JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ. MAMÁ; EL SECRETO DE MARCIAL
Hola, buenas tardes. Bienvenidos, tras las vacaciones de Pascua, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde abrimos el último trimestre del programa por este curso con una suerte de continuación, un tanto sui géneris, de la serie con la que cerramos nuestras emisiones antes de la pausa de Semana Santa. Nuestros más fieles seguidores saben ya que desde primeros de marzo y a lo largo de cinco semanas os he ofrecido un interesante ciclo literario/cinéfilo organizado en dos partes bien diferenciadas. La primera de ellas, con tres entregas, se centró en grandes novelas -algunas de ellas obras maestras con la categoría de clásicos- que han sido objeto de traslación al cine, en películas también excepcionales, en juego “dual” que protagonizaron Dublineses, de James Joyce, y Los muertos de John Huston en el primer programa de la serie; El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y Apocalypse now, de Francis Ford Coppola, objeto de mis comentarios en la segunda emisión; y El buscavidas y El color del dinero, novelas de Walter Tevis llevadas al cine en sendas películas homónimas, con la presencia en ellas de Paul Newman, un actor sobre el que giró el tercer espacio del ciclo. En la segunda fase de la serie, la conexión entre libros y cine era menos “literaria”, y no se hacía a través de novelas, pues en sus dos programas me ocupé de obras, casi todas de corte ensayístico, relativas a ámbitos vinculados al universo cinematográfico a través de un nexo lateral o tangencial incluso. Os propuse así decena y media de títulos, muy interesantes, que, en una primera entrega exploraban los lugares, los viajes, las ciudades y, en definitiva, los escenarios a los que nos trasladan las películas; y, en el programa postrero, que estudiaban asuntos como la presencia de la música en el cine o que hacían un recorrido exhaustivo por los centenares de poemas que aluden o incluyen referencias al cine.
Y ahora, dejada atrás la excusa cinematográfica, os traigo dos libros de un escritor cuya literatura, al menos la que yo conozco, está, sin embargo, impregnada de los aromas del celuloide. El pasado 6 de enero se falló, en su octogésima primera edición, el Premio Nadal de Novela, que recayó en el escritor argentino Jorge Fernández Díaz por su obra El secreto de Marcial, una espléndida novela en la que el cine tiene un peso sustancial con cerca de cien películas mencionadas -y, en algunos casos, glosadas brevemente- en sus doscientas cincuenta páginas. Ella será la recomendación central de esta tarde, que completaré con otro libro del mismo autor, con el que la novela ganadora del Nadal guarda una muy estrecha relación y cuya lectura también os aconsejo con entusiasmo. Se trata de Mamá, publicada por primera vez en 2002 en la argentina editorial Sudamericana, después, en 2003, ya en España, en RBA y reeditada en 2019 en Alfaguara, con un epílogo que no estaba en la edición original. Mamá viene siendo una especie de antecedente de El secreto de Marcial que adelanta bastantes de las claves estilísticas, temáticas y de planteamiento de la novela ahora premiada, con personajes, pasajes, acontecimientos, anécdotas y peripecias que afloran y se repiten -con matices- en uno y otro libro. En ambas el autor nos introduce en su propio universo familiar, a través de las figuras de su madre, en la primera de ellas, y de su padre, este Marcial cuyo nombre se recoge en el título de la más reciente.
Jorge Fernández Díaz es un periodista y escritor argentino de orígenes asturianos (circunstancia esencial en sus dos novelas). Con una trayectoria muy destacada en su país como analista político (en otro aspecto de su vida personal de los muchos que afloran en sus obras y contribuyen a dotar a ambos libros de una sustancial dimensión autobiográfica), ha publicado numerosas novelas, algunas dentro del género policial. Aunque sigo habitualmente sus colaboraciones en el suplemento cultural del diario ABC, yo desconocía la producción literaria de Fernández Díaz hasta que la concesión del premio me hizo interesarme -y devorar en una semana de disfrute y emoción inigualables- las dos obras mencionadas que hoy os traigo.
Carmen, Carmina, la madre de Jorge Fernández Díaz, es, en la primera mitad del siglo XX, una niña que vive en la pobreza con su familia en Almurfe, un pueblecito asturiano. Hija de María del Escalón y de un huidizo José de Sindo, forzado al matrimonio tras embarazar a su mujer y que, cuando la niña nace, se marcha a Cuba y desaparece durante diez años para convertirse en una sombra distante en todo el libro, en una ausencia pese a todo trascendental. La vida asturiana de Carmina es muy dura, la familia sobrevive en condiciones precarias: la pequeña camina cuatro kilómetros cada día para ordeñar las vacas y traer la leche para sus hermanos; ara la tierra con su madre, ambas descalzas; se viste con ropa usada y medias remendadas enviadas desde Buenos Aires por la tía Consuelo; padece el hambre atroz de la posguerra (solo conocían el pan por referencias). Con solo once años es un animalillo rebelde que trepa a los árboles como un gato para robar la fruta de los vecinos; que se defiende a mordiscos y puñetazos de las burlas de los niños del pueblo, porque iba descalza y porque era una burra, pues ella no podía ir a la escuela por la pobreza familiar; que desafía la tajante y dignísima prohibición de su madre que le impide pedir en las calles. María la envía a servir a Madrid para salvarla de aquella terrible escasez, y allí vivirá once meses, en los que, pese a la mejoría de sus condiciones materiales, no logrará aclimatarse, extrañando el paraíso personal de profunda miseria y de feroces alegrías de su pueblo asturiano. De vuelta a casa y cuando es una pueblerina de quince años, su madre la embarcará en el puerto de Vigo en un viaje hacia la Argentina en donde, en Buenos Aires, la esperan los tíos Consuelo y Marcelino, que se harán cargo de ella. Prácticamente analfabeta, se incorpora con dieciséis años a la escuela primaria, entra de aprendiz en una sastrería y, sobre todo, se desempeña como “esclava” de sus tíos. Pronto entablará con Mimí, hija también de inmigrantes, una sólida y muy íntima amistad hecha de sus comunes destinos (Las dos eran jóvenes, solteras, españolas y sirvientas de sus tíos), de la confesión mutua de desgarros e ilusiones, de la compartida conjura para olvidar lo que no podía olvidarse y para salir de la melancolía, del día a día intercambiando afanes y añoranzas. Después conocerá a Marcial en un salón de baile frecuentado por la colonia asturiana, se casará con él, tendrá dos hijos, Jorge, el mayor, del que Mimí será madrina, y la pequeña Mary, cinco años menor; y poco a poco la vida se irá haciendo entre el recuerdo de una Asturias a la que siempre querrá volver y la sospecha -la conciencia- de que la puerta se había cerrado y que el destino estaba jugado y perdido.
Cincuenta y dos años después de su primer contacto, y tras un paréntesis en el que la amistad quebró a causa de algún asunto menor, las dos mujeres se separarán pues Mimí, ante la difícil situación económica que vive en la Argentina, decidirá desandar el camino y volver a España. Desde su pueblo asturiano, escribe cartas a su amiga, en las que aflora la ilusión inicial, más adelante la nostalgia (me muero de pena, Carmina) y, por fin, el acogedor acomodo final cuando el Estado español le reconoce el derecho a una modesta jubilación.
Aquí empieza la novela, con las lágrimas de Carmina al leer las cartas que llegan de España (y no solo por ellas: la asaltaba el llanto en todo momento y por cualquier cosa). La mujer de su hijo, este Jorge que escribe el libro, médica, diagnostica una depresión y aconseja el tratamiento con una psiquiatra. Carmina, entusiasmada con su inteligente y muy comprensiva doctora, le cuenta su vida de penalidades. —¿Y qué te dice cuando vos le contás todas esas calamidades?, le dice Jorge. —A veces se le llenan los ojos de lágrimas, responderá ella. —¿A quién? —me sorprendí, creyendo haber oído mal.
El germen del libro está en estas confesiones de Carmina a su psiquiatra: Comencé a garabatear frases e ideas sobre su azarosa biografía en un cuaderno Rivadavia de tapa dura cuando me contó que hacía lagrimear a su psiquiatra y luego cuando me transcribió, reglón a reglón, las tres cartas de Mimí. Eran, por entonces, anotaciones vagas y sin un propósito definido, y yo me daba cuenta de que iban formando un mosaico. En ese momento, Jorge, que en apariencia tiene su vida personal y profesional asentada, descubre que su trayectoria literaria y hasta vital se tambalea (Había publicado una novela policial hacía seis años, pero desde entonces todo lo que intentaba se quedaba por la mitad o se me resbalaba de las manos. Últimamente, todo lo que escribía me sonaba falso e inmaduro, e intuía que las historias que imaginaba ya habían sido escritas por mejores escritores y en mejores circunstancias. Ninguna línea me sonaba verdadera u honesta, y el vacío pasional posmoderno de mi generación, que acaso yo representaba mejor que nadie, me dejaba la horripilante sensación de que no sabía quién era y de que no tenía nada que decir).
Las emotivas confidencias de su madre a su analista y las pesarosas lágrimas que le provoca la correspondencia con Mimí, suponen un punto de inflexión en su vida: De pronto sentí celos de la psiquiatra y avidez por conocer los recovecos de aquella larga travesía, y pensé que no había mayor desafío para un periodista en la crisis de los cuarenta que atreverse a contar la historia de su madre. Vencerá sus reticencias, el miedo a que su historia removiera odios y dolores sepultados, levantara envidias asordinadas y de alguna manera nos cambiara a todos para siempre, decidirá no adentrarse en el territorio de la ficción y ceñirse estrictamente a los cánones de la crónica novelada, que consiste en no apartarse ni un milímetro de los hechos históricos y de la verdad y por ello, de común acuerdo con su madre, la entrevistará durante cincuenta horas en sesiones, unas veces sucesivas y otras más alejadas en el tiempo, en las que ambos se sumergirán en el pasado de Carmina, en las remotas ramas de su genealogía, en su indigencia infantil en Asturias, en su costosa inmigración, en su difícil abrirse paso en Buenos Aires, en la pesadilla que escondía la convivencia con su “familia de acogida”, en los altibajos de su matrimonio, en la llegada y la crianza de sus hijos, en su día a día en los círculos asturianos de Buenos Aires, en sus trabajos, en su tardía pero concienzuda instrucción, en su valiente sobreponerse a las dificultades y su “reinvención” como mujer plena (Era moderna, enérgica, política e informada. Rodeada de gerentes y de secretarias ejecutivas, había recuperado la autoestima y se dedicaba a escalar posiciones. Los pesares no la habían matado, la habían hecho más fuerte y alerta), en su casi inexistente relación con el padre “desaparecido”, en algunos episodios de su muy seria enfermedad, en el diferente modo de encarar la vida entre ella y su marido (papá se volvió hacia adentro y mamá se volvió hacia afuera. Marcial era negador de la realidad que seguía doliendo, mamá se solazaba en ese dolor y mostraba sus garras), en su permanente añoranza de Almurfe (jamás hubo lugar en el mundo que pudiera suplir lo que Almurfe significaba para ella) y en su casi inevitable desarraigo (Todo tiempo de separación entre mi madre y su hogar fue un tiempo de destierro, y por lo tanto de dolor. Ese tiempo, medido en años y salvando breves recreos, le llevó en total más de medio siglo).
Con el relato de su madre, con la tradición oral de la familia, intercalando su personal visión de los hechos y la descripción de sus propias vicisitudes vitales, Jorge Fernández Díaz compone un muy interesante y conmovedor mosaico, una reconstrucción periodística de la vida, un (…) relato verídico de rotos, descosidos y remendados, en los que la vida de su madre se presenta en constantes idas y vueltas en el tiempo, estructurado en diez capítulos, cada uno de ellos encabezado por una evocadora y muy bien elegida cita literaria (William Shakespeare, Oscar Wilde, Gilbert Keith Chesterton, Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Gabriel García Márquez, Tomás Eloy Martínez, la madre de Carlos Marx y Miguel Hernández) y titulado con el nombre de alguno de los personajes relevantes de su biografía: Mimí; Mamá (apenas dos páginas en las que se relata la anécdota de las lágrimas de la psiquiatra); María, madre de la protagonista; la propia Carmina; Consuelo, la tía de Argentina; Marcial, que será el centro de la novela galardonada con el Nadal; Mary, la hija pequeña; Jorge, el mayor y narrador del libro; Gabi, la primera mujer del escritor; y Otilia, hermana asturiana de Carmina. La edición de Alfaguara de 2019 añade un epílogo, titulado Once años después, en el que el autor relata las repercusiones de la publicación del libro: las reacciones de la propia Carmina, de Marcial, la de la familia española cuando la obra se publicó en nuestro país, la indagación acerca del paradero de José de Sindo, las ofertas para trasladar la historia al cine, todas rechazadas por Carmina, que nunca quiso ceder los derechos a pesar de que los productores ofrecían grandes sumas. Un gran libro.
Transcurridos veinte años, El secreto de Marcial parece inscribirse en un proyecto conjunto -preconcebido o no, así aparece ante el lector-, un todo cuya primera entrega fue Mamá. Si en ésta la aproximación a la figura materna se hacía de un modo que podíamos llamar “periodístico”, en una creación en la que, como hemos visto, Fernández Díaz da forma a sus emociones a partir de las grabaciones de las muchas horas de conversación con su madre, en el libro ahora galardonado, el enfoque, manteniendo una acusada base realista y autobiográfica, encaja en lo que el propio autor califica de “ficción familiar”: una construcción literaria en la que se evoca la figura del padre mediante de la indagación novelística en sus secretos, intentando atrapar, una vez fallecido, las claves ocultas de su hermetismo, de su misterio, de sus silencios, del profundo desconocido que había sido para su hijo, de los conflictos entre ambos. Mi padre murió en 2005 y desde entonces me ronda el fantasma literario de cómo escribir sobre él. Y lo he hecho tratando de explicar a todos los padres, los conflictos, malentendidos y dolores que se producen en ese vínculo paterno filial, declaró el autor al recibir el premio.
La trama del libro se desenvuelve, en su mayor parte, en Buenos Aires, en concreto en su barrio de Palermo, en donde se concentra gran parte de la colonia de emigrantes asturianos en la capital argentina y que ya era el escenario principal de Mamá. En 1948, Marcial y sus seis hermanos, herederos de un herrero pobre y republicano que había marchado a la guerra y que había muerto en Normandía luchando contra los nazis, y vigilados luego de cerca por el falangismo triunfante, [se embarcaron] con la matriarca rumbo a la Tierra Prometida. El muchacho, que dejaba atrás una corta experiencia de ayudante de barrenero en la mina, de la que guardaba el recuerdo indeleble de una cicatriz en la frente y una permanente amenaza de silicosis que acabaría por acortar su vida, pronto conocerá en su nuevo destino a Carmina, a la que, ante la dificultad de salir adelante en aquella dura España de la posguerra (era producto del hambre de la posguerra, nos dice de ella el narrador), su familia había enviado sola a la Argentina siendo apenas una niña, con los quince años recién cumplidos (circunstancias que ya nos eran conocidas desde Mamá). Marcial y Carmina se verán por primera vez en los salones de baile del Cangas de Narcea, uno de los muchos lugares de encuentro y nostalgia para los asturianos expatriados; se casarán, tendrán dos hijos y desarrollarán su vida entera en la ciudad de la Plata. En la novela conoceremos los pormenores de esas existencias a través de un perceptible hilo cronológico, que da comienzo en los días de la infancia del chico, pero que avanza atrás y adelante desde una escena inaugural que dibuja el “misterio” que encierra el padre (este libro trata sobre un hombre que fue un enigma) y al que alude el título de la obra y que despierta en el narrador la necesidad de bucear en la muchas veces oscura presencia en su vida de su progenitor.
El libro se abre cuando, muchos años después de su llegada a la Argentina, Marcial recibe una llamada en la que le informan del fallecimiento de Lucrecia, una paisana de Cudillero que “trasplantada” también al país austral en su juventud, era ahora, viuda ya y anciana, su fiel compañera en las partidas de tute cabrero en las que los hombres mataban el tiempo en las salas del Centro Asturiano de Buenos Aires. En el velatorio de la mujer, al que el hijo acompaña a su padre que, pálido y demudado, ha recibido, devastado, la noticia de la muerte, Jorge observa, perplejo, el extraño comportamiento de Marcial: Finalmente, esperó a que no hubiera nadie alrededor del féretro y se acercó a Lucrecia; lo hizo en puntas de pie, como si temiera despertarla. Yo oía las conversaciones a mi alrededor, pero no lograba concentrarme en ellas: tenía los ojos clavados en mi padre, que llegó junto a la mujer, se cruzó de brazos mientras la miraba intensamente de arriba abajo, y se cubrió la boca, como si quisiera ocultar un gesto de espanto o de pena, o como si estuviera rezando entre dientes, o murmurando un adiós. Luego hizo algo impensado: bajó la mano y tocó el cuerpo de ella. Desde donde me encontraba era difícil observar en detalle ese contacto íntimo e insólito, que denotaba al menos una confianza estrecha e inverosímil y que, en todo caso, implicaba una imprudencia, aunque por el ángulo de visión yo deducía que le acariciaba por última vez las manos entrelazadas. Este incidente, en principio trivial, despierta algo más que la curiosidad del hijo: pensé, acaso por primera vez en serio, que Marcial estaba lleno de secretos insondables.
Tras este episodio seminal la novela nos va dando cuenta, en planos que se entrelazan, de las vivencias de la infancia y adolescencia de Jorge; de las circunstancias de la intrahistoria familiar; de la vida bonaerense de los emigrantes asturianos, en particular de Lorenzo, amigo de su padre en Luarca, compañero de fatigas en las esforzadas tareas de perforación de los túneles ferroviarios y después en el servicio militar en la Armada española, y antiguo “novio casto” de Lucrecia en su Asturias juvenil. Todo ello enmarcado en el telón de fondo de ciertos acontecimientos de la historia argentina -la dictadura militar, la infausta y delirante guerra de las Malvinas- que comparecen en referencias sustanciales en ocasiones y tangenciales en otras, y permeado por la figura de Marcial y su insondable secreto que, con bien medidos recursos literarios que dotan al libro de una leve cualidad de ligero “thriller”, el autor sitúa en el centro último de la narración.
El elemento sustancial de la novela, a través del que se conectan estos diversos frentes, y en el que residen, a mi juicio, la originalidad y el encanto de su propuesta literaria y que, ya desde mi punto de vista personal, me permite, además, vincularlo a esta singular serie cinéfila que Todos los libros un libro lleva ofreciéndoos desde antes de las vacaciones, es la muy relevante, fundamental y extraordinariamente significativa presencia del cine en el relato. Durante los años setenta -Fernández Díaz nació en 1960- todos los sábados de la niñez, la adolescencia y la primera juventud del chico la familia se agolpaba ante el receptor para disfrutar los ciclos de cine que, de manera continuada, ofrecía la televisión argentina. Desde la una de la tarde hasta las diez de la noche (con frecuentes prórrogas hasta las doce, cuando terminaba el ciclo “Hollywood en castellano”, que ofrecía películas para adultos que sin embargo casi nunca me censuraban), en sucesión ininterrumpida -y hoy, desde la distancia temporal, envidiable-, por la pequeña pantalla desfilaban todos los títulos fundamentales -y algunos de los no tan remarcables- del cine clásico. El policial, los westerns, las películas de “flechas y balas”, las comedias, los dramas, los musicales, los géneros más destacados de las décadas de esplendor del cine norteamericano, comparecían semana tras semana en el hogar familiar de los Fernández, en los interminables maratones cinematográficos que sumían al chico en un agitado insomnio posterior, emocionado aún por la experiencia, excitado en una cama a la que llegaba con los ojos exhaustos y con la mente llena de diálogos e imágenes perturbadoras. La figura del padre -también la de la hermana y la de un vecino, Óscar, hijo de un argentino gardeliano y de una riojana española; también la madre, aunque en esta dimensión de la historia y por decisión expresa del escritor, su presencia no es tan notoria, agotada ya en Mamá- aparecerá así asociada para siempre a esas películas que constituirán la educación no solo cinéfila sino también sentimental y hasta moral de todos ellos: la música y aquellos clásicos del cine, que conocimos paradójicamente en pantalla reducida y sin color, nos persiguieron hasta la edad adulta, siguieron resonando en nuestras mentes y se fueron resignificando a medida que volvíamos a verlos. El inicial acercamiento a las películas era, obviamente, infantil, inocente y desprovisto de connotaciones culturales y coartadas intelectuales: ignorábamos la mayoría de los nombres de los realizadores, apenas sabíamos por las revistas cómo se llamaban las estrellas y no imaginábamos siquiera que se trataba de obras maestras ni nos importaba. Porque, además de nuestras limitaciones, la verdad es que a una historia intensa y brillante solía seguir una burda o mediocre, y a veces incluso otra abominable: todas las veíamos con igual interés o idéntico fervor. La casi febril identificación del muchacho con las películas lo llevan a imaginarse, sucesivamente, como un sobreviviente de la selva, huérfano de una familia asesinada, elegante agente secreto, imitación imperfecta de D’Artagnan, investigador de casos sobrenaturales, jefe de bomberos, ranchero, capitán de caballería, mercenario experto en rescates, criminólogo, espía jubilado, entre otras muchas cinematográficas influencias, su espíritu infectado por el contagioso magnetismo del cine. Los tres niños, además, impregnadas sus mentes por el eco de las historias representadas en la pantalla, reproducirán en sus juegos infantiles las peripecias de los personajes de las películas, a los que encarnarán, cambiando una y otra vez sus roles favoritos -piratas, pistoleros, detectives, héroes, heroínas, reyes y reinas-, en una fantasiosa recreación de los argumentos de las cintas que los llevaba, incluso, a llamarse entre sí con nombres cinematográficos (Jorge y Óscar serán, el uno para el otro, Moe, en homenaje a Los tres chiflados, una película que les había fascinado; y Mary es, en el recuerdo de su hermano, Susan: para mí era una especie de Susan Hayward: una acompañante fiel del aventurero, luchando siempre a brazo partido contra invasores, bandidos, buscadores de oro, apaches, nazis y matones siniestros).
Pero este temprano deslumbramiento infantil, acrecentado por la regular asistencia a salas de cine y “refinado” con el paso de los años en la frecuentación de cineclubes y cinematecas, no solo sirve al narrador para componer unas páginas memorables hechas de nostalgia y de melancólica remembranza, sino que constituirá la clave última que permite al escritor “analizar” la realidad de aquellos días y, en particular, la figura de su padre y sus misterios, encontrando en las películas, en sus argumentos, diálogos, escenas o pasajes, la explicación que ilumina los comportamientos, las actitudes, los silencios y las acciones de quienes le rodean.
No me resisto a dejar aquí la larga lista de títulos citados en el libro: Qué verde era mi valle, El hombre tranquilo, Scaramouche, El Zorro, Mogambo, Los tres chiflados, Centauros del desierto, Raíces profundas, Moby Dick, El gran combate, Breve encuentro, Casablanca, La carta, Me casé con un monstruo, La diligencia, El jardín del diablo, El beso de la muerte, La ley del talión, El motín del Caine, Río Bravo, Lo que el viento se llevó, Cantando bajo la lluvia, El tercer hombre, La novia de Frankenstein, Gilda, Sangre y arena, La venganza de Ulzana, Perros de paja, El expreso de medianoche, Solo Dios lo sabe, Siete mujeres, Viaje al centro de la Tierra, Fuga en cadenas, El perro de los Baskerville, La máquina del tiempo, Ben-Hur, Rey de Reyes, Quo Vadis, Marcelino, pan y vino, Tarzán en Nueva York, El cisne negro, La mujer pantera, El hombre lobo, La perla maldita, La mujer araña, La garra escarlata, Laura, La última noche del Titanic, El pistolero, Vacaciones en Roma, Al final de la escalera, Perdición, El cartero siempre llama dos veces, El último refugio, Un lugar en el sol, El viejo y el mar, Conspiración de silencio, Los mejores años de nuestra vida, El apartamento, Sahara, Amarga victoria, ¿Qué fue de Baby Jane?, Sabrina, Drácula, Frankenstein, El gran carnaval, Espartaco, Duelo de titanes, Los siete magníficos, Pacto de honor, Veinte mil leguas de viaje submarino, La ventana indiscreta, Testigo de cargo, Vértigo, Marnie, la ladrona, Los pájaros, Extraños en un tren, El precio del poder, El tesoro de Sierra Madre, El hombre que mató a Liberty Valance, Matar a un ruiseñor, Midnight in Paris, Ciudadano Kane, Una proposición indecente, Infierno en el Pacífico, Marcado por el odio, Cautivos del mal, Historias de Filadelfia, La mujer del año, La condesa descalza, Fort Apache, Tiburones de acero. Son numerosos también los nombres de los directores -John Ford, Howard Hawks, Billy Wilder, John Huston, Henry Hathaway, George Cukor, Joseph Mankiewicz, Fritz Lang, Bergman, Fellini, Antonioni, Godard, Buñuel, Murnau, Eisenstein, Akira Kurosawa, entre otros- y de los movimientos cinematográficos -aparte de los ya mencionados géneros clásicos, la nouvelle vague, el neorrealismo, el cine independiente europeo y norteamericano- que atraviesan el libro, que opera así, por un lado, como un sucinto pero apetitoso curso de historia del séptimo arte y, por otro, como una tentadora invitación a explorar las muchas maravillas que afloran tras las entusiastas descripciones que hace Fernández Díaz de las películas. Cierto es, también, y en un sentido que puede resultar negativo para algún lector -aviso para navegantes-, que quien carezca de una formación cinematográfica básica, no haya visto la mayor parte de las películas citadas o, simplemente, no se sienta interesado por el universo del cine clásico, puede encontrar en la presencia “central” del cine en la novela un obstáculo muy serio para su disfrute, imposibilitado, muy probablemente, de acceder a los entresijos de una historia que se narra a partir de las conexiones de las vidas de los protagonistas con esos filmes, con sus códigos y sus “guiños” cinéfilos, con sus tramas, sus personajes y sus pasajes más reveladores.
Y es que Jorge Fernández Díaz ve la vida sub specie cinematográfica. Desde su temprana afición por el cine desarrolló, como una evolución natural de aquellos juegos infantiles, la voluntad -y la capacidad- de filmar películas dentro de mi cabeza. Y ha seguido haciéndolo durante toda su vida, como demuestra el libro que tenemos entre manos: Seguí imaginando películas y actuando sus diálogos y escenas en todas las edades de mi existencia, como si el proyector no hubiese podido apagarse y como si no lograra vivir sin soñar una historia (…) Tal vez sea la ilusión de vivir en un sábado eterno.
Un sábado eterno. Eso es, entre otras muchas dimensiones del libro, El secreto de Marcial, la recuperación de aquellas sesiones sabatinas a través de su particular “filmación” retrospectiva de su vida pasada. Vida y cine unidos, ensamblados en una larga película tan real como inventada. O dicho de otra manera, el cine como desencadenante de la memoria (Es extraña la mente, porque retiene escenas muy vívidas de películas que no hemos vuelto a ver, y borra acontecimientos que en apariencia no queremos olvidar), como espejo de la vida (o viceversa: Es al revés de lo que siempre nos vendieron […] Es la realidad la que copia a las películas), y también como descubrimiento, triste y esperanzado a la vez, de que otra vida quizá es posible: la experiencia del cine en blanco y negro siempre resultaba deslumbrante: las fiestas de alta sociedad, los vestidos fastuosos, los esmóquines impecables, las cigarreras de oro, las joyas, los cócteles, los gestos, los coches charolados, los protocolos del lujo. Era como asomarnos a otra galaxia, pero con la conciencia de que no se trataba de un espejismo sino de una vida terrenal a la que aquellos pobretones nunca accederíamos.
Y esta es, a fin de cuentas, la razón por la cual de muchas de las películas que cita, no solo nos deja la mera referencia que puede ilustrar acerca del fuerte vínculo con el cine de experiencia vital, sino que, con frecuencia, va más allá e introduce en su relato alguna breve sinopsis, un apunte de su argumento o la exposición de ciertos episodios significativos, a través de los cuales, como he señalado, nos explica su trayectoria biográfica, nos aclara los misterios familiares, nos desvela -en paralelismos elocuentes- el perfil oculto de su yo pretérito y también el de los demás personajes de su vida, en particular el de Marcial (aquellas películas no solo eran un legado narrativo y cultural; eran la única educación sentimental que mi padre me había inculcado y el único puente colgante entre los dos que no lograron derribar las incomunicaciones del inicio y los cortocircuitos y las broncas ulteriores).
Así, una escena de Qué verde era mi valle, en la que uno de los muchos hijos de aquella familia minera galesa, tan bien retratada por John Ford y con tantas semejanzas con la del propio protagonista del libro, combate el acoso de sus compañeros en la escuela gracias a que sus hermanos le enseñan a boxear, conecta con la realidad del pequeño Jorge, que, igualmente hostigado por los niños de su colegio, alejará para siempre sus problemas cuando su padre, quizá por influjo de la película, lo inscribe en un club de yudo. John Ford había salvado mi vida, afirma, rotundo, el narrador. E igualmente, si las críticas -no siempre veladas- de Carmina a su marido, distante siempre y a menudo recluido en su microcosmos del círculo asturiano, lo dibujan como un “excelente padre ausente”, ello le sirve a Fernández Díaz para subrayar que ese comportamiento era antitético al del Atticus Finch entregado a la crianza de sus hijos en Matar a un ruiseñor. Y también, Centauros del desierto, con su sutil insinuación de ocultos e inconvenientes vínculos afectivos entre Ethan Edwards y Laurie Jorgensen (o lo que es lo mismo, entre John Wayne y Vera Miles), dejará en la novela una leve sugerencia de un triángulo amoroso cuyo núcleo no voy a revelar pero que, como parece evidente, está relacionado con el secreto paterno y constituye la médula del libro. Un conflictivo triángulo presente también en Mogambo, en el que Clark Gable es un hombre tironeado por dos mujeres opuestas y parejamente bellas: una seria y de moral rígida pero arrebatada por una pasión exótica [Grace Kelly]; la otra, una morocha de curvas y de vida alegre, irónica y de una sensualidad sin filtros ni coartadas [Ava Gardner], (¡bendita disyuntiva!). Y otra obra maestra de John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance es traída a colación en la legendaria secuencia de la muerte del forajido interpretado por Lee Marvin, presentada por el director desde dos perspectivas contrapuestas, con James Stewart y John Wayne como protagonistas en cada una de ellas, para ejemplificar cómo la versión consabida de la figura de Marcial quizá no fuera la verdadera y cómo desde la nueva óptica que la indagación para el libro le muestra (me doy cuenta ahora de que estoy revisitando la memoria familiar desde otro punto de vista), Marcial puede haber sido otro y sus movimientos conocidos y sus motivaciones aparentes [se revelen ahora] bajo una nueva luz. Y las intuiciones sobre el noviazgo de sus padres, su sospecha de que Marcial quedó hechizado por la juventud y la belleza de Carmina, se nos cuenta a través de una imagen especular: el embrujo que la mujer joven y explosiva que era Maureen O’Hara en El hombre tranquilo ejercía sobre el personaje encarnado por, una vez más, John Wayne. La amistad de Sidney Poitier y Tony Curtis en Fugitivos, la de Holmes y Watson en El perro de los Baskerville; la de Messala y Charlton Heston en Ben-Hur, son el reflejo de la de Lorenzo y Marcial: En esa playa repleta, contemplando de lejos las siluetas de Lorenzo y Marcial en las rocas, nos parecía que todas las películas trataban sobre la amistad). Y por poner un último ejemplo de los muchos similares, esta profunda interrelación entre vida y cine se pone de manifiesto cuando en plena crisis de la guerra de las Malvinas Jorge parece dispuesto a alistarse en el ejército, a un Marcial austero y reservado, discreto y sin énfasis discursivos, le basta recordar a su hijo la trama de otro clásico, Los mejores años de nuestra vida, la genial cinta de William Wyler, en la que un marino vuelve a casa tras la Segunda Guerra Mundial, sin manos y con garfios en su lugar, para disuadir al chico de su propósito, provocando, una vez más, el elocuente corolario del Jorge Fernández que escribe su libro: Quizá no solo Ford había salvado mi vida. Quizá William Wyler también lo había hecho.
Y estas vidas para siempre cruzadas por el cine, incluyen también a la de la madre, una Carmina de menor “peso” en el libro -a causa, como es natural, de su protagonismo en Mamá-, pero cuyo vínculo con las películas aflora igualmente en alguna ocasión, en particular en una conmovedora escena que pese a su extensión quiero trasladaros, en la que su hijo intenta estimular su memoria, devastada ya por el Alzheimer:
«¿Te acordás, mamá, de cuando vimos Sahara y te levantaste y fuiste a la heladera porque la historia era tan agobiante que te había dado sed?» Carmina movía la cabeza o pestañeaba con una sonrisa tenue, como si se acordara, o como si quisiera complacerme, y yo seguía adelante, y le sintetizaba argumentos de películas que habíamos visto juntos muchas veces: las que más repetían aquellos sábados que no volverían nunca más. «¿Te acordás, mamá, de cuando Baby Jane le sirvió a su hermana una rata, y nosotros pegamos un salto en la silla? ¿Y te acordás de cuando aquellos dos hermanos famosos se enamoraban de Sabrina? ¿Y te acordás, mamá, de cuando le pusieron a Robert Wagner aquella melenita de príncipe valiente, y peleaba contra el Caballero Negro? ¿Te acordás de cuando Abbott y Costello escapaban de Drácula, Frankenstein y el hombre lobo, y al final se encontraban en un bote con el hombre invisible y se arrojaban al agua? ¿Te acordás de cuando Chopin está tocando el piano y cae sobre una tecla aquella premonitoria gota de sangre? ¿Te acordás, mamá, de cómo nos reíamos con Cantinflas, en aquella absurda escena de toros?»
Y es por todo ello -por ese enorme potencial evocador del cine y, en general, de la ficción- por lo que Fernández Díaz, en su pesquisa sobre el enigma de su padre (el fantasma de Marcial se presentaba cada día, me acompañaba hasta una determinada esquina, leía por encima de mi hombro y se sentaba conmigo a ver una vieja película en blanco y negro. ¿Qué reclama?, me pregunté. ¿Qué me está reclamando?) y de las personas que lo rodearon -Carmina, Lucrecia, Lorenzo-, desecha la quizá más “realista” aproximación periodística a la que lo aboca su trayectoria profesional y opta por la ficción, por la novela (sabía (…) que mi padre era una novela, y no tenía la menor idea de cómo escribirla) y, dentro de ella, por el cine, por su invención y su magia, por su fascinación y su encanto y su belleza y su poesía y su profunda verdad, mucho más profunda, quizá, que la de la “realidad”.
De este modo, sobre la muy minuciosa urdimbre de este entramado cinematográfico, el narrador va hilando con sutileza el relato de los hechos que constituyen el contenido de su obra: el detallado dibujo de las personalidades de sus padres y las sospechas infantiles sobre lo peculiar del trato conyugal (Pasaría mucho tiempo y mucha agua bajo el puente hasta que mi madre nos confesara a mi hermana y a mí que ya no quería a nuestro padre y que no se divorciaba porque la situación económica no se lo permitía y porque Marcial era un buen hombre, pero creo que nosotros lo presentíamos desde hacía rato); la, a veces, conflictiva relación entre ellos (ambos habían dejado pistas de su agrio y perpetuo desamor); su convivencia pese a todo afable (había dejado de amarlo, pero lo seguía queriendo a pesar de sus enojos y discusiones hirientes y acaloradas); la controvertida y también misteriosa presencia de Lorenzo, un personaje entrañable, un hombre discreto y encantador, con ojos risueños y sonrisa triste, cuya historia irá cobrando importancia en el transcurso de la novela; el trabajo de Marcial en el bar en el que se dejó la piel; su “repliegue” en los territorios ajenos y brumosos de la vasta comunidad asturiana de la capital platense, hechos de naipes sorpresivos, apuestas menores, discusiones futboleras, nostalgias españolas, jactancias de progreso y chismes de pueblo, sazonados con fabadas, sidrinas, espichas y gaitas quejumbrosas de tarde en tarde: la isla feliz de los desterrados; su deambulatoria ocupación, ya muy mayor y jubilado, recorriendo a pie Buenos Aires para “reconquistar” a los socios del Círculo Asturiano que habían desertado después del crac económico de 2001; la época dorada de la primera inmigración, decenas de familias de inmigrantes de todas las ciudades y aldeas de Asturias, Galicia y León, los días ociosos en las dependencias del Centro, el bullicio hacinado y feliz de la piscina, los multitudinarios encuentros acompañados por la música que atruena en los altavoces: La española cuando besa, Asturias, patria querida y Que viva España; la lejanía paterno-filial (mi relación con él se limitaba a esas sentencias epigráficas de los sábados y al desayuno dominical. Yo me sentía, la mayor parte del tiempo, intimidado por sus silencios, que eran un verdadero abismo entre nosotros); los posteriores enfrentamientos entre ambos, a causa, fundamentalmente, de la oposición de Marcial a la vocación periodística y literaria del hijo, manifestada desde la adolescencia, finalmente resueltos en la vejez del padre (en la adolescencia, al descubrir que quería ser escritor me dio por perdido, pero luego de una reconciliación tardía tuvimos una serie de acercamientos afectivos que sanaron por completo aquellas mutuas laceraciones); los distintos episodios intercalados -las experiencias de Marcial y Lorenzo, en su remoto pasado común en Asturias, abriendo con dinamita los túneles ferroviarios; la peripecia militar de Jaime, amigo de Marcial en el Centro Asturiano; algunas estancias temporales en el país natal; el breve viaje a Madrid de Carmina y Susan y el fugaz enamoramiento de la chica de Rafael, un joven madrileño-; su propia carrera periodística; entre otros muchos.
En fin, dos novelas altamente recomendables, bellamente escritas, muy emotivas, conmovedoras, cuyo comentario cierro aquí no sin antes presentaros el texto que clausura la reseña, un fragmento de El secreto de Marcial en el que se evoca la figura del padre, se apuntan algunas notas sobre el mundo de la inmigración asturiana en Buenos Aires y se insinúa el desencadenante último que llevó a Jorge Fernández a escribir su novela. Como acompañamiento musical a mis palabras, una canción citada también en la reciente ganadora del Premio Nadal, Paxarinos, la preciosa canción de Víctor Manuel de letra muy apropiada para ilustrar la atmósfera nostálgica de ambas novelas: Paxarinos que vais cantando, decirle a ella que en la lucha y en los fracasos me acuerdo de ella, que me pesan los mis amores y la grandeza de los montes, ríos y valles de la mi tierra.
El patrón del local de la calle Cerviño, preocupado por la deserción de muchos socios después del crac económico de 2001, le había entregado una lista con sus nombres y domicilios, y le había pedido que los visitara y que intentase convencerlos de regresar. «Puedes aprovechar para caminar unas cuantas cuadras, Marcial —bromeó—. Están repartidos por todos los puntos cardinales.» Marcial consideraba que esos alejamientos ponían en riesgo financiero al club, así que aceptó la misión secreta de su presidente y, sin contarnos nada, partía con gorra y zapatillas cada mañana como si fuera a cumplir sus habituales rutinas, cuando en realidad iba a pie hasta barrios distantes y tomaba cafés con aquellos paisanos sufridos. «No sé qué argumentos usaba, pero te aseguro que la tasa de reingreso resultó muy alta», me juró el patrón de la calle Cerviño para que yo me sintiera orgulloso. Yo me sentía asombrado, menos por esa hazaña que por el hecho de que nuestra familia ignorara por completo el raid. ¿Cuántas cosas más ignorábamos de Marcial?, me preguntaba. ¿Qué odiseas habría escuchado en aquella recorrida? Excombatientes de la guerra civil española, sobrevivientes de los fusilamientos y de la cárcel, víctimas de la hambruna; migrantes que habían dejado todo para cruzar el océano y probar suerte en ciudades extrañas del sur del mundo; gastronómicos, mecánicos, albañiles, marineros, carpinteros, labradores, cocineros, costureras. Gente humilde que había salido adelante con esfuerzos homéricos, y que luego tuvo que atravesar las ocho plagas argentinas: hiperinflaciones, devaluaciones, recesiones, dictaduras militares, guerra de Malvinas; enfermedades, violencias callejeras, tifones y naufragios diversos que habían aquejado a aquellos gladiadores ignotos. Cada una de esas historias personales es una novela, me dije. «Y esa gira de tu padre es una película», me animaron varios directores de cine. Casi todos los personajes, sin embargo, ya estaban muertos hacía rato, empezando por mi padre: la biología borró de la faz de la tierra a toda esa generación indómita. Era prácticamente imposible reconstruir ahora mismo, para una crónica veraz y minuciosa, esas existencias anónimas pero apasionantes que se tragó el olvido. Tal vez, pensé entonces, se pueda hacer con pura imaginación lo que no se puede lograr con periodismo narrativo, pero la faena a mí me parecía poco menos que imposible: la ficción no suele conseguir ese soplo errático y profundo de los hechos ciertos relatados sin guion ni pudor ni maquillaje, con esas necesarias imperfecciones que logra únicamente la reproducción cruda de la honda y caótica realidad. Deseché la idea, no quería caer en imposturas ni novelerías, y seguí con otros proyectos, pero el fantasma de Marcial se presentaba cada día, me acompañaba hasta una determinada esquina, leía por encima de mi hombro y se sentaba conmigo a ver una vieja película en blanco y negro. ¿Qué reclama?, me pregunté. ¿Qué me está reclamando?
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Jorge Fernández Díaz. El secreto de Marcial