstante, Donald Ogden Stewart, otro clásico, con la genial Historias de Filadelfia

No hay tiempo apenas para subrayar las interpretaciones de Jane Darwell, ya referida, un personaje fuerte, decidido, valiente, corajudo, tierno, sensible, lleno de matices; y, claro está, la de un magnífico Henry Fonda, en uno de los papeles que lo harían convertirse en una señera representación del americano medio -del ciudadano universal, en realidad-, íntegro, comprometido, noble, solidario, el “hombre cualquiera” al que la vida pone ante un destino duro y complejo, repleto de pruebas y obstáculos, de escollos y dificultades y que, lejos de arredrarse, evadir sus responsabilidades o huir ante la contrariedad, lucha, se enfrenta, se esfuerza, se sacrifica y se entrega para salvar a los suyos. Un héroe cotidiano, como tantos otros que Fonda protagonizó en su exitosa carrera -pienso, como ejemplo paradigmático, en su papel en Doce hombres sin piedad- y por los cuales alcanzó el reconocimiento y el cariño de sus compatriotas. Descollante también la interpretación, en el rol del predicador Casy, de John Carradine, gran patriarca de una perdurable saga de actores y él mismo actor legendario con más de doscientas películas en su haber, diez de ellas con John Ford. 

Y, por último, para aportar un breve apunte final a mi comentario sobre la película, quiero detenerme en su responsable, otro nombre de enorme prestigio en la historia del cine, Alfred Newman, que fue nominado cuarenta y tres veces a los Oscar habiendo obtenido nueve galardones, con títulos inolvidables como Qué verde era mi valle, El diablo dijo no, Laura, Que el cielo la juzgue, Carta a tres esposas, Eva al desnudo, La tentación vive arriba, Papá piernas largas o La conquista del Oeste. En Las uvas de la ira, apreciamos los registros variados -optimista y entusiasta durante el viaje, intensa y melancólica ante las duras pruebas que padecen los migrantes, recogida e íntima cuando Ford muestra los sentimientos de MaJoad, festiva y alegre en el campamento del Gobierno- de una banda sonora que se completa con algunos temas de presencia diegética, como la conocida canción vaquera Red River Valley, que canturrea Tom mientras baila con su madre, y la tradicional I'm Goin Down This Road Feelin' Bad, que canta y acompaña a la guitarra Eddie Quillan, el actor que interpreta a Connie, el marido de Rose of Sharon, en la escena nocturna en el primer campamento en que recalan los granjeros. 

Y ello nos lleva al último frente -tras el literario, el periodístico, el fotográfico y el cinematográfico- al que se abre Las uvas de la ira: su dimensión musical. La obra de Steinbeck ha dado lugar a, al menos, dos discos magistrales. El primero, Dust Bowl Ballads, es un álbum -dos, en realidad, con tres discos cada uno y con una canción en cada una de las dos caras respectivas- de Woody Guthrie, grabado en 1939 y publicado un año después. El combativo cantante folk, él mismo un okie, siempre cercano en sus propuestas musicales al compromiso con los marginados y desvalidos, siguió, subido a un tren de mercancías que viajaba hacia el oeste, a un grupo de vagabundos y jornaleros sin empleo. A llegar a California encontró trabajo en el campo, al igual que muchos de sus compañeros, y basándose en su propia experiencia y en la de los emigrantes con los que compartía vida y pesares, compuso estas Baladas de la Cuenca Polvorienta. De manera expresa, una de las piezas, que por su extensión, incompatible con los registros de la época, hubo de grabarse en dos partes, se titulaba Tom Joad, en referencia explícita a la novela de Steinbeck, que el cantante apreciaba. En ella, relata, casi episodio por episodio, la historia que narran la novela y la película, finalizando con el estremecedor parlamento de Tom unido para siempre a Henry Fonda, el actor que le dio voz (hasta el punto de que, años después, en agosto de 1982, cuando murió Fonda, un amigo leyó en su funeral ese emotivo discurso). El disco incluye, con el título de Blowin’ Down the Road, la canción del folklore tradicional norteamericano que, con ligeras variaciones en la letra, canta Connie en la película y que según las distintas fuentes e intérpretes aparece mencionada como Dusty Old Roads, Going Down This Road, I'm A-goin' Down This Road Feelin' Bad, Ain't Gonna Be Treated This Way, Goin' Down The Road Feeling Bad o Lonesome Road Blues. Entre los muchos artistas que la han versionado, aparte de Guthrie, están Grateful Dead, Bob Dylan y, con un especial interés en relación con mi muy larga reseña de esta tarde, Bruce Springsteen. 

Porque Las uvas de la ira es también, en cierto modo, un disco, un conmovedor, triste y emotivo disco. Bruce Springsteen tituló en 1995 The Ghost of Tom Joad, el fantasma o el espíritu de Tom Joad, un álbum que recrea, casi sesenta años después, el universo de Las uvas de la ira pero con personajes de finales del siglo XX, con los marginados, con los excluidos, con los okies del mundo actual, con los parias de nuestras opulentas sociedades como protagonistas: inmigrantes mexicanos que buscan salvar las fronteras que les impiden el acceso al sueño americano, expresidiarios, desempleados, jóvenes a los que la precariedad de sus condiciones de vida pone en manos de los cárteles de la droga, niños condenados a prostituirse, amantes “fatales”, vagabundos, agentes de policía ante dilemas irresolubles, parejas rotas, perdedores, veteranos de cualquier guerra, patéticos supervivientes de toda laya. También el “paisaje” que envuelve las doce canciones del disco es muy similar al de la novela de Steinbeck y la película de Ford, aunque con los cambios debidos al paso del tiempo: los flujos de inmigrantes que recorren espacios industriales ruinosos tras las reconversiones, parajes urbanos desolados, suburbios paupérrimos, líneas fronterizas que separan geografías y que, sobre todo, marcan los límites del odio. El tratamiento musical es austero, solo la voz de Springsteen que susurra los temas con el leve apoyo de la guitarra y la armónica, aunque en alguna canción hay ligeros arreglos y suenan los teclados, la batería, un bajo, algún violín. 

Esa sobriedad es, sin embargo, muy eficaz, pues permite al oyente transportarse, con esa música sencilla y muy hermosa, envuelta en una atmósfera densa y opresiva, al mundo de perdedores humildes y fracasados sin suerte, al mundo de rebeldes con causa y de anónimas víctimas de las injusticias que deambulan también por la novela de Steinbeck. Parece obligado, por tanto que la pieza musical con la que voy a cerrar por hoy el espacio deba ser, necesariamente, una canción de este disco, en concreto la que le da título, The Ghost of Tom Joad. Esta es su intensa y conmovedora letra: 

Hombres caminando a lo largo de las vías del tren 
en ruta hacia algún sitio. No hay vuelta atrás. 
Helicópteros de tráfico ascendiendo sobre la ladera. 
Sopa caliente en una hoguera bajo el puente. 
La cola del refugio alargándose hasta doblar la esquina. 
Bienvenidos al nuevo orden mundial. 
Familias que duermen en sus coches en el sudoeste, 
sin hogar, sin trabajo, sin paz, sin descanso. 

La carretera está viva esta noche, 
pero nadie engaña a nadie sobre su destino. 
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata, 
buscando al fantasma de Tom Joad. 

Saca un libro de oraciones de su saco de dormir. 
El predicador enciende una colilla y le pega una calada esperando 
el momento en que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos. 

En una caja de cartón bajo el paso subterráneo 
tiene un billete de ida a la tierra prometida. 
Tú tienes un agujero en el estómago y una pistola en la mano. 
Durmiendo sobre una almohada de roca sólida, 
bañándote en el acueducto de la ciudad. 

La carretera está viva esta noche. 
Su destino lo conoce todo el mundo. 
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata, 
esperando al fantasma de Tom Joad. 

Pues Tom dijo: Mamá, dondequiera que haya un poli atizando a un tío, 
dondequiera que un recién nacido hambriento llore, 
donde haya una pelea contra la sangre y el odio en el ambiente, 
búscame, mamá, allí estaré. 
Dondequiera que haya alguien luchando por un sitio donde estar, 
o un trabajo decente o una mano amiga. 
Dondequiera que alguien esté luchando por ser libre, 
mírales a los ojos, mamá, y me verás. 

Bueno, la carretera está viva esta noche,
pero nadie engaña a nadie sobre su destino. 
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata, 
con el fantasma del viejo Tom Joad. 

Os dejo ahora, como es habitual, con un texto, uno de los más representativos del libro, aunque os lo ofrezco a partir de su versión cinematográfica, más contundente. Se trata de parte del discurso final de Tom Joad, inspiración evidente de la canción de Bruce Springsteen. Espero que cualquiera de las muchas aproximaciones -mejor aún, todas ellas- con las que he querido introduciros en Las uvas de la ira, puedan interesaros, conmoveros y haceros reflexionar. 


Estaba pensando en nuestra gente que vive como los cerdos teniendo bajo sus pies una tierra tan rica, que no tienen que comer porque se les niega un trabajo al que tienen derecho. He estado pensando qué pasaría si nos pusiéramos todos a gritar. Yo de todas formas soy un proscrito. Tal vez pueda hacer algo, tal vez pueda encontrar algo… tal vez llegue a saber lo que anda mal y ver si se puede hacer algo por remediarlo. No hay un alma para cada uno de nosotros, sólo un pedacito de un alma más grande, un alma que pertenece a todos. Y entonces ya no importa. Porque yo estaré en todas partes, en la oscuridad, en todas partes, dondequiera que mires, donde haya una posibilidad de que los hambrientos coman, allí estaré; donde haya un hombre que sufre, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a uno, allí estaré. Estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré.

  
Videoconferencia
John Steinbeck. Las uvas de la ira

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