Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de enero de 2025

NICOLA LAGIOIA. LA CIUDAD DE LOS VIVOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy cierra las emisiones del mes de enero con la primera de una breve serie de dos programas en los que viajaremos a Italia, con sendos libros, basados ambos en hechos reales y que participan, como tan a menudo ocurre con algunas de mis propuestas, de una cierta indefinición genérica, pues hay en ellos algo de reportaje periodístico, de crónica de true crime, de texto de autoficción, de investigación criminal, de documento sociológico, de obra ensayística, de análisis filosófico y político y, en tanto estamos ante narraciones formidables, fruto de una más que solvente creación literaria y capaces de atrapar la atención de un embelesado lector durante horas, de magníficos exponentes del género novelístico. 

En el caso de esta tarde mi entusiasmada sugerencia es un libro que, exagerando, y dada la acelerada vorágine en la que se desenvuelve el mundo editorial, podíamos calificar de “añejo”, pues se publicó en Italia en 2020 y vio la luz en nuestro país en 2022, dos años que, como digo, en este ritmo frenético de publicaciones que nos rodea, equivalen a un par de décadas. Se trata de La ciudad de los vivos, del joven -apenas cuarenta años- escritor Nicola Lagioia, un título aparecido entre nosotros en la editorial Penguin Random House en traducción de atribución algo enigmática: en la página preliminar del libro es Xavier González Rovira el nombre con el que figura el traductor; en los créditos finales se adjudica el copyright de la traducción a Carlos Milla Soler; una consulta a la página web de la editorial para salir de dudas nos lleva a un Francisco Javier González Rovira que, intuimos, será el Xavier inicial convenientemente castellanizado. Un pequeño misterio. Ahora bien, de la “catalanidad” del traductor -Milla o Xavier- no hay duda alguna, pues el texto refleja modismos de aquella lengua (una sola cita representativa: Teniendo en cuenta cuál era mi objetivo, empezar a beber alcohol ya me venía bien, en el que sobra ese “ya” tan habitual en esa construcción en catalán) y un abuso, no exclusivo de los hablantes de la comunidad catalana, aunque enojoso e irritante por su reiteración, de locuciones como “el mismo”, “los mismos” y similares. Así por ejemplo: Por la noche, atraídas por los focos que deberían dar lustre a los grandes monumentos, giraban alrededor de los mismos [¡con lo sencillo que suena “de ellos”!] de una manera macabra; o también: El edificio destacaba en la oscuridad, golpeado por la lluvia. Junto al mismo [¿por qué no escribir “a él”?], había otros dos edificios idénticos. ¡Y son solo dos muestras de entre muchas! En fin… 

Nicola Lagioia, que aunque nacido en Bari, reside en Roma (La ciudad de los vivos demuestra un profundo, agudísimo y exhaustivo conocimiento de la capital "lazial"), es uno de los más reconocidos escritores italianos. Autor de cinco novelas, recibió el Premio Strega, uno de los más prestigiosos de su país, en 2014 por La ferocidad, también publicado en España por Penguin Random House. Es miembro del jurado del Festival de Cine de Venecia, director del Salón Internacional del Libro de Turín y colaborador en diversos medios periodísticos escritos y radiofónicos. La ciudad de los vivos, su por ahora última obra, es un libro magnífico que, participando, como ya se ha dicho, de las cualidades narrativas de las mejores novelas (en la página de la Wikipedia dedicada al autor, el título aparece bajo esa rúbrica; y Joan Corominas, en uno de los blurbs que la editorial selecciona para publicitar el libro afirma: Hacía mucho que una novela no me llenaba tanto como escritor y lector; no obstante, el escritor, en conversación con Manuel Jabois, y ante una pregunta expresa en el mismo sentido, se muestra un poco más ambiguo al respecto), presenta, con rasgos de crónica negra y periodismo de investigación, la detallada indagación que Lagioia llevó a cabo en torno a un suceso espeluznante que conmocionó a la sociedad italiana hace unos años y cuyos ecos, mitigados por tratarse de unos hechos ocurridos en un contexto específico, ajeno al nuestro, llegaron también, sin embargo, a la prensa española. 

En una de las primeras páginas de la obra se recoge un breve publicado en el diario La Repubblica del 6 de marzo de 2016 y que está en el origen del libro: “Horror en la periferia de Roma. Un chico de 23 años fue asesinado en un apartamento del Collatino después de haber sido torturado durante horas. Aparentemente, el crimen carece de móvil.” En efecto, dos días antes, el 4 de marzo, dos jóvenes amigos, casi treintañeros, de familias acomodadas de la burguesía romana, Manuel Foffo, hijo de un empresario, y Marco Prato, hijo de un asesor cultural y profesor universitario, abismados a lo largo de varias jornadas en un delirio orgiástico de cocaína (En dos días habían comprado más de diez gramos, que llegarían a los veinte antes de que acabara la noche, una cantidad suficiente para intimidar a un pequeño grupo de cocainómanos empedernidos), fármacos, alcohol y sexo, asesinaron, con una impresionante dosis de salvajismo y de crueldad, a Luca Varani, un chico de los suburbios, hijo adoptado de un vendedor ambulante de dulces y frutos secos, al que apenas conocían de encuentros anteriores en los que el muchacho, que a veces se prostituía, les entregaba sexo a cambio de drogas y dinero. En los tres días en que los amigos permanecieron encerrados en el piso de Manuel, sumidos en una suerte de enajenación alucinatoria, arrastrados por una irrefrenable compulsión asesina, buscaron a ciegas a quien los acompañara en su ritual funesto. En un desesperado frenesí fatal que la prensa del momento calificó como la lotería de la muerte, llegaron a enviar, de modo sucesivo, hasta veintitrés sms idénticos a amigos y conocidos para elegir a la víctima (Hola, Roberto, ¿te vienes con nosotros? He conocido a una trans. También tenemos algo de perico). La mayor parte de ellos no respondieron, tres sí acudieron, cada uno por separado, a la cita, aunque abandonaron el apartamento poco interesados -o abiertamente amedrentados- por el caótico desenfreno de la pareja. No fue el caso de Luca Varani, que, tentado por unos escasos ciento veinte euros, acabaría por encontrar la muerte (Hemos decidido que debes morir) en una bacanal enloquecida y desaforada, torturado, atrozmente golpeado con un martillo, acuchillado con furia, asesinado por fin en un crimen sin finalidad instrumental alguna: Ni el beneficio económico, ni la carrera, ni la fama, ni la venganza personal, no había ninguna motivación clásica que justificara lo que había ocurrido

Como puede imaginarse, en esta sociedad del morbo y el espectáculo que tan bien conocemos en nuestro país, la noticia llamó inmediatamente la atención, convulsionando profundamente a la opinión pública (la razón por la que unos chicos absolutamente normales, a los que no les faltaba nada en el plano material, parecían vivir como auténticos desesperados —por las drogas que tomaban, por su incapacidad para enfocar su propia identidad, por la preocupación paroxística que tenían por el juicio de los demás, por el uso irrespetuoso que hacían de su cuerpo, por la relación que tenían con el dinero, por lo despreocupados que parecían al malgastar periodos enteros de sus vidas— lo sumía en un estado de absoluta perplejidad, confesará uno de los carabinieri encargado de la investigación) y, en particular a Nicola Lagioia, que la vio en un telediario y que desde el principio se vio asaltado -como, por otro lado, la ciudadanía en su conjunto- por algunas preguntas inquietantes y perturbadoras. ¿Eran los asesinos realmente conscientes de lo que hacían? ¿Fue el asesinato una demostración de violencia gratuita? ¿Un efecto pernicioso y desmesurado del consumo de drogas sin control? ¿Un reflejo en exceso violento del malestar, de la desesperación juvenil por una existencia hedonista, carente de propósito, de valores, de horizonte moral alguno? ¿Se trataba de una manifestación extrema del Mal, de la “posesión demoníaca”? ¿La brutalidad y el salvajismo de dos chicos por lo demás “normales” nos sitúan frente al aterrador abismo de pensar en que cualquiera de nosotros podría actuar de la misma manera? 

El impacto y la perplejidad iniciales que el dramático acontecimiento suscitó en el escritor pronto se convirtieron en interés en razón de las muchas dimensiones a las que se abría: el modo en que los diferentes orígenes de los jóvenes mostraban ángulos distintos de la poliédrica Roma; las controvertidas reacciones de la prensa, los medios de comunicación y la opinión pública ante el asesinato; el absurdo que rodea a ciertos crímenes en los que, en apariencia, no hay un móvil fácilmente entendible; las posibles motivaciones psicológicas y sociales que arrastraron a estos dos chicos a llevar a cabo con tanta saña tal atrocidad; la violencia desenfrenada, síntoma extremo de algunos de nuestros males como sociedad; el asesinato como un ejemplo paradigmático de la decadencia moral y la descomposición de las sociedades desarrolladas, reflejadas de modo palmario en los muchos signos de la actual degradación de la capital italiana; el muy recurrente -y a veces trivializado- asunto de la banalidad del mal, ejemplificado en este caso en el comportamiento inexplicable de personas consideradas normales que llevan a cabo acciones que a ellas mismas les resultan indescifrables y, por supuesto, moralmente reprobables (si ellos lo hicieron, ¿yo también podría hacerlo? Manuel y Marco tenían problemas comunes a muchas personas. Pero hay que decir que, afortunadamente, no todas las personas que sufren deficiencias emocionales se convierten en asesinos. Sin embargo, el abismo comienza a cavar dentro de ti. Te hace preguntarte si estás realmente seguro de que nunca serías capaz de hacer lo que ellos hicieron. Incluso Manuel y Marco, antes de cometer el asesinato, podrían haber dicho lo mismo). 

El interés del escritor (que vivía a quince minutos en moto de la escena del crimen, en un nuevo vínculo, ahora espacial, con los hechos) se basaba también en razones personales que acabarán por aflorar en el libro (—¿Por qué te interesa este caso? —preguntó Paolo. —Porque encuentro algunas cosas que me conciernen) y que, unidas a las anteriores -sociológicas, políticas, psicológicas, filosóficas-, lo llevaron a involucrarse intensamente en el caso y a lanzarse a la investigación de sus pormenores (pedía informaciones, hacía preguntas, reclamaba recuerdos, buscaba elementos que me ayudaran a entender), tarea a la que dedicará cuatro años de su vida. En su transcurso, entrevista a los protagonistas de la historia, conoce a los padres de la víctima, a los familiares y amigos de los culpables, conversa con periodistas, abogados, inspectores de policía, altas autoridades de los carabineiri, consulta informes y testimonios, atestados criminales, documentos judiciales, expedientes periciales, accede a escuchas telefónicas, artículos periodísticos, actas de los juicios, sentencias de los tribunales, declaraciones oficiales, entrevistas y testimonios de médicos, psicólogos, psiquiatras, documentos de audio y de vídeo (entre otros, transcripciones de los mensajes de Whatsapp de Foffo y Prato, sus publicaciones en Facebook, las apariciones televisivas en programas de telerrealidad de Giuseppe Varani y Valter Foffo, padres de los asesinos). Con todo ello “arma” un libro monumental -no solo por sus cerca de quinientas páginas- que traslada al lector de manera detallada y minuciosa la “realidad” de los hechos (Lo que se cuenta en este libro es una historia que ocurrió realmente), fielmente reconstruida (He utilizado fielmente esta documentación para reconstruir los acontecimientos, las versiones de las personas involucradas, la narración de los protagonistas). Esta voluntad de autenticidad, que se refleja en los fragmentos que acabo de transcribir, extraídos del epílogo del libro, se manifiesta igualmente en otros elementos de la obra: la meticulosa descripción -claramente literaria, novelística- de las calles y barrios de Roma (Pasaron por delante de una quesería, luego una fábrica de toldos para el sol. Un pequeño grupo de álamos se erguía solitario entre los campos, acariciado por la luz del atardecer), la ciudad protagonista principal del libro, casi por encima de los personajes; y también, al decir de la crítica italiana que he podido consultar, por la fiel representación del lenguaje, como en el caso del dialecto romano de Giuseppe Varani o el desaliño gramatical -de alto significado sociológico- de Valeria Proietti, amiga de Luca, que el traductor español mantiene con pericia (Marta mira que si te he escrito es solo para ayudarte tambien porque aparte del dolor de perder a un amigo no gano nada… Vete tu a saber la verdad de todo… vete tu a saber en casa de esos cuanto se ha drogado… cuanto lo habran condicionado…. O tal vez precisamente porque no quiso tener relaciones se cabrearon y lo hicieron x la fuerza. Pero solo te aconsejo que lo recuerdes como dijiste…. como era porque al final siempre a sido bueno con todos se hacia querer… y confia en que esta cerca de ti y siempre te protegera porque tu eras la mujer de su vida… siempre me hablaba de ti!!! Un abrazo. Perdona si sigo escribiendote. Pero te juro que Filippo a estado tol dia en casa llorando). 

Seguir el rastro del crimen -y dar cuenta de él- supone para Lagioia la apertura a muchos de los frentes y repercusiones que el horrendo asesinato desvela. El libro se mueve así en muy diversos planos, en círculos que se relacionan y entrelazan, en un juego de ecos que enriquecen el relato y lo convierten en una obra literaria magistral. Hay que resaltar, de entrada, en un nivel puramente formal, la bien resuelta complejidad de una estructura que alterna diferentes puntos de vista, ofreciendo una visión multifacética del crimen y sus consecuencias. Lagioia se vale de técnicas narrativas diversas, engarzadas de modo soberbio, incluyendo flashbacks, entrevistas, transcripciones de mensajes y documentos, reflexiones personales. Destaca, también, la implicación del autor en la trama, reflejo del vínculo que encuentra Lagioia entre el mal que representan Manuel y Marco y su propia experiencia personal juvenil (cuando tenía diecisiete años estuve a punto de matar a una chica a la que no conocía. El verano siguiente volví a correr un riesgo parecido. El caso es que estaba muy rabioso. Mis padres se habían divorciado cuando tenía cinco años y gestionaban mal la situación, escribe), en la que se sucedían incidentes violentos, problemas con el alcohol, autolesiones, episodios de lanzamiento indiscriminado de botellas desde una terraza en una fiesta, un accidente de coche, conduciendo borracho, tímidos, y a la postre frustrados, intentos de adentrarse en el “mercado” de la prostitución masculina. Todo ello, de lo que se da cuenta en el libro, incorpora a la “novela” una vertiente muy sugestiva, la de la introspección, la exploración psicológica en las honduras del alma del escritor (que cambia la voz narrativa de la tercera a la primera persona en función de la perspectiva elegida, objetiva o subjetiva). Con lúcida perspicacia algún crítico ha afirmado que Lagioia viene a investigarse a sí mismo investigando el caso Varani. En este sentido resultan reveladoras -y sirven de ejemplo de esta dimensión del libro- las reflexiones sobre un traslado de domicilio, de Roma a Turín, que la familia del escritor acomete y que Lagioia presenta como una huida de la corrupción, el caos y la degeneración de la ciudad romana (Roma era sinónimo de ruina, anarquía y abandono), de los que el asesinato de Varani aparece como metáfora, a la normalidad, el sentido común y racionalidad de Turín, una ciudad civilizada, ordenada, limpia, donde a los conceptos de trabajo, amabilidad, honestidad y responsabilidad social aún se les reconocía un sentido. De nuevo, la peripecia personal imbricándose en el relato objetivo: todo había empezado el día en que me encontré frente al apartamento de Manuel Foffo. Fue allí donde había aflorado el malestar que había estado incubando en los últimos años, confesará, de manera explícita, en un pasaje del libro. En el paroxismo de la “abducción” de Lagioia por los sucesos y los personajes investigados, llega a temer por su estabilidad emocional (Hay un momento en el que profundizas en el asesinato, pero luego hay un momento posterior en el que es el asesinato el que cava en ti sin piedad, empiezas a interpretar todas las cosas en función del caso, ves por todas partes signos, coincidencias, premoniciones, te transformas sin darte cuenta en tu propio objeto de investigación). 

Y aquí aflora otro de los aspectos reseñables del libro, ese que lo sitúa en los lábiles ámbitos de la literatura del yo, de la autoficción y, en fronteras difusas, de los hoy populares y omnipresentes territorios del true crime, los libros basados en hechos -en crímenes- reales. En La ciudad de los vivos suenan los ecos -es imposible que un lector mínimamente informado se sustraiga a ellos- de obras maestras como A sangre fría, de Truman Capote, sobre el asesinato, también sin justificación alguna, de una familia, los Clutter, perpetrado por dos expresidiarios en un pueblo perdido de la Norteamérica rural, o El Adversario de Emmanuel Carrère, en el que el escritor francés se “sumerge” en el caso de Jean-Claude Romand, el cual, incapaz de sostener ante los suyos la sucesión de mentiras en que había convertido su vida, asesinó a su mujer, sus hijos y sus padres en unos hechos que dieron la vuelta al mundo. El libro de Lagioia coincide con estos dos referentes porque, como en ellos, el autor difumina sutilmente las líneas entre la ficción y la realidad; porque induce a la reflexión sobre la naturaleza y los límites entre la verdad y la construcción literaria; porque permite la aproximación a los hechos narrados con unas mayores complejidad y -paradójicamente- verosimilitud que las que rodearían a un relato meramente documental; y, por último, porque se adentra en el alma de los protagonistas tratando de comprenderlos, de entender sus actos, sin tomar partido, sin juzgarlos, sin apriorismos morales, intentando imaginar la posición del verdugo y no, como suele ser habitual en estos casos, situándose en el papel de la víctima. Entre las innegables referencias culturales de la obra está también la de Pier Paolo Pasolini, con el que hay evidentes confluencias en asuntos como la homosexualidad, los conflictos de clases, las drogas y la muerte violenta. 

El elemento más “novelístico” del libro lo constituye, sin duda, el pormenorizado relato del crimen (que se nos narra con precisión, casi, de cronograma), de las personalidades de víctima y victimarios, de sus orígenes sociales, de sus hábitos, sus pulsiones, su tedio vital, su desconcierto existencial. Vemos así la confusión de Manuel Foffo, un chico de clase media con una vida en apariencia normal, pero que esconde una naturaleza hecha de inseguridades, conflictos internos y tendencia a la autodestrucción. Con una compleja relación con su familia, y en particular con su padre (Intuyo que quieres contratarme para matar a tu padre, llega a decirle Marco), Manuel es vulnerable, inestable emocionalmente, en el fondo desvalido e indefenso frente a una realidad de la que desea escapar -el miedo y la culpa ante ciertas pulsiones homosexuales reprimidas- dejándose arrastrar por un turbión de experiencias al límite, sensaciones extremas, vivencias arriesgadas, en una vida hecha de hedonismo superficial, profundo nihilismo, impulsos autodestructivos y ausencia de sentido, ejemplificados en la adicción a las drogas y el alcohol (A Manuel le habían retirado el carnet por conducir en estado de ebriedad. Además del exceso de alcohol, le encontraron en la sangre rastros de Xanax y Rivotril. ¿Quién no toma hoy en día benzodiacepinas?). Un pobre niño perdido (explicadme vosotros qué es lo que he hecho, ayudadme a entenderlo, suplica, desvalido, tras su crimen), capaz, sin embargo, de crueldad y de infligir dolor, sometido al influjo de Marco, una persona inteligente, carismática, manipuladora, de un innegable magnetismo personal, capaz de crear entre ambos una relación de dependencia obsesiva y tóxica. Marco, que procede de un entorno privilegiado, esconde una personalidad profundamente conflictiva, viviendo su condición homosexual de un modo no del todo “normalizado” (en la escena del crimen se “desempeña” travestido con peluca, mallas, tacones altos) y movido por una mezcla de sadismo, búsqueda de poder, deseo de control, narcisismo y una enfermiza necesidad de trascender su aburrimiento y vacío existencial en una actitud rebelde, provocadora, de ruptura de las normas sociales y morales, también de autodestrucción (Del informe médico (…) se desprende que Marco intentó suicidarse en París el 28 de mayo de 2011 (antihistamínicos mezclados con alcohol), y luego en Roma el 15 de junio del mismo año (un frasco de Tranquirit, licor, cortes superficiales en las muñecas).). Y está Luca Varani, de origen modesto, idealista, soñador, con aspiraciones, un buen chico, vulnerable y humano, muy unido a su novia Marta Gaia; noble, generoso, desprendido, nunca tiene dinero, lo que gana en el taller de planchistería (vocablo que utiliza el traductor y que no reconoce la RAE), lo gasta en tragaperras, en llevar a su novia a cenar y hacerle regalos. Se ve obligado, así, a una vida secreta (trafica con drogas a pequeña escala, trabaja como chapero), la cual -junto al trágico azar- lo pone en el camino de la frialdad y la brutalidad enloquecidas de los otros dos jóvenes, envueltos en su delirio de descontrol y depravación. 

Esa indagación en la psicología de los personajes se extiende también a las circunstancias de sus muy diferentes entornos vitales, familiares y sociales, su ocio, su modo de vestir, sus hábitos cotidianos (Las discotecas, los afters, el chem sex). La zona de piazza Bologna donde vivía la familia de Marco Prato, un lugar de encuentro en el que los jóvenes de clase media-alta se reúnen para beber y escuchar música; su padre, un gestor cultural, notoriamente de izquierdas, profesor en varias facultades universitarias, que escribe en los periódicos y se mueve entre dirigentes públicos, juristas y académicos que llegan a acceder a cargos gubernamentales; el mundo de Manuel Foffo, que vive con su madre (la madre de Manuel pasó los meses siguientes a la detención asomada a la ventana, inmóvil, a la espera de que su hijo regresara), separada del padre, propietario de varios restaurantes y de una gestoría de automoción, en el Collatino (El barrio de Collatino, de noche, parecía una gigantesca colmena de hormigón abandonada en un planeta lejano), una zona no tan céntrica como el distrito en que reside Marco; el muy distinto universo vital de Luca, un barrio perdido, como tantos otros (Testa di Lepre. Grottarossa. La Storta. Muchos romanos saben que existen, pero nunca han estado allí), en el que, ya en el extrarradio, pasado el Vaticano, las casas se van espaciando, la vegetación toma la delantera al trabajo del hombre. Pasada la circunvalación, hay zorros, abubillas, jabalíes. Llegados a este punto, muchos creen que Roma ha terminado. Sin embargo, la ciudad vuelve a formarse lentamente. Ahora alguna casa aislada. Luego, los grandes bloques. De nuevo, pinos y céspedes descuidados. Superado el cruce con via Boccea, el horizonte desciende. El cielo es vasto. Grupos de ovejas se alimentan en los pastos del otro lado de las vallas al borde de la carretera. Aparecen los primeros caseríos. De vez en cuando, una explotación vinícola. Via della Storta. En el n.º 248 hay una vieja gasolinera. Al cabo de medio kilómetro, destaca una construcción de ladrillos rojos protegida por una verja (…) Esa era la casa donde vivía Luca Varani con sus padres, en una larga y precisa descripción que fotografía de modo inequívoco la dimensión de conflicto social del asesinato: jóvenes de distintos estratos de la burguesía frente a chicos del arroyo “pasolinianos” (Un oscuro universitario repetidor, hijo de un diligente restaurador, trababa amistad con el desinhibido hijo de un asesor cultural, amigo de amigos de gente importante, y juntos se divertían torturando a un joven veinteañero adoptado por dos vendedores ambulantes de la Storta. Tres clases sociales, tres niveles de ingresos, tres zonas diferentes de la ciudad). 

La soberbia presentación de estos tres “universos” confluye, magistralmente imbricada, en el relato de los días -las escalofriantes horas (Madrugada, mañana, tarde, noche. ¿Cuánto tiempo llevaban allí? Allá, en los abismos, tal vez ni siquiera hubiera nada que fuera correcto definir como tiempo)- que rodean el espantoso crimen: la vorágine de pulsiones irrefrenables de las que no son dueños (Beber. Violar. Quizá matar. Las asociaciones mentales se encadenaban una tras otra, los argumentos se confundían entre sí. Esnifaron. Bebieron otra copa. Se dijeron cosas que les costaría un gran esfuerzo reconstruir en los días sucesivos); la ruptura en sus mentes de las fronteras entre realidad e ilusión, entre luz y sombra; el contagio psíquico, parecido a un motor acelerado, llevó a los dos chicos cerca del punto de fusión; los detalles -pavorosos- de la tortura y el asesinato. Y está también la narración de las jornadas y los meses posteriores: la perplejidad de los asesinos, que no son conscientes de qué es lo que han hecho, ni del porqué de sus actos; el impacto en las familias, sus vidas destrozadas para siempre; la estancia de los culpables en la cárcel (—En la celda somos cuatro —dijo Marco—, aparte de mí hay un detenido que ha contagiado a sabiendas con el VIH a un montón de chicas, un fotógrafo que dormía a sus modelos con psicofármacos para violarlas, y un pedófilo. Sus juicios están en curso, tal vez sean inocentes, pero ya puedes imaginar que los cuatro ahí metidos parece que estamos en la celda de Satanás); los pormenores del juicio (dos juicios, en realidad, porque los abogados de cada uno de los jóvenes habían optado por procedimientos diferentes); la inexplicable y morbosa atracción que suscitan los criminales (Cada semana les llegaban cientos de cartas a la cárcel), alentada por el espectáculo televisivo. 

El libro se abre aquí a otro de sus muy interesantes frentes, el que se refiere a la repercusión del suceso en la prensa, los medios, las redes y las plataformas. Vemos así el frenesí incontrolado de las televisiones, las radios, los programas sensacionalistas, los periodistas montando guardia en los domicilios familiares, persiguiendo a sus codiciadas “piezas de caza” (Los periodistas perseguían a Ledo Prato y a Maria Pacifico, los padres de Marco), las imágenes del lugar del crimen abriendo una y otra vez los noticiarios (el edificio ya había sido filmado y retransmitido cientos de veces por televisión y en páginas de internet, lo habían bautizado como «el bloque de la pesadilla», o «el edificio maldito»), las cámaras omnipresentes, los micrófonos asaltando por doquier a cualquiera mínimamente relacionado con el suceso, familiares (Los periodistas, los directores de cadena, todos, en algún momento, lo acosaron. Querían que les entregara al padre del chico. Querían a la madre del chico. O, como mínimo, aceptarían también al hermano del chico), amigos, conocidos, antiguas parejas, los tres chicos que entraron en la casa y milagrosamente se salvaron de la carnicería (lo estaban buscando los de Mediaset, le ofrecían mil quinientos euros, él solo tenía que ir a la tele y contar lo que había pasado), las entrevistas (Valter Foffo, quien, a los cuatro días del crimen y a solo dos de la confesión de su hijo, cuando Manuel acababa de entrar en la cárcel y Luca Varani aún estaba por enterrar, había aceptado la invitación de un programa de entrevistas), los tertulianos desaforados desprovistos de la mínima mesura, entregados a sus muy subjetivos arrebatos emocionales, la basura de los programas de telerrealidad (¿pondría la mano en el fuego por que su esposa no lleva una doble vida?), su miseria moral. El relato nos muestra entonces el cinismo, la hipocresía, la inhumanidad despiadada, la obscena exposición del dolor y la intimidad, el consumismo emocional, el exhibicionismo feroz (La gente estaba ansiosa por disfrutar del espectáculo), el morbo mercantilizado de unos medios de comunicación degradados, indecentes, groseros, truculentos, en un ejercicio mórbido de curiosidad vergonzosa camuflada bajo la excusa innoble de la libertad de información, de justiciera e irracional venganza alimentada por sucios intereses monetarios (gente ansiosa por crucificar al culpable, por mandar a la hoguera a los monstruos, empeñada en levantar toda clase de picotas solo para satisfacer un devastador sentimiento de venganza). 

Esta muy obvia -pero muy oportunamente subrayada por Lagioia- correspondencia entre la depravación del crimen y la viciosa degradación de los asesinos, por un lado, y el envilecimiento impúdico y corrupto de los medios de comunicación, presenta una tercera línea paralela en el libro, sustancial al apuntarse ya, indirectamente, desde su título: el protagonismo indiscutible de Roma, la ciudad de los vivos (Por un lado, están las ciudades de los vivos, pobladas por muertos. Y por otro están las ciudades de los muertos, las únicas donde la vida todavía tiene sentido), con una presencia poderosísima, como realidad y como metáfora, que desborda su condición de mero escenario de los hechos. Son decenas -literalmente- los pasajes de la obra en los que su autor refleja -de manera soberbia, inolvidable, en una dimensión del libro que, por sí sola, justifica su lectura- la descomposición, la degeneración de la capital italiana, que se manifiesta en el desorden, la anarquía, la desorganización, el deterioro, la suciedad, el descuido, la negligencia, la corrupción, el crimen, las mafias que imperan por doquier. Las dos citas iniciales, que anteceden al comienzo de la narración, ya son indicativas de esta evidente voluntad del Lagioia de describir y otorgar un papel principal a la caótica metrópoli: la primera, de Francesco Saverio Nitti, que fue miembro del Partido Radical, ministro y presidente del Gobierno en los años veinte del siglo pasado, antes de verse obligado al exilio con la llegada del fascismo, reza, con ironía harto elocuente: Roma es la única ciudad de Oriente Medio que no cuenta con un barrio europeo. La segunda, también reveladora, es de Giulio Andreotti, demócrata cristiano y figura relevante de la política y, en numerosas ocasiones, de los gobiernos de la Italia del último medio siglo: No achaquemos los problemas de Roma al exceso de población. Cuando solo existían dos romanos, uno mató al otro. Abrimos, pues, la puerta a La ciudad de los vivos y ya el autor nos introduce en este microcosmos abigarrado -el de los zocos orientales- y funesto -la presencia del asesinato y la muerte- en el que se van a inscribir los terribles y sobrecogedores acontecimientos que constituyen el núcleo central de la obra. 

Roma aparece así descrita, con significativa reiteración, en pinceladas muy expresivas que dibujan un panorama desolador: el turista estafado con entradas falsas vendidas por empleados fraudulentos del recinto arqueológico; las ratas que salen de continuo de las alcantarillas (Los periódicos recordaron que las ratas en Roma eran más de seis millones); el descontrol urbanístico manifestado en la “invasión” de la flora (la vegetación moría y renacía más salvaje dependiendo de si la mirada se topaba con un delirio urbano o un área abandonada, dos especialidades en las que la ciudad destacaba) y en las carencias en las dotaciones y servicios (En Roma, cuando llueve, las alcantarillas saltan, el tráfico se colapsa, las ramas se rompen y caen de los árboles (…), las calles se convierten en arroyos negruzcos que arrastran consigo las motos aparcadas. Los autobuses se detienen o son desviados. Como las bombillas de una serie defectuosa, las estaciones de metro dejan de funcionar una después de otra. Las bombas de drenaje saltan de depósitos cargados de óxido, pronto quedarán atascadas entre los coches. Parece que la ciudad está a punto de colapsar sobre sí misma); las deficiencias en las infraestructuras (Las calles de Roma siguen rompiéndose, el asfalto se agrieta (…) pequeños y grandes socavones deforman avenidas y calles); la atmósfera de violencia ([se] respiraba un aire de tensión, de rabia, capaz de inspirar en los maleantes una conducta temeraria y, al mismo tiempo, la rendición total (…) parecía que toda la desesperación, el despecho, la arrogancia, la brutalidad, la sensación de fracaso que reinaba en la ciudad, se hubieran concentrado en un único punto); la furia destructiva (Desde hacía unos años, en Roma, alguien apostaba por las bicis de alquiler. Al principio, lo intentó el Ayuntamiento y fracasó. Luego fue el turno de algunas empresas extranjeras, multinacionales americanas, chinas. Anunciaban con gran pompa su proyecto, y unas semanas más tarde cientos de bicicletas nuevas de fábrica aterrizaban en la ciudad. En el plazo de un mes, de esas bicicletas no quedaba nada. Los romanos las tiraban de los puentes, las quemaban, las destrozaban de todas las formas imaginables, las destruían con una furia ciega y primigenia); la degradación urbana (los papeluchos, los sintecho, el agua pútrida de las fuentes, las basuras y los vómitos); la ubicua prostitución (Entre el follaje de los pinos y las cagadas de paloma hacían la calle italianos, norteafricanos, rumanos, chicos de todos los colores y de todas las edades. Por lo general, gente desesperada); los circuitos de la pedofilia (una red internacional de pedófilos llevaba tiempo activa en Roma, cerca de la estación de Termini); el turismo masivo y aniquilador (Los turistas se desperdigaban entre interminables ineficiencias públicas. Los exhibicionistas nadaban desnudos en las fuentes. La basura crecía por todas partes); las infecciones hospitalarias a causa de la falta de higiene (Alarma en la sala neonatal del hospital San Camillo de Roma: 16 niños y 17 trabajadores sanitarios se han contagiado del Staphylococcus aureus); las quejas permanentes de los ciudadanos (reflejadas a menudo con sutil sentido del humor: en Roma quejarse de tus preocupaciones con el primero que pasa es un deber social); la ausencia de civismo (en Roma todo el mundo hace lo que le viene en gana); el tráfico delirante (En Roma, todos los taxistas estaban locos de un modo único); la esterilidad productiva de una ciudad decadente (Roma ya no produce nada —negó con la cabeza—, no hay industria, no hay cultura empresarial, la economía es parasitaria, el turismo es de tercera. Los ministerios, el Vaticano, la radio y la televisión, los tribunales… de eso está hecha Roma, una ciudad que ya solo produce poder, poder que recae sobre otro poder, que aplasta a otro poder, que abona a otro poder, todo sin ningún progreso, es normal que luego la gente se vuelva loca); la ingente cantidad de inmigrantes no asimilados (A pesar de la excepcionalidad de las vidas de estos hombres, la mayoría de nosotros prefería ignorarlos, fingíamos que no existían, como si hubiera un hechizo, un maleficio que nos impedía destapar los oídos, abrir los ojos a lo que teníamos tan cerca); las mordidas y los sobornos institucionalizados (Los baches aparecen debido a que las empresas, para hacerse con la adjudicación, pagan una mordida a un funcionario del Ayuntamiento —explicó el presidente de Anticorrupción durante una rueda de prensa celebrada unos días antes—, el emprendedor recupera ese dinero extra haciendo mal las obras; de este modo, muy pronto hay que rehacer esas obras, lo que nos lleva a más mordidas, a nuevos beneficios ilegales, a nuevos baches en el asfalto); la omnipresencia de las drogas (Era el recorrido de la coca, la blanca red eléctrica que envolvía la ciudad. Cuanto más se vaciaban las calles de significado, más las llenaba la coca con el suyo, empujaba fuera de casa a empleados, profesionales, estudiantes, trabajadores, directivos, dentistas, basureros; relacionaba a todos con todos sin distinción de raza, sexo, religión, clase: un formidable pegamento social que llevaba a personas que nunca lo habrían hecho a relacionarse entre sí); la pobreza y la miseria generalizadas (Las pizzerías de los egipcios estaban cerrando, también las tiendas de los paquistaníes con las mercancías desparramadas por todas partes. La gente rebuscaba en los contenedores de basura. Es algo que sucede en todas las ciudades, pero desde la última vez que estuve en Roma las cosas habían cambiado. Primero eran los inmigrantes y los sintecho. Ahora lo hacían los ancianos. Lo hacían los chicos. Chicos blancos, bien vestidos, con la cabeza metida en un contenedor de basura. En piazza dei Quiriti, un treintañero con tejanos y una sudadera gris había puesto un trozo de madera para mantener abierta la tapa y trabajaba a conciencia); la exclusión social (Una marea de nuevos pobres, desahuciados, desfavorecidos, presionaba inquieta desde las periferias. Todo se corrompía, nada dejaba de existir); el abandono y la desidia; la erradicación de la cultura (La vida cultural, dijo la periodista, había quedado reducida a las blasfemias, cada vez más imaginativas, que se oían en la calle); la inacción, o la incompetencia, de las autoridades (la clase dirigente es el espejo de nuestra putrefacción, todo está podrido); la presencia de las organizaciones mafiosas (El muerto era el boss de la segunda organización criminal más importante de la ciudad. La más importante, bromeaba la gente, eran los contratistas especuladores); el escándalo del Mondo di Mezzo, la trama corrupta que involucra a particulares y a cargos institucionales por adjudicaciones manipuladas, corrupción, especulación en sectores como la vivienda social, la inmigración, la recogida de residuos, compra y venta de funcionarios públicos, extorsión, reciclaje; las imputaciones en sumarios diversos de concejales, asesores, notables, gestores municipales, funcionarios públicos, intermediarios, empresarios, delincuentes comunes; el hastío, la desesperación, el agotamiento y la asfixia de la población: Para los que viven aquí, el fin del mundo ya ha ocurrido

La mirada es, sin embargo y a la postre, compasiva: Desde la ventana reconoció el Coliseo. Cualquiera que hubiera leído un libro en su vida sabía que esa era la herencia del mundo. Te robaban en el metro. Te insultaban en los semáforos. Te desplumaban en los restaurantes, te tosían en la cara. Pero al final el saldo era positivo. La ciudad te regalaba mucho más de lo que te pedía a cambio. Y en este carácter dual está también otra de las claves interpretativas del libro: Roma, con su mezcla de belleza y decadencia, de historia y modernidad, refleja la complejidad de la condición humana. Roma, llena de vida, alberga también oscuridad y muerte. Roma, su legado, sus monumentos, su pasado vibrante e, igualmente, su indiferencia, su hedonismo, su desesperación, su deshumanización y su violencia (La ciudad de abajo se estaba comiendo a la de arriba, los muertos devoraban a los vivos, lo informe iba ganando terreno). 

A tal Roma, tal crimen. Y por entre estos escenarios magistralmente descritos, Lagioia desarrolla sus reflexiones sobre una amplia variedad de temas, aparte de los ya referidos, que aparecen como consecuencias del asesinato: el sufrimiento y la tragedia, la necesidad de reconocimiento y de perdurabilidad, los mecanismos de la manipulación, la noción de normalidad y la figura del “monstruo”, los oscuros abismos del alma humana, la empatía con las víctimas y la proximidad a los verdugos, los recodos más sombríos de nuestra naturaleza, la triste normalidad y la desganada indiferencia como únicas actitudes posibles frente al horror, la culpa y la irresponsabilidad, el libre albedrío y los condicionantes sociales, la enfermedad mental, la ausencia de valores, la pulsión transgresora, la anomia o, cuando las hay, la inobservancia de las normas. 

En fin, un libro por muchos motivos extraordinario cuya lectura os recomiendo vivamente. La ilustración musical de mi reseña la pone la cantante Dalida con su versión de Ciao amore, ciao, un tema muy conocido de Luigi Tenco que entusiasmaba a Marco Prato. La sorprendente y dramática historia de la canción, de su compositor y de su intérprete francesa se incluye en La ciudad de los vivos y os la ofrezco ahora como cierre a mis comentarios. 


«Ciao amore, ciao» es una canción de 1967, que volvía loco a Marco Prato. 

La pieza, escrita por Luigi Tenco, tuvo una génesis más bien complicada, pasando por diferentes versiones. La definitiva explica el malestar de un chico de pueblo al llegar a la ciudad, un tema que aún era de actualidad en la Italia de la época. Parece que Tenco no quedó satisfecho. Fue la cantante francesa Dalida, con quien Tenco mantenía una relación, quien lo convenció de que esa canción podía encajar bien en el Festival de San Remo. La historia es archiconocida. «Ciao amore, ciao» no superó el escollo del jurado popular y ni siquiera la comisión de repesca la salvó, pues prefirió «La rivoluzione» de Gianni Pettenati y Gene Pitney, una canción que hoy solo se recuerda por esto. 

Tenco se enteró de que lo habían eliminado mientras dormía sobre una mesa de billar. Probablemente acabó allí después de una buena curda. Al recibir la noticia, se levantó de la mesa de billar, volvió a su habitación de hotel y ahí, unas horas después, se disparó con una pistola en la sien. Encontraron el cadáver por la noche. En la habitación, junto al cuerpo, también encontraron una nota de despedida destinada a hacerse famosa. 

He amado al público italiano y le he dedicado inútilmente cinco años de mi vida. Hago esto no porque esté cansado de la vida (todo lo contrario), sino como acto de protesta contra un público que lleva «Io, tu e le rose» a la final y una comisión que selecciona «La rivoluzione». Espero que sirva para aclararle las ideas a alguien. Adiós. Luigi. 

Dos días después «Ciao amore, ciao» había vendido ochenta mil copias. 

Sin embargo, no era la versión de Luigi Tenco de esa canción la que Marco Prato escuchaba continuamente, sino la de Dalida. La historia parece escrita por un guionista a quien no le preocuparan las imposiciones de la verosimilitud: después de haber declarado ante la policía, Dalida regresó a París. Cantó en público «Ciao amore, ciao». El 27 de febrero, exactamente un mes después del suicidio de Tenco, la cantante fingió marcharse a Italia. En cambio, se dirigió al hotel Príncipe de Gales en el que, con una identidad falsa, pidió la habitación 404, la misma donde Tenco se instalaba cuando estaba en París. Una vez dentro de la habitación, escribió tres cartas de despedida (una para su exmarido, otra para su madre, la última dirigida a los fans) e ingirió una cantidad desmesurada de barbitúricos. La salvó una camarera. Para entonces, «Ciao amore, ciao» ya había vendido trescientas mil copias. 

Diez años después, en 1977, Dalida cayó en otro periodo depresivo. Unos años antes se había matado su segundo marido, Lucien Morisse, y pocos años después se suicidaría su excompañero Richard Chanfray. Una epidemia. El 3 de mayo de 1987 Dalida se atrincheró en su villa de la rue d’Orchampt, donde ingirió un cóctel letal de barbitúricos. El intento llegó a buen puerto. En la nota de despedida había escrito sencillamente: 

«Perdonadme, la vida me resulta insoportable».

Videoconferencia
Nicola Lagioia. La ciudad de los vivos

miércoles, 22 de enero de 2025

ABRAHAM VERGHESE. EL PACTO DEL AGUA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El veterano espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad os ofrece esta semana un programa previsto para su emisión previa a las vacaciones navideñas, por esa idea, reiterada aquí por mí desde hace años, que ve en las vacaciones una oportunidad para la lectura sosegada y tranquila, demorada y plácida. Unos días especialmente idóneos para encerrarse en el ámbito doméstico, recogido y propicio, y adentrarse en el apasionante y placentero territorio de la literatura. Es por ello, por lo que suelo dejar para las emisiones inmediatamente anteriores a Navidad, la propuesta de libros voluminosos, cuya extensión, que los hace a menudo de imposible lectura en otros momentos del año marcados por la dictadura del calendario laboral, puede encajar de modo idóneo en el holgado plazo de las pausas vacacionales. 

Por diversas circunstancias, mi sugerencia de esta tarde, que se acomodaba de maravilla a esos no tan lejanos días vacacionales, no pudo encajar en el calendario de programas prenavideños, por lo que, como ocurrirá con otros libros leídos y disfrutados en 2024, irán apareciendo ahora, en este enero en el que todos estamos entregados ya de lleno a un previsible frenesí laboral o académico que hace que resulte más difícil entregarse al disfrute de unos libros muy extensos que exigen una dedicación temporal dilatada. 

Pese a ello, y tras este aviso para navegantes, quiero proponeros hoy dos novelas, sobresalientes desde el punto de vista de la literatura y que, además, suman entre ambas cerca de mil quinientas páginas -636 la primera de ellas y 784 la segunda-, que, estoy seguro, van a proporcionaros muchas horas de indiscutible placer lector. Hay, por otro lado, un par de concomitancias relevantes entre ellos y mi sugerencia del miércoles pasado, la espléndida Las propiedades de la sed, de Marianne Wiggins: su desbordante longitud -600 páginas, la novela de la norteamericana- y la presencia del agua -o mejor su carencia, la sed- como elemento central, incluso desde sus títulos. Si en Las propiedades de la sed, la guerra del agua en el Los Ángeles de las primeras décadas del siglo XX era el núcleo principal de la novela en su plano “real”, histórico; y, en el simbólico era la sed metáfora de la necesidad de amor, de vínculos, de recuperar a quienes hemos perdido, era sed de vida, de esperanza, de continuidad, en El pacto del agua, una de las dos obras de las que hoy quiero hablaros, está el líquido elemento no solo en la propia rúbrica de la novela, sino también en su desarrollo argumental -ríos, lluvias, inundaciones- y, sobre todo, en su plural simbolismo. 

La mera mención del nombre de este libro, El pacto del agua, os habrá situado a muchos de vosotros en el universo de su autor, Abraham Verghese, etíope pero con fuertes vínculos familiares, profesionales y personales con la India, país -casi un continente, en realidad- muy presente en esta novela y también en la anterior, Hijos del ancho mundo, de la que yo os hablé en Todos los libros un libro en una reseña de junio de 2011 de la que voy a recuperar ahora algunos de mis comentarios como preámbulo al análisis de su obra más reciente, este El pacto del agua que en 2023 publicó en nuestro país la editorial Salamandra, responsable también del anterior título que vio la luz en aquel 2011. 

Abraham Verghese nació en Adís Abeba en 1955. De padres indios, estudió Medicina en la India y Estados Unidos, país este último en donde vive actualmente, ejerciendo como médico y como profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford. Esa condición de doctor -que se ha plasmado en obras centradas específicamente en ese dominio- es muy notoria en sus novelas, repletas de referencias, pasajes, historias y hasta subtramas relacionadas con la medicina. Aparte de su formación clínica, Verghese se graduó también en el Taller de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa. Autor de ensayos y libros de memorias, en España se han traducido las dos novelas mencionadas, Hijos del ancho mundo, un best seller mundial con millones de ejemplares vendidos en más de veinte lenguas, y esta reciente El pacto del agua

Empiezo, pues, con un muy breve recordatorio del primero de los títulos. Hijos del ancho mundo es una novela de lectura arrebatadora, absorbente, un libro espléndido que me ha emocionado y conmovido y entretenido e interesado y enseñado y proporcionado algunas horas, muchas horas, porque el libro es, como he anticipado, voluminoso, de placer y de auténtico entusiasmo apasionado a lo largo de un verano ya remoto. El texto original, escrito en inglés, está traducido por José Manuel Álvarez Flórez y presenta en sus numerosas e intensísimas páginas algunas faltas de ortografía menores, aunque deberían haberse evitado, y un número algo más apreciable de errores, entre los que destaca la reiterada confusión en la denominación de uno de los personajes, que llamándose Shiva, con h intercalada, aparece a veces sin ella, a veces denominado Shava (también en El pacto del agua hay una Bebé Mol que en ocasiones mantiene su nombre en inglés, -yo mismo haré uso en esta reseña, indistintamente, de las dos versiones-; nada de ello supone una especial repercusión en la comprensión del libro, pues el contexto nos permite suponer su personalidad auténtica y avanzar en la como digo, muy agradable lectura. 

Estamos ante un libro inabarcable y, por tanto, de imposible resumen en una reseña, sobre todo cuando, como en el caso de esta tarde, se trata de una recensión compartida con otro título, más actual, en el que sí quiero detenerme con más detalle. Me limitaré pues a ofreceros una sucinta sinopsis de su argumento y esbozaros algunos de los múltiples puntos de interés del libro, coincidentes, en lo sustancial, con los aspectos más sobresalientes de la otra novela comentada. 

En 1954, la hermana Mary Joseph Praise, una joven monja nacida en Madrás, en la India, y que desarrolla su vocación realizando labores de atención a los desamparados, deja su país natal y llega a Etiopía, al llamado Hospital Missing, para colaborar como enfermera en la noble misión que llevan a cabo los ejemplares profesionales que en él trabajan, la cura de los paupérrimos enfermos africanos. De una manera al parecer sorprendente la virginal hermana da a luz dos varones gemelos, Marion y Shiva, que parecen ser hijos del genial y abnegado cirujano del hospital, el doctor Thomas Stone, pero tal circunstancia resulta imposible de corroborar, pues la madre muere en el parto y el presunto padre desaparece de la clínica y del país, esfumándose durante décadas de la vida de sus hijos, en cierto sentido huérfanos al nacer. 

La novela narra la vida de esos dos niños, acogidos con cariño y devoción por otros dos médicos del hospital, la ginecóloga Hema y el clínico y a la postre también cirujano Ghosh, que acaban creando una familia con los pequeños, y a los que estos reconocen como a sus auténticos progenitores. Gran parte del libro se desarrolla en el microcosmos del entrañable hospital Missing, en el que ambos chavales crecen y en donde, rodeados por el afecto y la dedicación de los suyos, ven nacer su vocación como médicos, cirujano Marion, que es la voz narrativa del libro, y ginecólogo y obstetra Shiva, complementario y sin embargo tan distinto de su gemelo. 

Nos hallamos, pues, ante una novela en la que la medicina ocupa un lugar preponderante, en consonancia con la actividad profesional de su autor. Las descripciones de la vida en el hospital, las peripecias vividas en los quirófanos, las dolencias de los pobres pacientes, los detalles de las operaciones que se describen de modo minucioso y atinado, desempeñan un papel principal en el libro, pero la narración es tan viva, tan precisa, tan apasionante que en ningún momento este hecho, que pudiera resultar un lastre para cualquier lector medio, se constituye en un freno y bien al contrario, resulta uno de los grandes alicientes de la obra. Se trata, claro está, de un libro que disfrutarán sobre todo los profesionales de la medicina, pero en tanto que lo que en él se muestra es una vertiente extraordinariamente humana, una visión afable, cercana, cariñosa, comprometida, entregada del quehacer médico, cualquier persona con sensibilidad disfrutará de esas páginas. 

Pero es que, además, en la novela hay muchos otros puntos de interés: la indagación en los misterios y exigencias de la paternidad, pues Marion, que cuenta su vida retrospectivamente, desde sus cincuenta años, no renuncia a encontrar al doctor Stone, a todas luces su padre desaparecido, en una aventura apasionante que dura cinco décadas; las siempre intrincadas cuestiones relativas a la identidad, la búsqueda de las raíces, el rastreo de los orígenes de cada uno de nosotros, a través de historias de las familias de la hermana Mary Jo y de Thomas Stone; la ambientación, muy vívida, de las calles y las gentes de Adis Abeba; la formidable galería de personajes secundarios, que se desenvuelven en el mágico ámbito del hospital Missing, el fiel Gebrew y la infortunada Rosina, la desgraciada Genet y el talentoso farmacéutico Adam, la abnegada enfermera jefe y Almaz y la bella Tsige; y está también la historia de Etiopía, los convulsos acontecimientos sociales, políticos y militares que padece el país durante cincuenta años; e interesa igualmente la diversidad de escenarios, descritos con precisión: la India asiática y la Etiopía africana, sobre todo, pero también Boston y Nueva York, en donde Marion comienza su carrera médica. Y por encima de todo ello, de todas estas historias, están los sentimientos que impregnan el libro de forma inolvidable: amor, cariño, dulzura, amistad, ternura, y todo lo que no puede contarse: olores, ambientes, sensaciones, colores, evocaciones, miradas, pálpitos, estremecimientos, anhelos... para conformar una obra, como os digo, conmovedora que no deberíais dejar de leer. 

Todos estos elementos están también en El pacto del agua y afloran en la versión española de Eduardo Adrián Hojman Altieri, al que yo solo puedo ponerle una objeción: el vaivén constante en el libro entre las locuciones “en cuclillas” y “de cuclillas”, que se alternan en un uso indistinto a lo largo de toda la novela. Sin embargo, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua solo acepta “en cuclillas”. En fin, minucias… 

A modo de apresurado resumen de esos puntos en común entre los dos libros mencionaré en primer lugar, claro está, la singular comparecencia de la India, Madrás en particular, escenario muy relevante -aunque no el principal- en ambos libros; la soberbia ambientación, abundante en detalles, minuciosa en la descripción de la vida cotidiana, en paisajes, costumbres, vestimentas, comidas, que transporta al lector a aquellos parajes exóticos; la estructura de saga familiar, con tramas que se extienden a lo largo de décadas siguiendo la genealogía de los protagonistas; la constante confrontación entre las peripecias personales, íntimas, de cada uno de ellos y los principales acontecimientos sociales, colectivos, “objetivos”, de la Historia en las distintas épocas y en los diferentes países; el sobresaliente “peso” de la medicina, omnipresente en la aparición constante de doctores, enfermeros, hospitales, clínicas, cirujanos, quirófanos, instrumental médico, en la exposición pormenorizada de operaciones, intervenciones, tratamientos, terapias y medicaciones, y en la incorporación a la historia de largos pasajes en los que se exponen síntomas patológicos, diagnósticos médicos, técnicas quirúrgicas, causas y efectos de las enfermedades; el tono general de bondad y altruismo, de abnegación y compromiso, de intensa humanidad, que se hace presente en la caracterización de la mayor parte de los personajes, casi todos magnánimos, afables, cordiales, compasivos, y en la creación de subtramas referidas a tareas de beneficencia, de auxilio caritativo, de entregada dedicación al prójimo, de sacrificada preocupación por los desvalidos, los enfermos, los leprosos, los dejados de la mano de Dios; el planteamiento religioso -en esencia cristiano, en consonancia con este mensaje de desinteresada y generosa consagración a los pobres y desamparados- que subyace a ambos libros; la atmósfera de “realismo mágico”, que entronca con las ancestrales tradiciones de los lugares en que se sitúa la acción, conjuros, misterios, supersticiones, encantamientos, divinidades exóticas, creencias irracionales, hechizos, leyendas, promesas, maldiciones, rituales seculares, sueños, visiones, en un “clima” cercano a lo místico, lo fantástico, lo irracional, lo simbólico; la relevancia de los grandes temas universales, lo que permite la lectura entusiasta y el disfrute apasionado por gentes del mundo entero: la identidad, las raíces, el amor, el sentido de la vida, la muerte, los recuerdos, la familia, la búsqueda de nuestro propio lugar en el mundo, el paso del tiempo, el conflicto entre tradición y modernidad; entre otros muchos aspectos menores. Dejo aquí un breve y muy bello fragmento revelador de este vertiente filosófica, universal del libro: En el viaje de regreso en autocar observa maravillada los interminables arrozales, a un leproso sentado en una zanja, y casas en cuyos oscuros interiores alcanza a ver a un anciano leyendo, a dos niñas jugando, a mujeres en la cocina... familias con sus propias vidas, ninguna de las cuales se libra del dolor. Un día todas esas personas serán sombras, así como también ella terminará enterrada y olvidada

Y, por encima de todo ello -o, más exactamente, dando coherencia a todo ello-, unos relatos -en los dos casos- brillantes, poderosos, apasionantes, torrenciales, magnéticos, adictivos, arrebatadores, emocionantes y líricos, deliciosos, bellísimos. Verghese es un maestro inventando ficciones sugestivas y reveladoras (¡Es ficción, claro! ¡Pero la ficción es la gran mentira que nos dice la verdad sobre el mundo!, afirma un personaje de El pacto del agua) y contando historias absorbentes e iluminadoras (Su arte, se dice a sí mismo, consiste en dar voz a lo común y corriente de maneras memorables y, al hacerlo, arrojar luz sobre el comportamiento humano y sobre la injusticia que suele presidirlo, en expresión de otro de los personajes de ese libro), interesantes y seductoras, quizá la mayor virtud -a mi juicio- de un narrador, pues ¿qué es la literatura sino el arte de seducir con historias, como sabemos desde Sherezade? A este respecto, en un muy esclarecedor texto de Verghese comentando el libro, al que puede accederse desde la página web de su editorial (Abraham Verghese sobre la pizarra: el origen de un portento - Penguin Libros ES), el escritor confiesa esa exigencia personal, que lo lleva a dotar a sus creaciones de la condición de «profluencia», un término que el difunto John Gardner define en sus libros clásicos El arte de la ficción y Para ser novelista como «un fluir abundante o constante». Para mí, en realidad, representa esa cualidad magnética y atrapante que yo me esfuerzo por crear. Estoy dispuesto a sacrificar casi todo en mi texto para alcanzarla


La historia que nos cuenta El pacto del agua es, también, de difícil síntesis. Corre el año de 1900. Estamos en Travancore, un pequeño pueblo en la región que años después de convertirá en el estado de Kerala, en el suroeste de la India. Una niña de doce años, hija de un predicador católico, abandona su hogar, a su querida madre y al resto de su familia, en un trayecto de casi un día, circulando en barco (ya, desde el principio, el agua) por un laberinto de canales, remansos, riachuelos y lagunas que fluyen entre vegetación exuberante, para casarse -en un matrimonio concertado- con un hombre mayor, de cuarenta años, analfabeto, viudo y con un pequeño, Jojo, de su anterior matrimonio. El marido, que vive en la gran finca de Parambil (un lugar encajado entre el mar Arábigo y los Ghats Occidentales, la extensa cadena montañosa que se extiende paralela a la costa oeste del subcontinente), serio, circunspecto, comprensivo y bondadoso, respeta la infancia de la chica, sin consumar el matrimonio hasta su mayoría de edad. La niña se adaptará a su nueva vida y, poco a poco, llegará a amar a su esposo. A los diecisiete años tendrá un hija, Baby Mol, y más tarde un hijo, Philipose. Pasan los años -casi ocho décadas, la historia llega a 1977- los hijos crecen y se casan y tienen, a su vez, hijos, y la joven novia acabará por convertirse en Gran Ammachi (Ammachi es “madre”; el nombre de la protagonista se nos oculta hasta el último tercio de la novela), la matriarca de Parambil, el núcleo central, la columna vertebral de aquella tierra y su comunidad, una construcción literaria espléndida, cuya fuerza, cuya vitalidad, cuyo ánimo, cuyo espíritu, cuya fortaleza, cuya generosidad y cuyo magnetismo (Gran Ammachi es el amor encarnado) irradian sobre todos los suyos y enamoran al lector. En este primer eje -el principal- del libro, conocemos la vida, llena de cambios, vicisitudes, anécdotas y acontecimientos, incidentes y sucesos, alegrías y triunfos, pérdidas y dificultades, amores, nacimientos y muertes, desgracias, huidas y separaciones, logros y fracasos, de esas tres generaciones de la familia, marcada por una maldición atávica, la “Condición”, al parecer hereditaria: en cada nueva generación un miembro de la progenie perecerá ahogado, un hecho, indefectible, irremediable, que nadie puede evitar y cuyas causas resultan inexplicables, siendo el propósito de su desvelamiento por parte de Gran Ammachi uno de los múltiples hilos argumentales de la novela. 

En paralelo hay otro relato, en apariencia ajeno a la trama principal, que gira sobre Digby Kilgour, un joven médico escocés, al que conocemos en Glasgow y que tras la trágica muerte de su madre, viajará de Gran Bretaña a Madrás para incorporarse al servicio médico indio durante la época colonial. Su intensa existencia es también muy sugestiva y fascinante con numerosos episodios, vivencias, lances, encuentros y experiencias que Verghese narra con su asombrosa inventiva y su hipnótico talento novelesco. 

El pacto del agua interesa, de entrada, por esta última cualidad, el formidable vigor de la narración, hecha de numerosas historias (que abarcan tres generaciones, dos continentes y varias ciudades y pueblos) que se entrecruzan con la troncal, en infinidad de ricos afluentes que se incorporan al incontenible río principal, contribuyendo a un caudal casi inagotable y a la postre desbordante (no me resisto, no puede ser de otra manera, a las metáforas acuosas). Así, el eje central que resigue la saga de la Gran Ammachi y su núcleo familiar se ve cruzado por infinidad de relatos que se enredan y entretejen con él, cada uno de ellos con protagonistas a cuál más memorable, casi todos con un punto de excentricidad. El aciago destino del pequeño Jojo, el hijastro al que la nueva esposa adora. La vida de Bebé Mol, su primera hija, víctima de una enfermedad, el cretinismo, perceptible en la cara ancha, la lengua demasiado grande para la boca, la voz ronca, la piel gruesa, las piernas cortas, los torpes andares de pato, una niña -una mujer, con el paso de las décadas- pese a ello inocente, feliz, lista, vivaz, alegre, con su sonrisa frecuente y su naturaleza generosa, y, sobre todo, con su don, su extraña habilidad para anticipar el futuro, como cuando anuncia, por ejemplo, la llegada de visitantes antes de que éstos aparezcan. «¡Allí viene Shamuel!», dice, y ellos no ven a nadie, pero tres minutos después Shamuel aparece. Philipose, el segundo hijo, que, consciente de la ancestral condena, incapaz de aprender a nadar, huye del agua hacia la tierra (Un niño de diez años que no puede conquistar las aguas se vuelve ferozmente hacia la tierra). Lo seguimos en sus estudios fallidos en Madrás; en su pasión por los libros (la novela está repleta de referencias literarias, Moby Dick, Grandes esperanzas, Tom Jones, Oliver Twist, Thackeray, Cervantes, Thomas Hardy, Flaubert, Dostoievski, Tolstói, Gógol); en su amor, tierno y a la vez terrible, funesto, por Elsie; en la infortunada estrella del hijito de ambos, Ninan, que huyendo también de la maldición (Bebé Ninan no está interesado en caminar, salvo como medio para trepar), encontrará en los árboles su desventura; en el abandono de su mujer; en su hundimiento en los abismos del opio; en la búsqueda de sentido a través de sus Inficciones, las colaboraciones periodísticas bajo el seudónimo de El hombre común. Y es conmovedora y bellísima la historia de esa Elsie, el dulce enamoramiento de Philipose, su matrimonio feliz, el difícil primer embarazo y el complicado parto, la exaltación que trae el nacimiento, su torturada vida interior, su huida, su dedicación al arte (en un elemento -la escultura- claramente accesorio y tangencial pero que ya estaba presente en Hijos del ancho mundo), los insondables secretos que solo resolveremos al término del libro. Y hay otra hija de Elsie, Mariamma, la tercera generación de la familia, que crecerá arropada por su abuela, estudiará Medicina en Madrás y se convertirá en médica -bajo la influencia de la Anatomía del cuerpo humano de Henry Grey, el manual clásico de esa disciplina, al que accederá de niña en un volumen que cruza el libro y entrelaza a personajes e historias-, decidida a investigar el misterio de la “Condición”, para acabar desvelando algunos de los secretos familiares (y no creo revelar ningún elemento sustancial que pueda destripar el interés del potencial lector por el final del libro si os transcribo el hallazgo esencial de la muchacha: Y ahora ella, Mariamma, a quien no le habían confiado ningún secreto, lo sabe todo; que son una gran, condenada, feliz familia). Y de nuevo aflora Digby, su crecimiento en Glasgow con un padre desaparecido y a cargo de una madre obligada a una vida durísima para sacar adelante a su hijo; sus estudios de Medicina; el “destierro” a la India tras la dramática desaparición de su progenitora; su difícil adaptación a Madrás; su sensibilidad ante las duras condiciones de vida de los indios; su identificación con los parias (Él mismo, por otra parte está en una situación parecida: oprimido en Glasgow, opresor en la India. La idea lo deprime); la concienzuda entrega a su profesión; el romance con la mujer de su superior directo en el Hospital en que trabaja; el desdichado final de su amor, con consecuencias fatales, marcado física y psicológicamente; su dedicación a los enfermos en la leprosería de Santa Brígida, un lugar de estigma y exclusión. Y en Santa Brígida está otro doctor, Rune Orqvist, un personaje entrañable, un sueco llegado a la India tras numerosas y sorprendentes peripecias (Con su amplia circunferencia y su resonante voz de barítono, la primera impresión que causó aquel extranjero rubio y barbado fue la de un oráculo: la clase de hombre que, ataviado con vestiduras apostólicas y con un cayado, podría haber bajado de un dhow junto a santo Tomás. En todo caso, su llegada estaba envuelta en tantos mitos como la del propio apóstol), un médico generoso, que tras donar todos sus bienes, se dedicará en cuerpo y alma a su tarea humanitaria, a un propósito místico, la curación de leprosos en un hospital -el Santa Brígida antes mencionado-, un lazareto ruinoso y aislado, que él rehabilitará dando vida y sentido a sus tristes y hasta entonces “apestados” pacientes. Con peso también en la novela, Lenin Por Siempre Jamás es el hijo de Lizza Chedethi, una paciente de Digby, que salvó a madre y niño en un parto peligroso. Lenin, que en las notas de realismo mágico que impregnan el libro, nace con una irrefrenable compulsión hacia las líneas rectas, dirige sus pasos en esa dirección y vive su vida guiado por ese principio inspirador: caminar siempre por el camino recto, tendrá un lugar destacado en los capítulos finales del libro. En Madrás, durante sus estudios universitarios, descubrirá simultáneamente a Mariamma y las ideas del comunismo y de la Teología de la liberación, enamorándose de la primera e implicándose políticamente con las segundas, en otro hilo relevante de la obra. Y cómo olvidar a Koshy Saar, de paso fugaz pero muy estimulante por la novela, un personaje excéntrico y singular, un antiguo profesor que había combatido en la Gran Guerra y al que conocemos ya retirado, viviendo de su pequeña pensión en un espacio diminuto atiborrado de libros. Él será el responsable de la atracción de Philipose -y de toda su familia- por la literatura: ¡Koshy Saar tiene estantes llenos de libros en todas las paredes! ¡Y pilas de libros así de altas en el suelo! Y tantos otros: el afectuoso Shamuel, inolvidable en su servicio a la casa de Parambil; la anciana Odat Kochamma; la joven Anna Chedethi, de bella voz y cariñosa dedicación a Mariamma; Joppan, hijo de Shamuel y reivindicativo vecino de la familia protagonista; la propia Lizza; el revolucionario Arikkad; la elegante y atractiva Celeste Arnold; la jefa de enfermeras Honorine; entre otros muchos. 

Verghese reconoce en la postrera sección de “agradecimientos” la fuente principal de su fecunda inventiva, en un texto muy esclarecedor que por ello mismo os transcribo: En 1998, mi sobrinita Deia Mariam Verghese le preguntó a su abuela: «Ammachi, ¿cómo eran las cosas cuando eras niña?» Cualquier respuesta oral habría sido insuficiente, por lo que mi madre, Mariam Verghese, llenó ciento cincuenta y siete páginas de un cuaderno de espiral con recuerdos de su infancia escritos en una letra cursiva firme y elegante. (…) Mamá falleció en 2016, a los noventa y tres años, pero incluso en sus últimos meses de vida (mientras yo estaba escribiendo este libro) solía llamar para contarme algún recuerdo que acababa de salir a la superficie (…) He utilizado muchas anécdotas de mi madre en El pacto del agua, pero lo más importante para mí era reproducir su voz y el ambiente que evocaban sus palabras, que yo complementé luego con mis propios recuerdos de las vacaciones de verano que solía pasar con mis abuelos en Kerala y de mis visitas posteriores, mientras estudiaba en la facultad de Medicina. 

Otro motivo de interés del libro es su convincente ambientación en una India que comparece, con nitidez, meticulosidad, precisión y verosimilitud, en muy diversos y sugestivos frentes de los que quiero dejaros alguna muestra. En primer lugar, los detalles de la vida cotidiana que afloran en cientos de ejemplos que impregnan de “color local” el relato: las vestimentas, las costumbres del día a día, los mercados, las construcciones tradicionales, los ritos y las tradiciones, las supersticiones, la aterradora aunque exultante irrupción de los monzones, el abigarramiento de los trenes, que operan en el libro como metáfora (Media vida he pasado en trenes y he visto a desconocidos de todas las religiones y castas llevarse bien en un compartimento... No comprendo por qué no pasa lo mismo fuera del tren. ¿Por qué, sencillamente, no nos llevamos bien todos?), la compleja estructura del sistema de castas que el autor nos explica con prolijidad y afán pedagógico. La “traslación” del lector a aquellos parajes exóticos se produce también a través de las descripciones del entorno físico, lugares y paisajes, una naturaleza exuberante (arrolladores cursos de agua, arrozales inundados, interminables plantaciones de té, plantas de café, cocoteros y palmas de Palmira, árboles inmensos de enormes hojas, arbustos frondosos, matas trepadoras, flores de loto y nenúfares gigantes, selvas tupidas e intrincadas, serpientes y elefantes, monos, aves múltiples), aunque a menudo hostil y hasta feroz, devastadora. E igualmente “degustamos” la India gracias a la detenida y muy apetitosa presentación de la rica -en todos los sentidos- gastronomía de la región, pues Verghese se demora al explicar la elaboración de los platos, la abundancia de colores, olores y sabores, los inusitados matices de los condimentos, las especias, los muy singulares ingredientes. En un plano más amplio, la India está presente también en las múltiples notas históricas que, entrelazadas con la trayectoria familiar (La niñita ha oído rumores de que la suya es una genealogía repleta de secretos y que entre sus antepasados había traficantes de esclavos, asesinos y un obispo apartado del sacerdocio), puntean el relato, le ponen contexto y permiten al lector adentrarse en las circunstancias políticas, sociales, económicas y culturales del inmenso subcontinente a lo largo de su Historia y, en particular, en los primeros setenta y cinco años del siglo XX: el comercio de las especias (durante siglos antes de Cristo, los vientos del sudeste hinchaban el velamen triangular de los dhows conduciendo a sus tripulantes hasta la «Costa de las Especias», donde compraban pimienta, clavo y canela); el posterior tráfico mercantil con Palestina, Génova y Venecia; las expediciones de portugueses, holandeses, franceses e ingleses; las familias reales de Travancore, cuyas dinastías se remontan a la Edad Media; el dominio británico y el conflicto colonial; la explotación económica, la esclavitud “de facto”, la discriminación y el racismo; los soldados indios luchando en las tropas del país colonizador en las guerras mundiales (Esos hombres fueron enviados a toda prisa al Sudán británico para liberar Abisinia de los italianos, y allí vieron la muerte y mataron; ahora se dirigen a Birmania a detener el avance japonés); las repercusiones de las contiendas en las poblaciones locales; la ya imparable lucha por la independencia (los oficiales que regresan ahora son hombres condecorados por su valentía, hombres que presenciaron cómo soldados a sus órdenes morían para liberar a los abisinios, para liberar a los franceses, para liberar a Europa del yugo de Hitler; no aceptarán nada menos que la libertad para la India); Gandhi; el ansiado logro, tras el trascendental discurso de Nehru (Cuando falta poco para la medianoche del 14 de agosto de 1947, la voz del primer ministro Jawaharlal Nehru suena en la radio, pronunciando las palabras más emocionantes que han salido de ese aparato desde el momento en que empezó a funcionar. Horas antes, ese mismo día, ha nacido Pakistán. «Hace muchos años», declara Nehru, «tuvimos una cita con el destino. Al filo de la medianoche, mientras el mundo duerme, la India despertará a la vida y a la libertad.»), con repercusión literaria en otra novela genial, Hijos de la medianoche, de Salman Rushdie; la llegada de la modernidad a Parambil: el periódico, la radio, la oficina de correos; la creación del Estado de Kerala, que alberga las regiones en que transcurre la novela; la irrupción del “Partido” y la victoria de los comunistas en las elecciones locales; los movimientos revolucionarios, en particular los naxalitas (nombre que procede de Naxalbari, una pequeña aldea de Bengala Occidental en la que los campesinos, hartos de trabajar como esclavos para los terratenientes y al borde de la muerte por inanición atacaban e incluso mataban a sus explotadores y a los funcionarios corruptos), de acción violenta y también violentamente reprimidos; la India socialista; entre otros muchos acontecimientos que se filtran -a veces como mero telón de fondo, otras de un modo más central- en el relato. 

Un eje fundamental en el libro, y en la obra de Verghese, es la dimensión mágica, excesiva, como de fábula, desmesurada y extravagante. El relato está repleto de sucesos extraordinarios, azares, coincidencias, incidentes inexplicables a la luz de la racionalidad más previsible, cargados de un simbolismo algo esotérico: los sueños y las visiones, de valor profético; el carácter cíclico del tiempo, una rueda en la que pasado, presente y futuro se entrelazan de manera inusual, con eventos que parecen repetirse; extraños diagramas que representan enrevesados árboles genealógicos que encierran claves ocultas; espíritus que aparecen de improviso, fantasmales, y dejan oír su voz espectral, interpelando a los vivos; la excepcional clarividencia de Bebé Mol (el don de su hija de anunciar visitantes antes de que lleguen se extiende a la predicción del mal clima, los desastres y las muertes); la presencia de Damo, un elefante dotado de una intuición, una sentimentalidad y una inteligencia casi humanas (Entonces se topa con Damo, que la está mirando directamente con un tronco metido en la boca. «Perdona a tu marido, no sabe lo que hace.» Lo oye tan claramente como si hubiera sido una voz humana); la inexplicable capacidad de Mariamma para ver en tres dimensiones cualquier imagen reproducida en un libro; y sobre todo, la recurrencia de la maldición familiar, la “Condición” que se transmite de generación en generación y que constituye un persistente leitmotiv a lo largo de toda la novela, una fatal condena relacionada con el agua. 

Y es, precisamente, el agua, en su doble dimensión simbólica y real, el que quizá sea el componente más importante del libro. Desde el punto de vista “material” la novela está atravesada -ya se ha dicho- por infinidad de alusiones al acuático elemento: Es un mundo que parece la fantasía de un niño, con sus arroyos y sus canales, una celosía de lagos y lagunas, un laberinto de remansos y estanques de lotos color verde botella, un amplio sistema circulatorio, puesto que, como decía su padre, toda el agua está conectada. Un universo líquido por el que se desplazan los personajes en esquifes, canoas, barcazas y ferris, las quillas partiendo las aguas, los remos y las pértigas hundiéndose y salpicando (A falta de caminos decentes, transportes regulares y puentes, el agua es la carretera principal). El agua de los juegos de los niños zambulléndose de cabeza en el río; el agua de los baños rituales purificadores, también la desgracia de los cuerpos arrastrados por la corriente, las destructivas inundaciones del monzón, que arrasa como un dios vengativo; el agua que es el hilo conductor que une las vidas de los personajes y sus experiencias a lo largo de generaciones, como queda de manifiesto en un pasaje revelador que os dejo al final de esta reseña y que casi clausura el libro desvelando (¡atención, ligero spoiler!) alguno de sus secretos, entre ellos el del título de la novela. 

Pero el agua se presenta, fundamentalmente, en su valor simbólico: elemento de vida y muerte; advertencia constante de la fragilidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte; reflejo de la vulnerabilidad humana frente a las fuerzas de la naturaleza; fuente de sustento y prosperidad; símbolo de purificación y redención, de paz y renovación; vínculo entre generaciones, recordatorio del funesto lazo que une a la familia, de su aciaga historia compartida; representación complementaria y ambivalente de la continuidad y del cambio, de la tradición y la adaptación, de lo permanente y lo fluido, de la continuidad, la perdurabilidad y la inmutabilidad y también de los desafíos, las novedades y las transformaciones, de la identidad cultural de un pueblo cuyas festividades, rituales, cotidianidad, coordenadas espirituales y hasta sueños (Los sueños de buen augurio deben tener hojas verdes y agua: su ausencia define las pesadillas) están asociados al agua: Esta agua es preciosa, Señor: es agua de nuestro propio pozo; esta agua es nuestro pacto contigo, con esta tierra, con la vida que Tú nos has dado. Al nacer, nos bautizamos con esta agua; luego crecemos y nos llenamos de orgullo, pecamos, nos quebramos, sufrimos, pero con el agua lavamos nuestros pecados, somos perdonados y volvemos a nacer, día tras día, hasta el final de nuestra vida, como afirma Ammachi. 

Sin apenas tiempo ya más que para un par de comentarios finales, quiero volver a subrayar la importante presencia de la medicina en el texto, así como ciertos elementos de estilo representativos de la literatura de Verghese. En El pacto del agua, los “apuntes” médicos son fundamentales para la narrativa y están profundamente entrelazados con la vida de los personajes y la evolución de la trama: el carácter patológico de la “Condición”, vinculada (y aquí hay otro leve “spoiler”) a una característica genética de la familia; los numerosos ejemplos de práctica médica en el curso de la narración, que alberga varios médicos, en particular cirujanos, enfermeras y profesionales sanitarios entre el elenco de personajes, cuya labor profesional se presenta con detalle; el contraste entre la sabiduría ancestral de la medicina tradicional india y los métodos modernos y avanzados que introduce la influencia colonial británica; la condición ambivalente del agua -una vez más- en relación ahora con su valor como fuente de vida y salud y como origen de contagios y causa de enfermedades; las repercusiones éticas de las decisiones médicas, la vertiente menos “técnica” de la ciencia médica, la que tiene que ver con los cuidados y la compasión, con la cercanía, el apoyo emocional y la empatía, en un libro impregnado -como ya he resaltado- de altas dosis de humanismo. En todo ello se revela de manera ostensible, como ya ocurría en Hijos del ancho mundo, la principal dedicación profesional del autor. 

En relación, ya para terminar, con el particular y muy identificable estilo de Verghese, quiero recalcar ese tono bondadoso y, como acabo de señalar, humanista de sus propuestas literarias. Ambas novelas “respiran” un clima afable, benevolente, cordial, cercano. Los personajes son -prácticamente todos- benignos, compasivos, tolerantes, dotados -como ha escrito muy acertadamente un crítico- de un temperamento casi bíblico, acorde al mensaje de tolerancia, magnanimidad, despojamiento, abnegación y clemencia propios de la versión más elemental, más primitiva, sin duda más noble, de las enseñanzas cristianas de las que el pensamiento de Verghese es un claro exponente. Son comprensivos y conciliadores en un grado algo irreal, excesivo: la maldad se redime, la corrupción se castiga, la infracción, el pecado, las transgresiones, las faltas acaban por ser perdonados, las desavenencias se resuelven en reconciliación. El lector se ve sumido en un estado de apacible bienestar y acaba el libro rezumando optimismo, seguridad, fuerza, ánimo, entrega, también ternura, melancolía, generosidad, amor (Omnia vincit amor: et nos cedamus amori, escribe Verghese en la dedicatoria final del libro, destinada a su mujer). Pese a ello, esta circunstancia ha sido criticada en algún análisis del libro, que ve en ella una deficiencia y una limitación importantes de la novela, por cuanto denotaría un cierto conformismo, una cierta complacencia culpable con la desigualdad, la injusticia y el mal del mundo, una tolerancia implícita, absurdamente bienintencionada, ingenua -y por tanto ciega- de su autor ante los problemas de la existencia. Así, la niña casada a la fuerza con un hombre treinta años mayor se enamora profundamente de él; las castas altas y las inferiores -Shamuel es pulayar, el estrato más bajo, y tiene prohibido entrar siquiera en las casas de sus amos- se profesan un cariño y una devoción mutuos; los representantes de la Inglaterra colonizadora y sus súbditos coexisten en educada convivencia; el revolucionario comunista acaba “viendo la luz” y comprendiendo lo intolerable de su rebelión violenta; la llegada de la independencia acaba con todos los males preexistentes, fruto implícito, por tanto, del colonialismo opresor. 

En fin, no hay tiempo para más. Leed, a pesar de que ya hayamos dejado atrás las vacaciones, estos dos libros inagotables y bellísimos, Hijos del ancho mundo y El pacto del agua. Estoy convencido que vais a disfrutar de ellos. Tras el fragmento prometido, que recoge el espíritu de la última de las dos novelas, subraya el protagonismo del agua, explica el sentido último de su título, resume las peripecias de algunos de sus protagonistas y esconde alguna pista que quizá algún futuro lector de la obra prefiera mantener oculta, os dejo con uno de los temas musicales de los varios que se mencionan en El pacto del agua. En el Baile de Otoño del Instituto Ferroviario de Madrás, en 1935, una sensual crooner se une a Digby y sus acompañantes para interpretar Los chubascos de abril. Será, pues, April showers, con su alusión inequívoca al tema principal del libro, la que ponga punto final a mis comentarios de esta tarde, en una versión muy posterior, de 1956, a cargo de la innegablemente sensual Judy Garland. 


El canal sigue su rumbo, empapando el dobladillo de su sari, sin amilanarse por su angustia, por lo que ella acaba de enterarse. Le resulta indiferente a esa agua que conecta todos los canales, un agua que está en el río de más adelante, y en los remansos, y en los mares y océanos: una masa de agua. Esa misma agua discurría delante de la casa Thetanatt donde su madre aprendió a nadar; condujo a Rune hasta allí para que restaurara un lazareto abandonado; y transportó a Philipose para que salvara a un bebé moribundo, uniendo sus manos a las de Digby; esa misma agua arrastró a Elsie a la muerte y luego la entregó, renacida, a los brazos del hombre que la amaba más que a la vida misma... y que engendró a la única hija de Elsie, Mariamma. 

Y ahora esa hija está allí, de pie en el agua que los conecta a todos en el tiempo y el espacio, como ha hecho siempre. El agua en la que entró apenas unos minutos antes se ha ido hace mucho tiempo y, sin embargo, sigue allí, con el pasado y el presente y el futuro entrelazados inexorablemente, como si el tiempo mismo se hubiera encarnado. Ése es el pacto del agua: que todos están ineludiblemente unidos por sus actos de acción y omisión, y que nadie está solo. Se queda oyendo ese mantra burbujeante, el cántico que nunca cesa, repitiendo su mensaje de que todo es uno. Lo que ella pensaba que era su vida es todo maya, todo ilusión, pero una ilusión compartida. Y qué otra cosa puede hacer salvo seguir adelante.

Videoconferencia

Abraham Verghese. El pacto del agua 

miércoles, 15 de enero de 2025

MARIANNE WIGGINS. LAS PROPIEDADES DE LA SED

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un año más a Todos los libros un libro que os desea un feliz 2025 repleto de interesantes lecturas. El espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca os trae esta tarde una espléndida novela, la última -y única publicada en España- de su autora, la norteamericana Marianne Wiggins, una escritora para mí desconocida hasta que leí hace algunos meses este Las propiedades de la sed, un libro de lectura arrebatadora presentado por la editorial Libros del Asteroide el mayo pasado en traducción de Celia Filipetto. 

Antes de entrar en mi reseña de la obra quiero detenerme brevemente en un par de comentarios anecdóticos -o no tanto, como podréis apreciar, pues aportan luz de cara al conocimiento de la personalidad de la escritora y de alguna de las singularidades de Las propiedades de la sed- sobre Wiggins. Nacida en 1947 en Lancaster, una ciudad del estado de Pensilvania, en el noroeste de los Estados Unidos, cuenta con una trayectoria literaria dilatada con varias novelas en su haber, alguna de las cuales han obtenido distintos premios siendo finalista con la penúltima de ellas, Evidence of Things Unseen -no traducida, que yo sepa- del premio Pulitzer de ficción y del National Book Award. Sin contar con estudios superiores fue contratada como profesora titular en la Universidad del Sur de California, en donde impartió clases de autobiografía. 

Wiggins alcanzó una cierta repercusión pública, más allá de su desempeño como escritora, cuando, en 1988, se casó con Salman Rushdie. Un año después, el ayatollah Jomeini emitió la despiadada fetua contra el escritor angloindio, ordenando su asesinato a causa del carácter blasfemo -siempre en la interpretación rigurosa, anacrónica y criminal de la ortodoxia islamista- de su libro Los versos satánicos. Condenado desde entonces a una vida de ocultamiento y encierro, Marianne, que al parecer había comunicado a Rushdie, solo cinco días antes de la funesta sentencia, su voluntad de divorciarse, “aguantó” con él, en ese difícil trance de persecución, secreto y miedo, hasta que, por fin, un lustro después, la pareja se separaría. Este episodio permite vislumbrar, con todas las cautelas derivadas del hecho de que la información que manejo es vaga, incompleta y superficial, a una mujer con principios, sentido moral y dignidad, capaz de entrega, respeto y compromiso, valores presentes en los personajes principales de la novela que hoy os traigo. 

Además, y esta segunda circunstancia de la vida de Wiggins tiene aún una mayor incidencia en su obra, hace ocho años, en 2016, la escritora sufrió un ictus cuando estaba cerca de culminar la escritura de Las propiedades de la sed. Las importantes repercusiones del percance y la sustancial limitación de las capacidades cognitivas que le provocó, amenazaban con impedir que pudiera poner término a la novela. Su hija, Lara Porzak, fotógrafa profesional, explica en el emotivo epílogo del libro, fechado en julio de 2021, los pormenores del incidente (Infarto cerebral masivo, en el contundente diagnóstico del médico, acentuado poco después, tras la intervención quirúrgica inevitable: El médico que le extrajo a Marianne los coágulos del cerebro me dijo que «probablemente» se quedaría ciega y que «con toda seguridad» no volvería a leer ni a escribir debido a la visión cuádruple), la desesperada angustia de su hija (Por favor, salve el cerebro de mi madre…, es brillante…, está escribiendo una novela…, es brillante…, es profesora…, ha sido finalista del Pulitzer…, tiene la novela casi terminada…, su novela es preciosa…, por favor, sálvele el cerebro…, ha sido finalista del…), la lenta y difícil recuperación de su madre (Marianne pasó cuatro meses en cinco hospitales diferentes y vimos a más de sesenta profesionales sanitarios con distintos cargos), los irracionales signos de esperanza (el nombre del fabricante de la cama hospitalaria en la que yacía su madre era STRYKER; como uno de los personajes principales de la novela) y la esforzada labor realizada por ambas para llevar a buen puerto la redacción final de su libro. 

Quiero resaltar, en particular, estos aspectos relativos a la difícil rehabilitación de la mujer y, sobre todo -a los efectos que nos ocupan-, de la escritora, pues influyeron en la “construcción” final de la novela, un hecho que el lector aprecia muy claramente a medida que se adentra en la última parte del libro (a mí me ha ocurrido; y eso que mientras leía desconocía el accidente cerebrovascular sufrido por su autora). La identidad -vamos a decirlo así- de Marianne Wiggins cambió radicalmente, como puede suponerse, tras el infarto cerebral. En lo físico, se vio afectada -en enumeración que con una cierta distancia irónica hace su hija- por hemiplejia, disfagia, hemianopsia homónima, heminegligencia izquierda, arteriopatía coronaria en arteria nativa, diplopía, nistagmo, debilidad facial… Y añade: el ictus alteró su cronología, destruyó su brújula, modificó su sentido del equilibrio físico y ya no puede cruzar una habitación. En lo cognitivo, sus síntomas eran perseveración, impulsividad, inestabilidad afectiva, fatiga cognitiva, pérdida de la memoria a corto plazo. Tal cúmulo de limitaciones hacían casi imposible pensar en la completa “recuperación” de la talentosa escritora de antes del suceso, ni siquiera en una mejoría parcial que permitiera reanudar la escritura de su libro. Pero tanto la madre como la hija están dotadas de unas excepcionales voluntad y capacidad de lucha (Marianne es una fuerza de la naturaleza, una gigante del conocimiento). La escritora conservó intactos su ánimo batallador, su ingenio, su incesante curiosidad, y la hija, no menos voluntariosa y tenaz, decidió entregar parte de su vida a ayudar a Marianne a recuperar el equilibrio en el terreno de su forma de expresión artística —un paisaje que no me pertenece—. Con esos escasos y poco esperanzadores mimbres -esfuerzo, ilusión y ganas-, Lara se lanzó a una tarea colosal (una expedición de vértigo [que] seguirá siendo el viaje del que más me enorgullezco): conseguir que su madre volviera a recuperar los escenarios, las situaciones, los personajes y su psicología, las tramas, los vínculos, las ideas, el universo en suma, creados para dar vida a Las propiedades de la sed. Hay un corto documental -veintiocho minutos- de título “Marianne” dirigido en 2022 por Rebecca Ressler, que no he podido ver, en el que se registra este emotivo proceso. 

En el mencionado epílogo al libro, Lara nos relata su rutina en los muy largos meses -años en realidad- tras el accidente: le pedí a una amiga que nos trajera a la habitación el manuscrito inacabado de Las propiedades de la sed. Y se lo leí a Marianne en un bucle constante. Debo de habérselo leído unas diez veces. O veinticinco veces. Lecturas, repeticiones, repeticiones, palabras, palabras, palabras, palabras. Borrado de un plumazo su pasado reciente, hizo falta una cantidad colosal de repeticiones para que volviera a familiarizase con Rocky, Sunny, Cas y Schiff, los principales personajes, como luego veremos, de la novela. Joe Bohlinger, antiguo alumno de Marianne, se sumó a la tarea en numerosas ocasiones visitando a la enferma y leyéndole pasajes de sus novelas, cuentos y poemas favoritos, en particular de Las propiedades de la sed. El proceso se repetía una y otra vez: A lo largo de 2017 y 2018 leímos el manuscrito en voz alta montones de veces. Con el tiempo, Marianne y yo empezamos a hablar de Rocky, Cas, Schiff, Snow y Sunny como si fuesen nuestros parientes. Las interacciones verbales conllevaban preguntas y ejercicios variados que Marianne debía realizar en relación con dichos personajes para devolverlos al tejido de la memoria de mamá. Lara los ponía en diferentes situaciones y le preguntaba a Marianne cuáles serían sus reacciones, en un intento por que aflorasen otra vez y ocupasen el primer plano de su cerebro. Muy lentamente, y de manera gradual, la escritora empezó a recuperar la novela en su memoria, lejos aún, no obstante, de un dominio siquiera básico sobre su proceso creativo. En el invierno de 2018, se incorpora al “equipo de trabajo” David Ulin, un periodista, lector enfervorizado de Wiggins, que asumirá desde entonces el papel de editor. Los tres, David, Lara y, en la medida de sus posibilidades, la propia Marianne, se reunirán una vez por semana para leer en voz alta las páginas del libro y analizarlas, aportar ideas para un diálogo o un posible final, reformular frases y párrafos, revisar, reelaborar, realizar ajustes y discutir opciones de desarrollo de la trama. Para ello, consultarán -además del análisis exhaustivo de las partes del libro ya escritas- los apuntes manuscritos y las notas de redacción de la escritora; también unas memorias inacabadas tituladas Cómo escribir una novela, que incluían valiosas reflexiones sobre el proceso creativo (una especie de carta de navegación hacia un destino oculto que, a la larga, nos marcó el camino hacia el final), y con todo ello lograron acabar el libro. Y así fue como lo hicimos. Despacio y sabiamente. Palabra por palabra. Así, además, cerraron un círculo que se abría en la primera frase de la novela, No puedes salvar lo que no amas, que explica parte de su contenido, como luego veremos, y que resulta aplicable al diligente proceso de recuperación -de salvación- del libro por parte de la amorosa hija. 

Es importante detenerse en el uso del plural en una de las últimas frases del epílogo que acabo de transcribir. Y así fue como lo hicimos. Lara escribe Lo hicimos. El tramo final de Las propiedades de la sed es una obra colectiva. Dicho de un modo más abrupto: no es un texto de Marianne Wiggins, sino de -y siento resultar abrupto- una parte de ella, la que quedó, por desgracia, tras su deplorable accidente, y de sus bienintencionados, animosos y diligentes “editores”, Lara Porzak y David Ulin. Pero lo cierto es que, pese a esa admirable dedicación de la hija y el experto, el final del libro se resiente, cualquier lector con un mínimo de sensibilidad y experiencia lectora nota, “sabe”, que esa última parte de la novela no “suena” igual que las muchas páginas anteriores, que no está a la altura de la sensibilidad, el talento, la intensidad, la poesía y la belleza que rezuma el resto del libro. Aviso, pues, para navegantes: la decepción es inevitable, entre otras razones porque el nivel mostrado hasta ese momento es, casi, irrepetible, literalmente irrecuperable. Pero, avanzada esta circunstancia de alcance capital de cara a la consideración final del libro, vayamos ya con él, una novela excepcional que os va a procurar, estoy seguro, muchas horas -estamos hablando de un texto de más de seiscientas páginas- de embelesada lectura. 

Como suelo repetir aquí muy a menudo, no resulta fácil presentar un resumen argumental de las obras que reseño, que permita, por un lado, conocer lo sustancial de su planteamiento y, por otro, mantener intacto, sin revelar demasiado de la trama, el misterio, el gozoso descubrimiento que siempre encierra -y que es uno de los grandes atractivos de la literatura- el apasionado avanzar por un texto que a cada página nos sorprende con mundos desconocidos. Esta circunstancia es aún más acusada en el caso de Las propiedades de la sed, una novela en la que se entrelazan muchas historias diversas, con diferentes focos de atención, con tramas y subtramas que se ramifican y se cruzan, en una estructura compleja y muy bien trabada, exigente pero a la postre muy placentera para el lector. Lo intentaré, sin embargo (en el fondo eso pretendo con mis reseñas, adelantar, destripándolo lo menos posible, el argumento del libro que presento y también sus principales motivos de interés). 

La cronología “natural” de la novela -hay constantes vueltas atrás en el tiempo- se inicia el 7 de diciembre de 1941, día del ataque de la Armada Imperial Japonesa a la base naval norteamericana de Pearl Harbor, suceso que acabaría por desencadenar la plena incorporación de los Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial y, con ella, el principio del fin -por desgracia en ese momento aún remoto- de la contienda. Las altas autoridades militares de Washington consideraban plausible alguna nueva ofensiva nipona sobre la costa del Pacífico, en particular sobre California. La propia incapacidad bélica del Japón, que no contaba con aviones equipados para cruzar el océano e invadir el espacio aéreo norteamericano, hacía pensar en otras vías de agresión, como el envío de globos bomba o los sabotajes y atentados llevados a cabo por ciudadanos japoneses residentes en la región, en Portland, San Francisco y el Valle Central de California. En consecuencia, el presidente Roosevelt aprobó una ley, la Orden Ejecutiva 9066, que disponía la creación de una zona de excepción, esto es, la prohibición a todos los ciudadanos de ascendencia japonesa -unos ciento treinta mil en todo Estados Unidos- de vivir en la Costa Oeste de Estados Unidos, de Canadá a México, o sus inmediaciones. En el seno de esta acción, se construyeron diez emplazamientos a lo largo del país, todos ellos instalaciones federales o municipales (reservas indias, parques estatales, barracones vacíos del ejército) para detener y encerrar en ellos a los ciudadanos japoneses-norteamericanos, en un episodio no tan conocido y sin tanta repercusión como muchos otros del muy investigado conflicto mundial. Uno de estos asentamientos se situará en el valle de Owens, al norte de Los Ángeles, en donde, en un vasto, seco y desolado espacio cercano al pueblo de Lone Pine, de 1.200 escasos habitantes, en la antigua finca Manzanar, dos mil cuatrocientas veintiocho hectáreas de tierra abandonada, en barbecho y vacía, se levantará un centro de internamiento -un eufemismo: un campo de concentración, con todas sus negativas connotaciones- que habría de albergar a diez mil refugiados japoneses, profesionales liberales -médicos, abogados-, y, sobre todo, trabajadores manuales -pescadores, braceros, recolectores de fruta y verdura…-, con sus familias. La difícil tarea de erigir una instalación de tal magnitud para acoger -de nuevo eufemismos; en realidad, una masiva y controvertida y dudosa legalmente detención preventiva- a una cifra tan inmensa de desplazados, se encomienda a un joven abogado judío, Schiff, al que conocemos llegando al lugar comisionado por el Departamento de Interior y abrumado por un mandato imposible, el levantamiento, la gestión, la logística de una ciudad creada de la nada -Jamás había construido una ciudad partiendo de la nada, y no conocía a nadie que lo hubiese hecho-, de cuya legalidad, además, duda: la mayoría de los días no lograba convencerse de que la orden ejecutiva que excluía de la sociedad en general a los norteamericanos de origen japonés pudiese ser avalada por un tribunal

El valle de Owens, Lone Pine, el asentamiento, Manzanar, son los espacios que constituyen el centro en el que van a confluir las diferentes historias que narra Marianne Wiggins: las de Rocky y su difunta esposa Lou, las de sus hijos Stryker y Sunny, la de Cas, la independiente, abnegada e interesante hermana de Rocky, la del propio Schiff y la de algunos significativos personajes secundarios, el acomplejado e irascible agente Snow, el simpático teniente Jay Svevo, entre otros. Tenemos así, pues, en primer lugar, a dos hermanos gemelos, Rocky y Cas, que a finales del siglo XIX (el verano de 1886, cuando, con seis años, aprendió a nadar, dice del chico la voz narradora, datando su biografía), crecen en Nueva York como hijos de Wellington Rhodes, millonario propietario de minas de plata, zinc, plomo, cobre, y dueño también de una importante compañía de ferrocarriles que lleva su nombre. A su muerte, herederos de su fortuna, se desvincularán de ella (vendimos la casa de la Quinta Avenida en la que nos criamos, nos desprendimos de todo lo demás y lo repartimos a partes iguales), y, resueltos sus problemas económicos con el dinero obtenido con la venta de las ingentes propiedades de su progenitor, dirigirán sus vidas hacia sus personales y más auténticos anhelos. Bajo el influjo de las enseñanzas de Thoreau y Emerson, recibidas en la infancia, Rocky se encaminará a California en busca de un lugar en donde llevar a cabo una vida natural, recogida, genuina, austera. Fueron Thoreau y Emerson, ese par de viejos trascendentalistas, quienes prendieron la mecha de Rocky y articularon los argumentos para impulsar su insurrección y catapultarlo desde la Costa Este hasta aquel gran desierto salvaje. Había construido ese rancho, había construido esa vida, como actos de emulación de esos dos pensadores, de esos dos hombres. Allí, en el entonces feraz valle de Owens, con el lago Lone Pine entre las cadenas montañosas de Sierra Nevada e Inyo, encontrará su “lugar en el mundo”, levantará su rancho -al que llamará, en honor a Thoreau, Las Tres Sillas (Una para la meditación. Dos para la conversación. Tres para la compañía, en bien conocida expresión del pensador y filósofo americano) y se instalará en él con su esposa, la fascinante Lou, una doctora de origen francés, que le dará dos hijos, también gemelos, Stryker y Sunny, y que morirá de polio cuando los niños tienen tres años, dejando al muy enamorado Rocky desarbolado, melancólico y solitario, paseando, fantasmal, por sus posesiones en compañía de sus perros. Su hermana Cas, soltera pertinaz, intérprete de arpa, que se había dedicado a recorrer el mundo en su carrera musical, disfrutando de las rentas heredadas, resuelve abandonar su vida cosmopolita y “encerrarse” en Las Tres Sillas con su hermano para hacerse cargo del cuidado y la educación de sus sobrinos. 

En el “presente” de la novela, Stryker acaba de alistarse en la Marina y ha sido destinado al Pacífico. Cuando se produce el bombardeo a Pearl Harbor, la familia pierde su rastro y no logra recibir noticias suyas, presumiblemente muerto en el ataque. Sunny vive en Lone Pine, en donde -con un amor y un conocimiento del arte culinario herencia de su madre- regenta un pequeño restaurante, magnífico pese a su modestia y su falta de pretensiones. Las vidas de Rocky, Cas, Sunny y Schiff se cruzan entonces y sus respectivas historias, íntimas, conmovedoras, intensas, dramáticas, enternecedoras, exuberantes, románticas, melancólicas, trágicas (son muchos los puntos de vista que afloran en una novela formidable) desbordan en el relato de Wiggins unidas por un elemento común: el agua, o más exactamente, su falta, la sed, que protagoniza el libro en su doble dimensión real y simbólica. 

La ausencia de agua condiciona la vida en el ahora desértico valle del Owens. El crecimiento desmesurado de la cercana ciudad de Los Ángeles en los primeros años del siglo pasado, potenciado por el descubrimiento de petróleo en su subsuelo, multiplicó las necesidades de agua de la población, lo que llevó a sus autoridades, auspiciadas por el presidente Roosevelt, a requerir -y obtener- la construcción de un acueducto que solventara las carencias angelinas. Representantes del DALA, el Departamento de Aguas de Los Ángeles, se desplazaron a los pueblos de los alrededores adquiriendo las tierras de los lugareños, haciéndose con sus derechos del uso al agua y despojando, no sin violencia, en ocasiones, de sus recursos acuíferos a las comunidades vecinas (así, Los Ángeles se había extendido por el mapa hasta absorber como una esponja su derecho al uso del agua, la “sed” de la ciudad engullendo la tierra alrededor); desviando de su curso el río Owens, secuestrado por los cazadores furtivos de agua de Los Ángeles; drenando el lago (A aquel delito de ingeniería no lo llamaron «drenaje»; lo llamaron «canalización», lo llamaron «redistribución», en ocasiones lo llamaron «trasvase». (Rocky lo llamaba «robo».)) y acabando con él al convertirlo en un lodo salobre, un infierno contaminado y mefítico, yermo, seco y putrefacto, que afectaría incluso, interrumpiéndolo, al curso natural de las migraciones de los gansos que, confundidos por su memoria de especie, se estrellaban contra su superficie, árida y dura (Migraban, eran unos cien, tal vez doscientos, ondulantes como las notas de una partitura, descendían por el cielo hacia ese otro cuerpo que reflejaba la luz, esa cosa que antaño había sido agua y que todavía debía señalar un aterrizaje suave. Cuando chocaron contra la dura superficie el sonido fue como la algarabía de un matadero); llevando a los habitantes de la zona a la ruina (en el valle del Owens, (…) gracias a la ciudad de Los Ángeles, no hay empleo, la única industria es la del agua y de su cosecha ya se encargan los empleados del departamento de dicha ciudad) o a la emigración (La mayoría de la gente se marchó de aquí hace veinte años, para no volver. ¿Por qué iban a hacerlo?… El DALA se llevó nuestra labranza); y condenando para siempre el trabajo de décadas -el sueño- de Rocky (el rancho y el valle dependen para su supervivencia de lo que había sido un flujo libre y aparentemente interminable de agua de deshielo desde las montañas). 

El viejo Rocky de 1942, obsesionado por la conservación de los recursos hídricos de su valle, de sus tierras, de su rancho, se empecina en su batalla legal contra la ciudad cuyo nombre no quiere pronunciar -ni deja que nadie de su entorno lo haga en su presencia-, una “guerra del agua” hecha de denuncias, recursos, dilaciones, aplazamientos en los tribunales (Llevo treinta años metido en una guerra santa contra esos hijoputas), también alguna acción violenta, que ahora se superpone a la guerra mundial que, en ambos frentes, se resuelven en fracaso para él: la impotencia ante los hechos consumados de la prosperidad “saqueadora” de Los Ángeles y la más que probable muerte de su hijo Stryker. La figura de Rocky, imponente en su metro noventa, la presencia intimidatoria, la voz tronante, la grandeza de patriarca, con aires shakesperianos, su quijotesco combate (Se estaba convirtiendo en un Thoreau recalcitrante que se negaba a aceptar el avance del tiempo, que se negaba a reconocer la derrota, que se negaba a abandonar el barco (cargado ahora de soledad) y, terco capitán, prefería hundirse en profundidades insondables pero abrazadoras), no solo jurídico (perderá casi todos los dedos de una de sus manos al explotarle una carga de dinamita con la que pretendía volar el acueducto), con el poder político de la época y, a la vez, su sensibilidad, la tristeza nostálgica que arrastra desde la muerte de su mujer, su ternura, el amor y el cuidado que pone en la educación de sus hijos, el dolor por la desaparición de Stryker, la valiente aceptación de su soledad (Sabía de algunos hombres que llevaban historias encerradas en su interior: se los había cruzado en los caminos, en bares, en campamentos, y cuando trataba de hablarles, guardaban silencio. Él se había vuelto igual, lo comprendía ahora, llevaba una historia encerrada en su interior), hacen de él una creación literaria inolvidable. 

Las propiedades de la sed son, pues, literalmente -entendidas como posesiones, pertenencias-, las tierras de Rocky Rhodes, fértiles y fecundas antaño, estériles y agostadas en el presente del libro. Unos dominios, los de la sed, que, en esencia, deberían corresponder a Los Ángeles, algo a lo que aspiran, revirtiendo la situación, los pobladores de la región: Volar por los aires las canalizaciones, las tomas de agua y las bocas de salida, los tubos, los túneles, los canales de descarga de uno en uno, DESAGUAR Los Ángeles y convertirla de nuevo en la propiedad de la sed que Dios había previsto cuando la creó

Pero las propiedades son también -en otra acepción plausible- los atributos, las cualidades, las características de la sed. Y desde ese punto de vista enfoca también su libro Marianne Wiggins, pues sus once capítulos se titulan “la primera (la segunda, la tercera, etc.…) propiedad de la sed es…” y en su transcurso se desarrollan las historias de los protagonistas, que ilustran, con valor simbólico o metafórico, cada uno de esos rasgos definitorios: la sorpresa, el reconocimiento, la memoria, el deseo, la frustración del deseo, la verdad, la combustión espontánea, la reinvención, la inmersión, el sabor de lo inevitable, la evaporación. En este sentido el libro es prodigioso y representa de manera sobresaliente la que, desde mi punto de vista, es la más destacada facultad de la literatura: la capacidad de fascinación que procuran los relatos, la potencia de las historias para transportar al lector, para llevarlo, entregado, deslumbrado, encandilado, a escenarios desconocidos, a experimentar situaciones no previsibles, a conocer a gentes insospechadas, a vivir otras vidas muy lejanas de la suya propia. 

Es el caso de los hechos relativos al confinamiento -inicialmente transitorio pero que acabaría prolongándose hasta cuatro años, en algunos casos- de la población de origen japonés en el campo de Manzanar (un episodio histórico, bien documentado; como lo es también, por cierto, la guerra del agua en Los Ángeles, en otra dimensión muy interesante de la novela, la convincente trabazón de las experiencias íntimas de los personajes y el contexto social en que se mueven). En esta vertiente del libro destacan las descripciones minuciosas de la realidad de los asentamientos, los conflictos lingüísticos en torno a la propia denominación, las autoridades buscando la fórmula que disimule la cruda e inaceptable realidad (¿“centros”?, ¿“campos de concentración”?, ¿“de reasentamiento”?, ¿“de internamiento”?, ¿“japoneses-norteamericanos”?. ¿solo “japoneses”?), los barracones, las colas para todo, la difícil cotidianidad de las familias, los niños, los ancianos, los enfermos, la falta de agua, enlazando con el tema principal del libro (Diez mil personas que cagan, beben, se bañan, cocinan…, ¿de dónde saldrá el agua?), los problemas de intendencia, el abastecimiento, los suministros, la ociosidad impuesta a miles de personas (Lo recordaré cuando tenga que ingeniármelas para ver cómo mantengo ocupadas a diez mil personas en un recinto en pleno desierto hasta que acabe la guerra), las sospechas de espionaje, las repercusiones jurídicas (el obligado abandono de las legítimas propiedades de los desplazados, las pérdidas de sus trabajos, la interrupción de sus fuentes de ingreso, las hipotecas impagables, la ilegal ocupación de sus viviendas originarias por ciudadanos norteamericanos (hay gente, anglos, que se aprovechan de esto, están ocupando todas esas propiedades), la pérdida de mano de obra en los trabajos dejados atrás). Y, en medio de los problemas prácticos, el joven Schiff intentando resolverlos y, sobre todo, procurando lidiar con su conciencia. Un Schiff hijo de judíos emigrados a Norteamérica, sabedor del padecimiento de su pueblo en los campos nazis. Un Schiff que durante los años del New Deal, estuvo contratado para la Administración de su país, funcionario de un dedicado cuerpo de empleados del gobierno cuya única fuerza motivadora era salvar el país, salvarlo de la hambruna en las llanuras. Un Schiff que, por tanto, conoce el dolor, el sufrimiento, el desvalimiento y la injusticia, pues había trabajado entre los desposeídos y desnutridos, los no instruidos y los endeudados, los transitorios y fanáticos, estafadores, vagabundos, feriantes, timadores, palurdos, pueblerinos, funcionarios del Tesoro corruptos, bienhechores con un tornillo flojo y sioux azul cielo. Un Schiff que se debate ahora entre el exigido cumplimiento del deber y unas convicciones que le dicen que los asentamientos son ilegales, injustos, inhumanos, consciente de que el patriotismo que llevaba dentro se erigía sobre unos principios humanos más eternos que aquellos sobre los que habían construido Manzanar y que resuelve sus contradicciones con una cada vez mayor dificultad para mantener la falsa ilusión de que «estaba haciendo el bien». Un Schiff tierno, sensible, inteligente, tímido, torpe, decente, profundamente moral. Un Schiff además -e inevitablemente- enamorado de Sunny, en otro apreciable frente del libro, el romántico. 

Romántico por partida doble, además, pues la historia de Sunny se nos narra -desde su presente de joven huérfana- muy vinculada a la de su desaparecida madre, lo que permite a Wiggins introducir notas sobre el intenso amor entre Lou, la esposa francesa y Rocky. De Sunny conocemos su generosa dedicación a los habituales de su pequeño restaurante de Lone Pine (Prácticamente les regalaba la comida, apenas cubría gastos, ni siquiera se sacaba un sueldo, semana tras semana iba echando mano de su herencia, que era bastante abultada como para aguantar en el futuro inmediato), su talento para la cocina, su soledad (Tenía edad suficiente para querer a un hombre para algo más que bailar y echaba de menos estar con uno), la imposible espera de su amor infantil, Jesús Mendoza -Jeis-, hijo de recolectores mexicanos en los campos del Valle Central, crecido con su abuelo, el viejo Mendoza, compañero de juegos de Stryker y Sunny desde pequeños y al que un lamentable incidente juvenil, que narra Wiggins en otra de las muchas historias intercaladas que pueblan el libro, ha obligado a abandonar Estados Unidos. Sunny es inteligente, muy guapa (Ante él tenía a una de las mujeres más deslumbrantes que había visto (sin maquillar y aun así los ojos la piel el pelo corto el aspecto eran de quitar el hipo, de un despampanante «de película»), grácil, con estilo y elegancia naturales, aunque descuidada en su apariencia personal (Sunny no llevaba artificios, ni barra de labios, ni perfume (que él notara), ni nada salido del catálogo de gestos estudiados de los privilegiados. Ni siquiera llevaba vestido. Sí, se había mostrado fría con él y tal vez un tanto altiva, pero ¿por qué no? Parecía inteligente —y saludable—, y debajo de la tela vaquera y el delantal se filtraba energía bruta suficiente como para indicar que la actividad física se le daba bien y, sin duda, daba la impresión de saber manejarse, si no en un guardarropa, al menos en una despensa bien surtida), algo asilvestrada, inicialmente tensa, a la defensiva y cautelosa en el trato con Schiff, cálida y sonriente en su trabajo, feliz cuando se encuentra entre los animales de su granja, metiendo las manos (tenía manos de gorila) en el huerto en el que cultiva las plantas de las que nutrirá sus menús, al margen del mundo, en cierto modo. 

Independiente, decidida, dura, obstinada, pero también tierna y sensible, Sunny, nacida seis minutos antes que su díscolo y rebelde hermano, ha cargado desde siempre con la responsabilidad de cuidarlo (Las personas que no tienen hermanos gemelos no pueden comprender la complejidad de haber venido al mundo con una sombra incorporada) y este hecho marca su personalidad. Como lo hace, sobre todo, la pérdida de su madre. De niña, vive añorando el “Regreso”: hoy es el día en que va a volver porque estoy pensando en ella. Más tarde, durante mucho tiempo tras su muerte, seguirá recopilando testimonios de la gente que la había conocido. Y ahora, en el presente de la novela, intenta todavía encontrar su propio lugar en el mundo, forjar su personalidad siguiendo el principal rastro que Lou ha dejado: la cocina. Sunny jamás encontraría una parte activa hasta que ella misma siguiera la sombra de su madre y comenzara a tratar de cocinar. El libro se abre aquí a otra dimensión muy atrayente: la de la comida. La chica se sumerge en el sofisticado legado culinario de su madre, en sus libros de cocina franceses e ingleses, en las enigmáticas fichas en las que recupera el refinado vocabulario gastronómico de la mujer ausente: eneldo silvestre, hinojo silvestre, yerba santa, yerba buena, epazote, berro amargo y té verde mormón y café de California, verdolaga de Cuba. Sin embargo, cuando a los diez años, después de aprender francés para poder entender sus palabras, se adentra esperanzada en el recetario en el que, además de instrucciones para cocinar, cree poder hallar un mayor conocimiento de Lou y de la vida en general (Aquellos libros de cocina permitieron a Sunny adivinar que el mundo era un lugar mayor que el huerto de su madre y el desierto y las montañas que veía), se encuentra un rompecabezas indescifrable, notas inacabadas, frases taquigráficas, pensamientos dejados a medias (Sunny equiparaba la lectura de las fichas de su madre a la lectura de una antología de silencios, la historia perdida de un alma), muchos de los cuales salpican el texto, que se convierte así en una evocadora y gozosa exaltación de la comida, de los placeres de la mesa, del arte de la alimentación, de los demorados y sutiles y deleitosos rituales de la gastronomía que se nos muestran en los fogones y en las mesas del Lou’s, el restaurante que Sunny abrirá en Lone Pine, en los platos que se preparan en su cocina, en las inconexas recetas rescatadas de los libros que lee cada noche antes de dormir (Si tuviese que empezar un diario hoy (…) su primera oración probablemente sería «Leo libros de cocina en la cama». Por la noche. Para dormirme. Para ayudarme a soñar). Y se da aquí -con la comida- otro de los muy bien ajustados engarces en la prodigiosa construcción que es la estructura novelesca de Las propiedades de la sed, pues Schiff, cuando llega al asentamiento, y preocupado por solventar las exigencias alimentarias de la ingente población cuya supervivencia deberá asegurar, pregunta a toda persona con quien se encuentra cuál sería el alimento perfecto, para añadir, enseguida: Con «perfecto» no me refiero a «preferido». Con «perfecto» sugiero «completo», completo en su integridad para nutrir, para sostener la vida. Algo que pudiera usted comer si se quedase varado en una isla desierta. Para sobrevivir. Algo de lo que pudiera vivir en el desierto, adelantando un futuro vínculo con Sunny, en una nueva pista metafórica de una novela llena de ellas. 

Y hay muchas más historias intercaladas que debo resumir ya al acercarme al término de mi reseña. Las frecuentes evocaciones de la figura de Lou, esposa y madre: había sido una mujer incomparable, no solo adorada sino reverenciada por su bondad, su ayuda. Además de sus papeles en el ámbito privado (amante, esposa, madre), también había sido curandera: médico: herbolaria y jardinera: cocinera. Su vida cosmopolita, nacida en Gex, en los Alpes franceses, licenciada en la Sorbona, viajando a Córcega para conocer los medicamentos naturales a base de plantas de las sage femmes, las curanderas del lugar, desplazándose a Norteamérica a investigar los remedios medicinales de los indios de las praderas, su encuentro casual en un estación en Chicago con Rocky, que la divisa en el andén desde un vagón y abandonará el tren para abordarla y no parará hasta casarse con ella y llevarla a Las Tres Sillas, en otro de los bellísimos relatos entreverados a la narración principal y que acentúan el carácter romántico del libro (A Rocky no le importaría pasar a la historia como el hijo de puta que había peleado contra la condenada ciudad de Los Ángeles, por principios. Si un hombre debía pasar a la historia siendo conocido por algo, que te conocieran por defender unos principios no estaba tan mal, aunque él prefería pasar a la historia por haber amado a una mujer la mayor parte de su vida), su desinteresada entrega ejerciendo la medicina gratuitamente en Lone Pine, su belleza y su generosidad -y su acusado acento francés- en el recuerdo de las gentes del pueblo. 

Y no puedo olvidar a Cas, hombruna, poco agraciada, despreocupada de su apariencia en su encierro en Las Tres Sillas (Cas había sido la guía de Sunny sobre cómo ser mujer y, en fin: qué podía decirse: atuendos sin forma y zapatos recios), independiente y libre (ahí estaba Cas, por el amor del cielo, una mujer capaz de romperle el pescuezo a una gallina clueca y desplumarla con sus propias manos, pero que no sabría ingeniárselas para hacer una salsa aunque de ello dependiese su vida: Cas vivía como un hombre, hacía lo que quería, cuando quería, si quería). De rotunda y cariñosa presencia, voluminosa y tan alta como su hermano, resultará sustancial en la vida de Rocky y sus hijos (Desde la muerte de su madre, Cas había sido el referente femenino en las vidas de Sunny y Stryker), siendo la protagonista deslumbrante de otro de los relatos intercalados, el del viaje a Europa con Sunny -Rocky lo haría, simultáneamente, con Stryker, por otra ruta marítima, para minimizar los efectos de un posible accidente que acabara con toda la familia-, al llegar ambos a su adolescencia, en el año en que los gemelos cumplieron trece, un estimulante intento de los adultos de ampliar el limitado mundo de los chicos -Sunny se topó por primera vez con cosas que, hasta ese momento, creía que solo existían en los libros (los transatlánticos, los ascensores, ¡las anguilas!, los taxis, los chefs)-, encerrados hasta entonces en el rancho entre montañas en Lone Pine. La novela cambia entonces de escenario y se adentra, tras una escala en la abigarrada y rutilante Nueva York y sus incalculables masas de gente, sus monumentos, su fascinante Biblioteca (en la que Sunny descubriría que su mundo no era EL MUNDO sino solo uno de los muchos que había), en el asombroso encantamiento de París, en los museos, el arte, las visitas culturales, los salones, los conciertos, la ropa de moda, los vestidos, los zapatos, los sombreros, los grandes hoteles, los restaurantes de lujo, la comida, las ostras, el caviar, los imponentes mercados, la memoria sensorial de Sunny reviviendo desde su presente aquella experiencia gozosa, rescatada en sus libretas y diarios. Y, por supuesto, la protectora y cariñosa compañía de Cas, otra Cas distinta de la austera de Lone Pine, toda una profesional en espantar a los hombres, solitaria en su retiro en el rancho, con una vida dedicada a un instrumento de cuerda grande y solitario, con la misantropía de sus días cerrándose en la cama con una copa de ginebra y un libro grueso cada noche. Por el contrario, la “Cas de Nueva York” resultó ser una versión distinta de la de Lone Pine (…), según Sunny, la Cas de Nueva York se encontraba en su elemento. Empezó a llevar sombreros; empezó a calzar zapatos de tacón y encandiló a Sunny con su elegancia, su saber estar, su trato con los hombres, su ancho mundo: Ahora, al cabo de tantos años, Sunny tenía la sensación de que aquel viaje a París había marcado un punto de inflexión en su resistencia infantil a que su tía fuese su «madre». Cas no era su madre, jamás podría ser su madre y de haber tenido como consejera otro tipo de mujer, una mujer normal de Lone Pine, o a su verdadera madre, Sunny habría sido una mujer distinta. Una mujer y unos pasajes conmovedores. 

Y está la historia de Snow, el pistolero de la Pinkerton -la mítica agencia de seguridad privada estadounidense- contratado por el Departamento de Aguas de Los Ángeles, para reprimir las protestas de los indignados habitantes de la región, hartos del agostamiento de sus tierras. Snow, de aparición fugaz en distintos momentos del libro, tendrá un protagonismo muy relevante en sus últimos capítulos, de un modo que no voy a revelar. Y, también de manera menor, hay algunos apuntes sobre la búsqueda del paradero de Stryker, supuestamente casado en Pearl Harbor antes de su desaparición con Suzy, una mujer japonesa, con la que habría tenido otros dos gemelos, Ralph y Waldo, los nombres de Emerson, el escritor, poeta y filósofo, otro de los modelos de vida de los Rhodes. Y aunque también fugaces, son entrañables las apariciones de Jay Svevo, el cordial y atrevido ayudante de Schiff. 

Y la figura del pensador norteamericano me lleva a apuntar la abundancia de referencias literarias y culturales del libro. Entre otras muchas, innumerables, en Las propiedades de la sed hay menciones a Maynard Dixon, marido de Dorothea Lange, la fotógrafa que “retrató” el Programa de Trabajo del New Deal en la Gran Depresión, con su legendaria foto de una mujer con la mirada de desesperación perdida en la distancia, la barbilla descarnada apoyada en la mano, unos niños desastrados agarrados a ella; a William Shakespeare; a Jane Eyre y El Gran Gatsby, a Jean Anthelme Brillat-Savarin, el gran gastrónomo; a otro fotógrafo, Ansel Adams, a quien Cas conoció; a Albert Einstein, que compartió travesía atlántica con Rocky; a libros de James M. Cain, Pearl S. Buck y Virginia Woolf, de Daphne du Maurier, Jack London y Jonh Steinbeck, con cuyo universo literario tiene mucho en común el de Marianne Wiggins; a Dashiell Hammett. Y también, al cine, a Hollywood, que en esos años utilizó los escenarios naturales de Lone Pine para el rodaje de muchas películas (Llegaron los del cine, daba la sensación de que la fama de aquella finca se había vuelto legendaria) y cuyo firmamento de estrellas atraviesa el libro: Tom Mix, Douglas Fairbanks, Fatty Arbuckle, Bogart, John Garfield, Errol Flynn, Gary Cooper, Cary Grant, Clark Gable, Ida Lupino, Judy Garland, Jimmy Stewart, Bob Hope, Bing Crosby, John Wayne, Katharine Hepburn, Frank Capra, John Huston… Un Hollywood presente en títulos, también citados, como El último refugio, Gunga Din, Lo que el viento se llevó, Ciudadano Kane o Caballero sin espada.

Y entre todas estas historias e hilos de desarrollo del sugestivo puzle que es el libro, afloran los temas que Marianne Wiggins quiere tratar, muchos ya comentados: el racismo, el antisemitismo, las relaciones familiares, el amor, la pérdida, la muerte, los anhelos, los recuerdos, la identidad y el sentimiento de pertenencia, la búsqueda de un lugar en el mundo, la superación de los límites y la apertura a las potencialidades infinitas de la vida (Sunny había interpretado las palabras de Cas como una prueba (…) de que tal vez existieran muchas felicidades en una sola vida, muchas posibilidades, algunas exploradas y otras no, y que la vida que se elegía vivir, si se tenía la suerte de poder elegir, solo era una entre muchas), la justicia y la moral, el conflicto entre naturaleza y civilización, entre lo salvaje y la cultura, el papel de la mujer en la sociedad (cayó en la cuenta de que las mujeres no formaban parte del paisaje: no era que las hubiesen borrado (porque, para empezar, nunca habían estado) sino que las habían convertido en irrelevantes), la mitología y la historia de EEUU, la frontera, el sueño de California, la denuncia ecológica, el valor simbólico del agua y de la sed, una sed que es sed de amor, de vínculos, de recuperar a quienes hemos perdido, sed de vida, de esperanza, de continuidad. No puedes salvar lo que no amas, el recurrente leitmotiv de la novela. Eso intentan los personajes: salvar el agua, salvar la tierra, salvar a sus familias y, claro está, salvarse a sí mismos. 

Y ya por último, y para poner punto final a mis muy extensos comentarios, un breve apunte sobre el particular estilo, los singulares recursos literarios de los que hace gala la autora. En un repaso a vuelapluma: la estructura fragmentada, compleja, no lineal; los cambios en la voz narrativa, una tercera persona “individualizada”, podríamos decir, pues se sitúa, en cada caso, en la posición y la perspectiva de los distintos personajes; el estilo indirecto libre que, al “personalizarlo”, amplía las resonancias del texto; en el mismo sentido, los cambios constantes, a veces en la misma página, en el punto de vista, que entremezcla las voces de Rocky, Cas, Sunny, Schiff, Jay Svevo, Snow, e incluso otros personajes secundarios aquí no mencionados; la expresiva y detallada descripción del Valle y sus elementos, el agua, el viento; el lirismo de la prosa; la jugosa riqueza literaria de la vertiente gastronómica del libro, los ingredientes, los platos, las recetas, los procesos de elaboración de las comidas; la fidedigna recreación de la atmósfera de los asentamientos; las innovaciones tipográficas, con una “maquetación” de la página ciertamente singular: las letras versales, las cursivas, los puntos y aparte, los sangrados; también los juegos ortográficos: ausencia de puntos, los puntos y coma, la mezcla de párrafos, su separación no siempre convencional, los paréntesis. 

En fin, por tantos motivos, una maravilla de novela -incluso con el “bajón” final-, que no deberíais perderos. Os dejo ahora con un fragmento que describe la llegada de los desplazados al centro de internamiento. Y además, como ilustración musical del libro, una canción citada en la novela y que concuerda con una de sus referencias más evidentes, el combativo mundo de John Steinbeck y Las uvas de la ira. Se trata de This land is your land, el clásico de Woody Guthrie.


Schiff había calculado que serían «diez mil» pero la mente se resiste a ese número: la mente lo transforma en una cifra sin rostro. Sin embargo, ahí estaban, autobuses repletos de ellos, callados y confundidos, transportados con lo que llevaban puesto, en los brazos y en las maletas de cartón; sus recuerdos grabados en la memoria. Sunny había supuesto eso al pensar en ese día, en el aspecto que tendrían cuando llegasen, se los había imaginado pobres —ahora se avergonzaba—; desde luego nunca se los había imaginado de clase media (o superior), pero ahí estaban, con sus mejores zapatos, con los trajes, abrigos y sombreros «de vestir». La mayoría de ellos llevaba capas de ropa, suéteres, chaquetas debajo de los abrigos para ahorrar sitio en las maletas, muy pocos calzaban zapatos adecuados para el terreno y muchas de las mujeres se habían puesto los abrigos de piel que tenían (de zorro; algunos de ratón almizclero) y sombreros de plumas. Que no estaban preparados era una afirmación de tal equivalencia moral que, en solo una hora, Sunny había alcanzado un estado de silenciosa indignación: peor que la falta de preparación de los internos era la del gobierno: el Estado no estaba preparado para eso, el centro no estaba preparado; la autoridad que había promulgado la Orden de detención no estaba preparada. La detención, como hipótesis, era de por sí algo difícil de racionalizar para unos ciudadanos que no habían cometido delito alguno, pero las bases de ese razonamiento, sus muros de contención, de inferior calidad, parecían aún más vergonzosos. El agua salía solo esporádicamente de las fuentes provisionales. Los baños de mujeres carecían de divisiones internas y habían pasado por alto las duchas. Las ratas se paseaban por debajo de las cantinas. Iban de una a otra. No había dónde sentarse. En la toba volcánica que rodeaba las puertas, había ratones del desierto. Muchos de los barracones todavía no tenían vidrios; la mayoría de las ventanas estaban cubiertas con papel para evitar el viento. El polvo —producto derivado de la tierra agotada— volaba por doquier hasta que alguno de los genios reclutados tuvo la inspiración de regar la zona de admisiones hasta convertirla en barro de color vómito. Rocky se había negado a obedecer la consigna lanzada a los lugareños para que se apostaran a lo largo de la carretera y en las calles de Lone Pine con el fin de «dar la bienvenida» a los recién llegados («Jamás», había dicho), pero Sunny y Vasco se habían presentado con la camioneta cargada de mandarinas y naranjas. Las damas de la iglesia de Lone Pine e Independence repartían té Lipton aguado en vasos de papel encerado y folletos que hablaban de la misericordia de Cristo, y la familia de la ferretería ya aceptaba pedidos de tablas de lavar, palanganas, jarras y orinales esmaltados. Con sus tarjetas de identificación del campo atadas a los botones de los abrigos, los recién llegados parecían mercancías —a precio reducido—, sobre todo los niños; en ellos las tarjetas en papel manila de doce centímetros parecían mucho más grandes. Las damas de la iglesia les daban piruletas, cuya fructosa barata con sabor a cereza les había teñido los labios de un rojo llamativo, contribuyendo así a la perturbadora impresión de que eran muñecos de tamaño natural. Cuando Schiff había dicho «diez mil», Sunny no había previsto que hubiera tantos niños. Tampoco tantos ancianos y enfermos, todas aquellas mujeres, esposas y madres, mujeres que habían llevado sus casas, cuidado de sus familias, hecho la compra, cocinado. Ahí los tenía, calzados con sus mejores zapatos, de pie en el barro, con la mirada aturdida de los desplazados, como si, a causa de su distracción, se hubiesen olvidado de llevar consigo lo que más querían.


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