ALEXANDRE DUMAS. EL CONDE DE MONTECRISTO
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os ofrecemos el último programa antes de las Navidades y, teniendo en cuenta esta circunstancia, y como en tantas otras ocasiones similares en las que tenemos por delante algunas semanas de vacación académica y, por tanto, muchas horas para dedicar al muy placentero acto de leer, quiero proponeros un título, de calidad indiscutible, que, además, dada su desmesurada extensión, se acomoda de maravilla a estas largas jornadas de asueto invernal. Estoy hablando de un clásico, El conde de Montecristo, de cuya primera aparición, a finales de agosto de 1844, se han cumplido ciento ochenta años hace unos meses. El libro, una de las obras maestras de su autor, Alexandre Dumas, se publicó por entregas, en un total de dieciocho, desde esa fecha hasta 1846.
Antes de adentrarme en mis comentarios sobre el libro, quizá superfluos, al tratarse de un título bien conocido, con una amplia recepción en todo el mundo, con infinidad de ediciones en todos los idiomas, con numerosas adaptaciones televisivas y cinematográficas (la última de este mismo verano, dirigida por Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière, de la que os hablaré al término de esta reseña), quiero mencionar dos cuestiones preliminares, anecdóticas quizá, que probablemente poco aporten al análisis de la obra pero que, sin embargo, me parecen significativas, al menos desde mi particular punto de vista. La primera de ellas tiene que ver con lo voluminoso de la novela, 1.300 páginas en su versión original (1.261 en la edición en que hoy os la traigo), algo, por otro lado, no demasiado inusual en un autor muy prolífico, de escritura torrencial, incontenible (y que cobraba por palabras, todo sea dicho), al que se le atribuyen, en los distintos géneros que frecuentó, cerca de cien mil páginas (para cuya redacción contó, como es sabido, con la colaboración de distintos ayudantes; el muy habitual Auguste Maquet, en el caso de El conde de Montecristo). Resulta obvio, por lo tanto, que mi referencia introductoria a la disponibilidad en estos días de holganza vacacional no era meramente retórica, pues serán muchas las horas que, si os decidís a compartir la historia del inefable Edmond Dantès, legendario protagonista del libro, deberéis dedicar a ese, por otro lado, muy estimulante empeño. En mi caso, que he releído el libro hace unos meses (lo había hecho, entusiasmado, en mi adolescencia; pero de esa peripecia personal hablaré luego), debo decir que he ocupado en él tres semanas de lectura intensa (bien que hurtando para la causa, de manera avarienta, el poco tiempo disponible de entre un cúmulo de inevitables obligaciones laborales). A este respecto, quiero señalar una curiosidad con la que, por azar, me he topado hace unos días y que es la que me resulta reveladora del “signo de los tiempos” (aparte de ofrecer una información objetiva que puede interesar a algún seguidor del programa). Buscando en internet referencias sobre la novela, me he encontrado con una página en la que se calcula el tiempo estimado de lectura del libro: exactamente, 31 horas y 11 minutos (con precisión milimétrica). El cómputo se hace, al parecer, teniendo en cuenta el número de páginas (del orden de cuatrocientas sesenta mil, aproximadamente) y la velocidad de lectura media en nuestro idioma (unas 238 palabras por minuto). En fin, dato relevante, quizá, para los arriesgados que se atrevan a lo que, en estos tiempos “tiktokeros” de brevedad, rapidez, fugacidad y laconismo, no deja de parecer una tarea casi heroica.
El segundo aspecto que quiero señalar, previo a mi “examen” del libro, tiene que ver con una “batallita” personal, de los días de mi infancia. Y es que en octubre de 1969 Televisión española emitió, en diecisiete capítulos, una serie, adaptando la novela de Dumas, que significó un hito de popularidad en aquella oscura España del franquismo en la que aún muy tímidamente una incipiente clase media empezaba a acceder al consumo a través de los primeros televisores en blanco y negro en los que disfrutar de los dos únicos canales existentes. En mi memoria están grabados para siempre programas hoy legendarios -muchos de los cuales pueden revisitarse en la web de RTVE- como Cesta y puntos (un concurso “cultural” que cada sábado nos reunía a mis amigos y a mí en las casas de unos u otros para competir enfervorizados en paralelo a los concursantes televisivos), las Historias para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador (de la que recuerdo el recuerdo y no estrictamente la serie, que mis padres no me dejaban ver previendo la amedrentada reacción que provocaría la exposición infantil a la traslación televisiva de los relatos, casi todos clásicos del género del terror), el inusitado madrugón de mi padre para ver en directo la llegada del hombre a la luna o la desatada euforia familiar por la victoria de Massiel en Eurovisión, todo ello televisado en esos años, 1968 y 1969. Y recuerdo también, todavía con nitidez, cómo todos los días (la distancia distorsiona la memoria: leo ahora que la serie solo se emitió entre el 6 y el 31 de octubre de 1969, ni siquiera cuatro semanas) al salir del colegio por la tarde corríamos a casa para no perdernos el episodio correspondiente de El conde de Montecristo, interpretado por un formidable actor de la época, Pepe Martín, asociado desde entonces y para siempre a su personaje. La serie, dirigida por un nombre pionero de nuestra televisión, Pedro Amalio López, se integraba en un espacio, Novela, hoy impensable en la televisión pública, que mostró a los españoles de aquella época espléndidas versiones de obras como El fantasma de Canterville, Mujercitas, Orgullo y Prejuicio, Jane Eyre, Los tres mosqueteros, Entre visillos, Pepita Jiménez, Crimen y Castigo o David Copperfield, entre otros grandes títulos de la literatura española y universal. Una maravilla.
El reparto de El conde de Montecristo era, visto desde el presente, con las gafas de la nostalgia, memorable e incluía a algunos de los grandes nombres de la escena de nuestro país de aquellos tiempos: una jovencísima y muy guapa Emma Cohen, de la que resultaba imposible no enamorarse siendo adolescente (y aun no siéndolo), el sobrio José María Escuer, Fiorella Faltoyano, también guapísima, y Pablo Sanz (que se parecía a un tío mío), entre otros. Las escenas de un desharrapado Edmond Dantès, consumido y andrajoso, con su larga y enredada cabellera y sus barbas enmarañadas, penando, sufriente, su aciago destino en las austeras mazmorras -de ostensible cartón piedra- del castillo de If permanecen conmigo desde entonces como el símbolo más notable de una obra que, llevado por el “empujón” televisivo, yo leí después en una edición juvenil que aligeraba los pasajes más densos -con menos elementos de “aventura”- del libro.
Y ahora, más de medio siglo después, y con ocasión del estreno, con repercusión global multitudinaria, de la película de Delaporte y de La Patellière, yo decidí recuperar el libro, leyéndolo esta vez, obviamente, en su texto íntegro, en una de las más recientes versiones de una obra que, como corresponde a su condición de clásico de la literatura, conoce en nuestra lengua -y en cientos de otros idiomas- infinidad de ediciones. La que esta tarde traigo es la de la editorial Navona, que en su magnífica colección Los ineludibles actualiza, en nuevas traducciones presentadas en volúmenes de primorosa presentación formal, con portadas enteladas, cintas separadoras y formato acogedor, decenas de títulos representativos del canon literario universal. Este El conde de Montecristo apareció en 2017 en traducción de José Ramón Monreal, que se basó, para su traslación a nuestro idioma, en el texto establecido por la edición de 1993 de Claude Schopp para la editorial Fayard, un texto que podríamos decir que es hoy “canónico” y en el que se corrigieron los múltiples errores y despistes -fechas imposibles, incoherencias en la trama, inexactitudes varias- que poblaban la primitiva redacción de Dumas. Monreal, afamado traductor con reconocidas versiones de clásicos franceses, italianos e ingleses, incorpora al libro cerca de cuatrocientas notas que, pudiendo obviarse si se quiere mantener una mayor fluidez y continuidad en la lectura, resultan, no obstante, esclarecedoras para conocer el importante contexto social, político e histórico que enmarca las increíbles peripecias del infortunado Edmond Dantès. Un pequeño gazapo en la página 986 desluce, no obstante, la edición: Sí, Albert me ha escrito diciéndome que me encontrara esta noche en la Ópera. Era para hacerme testigo de la afrenta que quería infringiros (donde debe decir, como es obvio, infligiros).
Como parece evidente para cualquier novela -mucho más cuando se trata de una tan voluminosa como la que ahora me ocupa- resulta de todo punto imposible intentar siquiera un mero esbozo, una somera sinopsis, del argumento del libro. Pero pienso que adelantar las líneas maestras de la trama es una de las funciones de las reseñas literarias que, como las que pergeño en Todos los libros un libro, tienen como objeto principal despertar el interés por la obra analizada y avivar el deseo de su lectura. Vayamos, pues, con una síntesis apresurada de la desbordante historia de El conde de Montecristo, con el aviso, también necesario, de que anticipando el hilo argumental puedo desvelar con él algunos aspectos que quizá quien lea esta reseña hubiera preferido mantener ocultos y descubrir naturalmente al avanzar en la lectura. En fin, riesgos del “oficio”...
Estamos en Marsella, a 28 de febrero de 1815. Al puerto de la ciudad mediterránea arriba el Pharaon, un velero de tres palos procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. El segundo de a bordo, Edmond Dantès, un joven marinero de dieciocho a veinte años, alto, esbelto, con unos bonitos ojos negros y unos cabellos de ébano; toda su persona tenía ese aire de tranquilidad y de determinación propia [a propósito de la traducción: ¿con qué concuerda ese “propia”, con “determinación” o con “aire”?] de los hombres acostumbrados desde la infancia a luchar contra el peligro, como se lo describe en las primeras páginas del libro, desembarca, feliz y esperanzado, también inquieto, pues, tras una larga navegación, al día siguiente se comprometerá con Mercedes, un bella muchacha perteneciente a la población catalana de la ciudad. La muerte del capitán del barco durante la travesía, víctima de unas fiebres de efecto fulminante, ha obligado a Dantès a asumir el mando de la nave. Su pericia y su buen hacer logran conducirla a puerto, entregando puntualmente su cargamento. El señor Morrel, el afable naviero responsable del Pharaon, viendo al muchacho muy experimentado pese a su edad, decide promoverlo al puesto de capitán. Ello suscita sin embargo la envidia y los celos del contable del barco, Danglars, que codicia el cargo, y que maquina el modo de evitar el ascenso de Edmond. En su antipatía frente al joven coincide con Fernand Mondego, primo de Mercedes e insistente pretendiente de la chica. Ante la inutilidad de su obstinado cerco a la muchacha en los cuatro meses en los que el prometido de esta ha estado embarcado, desea ardientemente desembarazarse de su rival. A ambos se sumará también Caderousse, un vecino del padre de Dantés, que, irresponsable y desaprensivo, celoso también del bien ajeno, está interesado, como sus dos circunstanciales compañeros, en perjudicar al prometedor joven. El ambicioso trío urde una siniestra conspiración, denunciando a su adversario y acusándolo de traición. Dantès había recibido de su capitán una misteriosa carta, que le habría sido confiada a su superior por Napoleón en una escala de su viaje en la isla de Elba, en donde el emperador vive confinado tras la restauración borbónica en el trono de Francia, un año antes, en la persona de Luis XVIII. Fiel al mandato de su capitán en el lecho de muerte, Edmond porta la misiva que debe entregar, sin conocer su contenido, a su destinatario en París, que resultará ser un agente de un Napoleón que en esos días trama dejar atrás su reclusión isleña para recuperar el control y el dominio del país. Una nota anónima -escrita por Fernand a iniciativa de Danglars y con la colaboración pasiva de Caderousse- provoca la detención del joven en mitad de su banquete de esponsales, la víspera de su boda, acusado de conspirador bonapartista. El magistrado responsable de su caso, Gérard de Villefort, descubre que la misteriosa carta incrimina a su propio padre, destinatario del mensaje y partidario del corso exiliado. Para proteger su carrera, Villefort destruye la carta y, a sabiendas de su inocencia, condena a Dantès al encierro en la terrible cárcel del castillo de If, una prisión de la que parece imposible escapar situada enfrente de la costa marsellesa.
Las páginas que describen su terrible estancia en el presidio (unas doscientas que, empero, apenas representan la sexta parte del libro, dada la extensión total de la obra) suponen, muy probablemente -así ha sido para mí desde la adolescencia-, el elemento más representativo de la novela y el que se mantiene, muy vivo, a lo largo de los años en la memoria del lector. Dantès vivirá catorce años recluido en el angosto espacio de una celda miserable, reducido durante muchos de ellos a las más absolutas soledad y desesperación, y durante muchos otros algo más confiado, animoso y relativamente esperanzado tras trabar contacto con un extravagante compañero de cautiverio, el abate Faria, que desde la celda contigua ha logrado, pacientemente, construir un angosto pasadizo que une las dos dependencias, obviamente sin conocimiento de sus carceleros. El abate, en apariencia un anciano demenciado, le comunica la existencia de un tesoro escondido en una isla mediterránea, de nombre Montecristo, le revela las claves para localizarlo y tomar posesión de él si logra su liberación, y le hace partícipe de su plan de huida, largamente madurado durante sus muchos lustros de encierro. Además, convertido en una suerte de mentor del muchacho, transmite a Edmond sus amplios saberes, sus variados conocimientos, su erudición y su cultura en numerosas lecciones que constituyen un formidable aprendizaje para el joven.
Varios años después (en una elipsis monumental), tras acceder al tesoro de Faria, muerto en prisión, y, ahora rico y poderoso, Dantès se reincorpora por fin a la vida civil de manera anónima -a través de una serie de circunstancias que, como es natural, no voy a destripar-, asume distintas identidades -Simbad el marino, el abate Busoni, y, sobre todo, el conde de Montecristo, un hombre misterioso, atractivo, de extraño magnetismo, muy rico y de muy vasta cultura- para, escondido tras ellas y después de múltiples correrías, regresar a Francia para conocer qué ha deparado el destino en todo ese tiempo a su anciano padre (que habrá fallecido en la miseria y la soledad), averiguar el paradero de Mercedes (que, creyendo muerto a su prometido, se encuentra casada con Fernand), investigar las circunstancias que dieron con él en la prisión de If, asegurar la felicidad y la libertad de quienes le permanecieron leales y vengarse metódicamente de quienes lo acusaron injustamente y lo encarcelaron. Mucho tiempo después de su aparición en el puerto de Marsella a bordo del Pharaon, Dantès comparecerá en las nuevas vidas de Danglars, Fernand, Caderousse y Villefort, que no descubren a su víctima de entonces, velada tras sus nuevas identidades. El ahora casi omnipotente conde de Montecristo jugará con su enemigos, a los que manipulará como si se tratara de meras marionetas, perplejos y desesperados ante los infortunios que ellos creen causados por la inexplicable sucesión de no se sabe qué aciagos azares, pero tras los que se oculta la vengativa mano de aquel Dantès cuya juventud -cuya vida, en realidad- ellos mismos contribuyeron a destruir.
Sobre este arrebatador entramado argumental, la prosa inagotable de Dumas se extiende, fecunda, hilvanando episodios, a cuál más sugestivo, en una narración formidable que interesa, en mi opinión, por varias razones: la propia fascinación del relato novelesco, un aluvión de peripecias y aventuras subyugantes protagonizadas por un personaje cuya prodigiosa construcción literaria es otro de los grandes valores de la obra; el ya referido contexto social, político e histórico, el fidedigno marco en el que tienen lugar las andanzas del sufriente, esforzado y muy tenaz Edmond; los variados temas -filosóficos, morales, éticos- de carácter universal que el autor trata y desarrolla en el libro; las singularidades del estilo literario de Dumas, muy marcado por el carácter episódico de la narración, de su condición de novela por entregas; la cualidad de clásico que el libro ha alcanzado, de la que da prueba la muy larga lista de recreaciones, revisiones, traslaciones de la obra en el cine, el arte, la música, la propia literatura, y hasta el cómic y los videojuegos, entre otras manifestaciones del impacto de El conde de Montecristo en la cultura popular. De todos estos frentes quiero ocuparme ahora de un modo algo más detallado, para completar una reseña que cerraré trasladándoos mis impresiones -anticipo que muy gratas- sobre su más reciente versión cinematográfica.
Estamos, de entrada, ante una apasionante novela de aventuras, quizá la dimensión por la que el libro ha alcanzado una tan amplia repercusión popular. Avanzando por sus páginas el lector se sumerge en un desbordante caudal de episodios, lances, correrías, peripecias, viajes, navegaciones, cabalgadas, desplazamientos en carros, giros argumentales, sorpresas, misterios. Hay infortunios, golpes de azar, sucesos dramáticos, escenas teatrales, incidentes inesperados, situaciones imprevistas y desconcertantes. Se suceden las conspiraciones, las sentencias arbitrarias, los ocultamientos, las traiciones, las intrigas políticas, el espionaje, las convulsiones gubernamentales, los acontecimientos con relevancia histórica. Vivimos encarcelamientos, persecuciones, venganzas, fugas, naufragios, detenciones, chantajes, delaciones, sobornos, corrupciones, secuestros y rescates, cartas incriminatorias, denuncias anónimas, insidias, engaños, añagazas, suplantaciones de personalidad, disfraces, tretas y artificios varios, duelos, adulterios, oscuras filiaciones, enrevesadas genealogías. Comparecen bandoleros, espías, contrabandistas, piratas, asesinos, también aristócratas, altos funcionarios de la corte, de la judicatura, del poder, jueces, carceleros, policías, lacayos y sirvientes, reyes y plebeyos. Y conocemos a muchachas casaderas, anodinas y simples, y a jóvenes atrevidas, libérrimas, a mujeres valerosas y a otras intrigantes, resabiadas, superficiales, fuertes, taimadas, enamoradas, bondadosas, entregadas, desafiantes de las convenciones, incluso a una cautivadora esclava griega, la bella y muy conscientemente sumisa Haydée, en un amplio elenco femenino. Y está Marsella y el castillo de If y la isla de Montecristo y París y Roma y hay referencias menores a Constantinopla, a la griega Yanina, las menciones episódicas a España. Y en todos estos escenarios nos adentramos en la sordidez de las mazmorras, en las humildes moradas de los ciudadanos comunes, en la pobreza de los míseros habitáculos del pueblo, en la opulencia de los salones burgueses, en la magnificencia de los teatros, en el lujo de las representaciones operísticas, en los desaforados excesos de los carnavales romanos, en las escondidas catacumbas en las que se refugian los criminales, en las ignotas cuevas que albergan tesoros inconmensurables, en el interior de las naves y la azarosa libertad de las singladuras marinas. Se nos narran amores impetuosos, frívolos galanteos, duelos de honor, siniestros asesinatos, envenenamientos espeluznantes (hasta cuatro personajes morirán de este modo), suicidios, ejecuciones públicas para disfrute de una población zafia. No se nos ahorran detalles truculentos: un recién nacido enterrado vivo, una muchacha muerta y “resucitada”, un cuerpo atrozmente descompuesto (—¡Y va uno! —dijo misteriosamente el conde con los ojos fijos en el cadáver ya desfigurado por aquella horrible muerte). Compartimos la insufrible soledad del cautivo; la desesperación del condenado a la muerte en vida; la angustia del abocado al infortunio, a la ruina; la incontenible furia de quien es víctima impotente del abuso; el odio incontenible frente al poderoso arbitrario e inicuo; el ansia de quien confía en la venganza como una suerte de desquite divino que restaure la justicia; la entusiasta intensidad del enamorado; la generosidad, la ternura, la benevolencia y la dulzura, la amabilidad y el afecto, la fidelidad y la nobleza; también el rencor y el resentimiento, la cobardía, las ofensas, los agravios, el desprecio, la deshonra, las afrentas, la infamia.
Y el hilo conductor de todo ello, el eje central de la novela, es Edmond Dantès, una creación literaria deslumbrante, cuya evolución psicológica, en paralelo a los avatares que le depara la vida, Dumas describe con precisión y hondura sobresalientes, en una caracterización prodigiosa. El protagonista experimenta en el curso de su trayectoria vital, una profunda metamorfosis que pasa por distintas fases. Al principio del libro lo conocemos como un joven ingenuo y optimista, abierto a la vida, honesto, trabajador, leal, tiernamente preocupado por su padre e ilusionado con su boda con Mercedes. Ese Edmond confía en la bondad de las personas y en la justicia del mundo, contagia esperanza y sana ambición, rezuma confianza en un futuro de estabilidad y felicidad. Su primera transformación se produce tras su encierro; los largos años de cautiverio, de penalidades, lo sumen en la perplejidad, primero, y luego en la angustia, la rebeldía, la desesperación y el desánimo, la soledad (Hacía cuatro o cinco años que Edmond no había oído hablar más que a su carcelero), la amargura y la falta de fe (permaneció encerrado y olvidado, si no de los hombres, al menos de Dios). Un triste parlamento -un alegato ante el inspector de prisiones enunciado cuando solo lleva año y medio encerrado- da prueba de su sufrimiento y su impotencia:
No sabéis lo que son diecisiete meses de cárcel: diecisiete años, diecisiete siglos. Sobre todo para un hombre que, como yo, iba a casarse con su amada, para un hombre que veía abrirse ante él una carrera honorable, y que de golpe lo perdió todo; que, en medio del más hermoso día, cayó en la noche más honda; que ve su carrera arruinada, que no sabe si la que le amaba lo quiere aún, que ignora si su anciano padre vive o está muerto. ¡Diecisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado a la brisa del mar, a la independencia del marinero, al espacio, a la inmensidad, al infinito! Señor, diecisiete meses de cárcel es mucho más de lo que merecen todos los crímenes que el lenguaje humano designa con los términos más odiosos.
El contacto con el abate Faria opera en él un nuevo y significativo cambio, una suerte de resurrección, inspirada y tutelada por las enseñanzas del anciano: ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo prisa por empezar, tengo sed de conocimiento, lo urgirá. Matemáticas, física, historia, tres o cuatro lenguas vivas, filosofía y decenas de otros saberes intangibles, hacen del muchacho una persona culta, poseída por la pasión de conocimiento. Su novelesca salida de prisión, convertido ya en un hombre (Había entrado a los diecinueve años en el castillo de If y salía a los treinta y tres), supone una nueva evolución. El mar, elemento clave en su huida de la fortaleza de If, cuya repercusión en su liberación no quiero detallar, aparece como un elemento simbólico, el líquido amniótico que envuelve su “renacimiento”, que se concretará cuando arribe, a salvo, a la isla de Montecristo. En ese peñasco casi desértico, da comienzo una nueva vida, propiciada por el tesoro del abate, oculto en una oscura cueva subterránea, cuyo acceso escondido por rocas, hierbas y matorrales es el umbral, con reminiscencias de cuentos de hadas, de Las mil y una noches, a un espacio repleto de joyas, piedras preciosas, monedas, lingotes de oro, incalculables riquezas, inauditas, fabulosas. De la gruta sale entonces convertido en el conde de Montecristo, una nueva identidad que cambia también su forma de comportarse y actuar. El talento del autor nos dibuja ahora un hombre elegante y de buen gusto, refinado y culto, dueño de una fortuna ilimitada, decidido y enérgico, que se incorpora al mundo, poderoso e invulnerable, para consumar su venganza.
Esta tercera personalidad de Dantès, arrebatadora y dominante, encantadora y magnética, es la que domina en la mayor parte de la novela. Estamos ante un personaje de irresistible atractivo (parecía poseer el don de fascinar), capaz de atraer tanto a las personas que ama como a las que odia, fascinante y seductor, desinteresado de los asuntos mundanos, siempre por encima de las convenciones, con un capacidad de sugestión casi sobrenatural, que maravilla por su riqueza y elegancia, y cautiva por su saber y su formidable poder social. No queda rastro -no solo en el físico, oculto por sus disfraces, sino en los dominios psicológico y moral- del joven, inocente y hasta candoroso marinero que conocimos al inicio de la novela. En su lugar hay una figura, auténtico héroe de Byron, que impresiona, vigorosa, decidida, dadivosa y espléndida (un hombre que regalaba caballos de treinta mil francos e iba a la ópera con una esclava griega que llevaba encima un millón en diamantes), dotada de una fortaleza y una seguridad arrebatadoras, casi omnipotente (Llevo la vida más dichosa que conozco, una verdadera vida de marajá. Soy el rey de la creación. Si un lugar me gusta, me quedo. Si me aburre, me voy. Soy libre como un pájaro, tengo alas como él. Todo el que me rodea obedece a una señal mía. De vez en cuando me divierto haciendo mofa de la justicia humana, sustrayéndole un bandido que busca, un criminal que persigue. Además, tengo mi justicia personal, baja y alta, sin prórrogas ni apelaciones, que condena y absuelve, y con la que nadie tiene nada que hacer. ¡Ah! ¡Si hubieseis pasado las que yo he pasado, no querríais ya otra), bendecido con los atributos de un dios capaz de hacer y deshacer (Es evidente que este hombre ha recibido el don de influir sobre las cosas), dueño del destino, señor de su propia vida y de las ajenas. Tenía ese frunce en la frente que indica la presencia incesante de un pensamiento amargo; tenía esos ojos ardientes que leen en lo más profundo de los ánimos; tenía aquel labio altivo y burlón que imprime indeleblemente las palabras pronunciadas en la memoria de quien las escucha, capaz de transformar, para bien y para mal, las existencias de quienes entran en contacto con él: Con vos, querido conde, uno no vive, sueña.
Hay en él, sin embargo, en su más recóndita intimidad, sombras tenebrosas (tenéis todas las trazas de un hombre que, perseguido por la sociedad, tiene una cuenta terrible que saldar con ella), el rastro del sufrimiento y del dolor (—¿Habéis sufrido mucho, señor? —le preguntó Franz. Simbad se estremeció y lo observó fijamente. —¿En qué se nota? —preguntó. —En todo —repuso Franz—. En vuestra voz, en la mirada, en vuestra palidez y hasta en la misma vida que lleváis). El ser superior oculta -pero no puede disimular- su terrible secreto, que lo tortura y estremece, que lo aflige y atormenta. Mi querido conde [sois un] enigma para todos, tanto para mi madre como para los demás; enigma aceptado pero no resuelto, seguís siendo siempre un enigma. Llevado por su afán de venganza, el muchacho bondadoso -que aún pervive en él- se ha convertido ahora, también, en alguien despiadado, frío, calculador y hasta cruel, atormentado y solitario. El dios resulta ser también demonio, pues ha perdido su sensibilidad, su corazón está ahora petrificado por el padecimiento vivido y por la compulsiva obsesión por el desquite, el resarcimiento, la venganza. Su bondad originaria se ha vuelto ahora cálculo, amargura, encono, también dudas, responsabilidad, sentimiento de culpa, cuestionamiento moral (¿Acaso el objetivo que me propuse era un plan insensato? ¿Habré errado el camino de diez años a esta parte? ¿Habrá bastado una hora para demostrar al arquitecto del universo que aquella en que había puesto todas sus esperanzas era una obra, si no imposible, al menos sacrílega?), en un perfil psicológico más complejo que Dumas dibuja con magistral talento. Una maestría presente también, aunque ejercida en menor medida, en la descripción de los caracteres de los demás personajes: Danglars, Villefort, Fernand, Mercedes, y otros de menor presencia en el relato: Morrel, sus hijos, Maximilien y Julie, Caderousse, el abate Faria, la bella Haydée, Valentine Villefort, hija de Villefort, Héloise la segunda esposa de este, Albert, hijo de Mercedes y Fernand, Andrea Cavalcanti, hijo ilegítimo del propio Villefort, los criados del conde, Ali, Bertuccio, Jacopo; entre otros muchos, todos con entidad, con calado, con peso. Como mera curiosidad (pero no solo) recomiendo la consulta de la entrada de la Wikipedia correspondiente a la novela. En una sección de título “Esquema de las relaciones entre los personajes” se incluye un magnífico y en apariencia enrevesado “mapa conceptual” que muestra los lazos entre los distintos protagonistas del libro.
Envolviendo esta cautivadora trama, Dumas presenta, con abundancia de referencias -que constituyen el núcleo central de las casi cuatrocientas notas con las que el traductor nos aclara el contexto histórico y social-, las principales coordenadas que definen la contemporaneidad de su protagonista. Este marco general resulta clave para entender los conflictos, motivaciones y destinos de los personajes de la novela, con los dos planos, narración e historia, fuertemente imbricados en el relato. Los hechos relatados en El conde de Montecristo transcurren entre 1815 y 1838, una época de gran agitación política en Europa, y especialmente en Francia. La novela comienza inmediatamente después de la derrota de Napoleón Bonaparte y la restauración de la monarquía de los Borbones. Con el emperador exiliado a la isla de Elba y con Luis XVIII instalado en el trono francés, muchos partidarios bonapartistas fueron perseguidos y encarcelados. Serán, precisamente, las falsas acusaciones de bonapartismo vertidas sobre Dantès las que provoquen su encarcelamiento. Cuando Napoleón escapa de su encierro isleño, Edmond ya está en prisión y la inestabilidad política que genera la vuelta a Francia del corso, contribuye a crear una atmósfera de intrigas, desconfianza y traiciones, con enfrentamientos entre republicanos, monárquicos y seguidores de Napoleón, que facilita la prolongación del cautiverio del joven (En un par de ocasiones, durante la breve aparición imperial conocida como los Cien Días, Morrel volvió a la carga insistiendo siempre sobre la libertad de Dantès, y en cada ocasión, Villefort lo había tranquilizado con promesas y esperanzas. Hasta que finalmente llegó Waterloo, y Morrel no volvió a aparecer por el gabinete de Villefort: el naviero había hecho por su joven amigo todo lo que era humanamente posible hacer; intentar nuevos pasos bajo aquella segunda Restauración significaba comprometerse en vano). Estas circunstancias de la vida política se cruzan de continuo en la novela: ¡El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París, el 1 de marzo y vos os enteráis de esta noticia hoy, el 3 de marzo!, exclama, indignado, Luis XVIII a uno de sus ministros.
Dumas explora también, de modo indirecto, otros elementos de la realidad política del país galo: la corrupción del sistema judicial, la manipulación del marco legal por los ricos y poderosos, las desigualdades en la estructura social, las arbitrariedades y la falta de justicia de la época, el deplorable estado de las cárceles. Y llama la atención la sólida descripción de los entramados financieros, las complejidades mercantiles y las singularidades legales que envolvían los negocios de la época. Hay, igualmente, muestras más que evidentes del interés que en aquellos tiempos despertaba el exotismo de Oriente, que comparece en los fastuosos tesoros de la cueva de “Alí Babá”, origen de la riqueza de Montecristo, en las extrañas vestimentas y costumbres orientalizantes del conde, en el atractivo misterio que envuelve a Haydée. Del mismo modo, el reflejo de la sociedad de la época se muestra cuando el cáustico narrador introduce en el relato sus afiladas ironías -que no escatima- sobre el mundillo literario: —¿Cómo vamos a hacer? —dijo Debray—. Solo tenemos un premio Montyon [un galardón literario de la época]. —Pues bien, se lo otorgaremos a alguien que no haya hecho nada para merecerlo —dijo Beauchamp—. ¿No es así como normalmente sale del apuro la Academia?, en una sola de las muchas puyas a las instituciones académicas que desliza en su texto y a través de las cuales conocemos la realidad de aquel tiempo. Me ha parecido reseñable, también, un pasaje en que dos mujeres, Eugénie Danglars y Louise d’Armilly unidas por una profunda amistad y un gran afecto mutuo, huyen de su entorno, desafiando las presiones sociales de la época. Eugénie, que rechaza un matrimonio arreglado con Andrea Cavalcanti, decide escaparse de París, y en su fuga Louise se convierte en su cómplice, enfrentándose juntas a las normas de la sociedad y mostrando en sus actos (Eugénie se cortará el pelo en una escena de poderosa intensidad: Y cogiendo con su mano izquierda la gruesa trenza sobre la que sus largos dedos se cerraban a duras penas, cogió con la derecha un par de largas tijeras y enseguida el acero crujió en la espléndida y abundante cabellera, que cayó por entero a los pies de la muchacha, inclinada hacia atrás para preservar la levita; y ambas dormirán juntas en los alojamientos que las acogen en su escapada) una ausencia de prejuicios, una libertad y un anhelo de independencia que, contemplados desde nuestro presente, podemos calificar de anticipatorios.
Del mismo modo, resultan apreciables los distintos temas, de alcance intemporal y universal, que se cruzan en la narración. La traición, la injusticia, el mal, la venganza y la redención, los límites de la justicia personal frente a la institucional, el castigo y el perdón, el poder y la corrupción, la integridad y la manipulación, el destino y el libre albedrío, la culpa, el amor, la entrega, la muerte son algunas de las cuestiones, de trascendencia filosófica y moral sobre las que el lector debe reflexionar mientras avanza cautivado por el imparable torrente de la prosa de Dumas.
Y es precisamente este rasgo, la formidable potencia narrativa del autor, otro de los elementos destacados del clásico. La hábil escritura de Dumas crea una trama densa y sorprendente, muy precisa y detallada, en la que el lector se ve envuelto hasta el apasionamiento. No hay lugar para el aburrimiento, para la trivialidad prescindible (si acaso, a quien hoy lee la obra puede sobrarle la profusión de menciones a personajes y sucesos de la actualidad de la época, cuya identidad y relevancia esclarecen las notas del traductor; una consulta que puede ralentizar la lectura pero que, en último término, se puede soslayar). Nada se deja al azar y cada evento, cada vuelta de tuerca y cada nuevo incidente desempeñan su papel en el entramado final. Los hilos conductores de las distintas historias se encuentran y se entrelazan con fluidez y aparente naturalidad. La escritura es ágil, el lenguaje límpido -más allá, leído hoy, del inevitable “aire” decimonónico-, no hay florituras ni enojoso empalago verbal. El narrador es omnisciente y, en ocasiones, se inmiscuye en el relato (Desde este punto de vista, los italianos son el pueblo por excelencia. Para ellos las fiestas son verdaderas fiestas. El autor de esta historia, que ha vivido en Italia durante cinco o seis años, no recuerda haber visto nunca una solemnidad turbada por uno solo de esos acontecimientos que son siempre un corolario en las nuestras), pero nunca se anticipa, nunca adelanta acontecimientos, nunca interfiere en la lectura. Dumas muestra un talento excepcional para describir la personalidad a través de los diálogos, para esbozar, en un breve apunte -una mirada, un gesto contenido, una sonrisa, una ironía-, las emociones de los personajes. Además, la estructura episódica, derivada de su publicación como novela por entregas, permite una acumulación gradual de tensión y emoción, de intriga y giros dramáticos, dotando al libro de un ritmo muy dinámico y fluido.
Por último, con la excusa de la película estrenada este verano, y antes de dejar un breve comentario sobre ella, quiero registrar aquí algunas de las innumerables manifestaciones -cine, literatura, teatro, música, cómic y recreaciones varias- que El conde de Montecristo ha tenido en sus casi dos siglos de existencia, buena prueba de, por un lado, su indudable condición de clásico y, por otro, de su significativo impacto en la cultura popular, en la que el personaje de Dantès, su doloroso y prolongado cautiverio, su espectacular liberación y, sobre todo, su demorada venganza, ha calado hasta convertirse en un perdurable arquetipo literario: la condena del inocente, la impotencia ante la injusticia, la búsqueda de reparación, la necesidad de resarcimiento y desquite. En un recorrido somero por internet buscando las huellas de esas repercusiones he encontrado infinidad de referencias -algunas insólitas- que, reflejan el éxito y la popularidad de la obra ya desde su publicación inicial por entregas, esperadas con fruición.
En el ámbito literario hay, como se puede suponer, traducciones a las más diversas lenguas del mundo. Hay, también, versiones, recreaciones, adaptaciones y continuaciones del texto de Dumas, que prolongan, reinventan, modifican o aportan perspectivas nuevas a algunos de los elementos del original (un fenómeno, por otro lado, muy frecuente con los clásicos, de Cervantes a Jane Austen, de Shakespeare a Stevenson). Hay obras literarias que se inspiran en el personaje o en el arquetipo que encarna; el tema del héroe que regresa para vengarse de quienes lo traicionaron está presente en infinidad de textos y en algunos de los artículos que he leído se detectan sus huellas en El padrino, la novela de Mario Puzo que daría lugar a la película, en algún título de Stephen King, en la serie de novelas de Stieg Larsson, Los hombres que no amaban a las mujeres, e incluso en la obra de Cormac McCarthy, en vínculos un tanto cogidos por los pelos.
Si nos movemos en el terreno cinematográfico, son decenas las películas que revisitan el libro de Dumas. Desde 1922 se multiplican las versiones del clásico no solo en nuestro entorno más próximo -filmes franceses o norteamericanos en los que nombres míticos del séptimo arte encarnaron a Dantès (Robert Donat, John Gilbert, Jean Marais), también la más actual V de Vendetta, o La venganza del Conde de Monte Cristo, dirigida por Kevin Reynolds en 2002- sino en cinematografías más improbables como la mexicana, la india (hay una película tamil adaptada al entorno social de la región), la japonesa (con una versión anime) o, incluso, la argentina, con un título del inefable León Klimosvky, que tantos engendros de la serie Z española dirigiría en los años setenta, casi siempre con un inclasificable Paul Naschy, el exceso hecho actor, hoy reivindicado desde el kitsch más militante. Existe, incluso, una versión de la novela, que en un exceso de optimismo podríamos llamar “protofeminista”; una película de 1946, La condesa de Montecristo, que reinterpreta el clásico de Dumas, con Dantès llevando a cabo su venganza acompañado de su mujer.
Hay, por seguir en las pantallas, esta vez las domésticas, “apariciones” televisivas en prácticamente cualquier país del mundo, con telenovelas brasileñas, turcas, chilenas, norteamericanas, venezolanas o colombianas inspiradas directa o indirectamente en la venganza del conde. El hoy controvertido Gerard Depardieu protagonizó la que pasa por ser la serie que más fielmente traslada el espíritu de la obra de Dumas. En cuatro capítulos y protagonizada también por Ornella Muti, Jean Rochefort y una aparición menor de Georges Moustaki, fue dirigida en 1998 por Josée Dayan.
Y hay un capítulo de los Simpson y varios videojuegos y numerosas interpretaciones de la obra en el mundo del arte, con, desde la publicación de la novela, profusión de grabados, litografías, dibujos y pinturas que ilustran algunos de sus pasajes (en particular los dos más reconocidos ilustradores de sus primeras ediciones, Paul Gavarni y Émile Bayard), y, ya para terminar, el conde y sus peripecias, han resultado inspiradores para músicos de diferentes orígenes y estilos musicales, además, de, como es obvio, las bandas sonoras de las distintas películas sobre la novela.
La última de las versiones para la gran pantalla es la dirigida por Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière y estrenada este verano pasado. Con un elenco de actores franceses para mí desconocidos, entre los que destaca Pierre Niney en el rol de Edmond Dantès, a mí me ha parecido un filme espléndido, con bastantes aspectos sobresalientes. Si nos ponemos puristas -tarea que debo confesar que no me resulta demasiado difícil- es obvio que los creadores se han tomado más de una licencia con respecto al texto original: personajes que desaparecen; otros que asumen un rol, unas intenciones, una voluntad y hasta una personalidad opuestas a las de sus correlatos novelescos (el ejemplo más llamativo es el de Haydée, cuya psicología, su modo de actuar, su implicación en la historia son radicalmente distintos a los ideados por Dumas); incluso algunos, inexistentes en la versión del libro, que se incorporan a la trama; situaciones “inventadas” para solucionar de manera coherente con la narración fílmica episodios de difícil traslación desde su planteamiento literario; modificación de las circunstancias que rodean a un suceso esencial que, sin embargo, sí se mantiene (está, por ejemplo, la carta que incrimina Dantès, pero nada -sucesos, individuos, ocasión o situaciones- de la peripecia que lo involucra tienen que ver con lo narrado en la novela); eliminación drástica de pasajes enteros del libro; sustracción al espectador de los elementos menos “tangibles” de la novela, como su dimensión filosófica o la histórica, que apenas se esbozan; llegando hasta la inclusión de un final que supone un destino para Caderousse, Danglars, Fernand y Villefort, y sobre todo para Haydée y el propio Edmond, que en casi nada se parece al que experimentan todos ellos en la novela. Pero hay que entender que concentrar en “solo” tres horas -lo que dura el metraje- las casi mil trescientas páginas del libro resulta una tarea poco menos que imposible.
En este sentido, destaca de un modo muy favorable la labor de los guionistas -tarea que desempeñan los mismos directores- con una formidable utilización de las elipsis, que son constantes, muy llamativas, quizá algo abruptas en ocasiones, pero que consiguen hacer avanzar la acción de un modo ágil y fluido, permitiendo que el espectador desconocedor del texto literario pueda comprender de manera cabal lo esencial de la propuesta de Dumas. Mención especial merece también el tratamiento estrictamente cinematográfico, algo ampuloso, espectacular y excesivo en el uso de los recursos técnicos, abundantes en “pirotecnia” a lo Hollywood, con panorámicas, planos cenitales, efectos de zoom, imágenes previsiblemente filmadas con drones, pero, en general, más que solvente en la ambientación, las vestimentas, los escenarios, la decoración, todo ello propio de una gran producción que no ha ahorrado en presupuesto. Muy sugestiva, también, la banda sonora, algo enfática en algunos pasajes, pero con momentos memorables.
Presentada fuera de concurso en Cannes, la película ha obtenido un éxito extraordinario en el mundo entero y su visionado es, sin duda, altamente recomendable (aconsejable, eso sí, tras la lectura del libro). Hace una semana, el pasado 10 de diciembre, la cinta ha empezado a comercializarse en DVD, por lo que ya está al alcance de cualquier espectador desde el sofá favorito de su casa, aunque la grandiosidad de la escenografía requiere, a mi juicio, su visionado en las salas. En cualquier caso, libro y película, conjuntamente o por separado, constituyen una muy atractiva experiencia cultural para estas fiestas, además de un excelente regalo navideño.
Hay música en la novela. Y había pensado en alguna pieza citada en ella -Y el conde, tarareando un aria de Lucía de Lammermoor, fue a sentarse en un banco, mientras Bertuccio lo seguía haciendo acopio de sus recuerdos- para cerrar el espacio. Sin embargo, al final he preferido elegir un tema, bellísimo y subyugante, repleto de dulzura, nostalgia y pasión contenida, con un aire de misterio y exotismo, que canta Haydée en su rutilante primera aparición en la película. Obra del compositor de la música del filme, Jérôme Rebotier, Dorul (Chanson d'Haydée) es una maravilla. No he logrado resolver mi duda acerca de quién la interpreta. Viendo la escena correspondiente parece evidente que quien canta la pieza es la propia actriz que hace el papel de Haydée, la guapísima franco rumana Anamaria Vartolomei, (además, la letra de la canción está, precisamente, en rumano). Sin embargo, en los créditos de la banda sonora, la canción aparece con la acotación “con la participación de Gülay Hacer Toruk”, una conocida cantante turca. Os la dejo aquí, pese al ligero enigma sobre su interpretación, tras un significativo texto del libro en el que se revela la poderosa personalidad de Dantès y su obstinada voluntad de llevar a cabo su propósito. Con ella me despido hasta el próximo 2025 deseando a todos nuestros seguidores unas felices fiestas y un espléndido año nuevo. Nos vemos en enero.
—Yo soy uno de esos seres excepcionales, sí, señor, y creo que, hasta hoy, ningún hombre se ha encontrado en una posición parecida a la mía. Los reinos de los reyes son limitados, bien por las montañas o por ríos o por un cambio de costumbres o por lenguas distintas. Mi reino personal es tan grande como el mundo porque no soy ni italiano, ni francés, ni indio, ni americano, ni español; soy cosmopolita. Ningún país puede decir que me ha visto nacer, solo Dios sabe en qué país me verá morir. Adopto todas las costumbres, hablo todas las lenguas. Vos me consideráis francés, ¿no es cierto?, porque hablo francés con la misma fluidez y pureza que vos. Pues bien, Alí, mi nubio, me cree árabe; Bertuccio, mi intendente, me considera romano; Haydée, mi esclava, me cree griego. Así pues, comprenderéis que, no siendo de ningún país, no pidiendo protección a ningún Gobierno, no reconociendo a ningún hombre como hermano, ni uno solo de los escrúpulos que detienen a los poderosos o los obstáculos que paralizan a los débiles me frena o me paraliza. Tengo solo dos adversarios: no diré dos vencedores, porque con un poco de tenacidad se los somete, que son la distancia y el tiempo. El tercero y más terrible, es mi condición de hombre mortal. Únicamente esta puede detenerme en el camino que llevo, y antes de que haya alcanzado el fin que persigo; todo lo demás, lo he calculado. Los llamados caprichos de la fortuna, es decir, la ruina, la mudanza, las contingencias, los he previsto todos; y si algunos pueden alcanzarme, ninguno puede abatirme. A menos que muera, seré siempre lo que soy; he aquí por qué os digo cosas que vos nunca habéis oído, ni siquiera en boca de los reyes, porque los reyes tienen necesidad de vos y los otros hombres os temen. ¿Quién no se dice, en una sociedad tan ridículamente organizada como la nuestra: «Tal vez algún día tenga que vérmelas con el procurador del rey»?
—Vos mismo, señor, podéis decirlo, porque, desde el momento en que vivís en Francia, estáis obviamente sometido a las leyes francesas.
—Lo sé, señor —respondió Montecristo—, pero cuando he de ir a un país comienzo por estudiar, mediante un procedimiento que es mío propio, a todos los hombres de los que puedo esperar o temer alguna cosa, y llego a conocerlos muy bien e incluso casi mejor de lo que se conocen a sí mismos. Con el resultado de que cualquier procurador del rey con el que tuviese que vérmelas, seguramente se vería en una situación embarazosa más que yo.
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Alexandre Dumas. El conde de Montecristo
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