Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de abril de 2025

JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ. MAMÁ; EL SECRETO DE MARCIAL

Hola, buenas tardes. Bienvenidos, tras las vacaciones de Pascua, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde abrimos el último trimestre del programa por este curso con una suerte de continuación, un tanto sui géneris, de la serie con la que cerramos nuestras emisiones antes de la pausa de Semana Santa. Nuestros más fieles seguidores saben ya que desde primeros de marzo y a lo largo de cinco semanas os he ofrecido un interesante ciclo literario/cinéfilo organizado en dos partes bien diferenciadas. La primera de ellas, con tres entregas, se centró en grandes novelas -algunas de ellas obras maestras con la categoría de clásicos- que han sido objeto de traslación al cine, en películas también excepcionales, en juego “dual” que protagonizaron Dublineses, de James Joyce, y Los muertos de John Huston en el primer programa de la serie; El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y Apocalypse now, de Francis Ford Coppola, objeto de mis comentarios en la segunda emisión; y El buscavidas y El color del dinero, novelas de Walter Tevis llevadas al cine en sendas películas homónimas, con la presencia en ellas de Paul Newman, un actor sobre el que giró el tercer espacio del ciclo. En la segunda fase de la serie, la conexión entre libros y cine era menos “literaria”, y no se hacía a través de novelas, pues en sus dos programas me ocupé de obras, casi todas de corte ensayístico, relativas a ámbitos vinculados al universo cinematográfico a través de un nexo lateral o tangencial incluso. Os propuse así decena y media de títulos, muy interesantes, que, en una primera entrega exploraban los lugares, los viajes, las ciudades y, en definitiva, los escenarios a los que nos trasladan las películas; y, en el programa postrero, que estudiaban asuntos como la presencia de la música en el cine o que hacían un recorrido exhaustivo por los centenares de poemas que aluden o incluyen referencias al cine. 

Y ahora, dejada atrás la excusa cinematográfica, os traigo dos libros de un escritor cuya literatura, al menos la que yo conozco, está, sin embargo, impregnada de los aromas del celuloide. El pasado 6 de enero se falló, en su octogésima primera edición, el Premio Nadal de Novela, que recayó en el escritor argentino Jorge Fernández Díaz por su obra El secreto de Marcial, una espléndida novela en la que el cine tiene un peso sustancial con cerca de cien películas mencionadas -y, en algunos casos, glosadas brevemente- en sus doscientas cincuenta páginas. Ella será la recomendación central de esta tarde, que completaré con otro libro del mismo autor, con el que la novela ganadora del Nadal guarda una muy estrecha relación y cuya lectura también os aconsejo con entusiasmo. Se trata de Mamá, publicada por primera vez en 2002 en la argentina editorial Sudamericana, después, en 2003, ya en España, en RBA y reeditada en 2019 en Alfaguara, con un epílogo que no estaba en la edición original. Mamá viene siendo una especie de antecedente de El secreto de Marcial que adelanta bastantes de las claves estilísticas, temáticas y de planteamiento de la novela ahora premiada, con personajes, pasajes, acontecimientos, anécdotas y peripecias que afloran y se repiten -con matices- en uno y otro libro. En ambas el autor nos introduce en su propio universo familiar, a través de las figuras de su madre, en la primera de ellas, y de su padre, este Marcial cuyo nombre se recoge en el título de la más reciente. 

Jorge Fernández Díaz es un periodista y escritor argentino de orígenes asturianos (circunstancia esencial en sus dos novelas). Con una trayectoria muy destacada en su país como analista político (en otro aspecto de su vida personal de los muchos que afloran en sus obras y contribuyen a dotar a ambos libros de una sustancial dimensión autobiográfica), ha publicado numerosas novelas, algunas dentro del género policial. Aunque sigo habitualmente sus colaboraciones en el suplemento cultural del diario ABC, yo desconocía la producción literaria de Fernández Díaz hasta que la concesión del premio me hizo interesarme -y devorar en una semana de disfrute y emoción inigualables- las dos obras mencionadas que hoy os traigo. 

Carmen, Carmina, la madre de Jorge Fernández Díaz, es, en la primera mitad del siglo XX, una niña que vive en la pobreza con su familia en Almurfe, un pueblecito asturiano. Hija de María del Escalón y de un huidizo José de Sindo, forzado al matrimonio tras embarazar a su mujer y que, cuando la niña nace, se marcha a Cuba y desaparece durante diez años para convertirse en una sombra distante en todo el libro, en una ausencia pese a todo trascendental. La vida asturiana de Carmina es muy dura, la familia sobrevive en condiciones precarias: la pequeña camina cuatro kilómetros cada día para ordeñar las vacas y traer la leche para sus hermanos; ara la tierra con su madre, ambas descalzas; se viste con ropa usada y medias remendadas enviadas desde Buenos Aires por la tía Consuelo; padece el hambre atroz de la posguerra (solo conocían el pan por referencias). Con solo once años es un animalillo rebelde que trepa a los árboles como un gato para robar la fruta de los vecinos; que se defiende a mordiscos y puñetazos de las burlas de los niños del pueblo, porque iba descalza y porque era una burra, pues ella no podía ir a la escuela por la pobreza familiar; que desafía la tajante y dignísima prohibición de su madre que le impide pedir en las calles. María la envía a servir a Madrid para salvarla de aquella terrible escasez, y allí vivirá once meses, en los que, pese a la mejoría de sus condiciones materiales, no logrará aclimatarse, extrañando el paraíso personal de profunda miseria y de feroces alegrías de su pueblo asturiano. De vuelta a casa y cuando es una pueblerina de quince años, su madre la embarcará en el puerto de Vigo en un viaje hacia la Argentina en donde, en Buenos Aires, la esperan los tíos Consuelo y Marcelino, que se harán cargo de ella. Prácticamente analfabeta, se incorpora con dieciséis años a la escuela primaria, entra de aprendiz en una sastrería y, sobre todo, se desempeña como “esclava” de sus tíos. Pronto entablará con Mimí, hija también de inmigrantes, una sólida y muy íntima amistad hecha de sus comunes destinos (Las dos eran jóvenes, solteras, españolas y sirvientas de sus tíos), de la confesión mutua de desgarros e ilusiones, de la compartida conjura para olvidar lo que no podía olvidarse y para salir de la melancolía, del día a día intercambiando afanes y añoranzas. Después conocerá a Marcial en un salón de baile frecuentado por la colonia asturiana, se casará con él, tendrá dos hijos, Jorge, el mayor, del que Mimí será madrina, y la pequeña Mary, cinco años menor; y poco a poco la vida se irá haciendo entre el recuerdo de una Asturias a la que siempre querrá volver y la sospecha -la conciencia- de que la puerta se había cerrado y que el destino estaba jugado y perdido

Cincuenta y dos años después de su primer contacto, y tras un paréntesis en el que la amistad quebró a causa de algún asunto menor, las dos mujeres se separarán pues Mimí, ante la difícil situación económica que vive en la Argentina, decidirá desandar el camino y volver a España. Desde su pueblo asturiano, escribe cartas a su amiga, en las que aflora la ilusión inicial, más adelante la nostalgia (me muero de pena, Carmina) y, por fin, el acogedor acomodo final cuando el Estado español le reconoce el derecho a una modesta jubilación. 

Aquí empieza la novela, con las lágrimas de Carmina al leer las cartas que llegan de España (y no solo por ellas: la asaltaba el llanto en todo momento y por cualquier cosa). La mujer de su hijo, este Jorge que escribe el libro, médica, diagnostica una depresión y aconseja el tratamiento con una psiquiatra. Carmina, entusiasmada con su inteligente y muy comprensiva doctora, le cuenta su vida de penalidades. —¿Y qué te dice cuando vos le contás todas esas calamidades?, le dice Jorge. —A veces se le llenan los ojos de lágrimas, responderá ella. —¿A quién? —me sorprendí, creyendo haber oído mal

El germen del libro está en estas confesiones de Carmina a su psiquiatra: Comencé a garabatear frases e ideas sobre su azarosa biografía en un cuaderno Rivadavia de tapa dura cuando me contó que hacía lagrimear a su psiquiatra y luego cuando me transcribió, reglón a reglón, las tres cartas de Mimí. Eran, por entonces, anotaciones vagas y sin un propósito definido, y yo me daba cuenta de que iban formando un mosaico. En ese momento, Jorge, que en apariencia tiene su vida personal y profesional asentada, descubre que su trayectoria literaria y hasta vital se tambalea (Había publicado una novela policial hacía seis años, pero desde entonces todo lo que intentaba se quedaba por la mitad o se me resbalaba de las manos. Últimamente, todo lo que escribía me sonaba falso e inmaduro, e intuía que las historias que imaginaba ya habían sido escritas por mejores escritores y en mejores circunstancias. Ninguna línea me sonaba verdadera u honesta, y el vacío pasional posmoderno de mi generación, que acaso yo representaba mejor que nadie, me dejaba la horripilante sensación de que no sabía quién era y de que no tenía nada que decir). 

Las emotivas confidencias de su madre a su analista y las pesarosas lágrimas que le provoca la correspondencia con Mimí, suponen un punto de inflexión en su vida: De pronto sentí celos de la psiquiatra y avidez por conocer los recovecos de aquella larga travesía, y pensé que no había mayor desafío para un periodista en la crisis de los cuarenta que atreverse a contar la historia de su madre. Vencerá sus reticencias, el miedo a que su historia removiera odios y dolores sepultados, levantara envidias asordinadas y de alguna manera nos cambiara a todos para siempre, decidirá no adentrarse en el territorio de la ficción y ceñirse estrictamente a los cánones de la crónica novelada, que consiste en no apartarse ni un milímetro de los hechos históricos y de la verdad y por ello, de común acuerdo con su madre, la entrevistará durante cincuenta horas en sesiones, unas veces sucesivas y otras más alejadas en el tiempo, en las que ambos se sumergirán en el pasado de Carmina, en las remotas ramas de su genealogía, en su indigencia infantil en Asturias, en su costosa inmigración, en su difícil abrirse paso en Buenos Aires, en la pesadilla que escondía la convivencia con su “familia de acogida”, en los altibajos de su matrimonio, en la llegada y la crianza de sus hijos, en su día a día en los círculos asturianos de Buenos Aires, en sus trabajos, en su tardía pero concienzuda instrucción, en su valiente sobreponerse a las dificultades y su “reinvención” como mujer plena (Era moderna, enérgica, política e informada. Rodeada de gerentes y de secretarias ejecutivas, había recuperado la autoestima y se dedicaba a escalar posiciones. Los pesares no la habían matado, la habían hecho más fuerte y alerta), en su casi inexistente relación con el padre “desaparecido”, en algunos episodios de su muy seria enfermedad, en el diferente modo de encarar la vida entre ella y su marido (papá se volvió hacia adentro y mamá se volvió hacia afuera. Marcial era negador de la realidad que seguía doliendo, mamá se solazaba en ese dolor y mostraba sus garras), en su permanente añoranza de Almurfe (jamás hubo lugar en el mundo que pudiera suplir lo que Almurfe significaba para ella) y en su casi inevitable desarraigo (Todo tiempo de separación entre mi madre y su hogar fue un tiempo de destierro, y por lo tanto de dolor. Ese tiempo, medido en años y salvando breves recreos, le llevó en total más de medio siglo). 

Con el relato de su madre, con la tradición oral de la familia, intercalando su personal visión de los hechos y la descripción de sus propias vicisitudes vitales, Jorge Fernández Díaz compone un muy interesante y conmovedor mosaico, una reconstrucción periodística de la vida, un (…) relato verídico de rotos, descosidos y remendados, en los que la vida de su madre se presenta en constantes idas y vueltas en el tiempo, estructurado en diez capítulos, cada uno de ellos encabezado por una evocadora y muy bien elegida cita literaria (William Shakespeare, Oscar Wilde, Gilbert Keith Chesterton, Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Gabriel García Márquez, Tomás Eloy Martínez, la madre de Carlos Marx y Miguel Hernández) y titulado con el nombre de alguno de los personajes relevantes de su biografía: Mimí; Mamá (apenas dos páginas en las que se relata la anécdota de las lágrimas de la psiquiatra); María, madre de la protagonista; la propia Carmina; Consuelo, la tía de Argentina; Marcial, que será el centro de la novela galardonada con el Nadal; Mary, la hija pequeña; Jorge, el mayor y narrador del libro; Gabi, la primera mujer del escritor; y Otilia, hermana asturiana de Carmina. La edición de Alfaguara de 2019 añade un epílogo, titulado Once años después, en el que el autor relata las repercusiones de la publicación del libro: las reacciones de la propia Carmina, de Marcial, la de la familia española cuando la obra se publicó en nuestro país, la indagación acerca del paradero de José de Sindo, las ofertas para trasladar la historia al cine, todas rechazadas por Carmina, que nunca quiso ceder los derechos a pesar de que los productores ofrecían grandes sumas. Un gran libro. 

Transcurridos veinte años, El secreto de Marcial parece inscribirse en un proyecto conjunto -preconcebido o no, así aparece ante el lector-, un todo cuya primera entrega fue Mamá. Si en ésta la aproximación a la figura materna se hacía de un modo que podíamos llamar “periodístico”, en una creación en la que, como hemos visto, Fernández Díaz da forma a sus emociones a partir de las grabaciones de las muchas horas de conversación con su madre, en el libro ahora galardonado, el enfoque, manteniendo una acusada base realista y autobiográfica, encaja en lo que el propio autor califica de “ficción familiar”: una construcción literaria en la que se evoca la figura del padre mediante de la indagación novelística en sus secretos, intentando atrapar, una vez fallecido, las claves ocultas de su hermetismo, de su misterio, de sus silencios, del profundo desconocido que había sido para su hijo, de los conflictos entre ambos. Mi padre murió en 2005 y desde entonces me ronda el fantasma literario de cómo escribir sobre él. Y lo he hecho tratando de explicar a todos los padres, los conflictos, malentendidos y dolores que se producen en ese vínculo paterno filial, declaró el autor al recibir el premio. 

La trama del libro se desenvuelve, en su mayor parte, en Buenos Aires, en concreto en su barrio de Palermo, en donde se concentra gran parte de la colonia de emigrantes asturianos en la capital argentina y que ya era el escenario principal de Mamá. En 1948, Marcial y sus seis hermanos, herederos de un herrero pobre y republicano que había marchado a la guerra y que había muerto en Normandía luchando contra los nazis, y vigilados luego de cerca por el falangismo triunfante, [se embarcaron] con la matriarca rumbo a la Tierra Prometida. El muchacho, que dejaba atrás una corta experiencia de ayudante de barrenero en la mina, de la que guardaba el recuerdo indeleble de una cicatriz en la frente y una permanente amenaza de silicosis que acabaría por acortar su vida, pronto conocerá en su nuevo destino a Carmina, a la que, ante la dificultad de salir adelante en aquella dura España de la posguerra (era producto del hambre de la posguerra, nos dice de ella el narrador), su familia había enviado sola a la Argentina siendo apenas una niña, con los quince años recién cumplidos (circunstancias que ya nos eran conocidas desde Mamá). Marcial y Carmina se verán por primera vez en los salones de baile del Cangas de Narcea, uno de los muchos lugares de encuentro y nostalgia para los asturianos expatriados; se casarán, tendrán dos hijos y desarrollarán su vida entera en la ciudad de la Plata. En la novela conoceremos los pormenores de esas existencias a través de un perceptible hilo cronológico, que da comienzo en los días de la infancia del chico, pero que avanza atrás y adelante desde una escena inaugural que dibuja el “misterio” que encierra el padre (este libro trata sobre un hombre que fue un enigma) y al que alude el título de la obra y que despierta en el narrador la necesidad de bucear en la muchas veces oscura presencia en su vida de su progenitor. 

El libro se abre cuando, muchos años después de su llegada a la Argentina, Marcial recibe una llamada en la que le informan del fallecimiento de Lucrecia, una paisana de Cudillero que “trasplantada” también al país austral en su juventud, era ahora, viuda ya y anciana, su fiel compañera en las partidas de tute cabrero en las que los hombres mataban el tiempo en las salas del Centro Asturiano de Buenos Aires. En el velatorio de la mujer, al que el hijo acompaña a su padre que, pálido y demudado, ha recibido, devastado, la noticia de la muerte, Jorge observa, perplejo, el extraño comportamiento de Marcial: Finalmente, esperó a que no hubiera nadie alrededor del féretro y se acercó a Lucrecia; lo hizo en puntas de pie, como si temiera despertarla. Yo oía las conversaciones a mi alrededor, pero no lograba concentrarme en ellas: tenía los ojos clavados en mi padre, que llegó junto a la mujer, se cruzó de brazos mientras la miraba intensamente de arriba abajo, y se cubrió la boca, como si quisiera ocultar un gesto de espanto o de pena, o como si estuviera rezando entre dientes, o murmurando un adiós. Luego hizo algo impensado: bajó la mano y tocó el cuerpo de ella. Desde donde me encontraba era difícil observar en detalle ese contacto íntimo e insólito, que denotaba al menos una confianza estrecha e inverosímil y que, en todo caso, implicaba una imprudencia, aunque por el ángulo de visión yo deducía que le acariciaba por última vez las manos entrelazadas. Este incidente, en principio trivial, despierta algo más que la curiosidad del hijo: pensé, acaso por primera vez en serio, que Marcial estaba lleno de secretos insondables. 

Tras este episodio seminal la novela nos va dando cuenta, en planos que se entrelazan, de las vivencias de la infancia y adolescencia de Jorge; de las circunstancias de la intrahistoria familiar; de la vida bonaerense de los emigrantes asturianos, en particular de Lorenzo, amigo de su padre en Luarca, compañero de fatigas en las esforzadas tareas de perforación de los túneles ferroviarios y después en el servicio militar en la Armada española, y antiguo “novio casto” de Lucrecia en su Asturias juvenil. Todo ello enmarcado en el telón de fondo de ciertos acontecimientos de la historia argentina -la dictadura militar, la infausta y delirante guerra de las Malvinas- que comparecen en referencias sustanciales en ocasiones y tangenciales en otras, y permeado por la figura de Marcial y su insondable secreto que, con bien medidos recursos literarios que dotan al libro de una leve cualidad de ligero “thriller”, el autor sitúa en el centro último de la narración. 

El elemento sustancial de la novela, a través del que se conectan estos diversos frentes, y en el que residen, a mi juicio, la originalidad y el encanto de su propuesta literaria y que, ya desde mi punto de vista personal, me permite, además, vincularlo a esta singular serie cinéfila que Todos los libros un libro lleva ofreciéndoos desde antes de las vacaciones, es la muy relevante, fundamental y extraordinariamente significativa presencia del cine en el relato. Durante los años setenta -Fernández Díaz nació en 1960- todos los sábados de la niñez, la adolescencia y la primera juventud del chico la familia se agolpaba ante el receptor para disfrutar los ciclos de cine que, de manera continuada, ofrecía la televisión argentina. Desde la una de la tarde hasta las diez de la noche (con frecuentes prórrogas hasta las doce, cuando terminaba el ciclo “Hollywood en castellano”, que ofrecía películas para adultos que sin embargo casi nunca me censuraban), en sucesión ininterrumpida -y hoy, desde la distancia temporal, envidiable-, por la pequeña pantalla desfilaban todos los títulos fundamentales -y algunos de los no tan remarcables- del cine clásico. El policial, los westerns, las películas de “flechas y balas”, las comedias, los dramas, los musicales, los géneros más destacados de las décadas de esplendor del cine norteamericano, comparecían semana tras semana en el hogar familiar de los Fernández, en los interminables maratones cinematográficos que sumían al chico en un agitado insomnio posterior, emocionado aún por la experiencia, excitado en una cama a la que llegaba con los ojos exhaustos y con la mente llena de diálogos e imágenes perturbadoras. La figura del padre -también la de la hermana y la de un vecino, Óscar, hijo de un argentino gardeliano y de una riojana española; también la madre, aunque en esta dimensión de la historia y por decisión expresa del escritor, su presencia no es tan notoria, agotada ya en Mamá- aparecerá así asociada para siempre a esas películas que constituirán la educación no solo cinéfila sino también sentimental y hasta moral de todos ellos: la música y aquellos clásicos del cine, que conocimos paradójicamente en pantalla reducida y sin color, nos persiguieron hasta la edad adulta, siguieron resonando en nuestras mentes y se fueron resignificando a medida que volvíamos a verlos. El inicial acercamiento a las películas era, obviamente, infantil, inocente y desprovisto de connotaciones culturales y coartadas intelectuales: ignorábamos la mayoría de los nombres de los realizadores, apenas sabíamos por las revistas cómo se llamaban las estrellas y no imaginábamos siquiera que se trataba de obras maestras ni nos importaba. Porque, además de nuestras limitaciones, la verdad es que a una historia intensa y brillante solía seguir una burda o mediocre, y a veces incluso otra abominable: todas las veíamos con igual interés o idéntico fervor. La casi febril identificación del muchacho con las películas lo llevan a imaginarse, sucesivamente, como un sobreviviente de la selva, huérfano de una familia asesinada, elegante agente secreto, imitación imperfecta de D’Artagnan, investigador de casos sobrenaturales, jefe de bomberos, ranchero, capitán de caballería, mercenario experto en rescates, criminólogo, espía jubilado, entre otras muchas cinematográficas influencias, su espíritu infectado por el contagioso magnetismo del cine. Los tres niños, además, impregnadas sus mentes por el eco de las historias representadas en la pantalla, reproducirán en sus juegos infantiles las peripecias de los personajes de las películas, a los que encarnarán, cambiando una y otra vez sus roles favoritos -piratas, pistoleros, detectives, héroes, heroínas, reyes y reinas-, en una fantasiosa recreación de los argumentos de las cintas que los llevaba, incluso, a llamarse entre sí con nombres cinematográficos (Jorge y Óscar serán, el uno para el otro, Moe, en homenaje a Los tres chiflados, una película que les había fascinado; y Mary es, en el recuerdo de su hermano, Susan: para mí era una especie de Susan Hayward: una acompañante fiel del aventurero, luchando siempre a brazo partido contra invasores, bandidos, buscadores de oro, apaches, nazis y matones siniestros). 

Pero este temprano deslumbramiento infantil, acrecentado por la regular asistencia a salas de cine y “refinado” con el paso de los años en la frecuentación de cineclubes y cinematecas, no solo sirve al narrador para componer unas páginas memorables hechas de nostalgia y de melancólica remembranza, sino que constituirá la clave última que permite al escritor “analizar” la realidad de aquellos días y, en particular, la figura de su padre y sus misterios, encontrando en las películas, en sus argumentos, diálogos, escenas o pasajes, la explicación que ilumina los comportamientos, las actitudes, los silencios y las acciones de quienes le rodean. 

No me resisto a dejar aquí la larga lista de títulos citados en el libro: Qué verde era mi valle, El hombre tranquilo, Scaramouche, El Zorro, Mogambo, Los tres chiflados, Centauros del desierto, Raíces profundas, Moby Dick, El gran combate, Breve encuentro, Casablanca, La carta, Me casé con un monstruo, La diligencia, El jardín del diablo, El beso de la muerte, La ley del talión, El motín del Caine, Río Bravo, Lo que el viento se llevó, Cantando bajo la lluvia, El tercer hombre, La novia de Frankenstein, Gilda, Sangre y arena, La venganza de Ulzana, Perros de paja, El expreso de medianoche, Solo Dios lo sabe, Siete mujeres, Viaje al centro de la Tierra, Fuga en cadenas, El perro de los Baskerville, La máquina del tiempo, Ben-Hur, Rey de Reyes, Quo Vadis, Marcelino, pan y vino, Tarzán en Nueva York, El cisne negro, La mujer pantera, El hombre lobo, La perla maldita, La mujer araña, La garra escarlata, Laura, La última noche del Titanic, El pistolero, Vacaciones en Roma, Al final de la escalera, Perdición, El cartero siempre llama dos veces, El último refugio, Un lugar en el sol, El viejo y el mar, Conspiración de silencio, Los mejores años de nuestra vida, El apartamento, Sahara, Amarga victoria, ¿Qué fue de Baby Jane?, Sabrina, Drácula, Frankenstein, El gran carnaval, Espartaco, Duelo de titanes, Los siete magníficos, Pacto de honor, Veinte mil leguas de viaje submarino, La ventana indiscreta, Testigo de cargo, Vértigo, Marnie, la ladrona, Los pájaros, Extraños en un tren, El precio del poder, El tesoro de Sierra Madre, El hombre que mató a Liberty Valance, Matar a un ruiseñor, Midnight in Paris, Ciudadano Kane, Una proposición indecente, Infierno en el Pacífico, Marcado por el odio, Cautivos del mal, Historias de Filadelfia, La mujer del año, La condesa descalza, Fort Apache, Tiburones de acero. Son numerosos también los nombres de los directores -John Ford, Howard Hawks, Billy Wilder, John Huston, Henry Hathaway, George Cukor, Joseph Mankiewicz, Fritz Lang, Bergman, Fellini, Antonioni, Godard, Buñuel, Murnau, Eisenstein, Akira Kurosawa, entre otros- y de los movimientos cinematográficos -aparte de los ya mencionados géneros clásicos, la nouvelle vague, el neorrealismo, el cine independiente europeo y norteamericano- que atraviesan el libro, que opera así, por un lado, como un sucinto pero apetitoso curso de historia del séptimo arte y, por otro, como una tentadora invitación a explorar las muchas maravillas que afloran tras las entusiastas descripciones que hace Fernández Díaz de las películas. Cierto es, también, y en un sentido que puede resultar negativo para algún lector -aviso para navegantes-, que quien carezca de una formación cinematográfica básica, no haya visto la mayor parte de las películas citadas o, simplemente, no se sienta interesado por el universo del cine clásico, puede encontrar en la presencia “central” del cine en la novela un obstáculo muy serio para su disfrute, imposibilitado, muy probablemente, de acceder a los entresijos de una historia que se narra a partir de las conexiones de las vidas de los protagonistas con esos filmes, con sus códigos y sus “guiños” cinéfilos, con sus tramas, sus personajes y sus pasajes más reveladores. 

Y es que Jorge Fernández Díaz ve la vida sub specie cinematográfica. Desde su temprana afición por el cine desarrolló, como una evolución natural de aquellos juegos infantiles, la voluntad -y la capacidad- de filmar películas dentro de mi cabeza. Y ha seguido haciéndolo durante toda su vida, como demuestra el libro que tenemos entre manos: Seguí imaginando películas y actuando sus diálogos y escenas en todas las edades de mi existencia, como si el proyector no hubiese podido apagarse y como si no lograra vivir sin soñar una historia (…) Tal vez sea la ilusión de vivir en un sábado eterno

Un sábado eterno. Eso es, entre otras muchas dimensiones del libro, El secreto de Marcial, la recuperación de aquellas sesiones sabatinas a través de su particular “filmación” retrospectiva de su vida pasada. Vida y cine unidos, ensamblados en una larga película tan real como inventada. O dicho de otra manera, el cine como desencadenante de la memoria (Es extraña la mente, porque retiene escenas muy vívidas de películas que no hemos vuelto a ver, y borra acontecimientos que en apariencia no queremos olvidar), como espejo de la vida (o viceversa: Es al revés de lo que siempre nos vendieron […] Es la realidad la que copia a las películas), y también como descubrimiento, triste y esperanzado a la vez, de que otra vida quizá es posible: la experiencia del cine en blanco y negro siempre resultaba deslumbrante: las fiestas de alta sociedad, los vestidos fastuosos, los esmóquines impecables, las cigarreras de oro, las joyas, los cócteles, los gestos, los coches charolados, los protocolos del lujo. Era como asomarnos a otra galaxia, pero con la conciencia de que no se trataba de un espejismo sino de una vida terrenal a la que aquellos pobretones nunca accederíamos

Y esta es, a fin de cuentas, la razón por la cual de muchas de las películas que cita, no solo nos deja la mera referencia que puede ilustrar acerca del fuerte vínculo con el cine de experiencia vital, sino que, con frecuencia, va más allá e introduce en su relato alguna breve sinopsis, un apunte de su argumento o la exposición de ciertos episodios significativos, a través de los cuales, como he señalado, nos explica su trayectoria biográfica, nos aclara los misterios familiares, nos desvela -en paralelismos elocuentes- el perfil oculto de su yo pretérito y también el de los demás personajes de su vida, en particular el de Marcial (aquellas películas no solo eran un legado narrativo y cultural; eran la única educación sentimental que mi padre me había inculcado y el único puente colgante entre los dos que no lograron derribar las incomunicaciones del inicio y los cortocircuitos y las broncas ulteriores). 

Así, una escena de Qué verde era mi valle, en la que uno de los muchos hijos de aquella familia minera galesa, tan bien retratada por John Ford y con tantas semejanzas con la del propio protagonista del libro, combate el acoso de sus compañeros en la escuela gracias a que sus hermanos le enseñan a boxear, conecta con la realidad del pequeño Jorge, que, igualmente hostigado por los niños de su colegio, alejará para siempre sus problemas cuando su padre, quizá por influjo de la película, lo inscribe en un club de yudo. John Ford había salvado mi vida, afirma, rotundo, el narrador. E igualmente, si las críticas -no siempre veladas- de Carmina a su marido, distante siempre y a menudo recluido en su microcosmos del círculo asturiano, lo dibujan como un “excelente padre ausente”, ello le sirve a Fernández Díaz para subrayar que ese comportamiento era antitético al del Atticus Finch entregado a la crianza de sus hijos en Matar a un ruiseñor. Y también, Centauros del desierto, con su sutil insinuación de ocultos e inconvenientes vínculos afectivos entre Ethan Edwards y Laurie Jorgensen (o lo que es lo mismo, entre John Wayne y Vera Miles), dejará en la novela una leve sugerencia de un triángulo amoroso cuyo núcleo no voy a revelar pero que, como parece evidente, está relacionado con el secreto paterno y constituye la médula del libro. Un conflictivo triángulo presente también en Mogambo, en el que Clark Gable es un hombre tironeado por dos mujeres opuestas y parejamente bellas: una seria y de moral rígida pero arrebatada por una pasión exótica [Grace Kelly]; la otra, una morocha de curvas y de vida alegre, irónica y de una sensualidad sin filtros ni coartadas [Ava Gardner], (¡bendita disyuntiva!). Y otra obra maestra de John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance es traída a colación en la legendaria secuencia de la muerte del forajido interpretado por Lee Marvin, presentada por el director desde dos perspectivas contrapuestas, con James Stewart y John Wayne como protagonistas en cada una de ellas, para ejemplificar cómo la versión consabida de la figura de Marcial quizá no fuera la verdadera y cómo desde la nueva óptica que la indagación para el libro le muestra (me doy cuenta ahora de que estoy revisitando la memoria familiar desde otro punto de vista), Marcial puede haber sido otro y sus movimientos conocidos y sus motivaciones aparentes [se revelen ahora] bajo una nueva luz. Y las intuiciones sobre el noviazgo de sus padres, su sospecha de que Marcial quedó hechizado por la juventud y la belleza de Carmina, se nos cuenta a través de una imagen especular: el embrujo que la mujer joven y explosiva que era Maureen O’Hara en El hombre tranquilo ejercía sobre el personaje encarnado por, una vez más, John Wayne. La amistad de Sidney Poitier y Tony Curtis en Fugitivos, la de Holmes y Watson en El perro de los Baskerville; la de Messala y Charlton Heston en Ben-Hur, son el reflejo de la de Lorenzo y Marcial: En esa playa repleta, contemplando de lejos las siluetas de Lorenzo y Marcial en las rocas, nos parecía que todas las películas trataban sobre la amistad). Y por poner un último ejemplo de los muchos similares, esta profunda interrelación entre vida y cine se pone de manifiesto cuando en plena crisis de la guerra de las Malvinas Jorge parece dispuesto a alistarse en el ejército, a un Marcial austero y reservado, discreto y sin énfasis discursivos, le basta recordar a su hijo la trama de otro clásico, Los mejores años de nuestra vida, la genial cinta de William Wyler, en la que un marino vuelve a casa tras la Segunda Guerra Mundial, sin manos y con garfios en su lugar, para disuadir al chico de su propósito, provocando, una vez más, el elocuente corolario del Jorge Fernández que escribe su libro: Quizá no solo Ford había salvado mi vida. Quizá William Wyler también lo había hecho

Y estas vidas para siempre cruzadas por el cine, incluyen también a la de la madre, una Carmina de menor “peso” en el libro -a causa, como es natural, de su protagonismo en Mamá-, pero cuyo vínculo con las películas aflora igualmente en alguna ocasión, en particular en una conmovedora escena que pese a su extensión quiero trasladaros, en la que su hijo intenta estimular su memoria, devastada ya por el Alzheimer: 

«¿Te acordás, mamá, de cuando vimos Sahara y te levantaste y fuiste a la heladera porque la historia era tan agobiante que te había dado sed?» Carmina movía la cabeza o pestañeaba con una sonrisa tenue, como si se acordara, o como si quisiera complacerme, y yo seguía adelante, y le sintetizaba argumentos de películas que habíamos visto juntos muchas veces: las que más repetían aquellos sábados que no volverían nunca más. «¿Te acordás, mamá, de cuando Baby Jane le sirvió a su hermana una rata, y nosotros pegamos un salto en la silla? ¿Y te acordás de cuando aquellos dos hermanos famosos se enamoraban de Sabrina? ¿Y te acordás, mamá, de cuando le pusieron a Robert Wagner aquella melenita de príncipe valiente, y peleaba contra el Caballero Negro? ¿Te acordás de cuando Abbott y Costello escapaban de Drácula, Frankenstein y el hombre lobo, y al final se encontraban en un bote con el hombre invisible y se arrojaban al agua? ¿Te acordás de cuando Chopin está tocando el piano y cae sobre una tecla aquella premonitoria gota de sangre? ¿Te acordás, mamá, de cómo nos reíamos con Cantinflas, en aquella absurda escena de toros?» 

Y es por todo ello -por ese enorme potencial evocador del cine y, en general, de la ficción- por lo que Fernández Díaz, en su pesquisa sobre el enigma de su padre (el fantasma de Marcial se presentaba cada día, me acompañaba hasta una determinada esquina, leía por encima de mi hombro y se sentaba conmigo a ver una vieja película en blanco y negro. ¿Qué reclama?, me pregunté. ¿Qué me está reclamando?) y de las personas que lo rodearon -Carmina, Lucrecia, Lorenzo-, desecha la quizá más “realista” aproximación periodística a la que lo aboca su trayectoria profesional y opta por la ficción, por la novela (sabía (…) que mi padre era una novela, y no tenía la menor idea de cómo escribirla) y, dentro de ella, por el cine, por su invención y su magia, por su fascinación y su encanto y su belleza y su poesía y su profunda verdad, mucho más profunda, quizá, que la de la “realidad”. 

De este modo, sobre la muy minuciosa urdimbre de este entramado cinematográfico, el narrador va hilando con sutileza el relato de los hechos que constituyen el contenido de su obra: el detallado dibujo de las personalidades de sus padres y las sospechas infantiles sobre lo peculiar del trato conyugal (Pasaría mucho tiempo y mucha agua bajo el puente hasta que mi madre nos confesara a mi hermana y a mí que ya no quería a nuestro padre y que no se divorciaba porque la situación económica no se lo permitía y porque Marcial era un buen hombre, pero creo que nosotros lo presentíamos desde hacía rato); la, a veces, conflictiva relación entre ellos (ambos habían dejado pistas de su agrio y perpetuo desamor); su convivencia pese a todo afable (había dejado de amarlo, pero lo seguía queriendo a pesar de sus enojos y discusiones hirientes y acaloradas); la controvertida y también misteriosa presencia de Lorenzo, un personaje entrañable, un hombre discreto y encantador, con ojos risueños y sonrisa triste, cuya historia irá cobrando importancia en el transcurso de la novela; el trabajo de Marcial en el bar en el que se dejó la piel; su “repliegue” en los territorios ajenos y brumosos de la vasta comunidad asturiana de la capital platense, hechos de naipes sorpresivos, apuestas menores, discusiones futboleras, nostalgias españolas, jactancias de progreso y chismes de pueblo, sazonados con fabadas, sidrinas, espichas y gaitas quejumbrosas de tarde en tarde: la isla feliz de los desterrados; su deambulatoria ocupación, ya muy mayor y jubilado, recorriendo a pie Buenos Aires para “reconquistar” a los socios del Círculo Asturiano que habían desertado después del crac económico de 2001; la época dorada de la primera inmigración, decenas de familias de inmigrantes de todas las ciudades y aldeas de Asturias, Galicia y León, los días ociosos en las dependencias del Centro, el bullicio hacinado y feliz de la piscina, los multitudinarios encuentros acompañados por la música que atruena en los altavoces: La española cuando besa, Asturias, patria querida y Que viva España; la lejanía paterno-filial (mi relación con él se limitaba a esas sentencias epigráficas de los sábados y al desayuno dominical. Yo me sentía, la mayor parte del tiempo, intimidado por sus silencios, que eran un verdadero abismo entre nosotros); los posteriores enfrentamientos entre ambos, a causa, fundamentalmente, de la oposición de Marcial a la vocación periodística y literaria del hijo, manifestada desde la adolescencia, finalmente resueltos en la vejez del padre (en la adolescencia, al descubrir que quería ser escritor me dio por perdido, pero luego de una reconciliación tardía tuvimos una serie de acercamientos afectivos que sanaron por completo aquellas mutuas laceraciones); los distintos episodios intercalados -las experiencias de Marcial y Lorenzo, en su remoto pasado común en Asturias, abriendo con dinamita los túneles ferroviarios; la peripecia militar de Jaime, amigo de Marcial en el Centro Asturiano; algunas estancias temporales en el país natal; el breve viaje a Madrid de Carmina y Susan y el fugaz enamoramiento de la chica de Rafael, un joven madrileño-; su propia carrera periodística; entre otros muchos. 

En fin, dos novelas altamente recomendables, bellamente escritas, muy emotivas, conmovedoras, cuyo comentario cierro aquí no sin antes presentaros el texto que clausura la reseña, un fragmento de El secreto de Marcial en el que se evoca la figura del padre, se apuntan algunas notas sobre el mundo de la inmigración asturiana en Buenos Aires y se insinúa el desencadenante último que llevó a Jorge Fernández a escribir su novela. Como acompañamiento musical a mis palabras, una canción citada también en la reciente ganadora del Premio Nadal, Paxarinos, la preciosa canción de Víctor Manuel de letra muy apropiada para ilustrar la atmósfera nostálgica de ambas novelas: Paxarinos que vais cantando, decirle a ella que en la lucha y en los fracasos me acuerdo de ella, que me pesan los mis amores y la grandeza de los montes, ríos y valles de la mi tierra.


El patrón del local de la calle Cerviño, preocupado por la deserción de muchos socios después del crac económico de 2001, le había entregado una lista con sus nombres y domicilios, y le había pedido que los visitara y que intentase convencerlos de regresar. «Puedes aprovechar para caminar unas cuantas cuadras, Marcial —bromeó—. Están repartidos por todos los puntos cardinales.» Marcial consideraba que esos alejamientos ponían en riesgo financiero al club, así que aceptó la misión secreta de su presidente y, sin contarnos nada, partía con gorra y zapatillas cada mañana como si fuera a cumplir sus habituales rutinas, cuando en realidad iba a pie hasta barrios distantes y tomaba cafés con aquellos paisanos sufridos. «No sé qué argumentos usaba, pero te aseguro que la tasa de reingreso resultó muy alta», me juró el patrón de la calle Cerviño para que yo me sintiera orgulloso. Yo me sentía asombrado, menos por esa hazaña que por el hecho de que nuestra familia ignorara por completo el raid. ¿Cuántas cosas más ignorábamos de Marcial?, me preguntaba. ¿Qué odiseas habría escuchado en aquella recorrida? Excombatientes de la guerra civil española, sobrevivientes de los fusilamientos y de la cárcel, víctimas de la hambruna; migrantes que habían dejado todo para cruzar el océano y probar suerte en ciudades extrañas del sur del mundo; gastronómicos, mecánicos, albañiles, marineros, carpinteros, labradores, cocineros, costureras. Gente humilde que había salido adelante con esfuerzos homéricos, y que luego tuvo que atravesar las ocho plagas argentinas: hiperinflaciones, devaluaciones, recesiones, dictaduras militares, guerra de Malvinas; enfermedades, violencias callejeras, tifones y naufragios diversos que habían aquejado a aquellos gladiadores ignotos. Cada una de esas historias personales es una novela, me dije. «Y esa gira de tu padre es una película», me animaron varios directores de cine. Casi todos los personajes, sin embargo, ya estaban muertos hacía rato, empezando por mi padre: la biología borró de la faz de la tierra a toda esa generación indómita. Era prácticamente imposible reconstruir ahora mismo, para una crónica veraz y minuciosa, esas existencias anónimas pero apasionantes que se tragó el olvido. Tal vez, pensé entonces, se pueda hacer con pura imaginación lo que no se puede lograr con periodismo narrativo, pero la faena a mí me parecía poco menos que imposible: la ficción no suele conseguir ese soplo errático y profundo de los hechos ciertos relatados sin guion ni pudor ni maquillaje, con esas necesarias imperfecciones que logra únicamente la reproducción cruda de la honda y caótica realidad. Deseché la idea, no quería caer en imposturas ni novelerías, y seguí con otros proyectos, pero el fantasma de Marcial se presentaba cada día, me acompañaba hasta una determinada esquina, leía por encima de mi hombro y se sentaba conmigo a ver una vieja película en blanco y negro. ¿Qué reclama?, me pregunté. ¿Qué me está reclamando?

Videoconferencia

Jorge Fernández Díaz. El secreto de Marcial


miércoles, 9 de abril de 2025

MÚSICA Y POESÍA DE CINE

Todos los libros un libro pone fin a sus emisiones por este trimestre con el quinto y último programa de la serie que desde principios de mayo hemos estado dedicando a las relaciones entre el cine y la literatura, a partir de dos enfoques distintos, aunque complementarios, del asunto. En las tres primeras entregas del ciclo os he presentado algunas novelas, de calidad indiscutible, que han sido objeto de recreaciones cinematográficas también valiosas. Fue el caso de Dublineses, de James Joyce, y su correlato fílmico, Los muertos, de John Huston; de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y su libre adaptación a la gran pantalla, la excesiva Apocalypse now, de Francis Ford Coppola; y de El buscavidas y El color del dinero, las dos novelas sobre el atractivo universo del billar escritas por Walter Tevis y llevadas al cine en sendas películas homónimas, dirigidas por Robert Rossen y Martin Scorsese, con la presencia en ellas de Paul Newman, un actor sobre el que gravitó mi propuesta de hace un par de semanas. En la emisión de hace siete días la conexión entre libros y cine fue mucho menos “literaria”, pues no había una novela como referencia de mis comentarios y sí diversos textos ensayísticos, cuyos lazos con el mundo del cine eran indirectos o tangenciales. Hablábamos entonces de los “escenarios” del cine, con textos de Sergi Ramis, Francisco García Gómez y Gonzalo M. Pavés, Rafael Dalmau y Albert Galera, Nuria Vidal y Jim Heimann, con los que nos embarcábamos en viajes, recorríamos ciudades y nos adentrábamos en espacios de significativa presencia en las películas. 

Esta multiplicidad de facetas que el cine encierra, la infinidad de dimensiones a las que se abre, los vínculos del arte cinematográfico con otras expresiones del espíritu, de la labor creativa del hombre, como la arquitectura, la pintura, la literatura o la música, continuará hoy con un nuevo acercamiento colateral, oblicuo o fronterizo al fascinante mundo del cine, en este espacio con el que, como he señalado, clausuraremos el ciclo y también el trimestre, a partir de una nueva recomendación, plural y heterogénea, conformada con algunos libros que estudian la presencia de la música en las películas y otros que hacen un recorrido exhaustivo por los centenares de poemas que aluden o incluyen referencias al cine. 

Quiero subrayar, además, que esa imbricación con el cine de la música y la poesía ha desempeñado un papel preponderante en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, que el próximo lunes, 14 de abril, cumple veinticinco años de existencia. Desde aquí invito a los seguidores de Todos los libros un libro a entrar en el blog del programa para escuchar las dos emisiones especiales, una radiada este pasado lunes y otra que saldrá al aire el mismo día 14, con las que conmemoramos la modesta efeméride. En el repositorio de dicho blog podréis encontrar también las muchas emisiones -más de una decena- que a lo largo de este cuarto de siglo hemos dedicado a las canciones y las bandas sonoras más conocidos y a las frases y los parlamentos más recordados de la historia del cine, así como a los versos en los que poetas de diversos países han recreado distintas experiencias relacionadas con el cine, han evocado la particular atmósfera de las salas de cine, y han recordado algunas películas legendarias y a los actores y las actrices presentes en su memoria sentimental. 

Empezamos, pues, con la conexión entre cine y música, con seis títulos muy sugestivos en los que se analizan desde distintos ángulos las canciones, las bandas sonoras, las composiciones y los géneros musicales que han acompañado al cine desde su origen (no solo el sonoro, contra lo que podría parecer). Son libros, en general, de mera consulta, no demasiado propicios para su lectura continuada. Yo los utilizo, permítaseme la breve incursión en lo personal, para informarme de manera específica sobre la dimensión musical de algún director o una determinada película, para repasar la obra de algún compositor cinematográfico, o, antes o después del visionado de un filme, para conocer los aspectos más relevantes del tratamiento musical del título correspondiente. 

En 2023, la editorial Blume presentó, en un volumen magnífico, de gran formato, deslumbrante y colorido aparato gráfico -fotogramas, carteles, imágenes- y, sobre todo, una inagotable cantidad de datos, referencias y curiosidades varias, La historia de las bandas sonoras: Música para el cine, escrito por Thierry Jousse. Se trata de una completísima enciclopedia que repasa en trescientas páginas repletas de desbordante información la presencia de la música en la historia del cine, desde la edad de oro de Hollywood hasta los títulos más recientes en el momento de la publicación del libro. Jousse es un prestigioso periodista musical y cinematográfico francés, habitual colaborador de la legendaria revista Cahiers du Cinéma y de la actual Les Inrockuptibles, y que cuenta también con alguna película como director. En la introducción al libro, apunta cómo ese carácter subsidiario y de “pariente pobre” que siempre ha tenido en el pasado la música de cine en el imaginario colectivo, ha quedado atrás hoy en día cuando las bandas sonoras de las películas alcanzan una difusión extraordinaria, con sellos discográficos específicos, programas radiofónicos especializados, documentales sobre compositores y proliferación de cine-conciertos en los que orquestas de música clásica acompañan en directo las proyecciones, todo lo cual ha contribuido a llamar la atención del público en general sobre la importancia sustancial que tiene la música para la comprensión y el disfrute “plenos” de las propuestas cinematográficas. Consciente, pues, de ese innegable valor y a partir de su condición de experto, de su excepcional erudición, el autor hace un recuento exhaustivo, detallado y apasionante de esa rica historia de casi cien años -su recorrido se inicia en la década de los treinta del pasado siglo- deteniéndose no solo en los autores, las composiciones y las películas más característicos y previsibles, más renombrados también, sino en obras menos célebres o, incluso, relativamente desconocidas. 

El libro está estructurado en diecinueve grandes bloques temáticos, cada uno de los cuales incluye diversos capítulos, centrados, de manera más o menos monográfica, en distintos compositores. Intercaladas entre ellos aparecen también algunas playlist, con centenares de referencias musicales concretas que ilustran los textos correspondientes. Se mencionan, así, ciento veinte bandas sonoras de siete creadores de entre los años treinta y cincuenta del pasado siglo; cien de Ennio Morricone; varias decenas de otros compositores italianos; algunas menos del cine de la nouvelle vague; sesenta y ocho del Hollywood de los años sesenta; cincuenta del cine británico de esa década y la siguiente; cien de los grandes compositores del “nuevo Hollywood”; noventa del rock en el cine; setenta de películas de entre 1980 y 2000; sesenta de música electrónica. Al término del libro se recoge también una playlist interactiva, con un código QR que permite el acceso y la escucha de cincuenta y siete temas musicales (tres por cada capítulo del libro) escritos para el cine. Hay, igualmente, dos inabarcables índices, con miles de entradas, tanto de películas mencionadas como de nombres citados. Tras ellos, una sucinta bibliografía con una treintena de títulos -sobre todo del ámbito cultural francés- sobre el objeto de su libro. 

No es posible siquiera ofrecer una mínima muestra de la infinidad de temas, secciones y apartados del libro, baste con una leve enumeración de los sugestivos títulos de sus principales apartados: El sonido hollywoodense, Hitchcock y Herrmann, Del jazz al cine, El continente Morricone, Nouvelle vague, La edad de oro del cine popular francés, El cine más pop, Mi nombre es Bond, El nuevo Hollywood, Rock y cine, La comedia musical, Cine de terror, John Williams, Décadas de 1980-1990, El imparable ascenso de la electrónica, Los cineastas DJ, En todo el mundo, La música de los blockbusters y El cine de hoy. En todos ellos comparecen músicos, títulos e intérpretes representativos de movimientos y géneros muy diversos. En una enumeración a vuelapluma, hay secciones dedicadas a Max Steiner, Miklós Rózsa, Maurice Jaubert, Alfred Hitchcock y Bernard Herrmann, Herrmann sin Hitchcock, el jazz de Hollywood, el del cine francés, el de Woody Allen, la presencia de los jazzmen en las películas, Nino Rotta y Federico Fellini, la música de Godard, de Truffaut y de Alain Resnais, Georges Delerue, Vladimir Cosma, François de Roubaix, Michel Magne, las composiciones de Francis Lai para los filmes de Claude Lelouch, las de Philippe Sarde en los de Claude Sautet (hay un muy perceptible “sesgo” francófilo en la obra), Henry Mancini y Blake Edwards, El Caso Thomas Crown, Quincy Jones, John Barry, Lalo Schifrin, Jerry Goldsmith, Coppola y sus elecciones musicales, las de Martin Scorsese, Elvis Presley, Easy Rider, los Beatles y los Stones, las selecciones musicales de Todd Haynes, West Side Story, Jacques Demy, David Cronenberg y Howard Shore, lo sinfónico en John Williams, la música de las sagas de Star Wars y Harry Potter, Tim Burton y Danny Elfman, otra muy reconocible dupla director/compositor, Gabriel Yared, Jim Jarmusch, el minimalismo de Philip Glass y Michael Nyman, la música electro-disco de Giorgio Moroder, los experimentos musicales de Stanley Kubrick, Quentin Tarantino, las elegantes bandas sonoras de las películas de Wong Kar-Wai, Almodóvar, David Lynch, Joe Hisaishi y su aportación a la filmografía de Miyazaki y Kitano, Hans Zimmer, los estudios Pixar, Alexandre Desplat, el superdotado Jonny Greenwood… entre otros muchos. En fin, una guía desmesurada y excepcional, utilísima para cinéfilos, muy interesante para cualquier aficionado al cine y altamente estimulante para quien quiera iniciarse en el conocimiento del uso y la importancia de la música en las películas. 

Con un planteamiento más austero y más académico, con muchas menos imágenes -de pequeño tamaño y solo en blanco y negro-, aunque igualmente atractivo que el libro de Jousse, Roberto Cueto, crítico cinematográfico, presentó en 1996, en el seno de la editorial Nuer, Cien bandas sonoras en la historia del cine, cuya referencia dejo ahora como mero complemento de la anterior. El repaso que hace el autor a ese centenar de bandas sonoras memorables se inicia en El nacimiento de una nación, el clásico de David Griffith de 1915, cuyo acompañamiento musical, obra de Joseph Carl Breil, estaba concebido para ser interpretado en “vivo” en paralelo a la proyección de la cinta, para cerrarse con la no demasiado conocida Mary Reilly, una recreación de 1996 del clásico de Stevenson El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, en el que el protagonismo se desplaza hacia el personaje de una criada del doctor, que interpreta Julia Roberts, en una cinta que contó con las composiciones de Georges Fenton. El libro, como digo más técnico, más árido por tanto, rebosante de erudición, incorpora un breve pero valioso estudio inicial sobre las distintas manifestaciones de la música en el cine, sobre las relaciones entre música clásica y el cine, y sobre -en un apartado muy sugestivo- las funciones de la música en las películas. Hay, además, una suerte de diccionario final de compositores, muy informado y exhaustivo, un instructivo glosario y un índice que recoge centenares de nombres de músicos citados en el libro. Un muy recomendable volumen de consulta, muy aprovechable como complemento al visionado de las películas. 

La ejemplar editorial Notorious, de tan frecuente presencia en Todos los libros un libro, publicó en 2010 Las canciones del gran Hollywood, un magnífico libro, excepcionalmente editado, muy voluminoso, con cerca de quinientas páginas repletas de muy valiosa información y con centenares de ilustrativas fotografías, carteles, anuncios, láminas y afiches, en el que su autor, Javier Coma, uno de los mayores expertos cinematográficos de nuestro país, analiza, con profundidad y de manera exhaustiva, el casi inabarcable -aunque la impresionante obra desmienta el adjetivo- universo de las canciones de las películas, en un estudio centrado en los temas musicales que tan destacado papel desempeñaron en el cine de la época dorada de Hollywood, contribuyendo incluso -más allá de un mero rol subsidiario de acompañamiento emocional o fondo sonoro de las tramas de los filmes- a complementar el desarrollo de las historias descritas -con una función y un objetivo, pues, auténticamente narrativos- en múltiples largometrajes, además de los específicamente musicales. No estamos, pues, como en los dos casos anteriores, ante un estudio de las partituras de las películas sino de canciones aisladas que forman parte de ellas. 

Javier Coma, fallecido en 2017, fue muy conocido en nuestro país -y no solo en él- por ser el responsable de una ingente bibliografía sobre el cine, el cómic, la novela negra, o las diferentes combinaciones de los distintos géneros. Con cerca de cincuenta libros publicados, algunos de ellos inexcusables obras de referencia, clásicos ya -pienso ahora en el imprescindible Diccionario del cine negro o en un para mí germinal Luces y sombras del cine negro que desde el inicial 1981 se ha reeditado más de una vez, aunque la última ocasión fue en un ya lejano 1990-, Coma, gran amante del jazz, se adentró por primera vez -que yo sepa- en el ámbito musical con este Las canciones del gran Hollywood que es ya un título canónico sobre el tema objeto de su estudio. 

En su ilustrativa introducción -y tras un entregado prólogo de Joan de Sagarra- el autor presenta el objeto, la intención, la estructura, el enfoque y las características principales de su obra partiendo de una afirmación categórica y, en cierto modo, provocadora: John Ford nunca rodó un musical; para añadir a continuación: Pero su producción cinematográfica está repleta de canciones, y a lo largo del sector óptimo de su obra florece la trascendencia interna de abundantes melodías en cuanto ingredientes determinantes. He aquí el presupuesto inicial que desencadena el trabajo que el libro recoge. Los abundantes himnos, marchas y baladas presentes en las películas del maestro encierran infinidad de sugerencias y connotaciones y establecen vínculos con motivos, con ideas, también con el resto de su filmografía, indispensables para entender y disfrutar en profundidad las propuestas artísticas del director. Cita Javier Coma, en un recordatorio lleno de nostalgia, el adiós musical de Shirley Temple a Victor McLaglen cuando éste agoniza en La mascota del regimiento; el baile de Henry Fonda y Jane Darwell, con la enunciación por el primero de palabras de la melodía en Las uvas de la ira; los himnos espirituales berreados por la grotesca viuda de un predicador a lo largo de La ruta del tabaco; las interpretaciones colectivas de los jinetes uniformados mientras cabalgan por la llanura durante Fort Apache y La legión invencible; las baladas irlandesas que corean los habituales del bar de El hombre tranquilo; la canción en off que abre y cierra, respecto al errante personaje de John Wayne, Centauros del desierto; el desfile de marchas, en versión únicamente orquestal, ofrecido por la banda de West Point en homenaje al hombre que ha vinculado su vida personal con el destino de la academia militar y que suena en la emocionante conclusión de Cuna de héroes. 

Y, pese a ello, en la infinidad de libros escritos sobre el universo “fordiano”, las referencias a la profusión de temas musicales que surcan sus películas son casi inexistentes o, en el mejor de los casos, episódicas y meramente incidentales. Y si ello ocurre con la vasta y magna obra de John Ford, qué no sucederá con muchos otros títulos y creadores de menor entidad. En este desierto, en este vacío, en esta ausencia, en este desinterés y en esta significativa carencia de atención de los historiadores y los críticos cinematográficos hacia las canciones que forman parte, con evidente propósito narrativo, en numerosos largometrajes de calidad, es donde siembra su propuesta Javier Coma, empeñado en ilustrar la vigorizante presencia de canciones en películas no musicales

Para abrir boca, y ya solo en su introducción, la erudición del autor trae a la memoria de lector el tema que Cary Grant y Katharine Hepburn cantan al leopardo de La fiera de mi niña; la marcha militar que acompaña las apariciones del Séptimo de Caballería en Murieron con las botas puestas; la melodía que entona Sam, el pianista negro en Casablanca; las frases musitadas por el hombre al que se ha emborrachado para facilitar la amputación de una pierna en el bote de Náufragos; la canción que cantan James Stewart y Donna Reed mientras regresan de la fiesta estudiantil en ¡Qué bello es vivir!; Put the blame on mame, la conocida canción de Rita Hayworth en Gilda; la balada que acompaña la acción en Solo ante el peligro; Kiss me, el tema que Marilyn Monroe escucha en un disco y ella misma interpreta en Niágara; la copla marinera de Kirk Douglas al inicio de Veinte mil leguas de viaje submarino; el desasosegante himno religioso que acompaña las muy inquietantes apariciones de Robert Mitchum en La noche del cazador y que el propio actor canta con la ayuda de Lillian Gish; la popular canción, Qué sera, será, con la que Doris Day intenta recuperar a su hijo secuestrado en El hombre que sabía demasiado; el ya clásico tema de Audrey Hepburn en la escalera de incendios de Desayuno con diamantes; entre otros muchos ejemplos, todos ellos presentes en películas que nada tienen que ver con el musical, sino con géneros tan diversos como la comedia humorística, el western militar, el melodrama bélico, la comedia sentimental, el film noir, el western urbano, el suspense trágico, el cine de aventuras, el drama simbólico, la intriga de espionaje, el melodrama racial o la comedia satírica. 

El repaso que hace Coma de las canciones en el cine no estrictamente musical se circunscribe a un ámbito espacio temporal bien delimitado que se corresponde con lo que, a juicio del autor, es la edad de oro de la cultura y de las artes en Estados Unidos, con una especial repercusión en las obras cinematográficas: las producciones de Hollywood entre los comienzos del sonoro y los años sesenta del pasado siglo, un entorno y unas décadas que vieron nacer decenas de filmes memorables y, en ellos, un sinfín de melodías, canciones y temas musicales inolvidables. 

Situado en ese marco de referencia, el lector conoce, en la primera parte de la obra, de título La vida, y en sus cuatro capítulos, canciones vinculadas con las fiestas, los rituales, las estaciones del año y el arrobamiento romántico y las efusiones amorosas. La segunda parte, La nación, acoge, en tres capítulos, los himnos, las marchas, los cánticos con los que el cine norteamericano ha ilustrado los énfasis patrióticos, ha ensalzado sus extensos y muy variados territorios y ha celebrado la exuberante pujanza de sus ciudades. La tercera sección, El pasado, recorre las tradiciones musicales del siglo XIX, deteniéndose, a lo largo de cuatro apartados, en las raíces religiosas, las melodías de los minstrel shows -espectáculos populares en los que músicos blancos con las caras tiznadas interpretaban canciones de la tradición afroamericana-, las marchas de la guerra civil y las baladas propias de las rutas de los colonos. La cuarta parte se centra en La bella época, con secciones dedicadas a la repercusión cinematográfica del Tin Pan Alley, el grupo de productores y compositores musicales neoyorquinos impulsores de una floreciente y profesionalizada industria del ramo, del teatro de Broadway -la Great White Way- y, una vez más, las fecundas manifestaciones musicales con las que se mostraba la realidad del amor en los felices años veinte. La significativa rúbrica bajo la que se presenta la quinta parte, La revolución, incluye detallados y completísimos estudios sobre los cambios que introduce la irrupción de cine sonoro en las relaciones entre las películas y la canción popular. Sus tres apartados, Hollywood, Broadway y La era del jazz, son apabullantes e interesantísimos. La sexta y penúltima sección, Los recodos, se articula también sobre tres capítulos muy sugestivos en los que se exploran las conexiones entre las piezas musicales y la segunda guerra mundial, la presencia de París como inspiración de baladas y secuencias cinematográficas, y las obras melódicas que obtuvieron el Oscar hasta 1961. En Los géneros, el apartado final, la sabiduría de Javier Coma se extiende en el estudio de las canciones que comparecen en los diversos géneros cinematográficos: el cine negro, el western, el musical propiamente dicho y los que denomina macrogéneros, en los que lo híbrido y lo heterogéneo dominaban en propuestas fílmicas muy amplias, capaces de conciliar rastros de comedia, melodrama, cintas de aventuras y otras tendencias temáticas, y muy propicias para albergar melodías variadas. 

La monumental obra se cierra con seis anexos: un listado de biopics, biografías cinematográficas de algunos músicos y compositores destacados en el contexto espacio-temporal al que se ciñe el libro; otra impagable relación, en este caso de los cantantes que doblaron a actores y actrices en sus “interpretaciones” en las películas; dos espléndidos diccionarios, uno de compositores y otro de letristas; un formidable repertorio de canciones que incluye quinientas elegidas por Coma con criterios variados -la calidad de sus textos o su música, la importancia de la función que desempeñan en las respectivas películas en las que aparecen, su significatividad histórica al margen de sus componentes “técnicos”- y, por fin, una bibliografía específica con más de medio centenar de referencias. Resulta tentadora, aunque inabordable, la pretensión de leer el libro con exhaustividad, viendo las películas y escuchando las canciones que en él se citan. Una tarea para que se necesita una vida, salvo que la encare alguien del conocimiento, la entrega y la pasión por el cine y la música como el muy llorado Javier Coma. 

A diferencia de los textos hasta ahora reseñados, cuyo acercamiento a las melodías y las bandas sonoras del cine se hacía de un modo general, enciclopédico, mis dos últimas propuestas de estas recomendaciones musicales -habrá otras, recuérdese, centradas en la poesía- que hoy presento, se aproximan a las relaciones entre cine y música desde una perspectiva más concreta y específica, circunscritas, cada una de ellas, a un género musical en particular. Es el caso, en primer lugar, de Cine y jazz, un espléndido diccionario, escrito por Carlos Aguilar, que publicó la Editorial Cátedra en 2013, y en el que, en decenas de entradas ordenadas alfabéticamente, se exploran las conexiones entre ambos mundos, con un minucioso repaso a directores, actores, músicos, compositores, discos, canciones y bandas sonoras que certifican los fecundos lazos que, casi desde su nacimiento, ha mantenido el cine con el siempre innovador género musical. El libro, cerca de cuatrocientas apretadas páginas de desbordante información, se presenta en la Colección Signo e Imagen, la misma a la que ya me referí hace siete días a propósito de Ciudades de cine. Aguilar lleva a cabo su ambicioso recorrido por la historia del jazz en el cine bajo la forma de un exhaustivo manual que prácticamente agota su muy sugestivo tema (aunque haya críticos especializados que han subrayado algunos olvidos, para mí menores, y el propio autor niegue tal exhaustividad apelando en cambio al carácter meramente representativo y didáctico de su creación). Debo anticipar, como aviso para navegantes, que Aguilar es un crítico despiadado, bajo cuya inclemente mirada caen fulminadas casi todas las obras que comenta. Siempre disconforme, permanentemente insatisfecho, casi ninguna película le complace totalmente, de modo que, como podrá comprobar quien se decida a leer el libro, en sus textos escatima los elogios, convirtiéndolos de continuo en una sucesión de quejas, reproches y objeciones. Pese a ello, su erudición, su profundo conocimiento de la materia objeto de su estudio y, sobre todo, su apasionado amor por el jazz, permiten disfrutar enormemente de una obra soberbia. 

El núcleo central del extenso volumen lo constituyen los capítulos que recorren con detalle el alfabeto, en la doble vertiente mencionada, cinematográfica y jazzística, pero hay otras secciones interesantes que hacen de este Cine y jazz una obra sobresaliente y de lectura indispensable. Por un lado, destaca un esclarecedor prólogo en el que se estudia, siquiera de modo somero, la interrelación entre estas dos notables manifestaciones artísticas. Hay, además, un utilísimo índice onomástico de imprescindible consulta, dada la cantidad de información manejada y los centenares de referencias que trufan el texto; y también se presenta una somera pero atractiva bibliografía. Además, pueblan el libro numerosas y muy evocadoras ilustraciones, en color y blanco y negro, con fotos y carteles de películas, carátulas de discos, retratos de artistas, músicos y cineastas, imágenes de salas de cine y clubs de jazz, diversas tomas de conciertos y actuaciones, y tantas otras. Y todo ello en una edición excelente, muy “acogedora”, con tapas duras en cartoné, páginas a doble espacio y de amplio formato, que propicia una lectura agradable y placentera.


La singular estructura de la obra, con las muchas y normalmente muy breves reseñas de piezas musicales, películas, intérpretes o directores, la hacen muy adecuada para su traslado al medio radiofónico, razón por la cual hace años dediqué al libro tres programas de Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en la emisora universitaria salmantina, con una selección de comentarios entresacados del texto complementados con sus correspondientes canciones, casi todas muy conocidos standards del jazz aparecidos en películas. Se pueden localizar, como he señañado, en el blog del espacio. 

Carlos Aguilar, un prolífico historiador del cine (cuyo musical cinefilia nace de su abuelo materno Obdulio, un músico que tocaba el piano en las salas durante los años del cine mudo), con más de setenta obras en su haber, comienza por indagar, en el preámbulo -que se presenta bajo la significativa rúbrica de Cine & jazz: reunión-, el origen del término jazz, ofreciendo una amplia variedad de especulaciones semánticas y etimológicas, la mayor parte de ellas vinculadas, como es conocido, al argot americano -de raíz francesa, en ocasiones- de uso común en el mundo de la prostitución, la droga, el hampa y la noche, repleto de alusiones al movimiento, la excitación, la pulsión sexual y -en definitiva- el sexo. A continuación, y con idéntico enfoque “tentativo” ante la imposibilidad de “cerrar” una versión definitiva del asunto, Aguilar ensaya una imprecisa definición del género. Partiendo de la ya legendaria respuesta de Louis Armstrong a la cuestión “¿Qué es el jazz?”: Hombre, si tienes que preguntarlo, nunca lo sabrás, opta por los acercamientos líricos, apasionados, literarios, frente a los académico-científicos, para establecer el germen del estilo en el período de la esclavitud del Estados Unidos previo a la Guerra de Secesión, en el profundo sur del país americano, y en la forzada convivencia de dos “etnias”: la blanca y la negra. En ese desigual contacto de dos mundos, se produciría la fructífera fusión de las raíces africanas con los instrumentos y las estructuras musicales europeas, en una ecléctica amalgama y una promiscuidad cultural que permiten al autor hacer suyo el criterio del experto alemán Joachim E. Berendt: En la reunión de las razas, tan importante para el surgimiento y el desarrollo del jazz, se halla el símbolo de la “reunión” a secas, que caracteriza al jazz en su naturaleza musical nacional e internacional, social y sociológica, política, expresiva y estética, ética y etnológica. 

El autor se adentra después en los antecedentes iniciales del cine -un terreno mejor conocido- para encontrar los primeros vínculos entre jazz y el séptimo arte, pues parece comprobado que el cinematógrafo llegó a Estados Unidos en la misma época en la que el jazz afloraba en ese vasto continente. En concreto, en 1896, un colaborador y compatriota de los hermanos Lumière, el operador Felix Mesguich, llevó la novedosa maquinaria a Nueva York, propiciando el nacimiento del cine en un país que lo desarrollaría hasta sus cotas más brillantes y, simultáneamente, el inicio de una muy sustanciosa interconexión entre ambos universos artísticos. Una relación en la que la sabiduría de Aguilar encuentra numerosas concomitancias: la lucha, tanto del cine como del jazz, por ganarse la respetabilidad cultural a partir de sus orígenes oscuros o al menos de poco prestigio intelectual (los bajos fondos y la raza negra en un caso, y el entretenimiento y el espectáculo de feria, en el otro); los elementos comunes -laborales, psicológicos- entre sus respectivos artífices, intérpretes y cineastas; el trasvase entre músicos y directores, con infinidad de ejemplos de destacados nombres de un ámbito que se desenvuelven también con solvencia en el otro -Clint Eastwood o Woody Allen como referentes notorios-; los compartidos mitos fundacionales, siendo la armónica o el violín del pionero en el cinematográfico western y la trompeta o el saxo del errabundo músico de jazz dos de los emblemas más poderosos de la aportación norteamericana a la cultura desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. 

Por otro lado, las apreciables afinidades técnicas que alientan la simbiosis entre la música de jazz y el entramado narrativo propio del cine, no ocultan las dificultades -y así se señala en el prólogo que comento- que entraña superponer la rabiosa subjetividad de las piezas jazzísticas a una paralela y autónoma evolución del discurso fílmico que transcurre en pantalla. No obstante, ese juego, a menudo forzado, abrupto, acaba por enriquecer la visión de las películas, abriéndolas a posibilidades que un tratamiento musical más convencional no permitiría. 

Tras estas cuestiones iniciales, en el resto de la presentación preliminar se repasa la constante imbricación entre ambas artes, ya desde el primer contacto en el cine mudo, cuando la música -tantas veces de jazz- acompañaba las alegres y ruidosas sesiones de cine en las salas. El autor imagina las reacciones que probablemente acometerían al orondo Fats Waller ante las peripecias en pantalla del imperturbable Buster Keaton, o a Count Basie “dialogando” al piano con las desorbitadas aventuras de Chaplin. También se resalta -y no por ser obvio resulta menos revelador- el hecho de que el nacimiento del cine sonoro tuviera lugar con una película -El cantor de jazz, estrenada el 6 de octubre de 1927, hace casi cien años, con Al Jonson, blanco caracterizado de negro-, pese al título poco cercana al jazz, que abrirá una interminable lista de cintas de Hollywood (y de otras cinematografías europeas) con presencia jazzística y que se analizan con detalle en el texto a través de muy diversos décadas y estilos (el desprejuiciado dixieland previo a la Gran Guerra, el más tenso estilo de Chicago en los “alegres años veinte”, el swing de poco antes de la Segunda Guerra Mundial, el be bop de los cuarenta, el cool jazz, el hard bop y el free jazz de los más libres decenios posteriores, los estilos consolidados en el bienestar de los setenta, el período áureo de los ochenta y los noventa, con clásicos como Cotton Club, Alrededor de la medianoche, Bird, Los fabulosos Baker Boys, Acordes y desacuerdos y, en general, la cinematografía completa del director de esta última, Woody Allen), géneros (la comedia musical, el drama psicológico o el thriller) y países (con, además del cauce principal norteamericano, algunos ejemplos de Italia, España, Japón y singularmente la Francia de los 50, con un París aún centro del mundo cultural). 

En este sentido, y dentro del citado recorrido histórico, tiene interés también, y quiero por ello comentarla brevemente, la distinción que se hace en este capítulo introductorio entre música diegética y extradiegética, es decir entre un tratamiento musical en las películas que desempeña un cometido expresivo de tipo interno, consustancial a la dramaturgia, y otro que solo supone un aditivo epidérmico, aun siendo considerable e incluso preponderante dentro de los ingredientes del film. Sostiene Carlos Aguilar que en los primeros decenios del cine sonoro, el jazz en general consistía en actuaciones, por lo común de orquestas swing, dentro de, casi siempre, comedias musicales; mientras que, por el contrario, desde los inicios de los años 50, sin abandonarse por entero la opción anterior, el jazz se integra en la propia banda sonora, gracias al trabajo innovador de compositores tan soberbios como Alfred Newman, Alex North, Leith Stevens y Elmer Bernstein. Ese doble enfoque prevalece claramente en nuestros días, con películas que en su seno incluyen actuaciones o conciertos o interpretaciones en salas o “garitos”, integradas en la trama del film, y otras que, no siendo estrictamente musicales, incluyen una banda sonora significativamente jazzística. 

Lo sustancial del libro reside, no obstante, en el amplio catálogo de largometrajes -de ficción y documentales-, cineastas, discos, músicos de jazz y creadores de partituras para cine que integran el extenso índice alfabético de la obra. Un listado del que el propio autor excluye -y justifica su criterio en el cierre al capítulo preliminar- a prestigiosos compositores de bandas sonoras, esenciales en la historia del cine -como Ennio Morricone, Bernard Herrmann, Max Steiner o Nino Rota, entre otros muchos-, y actores/cantantes destacados -Judy Garland, Bing Crosby o Doris Day, por citar tres ejemplos- pero cuyo enfoque musical ni siquiera roza -a juicio de Aguilar- lo jazzístico. Del mismo modo, no encontraremos a vocalistas, intérpretes y, en general, reputados jazzmen -Charlie Parker, Coleman Hawkins o Bill Evans, solo entre los clásicos- que no han tenido más que una relación episódica o menor con el cine. Pero dar cuenta de los centenares de entradas que convierten este Cine y Jazz en una publicación magistral es tarea condenada de antemano a la imposibilidad. Os remito una vez más, pues, a Buscando leones en las nubes, a los tres programas en que podréis escuchar una treintena de estas breves reseñas que incorpora el libro, acompañadas de sus correspondientes ilustraciones musicales. 

Y para cerrar de un modo ya fugaz esta sección musical del espacio -aún me resta un forzosamente breve comentario sobre los fecundos nexos entre el cine y la poesía-, dejo ahora un breve apunte sobre otros dos libros que, con un planteamiento también específico y muy concreto, examinan las desde hace décadas muy frecuentes y fructíferas relaciones entre las películas y la música rock. Con este propósito explícito desde el título, El rock en el cine, la valenciana y creo que hoy desaparecida editorial La Máscara presentó en 1999 un interesante libro de Eduardo Guillot, periodista musical y cinematográfico. La obra se articula en cinco secciones bien repletas de valiosas informaciones, aderezadas con un muy austero aparato gráfico, sobre todo fotogramas y carteles; todos ellos en un muy pobre blanco y negro, en una obra en la que es perceptible -y no solo desde el punto de vista formal- el transcurso de un cuarto de siglo desde su publicación. 

El primero de los apartados, el más teórico y expositivo, Encantados de haberse conocido, repasa las conexiones entre la música rock y el cine a partir de la estelar aparición de Elvis Presley a mediados de los cincuenta de la pasada centuria. El recorrido se presenta como ciertamente complejo por la ingente cantidad de películas, por la dificultad de definir con exactitud qué es el rock, y, sobre todo, por la complicación que entraña delimitar el objeto del estudio que se lleva a cabo en el libro: ¿películas con presencia del rock en sus argumentos? ¿En sus intérpretes? ¿En las bandas sonoras? ¿Cine abiertamente centrado en grupos o en cantantes? ¿Documentales? ¿Grabaciones de conciertos? En cualquier caso, este capítulo introductorio de la obra recoge someros análisis sobre los rasgos que definen la interdependencia musical y cinematográfica de ambos géneros: Como máximos exponentes de la cultura de consumo del siglo XX, el cine y el rock estuvieron encaminados a haberse conocido desde que el fenómeno Elvis arrasó los Estados Unidos, a mediados de la década de los cincuenta. Afloran así, en esa primera década analizada y entre otras ideas sugestivas, algunos datos sociológicos, como el aumento de la capacidad adquisitiva y el acceso de los jóvenes al consumo, la más libre exploración y mayor presencia pública del sexo, las reivindicaciones de clase, el creciente papel de los teenagers en la cultura popular, la irrupción del “fenómeno fan” con el público que se “desmelena” en los conciertos y baila incluso en los cines durante la proyección de las películas musicales. Hay apuntes también sobre la siguiente era pop y hippie, las playas californianas, los Beatles, los festivales, las películas que los reflejan, Woodstock, El último vals. Se examina también una fase posterior, que el autor denomina como de “inquietudes artísticas”, con estrellas del rock que aceptan papeles de actores (David Bowie en El hombre que cayó a la tierra, Mick Jagger en Performance o Bob Dylan en Pat Garrett & Billy the Kid); con películas dirigidas por músicos (como el propio Dylan en Renaldo & Clara o David Byrne y sus True stories); y con el acceso a la dirección cinematográfica de la primera generación de jóvenes directamente influenciados en su educación por el rock. Por último -no se olvide que el libro se cierra en 1999- se habla, en Final abierto, del cine independiente y la presencia en él de los entonces nuevos estilos musicales como el punk, el rap o el hip hop. 

Tras este capítulo inicial, el núcleo central de libro lo integra un completísimo catálogo de películas más o menos sustanciales en relación con el objeto principal del ensayo y que incluye varios cientos de ellas con sus correspondientes comentarios. Hay, además, otras secciones, como otro listado de filmes -también centenares- en los que se aborda el tema de manera tangencial, una filmografía orientativa de músicos y actores, un índice de títulos originales y una bibliografía final. 

Algunas de las carencias del libro de Guillot -fundamentalmente el hecho de que su análisis se detenga antes del comienzo del presente siglo- pueden subsanarse consultando Rock & Cine, el libro de Jordi Picatoste presentado por Reedbook ediciones en un más reciente 2022. La obra, profusamente ilustrada con carteles de películas, fotogramas de los filmes y fotografías de infinidad de músicos -lo cual ya es un valor en sí mismo que justifica la compra del libro-, estudia cincuenta películas en las que la ambos mundos artísticos confluyen con brillantez. Tras una muy breve introducción en la que se delimita el marco conceptual en el que se desarrollará el ensayo, Picatoste, periodista y escritor cinematográfico, lleva a cabo su análisis estructurado en siete muy sugestivas secciones (al autor habla de seis, pero la última se subdivide en dos, cada una de las cuales tiene entidad propia). 

En la primera, El rock como tema, recoge diez películas en las que sus protagonistas se “mueven” en entornos del rock, como El fantasma del Paraíso, Out of the Blue, Calles de fuego o Quadrophenia. De título también elocuente, Biopics, el segundo apartado, se detiene en las biografías cinematográficas de músicos muy conocidos: Janis Joplin en La Rosa, Jerry Lee Lewis en Gran bola de fuego o Freddy Mercury en Bohemian Rhapsody, entre otros. En Los rockeros van al cine grandes nombres de la música, Elvis Presley, los Beatles, los Ramones, The Clash o Prince, a modo de muestra, comparecen con películas que protagonizaron: El rock de la cárcel, ¡Qué noche la de aquel día!, Rock And Roll High School, Rude Boy o Purple Rain. Conciertos y documentales, una rúbrica igualmente esclarecedora, acoge una muestra espléndida de documentales sobre cantantes, festivales y conciertos, como Don’t look back sobre Dylan, Let it be y los Beatles, el festival de Woodstock, el Gimme Shelter de los Rolling Stones, El último vals de Scorsese, The Kids are allright sobre los Who, la excepcional Stop Making Sense, dirigida por Jonathan Demme con los Talking Heads llenando la pantalla, Searching for Sugar Man, centrada en la no tan conocida figura de Sixto Rodríguez y que en 2012 se llevó el Oscar al mejor documental. En la antepenúltima sección, Musicales, se nos presentan algunas películas en las que la música no es el tema sino que constituye el clima, la atmósfera narrativa, como ocurre con Jesucristo Superstar, Grease, The Wall o Across the universe. Bandas sonoras nos trae títulos que no son propiamente musicales en su temática pero en las que la acción narrada se envuelve en canciones rock. Aparecen aquí títulos legendarios de la historia cinematográfica como Easy Rider o American Graffiti, y otros más recientes como Forrest Gump, la María Antonieta de Sofia Coppola o la formidable Érase una vez en… Hollywood de Tarantino. Por último, el libro se cierra con un bloque dedicado a canciones concretas, clásicos del rock, asociados a películas absolutamente alejadas del universo musical; es el caso de Rock around the clock en Semilla de maldad, Jumpin’ Jack flash en Malas calles, The end de los Doors, mencionado aquí hace unas semanas en relación con Apocalypse now o el London Calling de los Clash que suena en Billy Elliot. Un libro muy disfrutable que cuenta también con una valiosa bibliografía final. 

Ya muy fuera de tiempo dejo aquí, sin apenas presentación, mis tres sugerencias en relación con los lazos entre el cine y la poesía. En 2003, mi muy querida revista Litoral, de aparición frecuente en Todos los libros un libro, publicó dos números, el 235 y el 236, ambos a cargo de Lorenzo Saval y Mª José Amado, que con los títulos respectivos de La poesía del cine y Los poetas del cine, y con su acostumbrada brillantez formal -formato acogedor, papel de excelente calidad, infinidad de reproducciones de obras plásticas, fotografías, documentos, carteles, fotogramas y diseños- repasa tanto los presupuestos teóricos de los vínculos entre ambas artes, como las numerosas manifestaciones de esa conexión en centenares de poemas, tanto de autores españoles como extranjeros, cuyos versos giran, de modo directo o meramente alusivo, sobre el vasto universo cinematográfico. 


El primero de los dos tomos se centra en los momentos iniciales de la historia del cinematógrafo, desde sus orígenes, cuando la moderna invención acababa de irrumpir en la sociedad y en las artes, hasta los años treinta del siglo pasado. Con un predominio ostensible de la mencionada base teórica, en la obra se incluyen estudios de especialistas e historiadores en torno a la existencia de un cine genuinamente poético con el análisis de la obra de los pioneros que dotaron al cine de un lenguaje poético; artículos, reflexiones, entrevistas y poemas aparecidos en esas etapas de eclosión del nuevo arte; documentados análisis sobre la aportación española -Dalí, Buñuel, Lorca, Alberti, Cernuda- a esa relación entre la creación pictórica, la escritura poética y el séptimo arte; entre otros temas. 

La segunda entrega de esta serie cinéfila de Litoral comienza, por lo tanto, donde finalizaba la anterior, para mostrar la estrecha relación que todavía hoy pervive, y de manera muy fecunda, entre la poesía escrita y la cinematográfica. Con infinidad de referencias a películas y directores (Bresson, Ozu, Kirostiami, Truffaut, Visconti, Bergman, Pasolini, Fellini, Ray, Oliveira, Kubrick, Tarkovsky, nombres destacados del cine europeo, del estadounidense más independiente, del latinoamericano, del de oriente próximo y el asiático) que pueden considerarse poéticos -por su lenguaje cinematográfico, por sus procedimientos expresivos-, este muy interesante volumen sobresale, fundamentalmente, por la inclusión de una copiosa antología de versos, que van desde Gabriel Celaya, Pablo García Baena, García Lorca, Alberti, Gerardo Diego o Pedro Salinas hasta los poetas más jóvenes del momento -recuérdese, 2003- en que la obra se publicó, en un recorrido que atraviesa el surrealismo, la generación del 27, los poetas sociales de los 50, los novísimos, entre otros movimientos poéticos que se han ocupado de un fenómeno -el cinematógrafo- que, desde sus orígenes, resultaba muy sugestivo y evocador y de una extraordinaria capacidad poética. Todo ello acompañado, una vez más, de incontables ejemplos de cuadros, pósters, fotografías, siempre con el cine como motivo. 

Y ya como cierre forzosamente fugaz, os recomiendo entusiasmado Viento de cine, la magnífica antología que el escritor José María Conget, cuyas novelas yo leía con devoción hace más de cuarenta años, publicó en 2002 en la editorial Hiperión. El libro recoge un siglo, de 1900 a 1999, de poesía en español con presencia en ella del cine, bien como un elemento central o en referencias tangenciales. En los versos escogidos comparecen títulos de películas ancladas a la memoria de la infancia, escenas enlazadas a nuestros recuerdos, la irradiación magnética e inalcanzable de los actores y las actrices, la evocación nostálgica de las salas, la magia, en definitiva, del cine que acompaña nuestras vidas. Citaré solo algunos de los poetas más “recientes”, para reflejar el alcance y la importancia de la selección: Jesús Lizano, Ana María Navales, María Sanz, Pere Rovira, José María Merino, Harkaitz Cano Jaúregui, Felipe Benítez Reyes, Miguel D’Ors, Javier Benítez, Karmelo C. Iribarren y Manuel Sánchez Chamorro, José María Álvarez, Manuel Sánchez Chamorro, Juan Luis Panero, Carlos Marzal, Pere Gimferrer, José Manuel Benítez Ariza, Amalia Bautista, Antonio Martínez Sarrión, Juan Bonilla, Luis García Montero y Pedro Sevilla. Todos ellos están presentes, acompañados de canciones y composiciones originales de películas, en los dos programas que hace muchos años dediqué al libro en Buscando leones en las nubes y a cuya escucha ahora quiero invitaros como despedida de esta muy larga -e inabarcable por la profusión de propuestas- reseña. 

Un enternecedor poema de Pere Rovira, Domingos, como es obvio alusivo al cine, pone punto final a la emisión junto con la muy identificable melodía de Cinema Paradiso, la excepcional composición de Ennio Morricone para el filme del mismo nombre dirigido por Giuseppe Tornatore. 


Domingos. Pere Rovira 

Cuando trato de recordar las tardes festivas de la infancia, me llegan casi siempre las mismas escenas: mi padre está sentado en el café, con sus amigos, huelo el agradable olor caliente del humo del tabaco, miro las cartas sobre el tapete verde y el montoncito de dinero delante de cada jugador, quiero que el de mi padre sea el más alto, pero a veces sólo mide tres o cuatro pobres billetes de un duro. Sé que uno de ellos es para mí, y mi padre me lo da, sonriendo, y la sonrisa es la misma cuando tiene muchos billetes que cuando tiene pocos. Con ese duro he de comprar su entrada y la mía. Él jugará hasta el descanso y vendrá a ver conmigo la segunda película. Entro en el cine y espero. La primera película nunca me gusta, porque yo preferiría estar en el café, con mi padre, y verle ganar todas las partidas. A veces, el descanso ya termina y él todavía no ha venido, pero yo sé que no tardará, que cuando se apaguen las luces se sentará a mi lado y me irá contando la película buena, que será en color y de caballos. 

La tarde que recuerdo es siempre de invierno, y cuando salimos del cine hay un frío negro y cruel en las calles y tiembla la luz débil de las farolas y la noche huele a domingo por la noche, un olor pobre, como de lana húmeda de bufanda. Yo era feliz hasta que llegaba esa hora oscura de ir a casa, cuando el trozo de vida distinta que me correspondía cada siete días había terminado. 

Las fiestas nos enseñaron a sentir el tiempo bueno como un final. El poeta dice que los días laborables tienen razón. No sé qué razón pueden tener, ¿ahorrarnos, tal vez, el miedo a no vivir bastante? Es una buena frase sobre las decepciones que producen los paraísos, los pequeños espejismos de vida que rompen el tiempo rutinario, letárgico. Una frase sobre las resacas: cuanta más razón tenga el lunes, más dulce habrá sido el domingo. Aunque haya habido en él un momento de vacío anticipado, de irrealidad, de asco. 

Cuando empezamos a aprenderlas, las cosas son más concretas. Después, olvidamos los detalles y ya no sabemos de dónde salen los viejos sentimientos. Los lunes, al alba, mi padre se iba a trabajar, y todos, él, mi madre, yo, nos quedábamos solos. Los días laborables no podían tener razón alguna, y nosotros sólo queríamos que alguna vez se acabasen para siempre. 

En la tristeza de los domingos busco ahora, después de tantos años, rastros de aquel tiempo pequeño que fue nuestra riqueza. Y quizá lo es todavía. El deseo de alargar las horas buenas. El odio a las despedidas y a la prisa. El sabor a champaña de la noche que empieza. El tabaco de las sobremesas lentas. Las miradas tranquilas, que quieren quedarse en los ojos. El regusto de la vida que nunca tendría que terminar. Cosas que he heredado de un niño que tenía ganas de llorar cuando salía del cine. 

Me pregunto qué debía de sentir el hombre joven que me daba la mano, cómo hacía para no desesperarse, para sonreír, para no decirme «no», cuando yo quería que volviese a explicarme por qué el caballo blanco corría más. Y me pregunto qué habría heredado si él no hubiese querido regalarme su juventud.


Videoconferencia
Música y poesía de cine