Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de junio de 2025

CORMAC McCARTHY. TRILOGÍA DE LA FRONTERA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos al último programa de Todos los libros un libro por este curso 2024-2025. Hoy llegamos al final de nuestra decimoquinta temporada, solo una semana después de haber cumplido las seiscientas emisiones del espacio. A lo largo del mes de junio, y con la excusa de la inminencia de las vacaciones veraniegas, siempre propicias para la lectura, he venido recomendándoos diferentes libros que por su amplia extensión, por su especial carácter adictivo o por su temática -navegaciones, aventuras marinas, arriesgadas expediciones- me han parecido especialmente idóneas para su lectura en estas largas y descansadas jornadas estivales que ya se avecinan. 

Y así ocurre hoy también, en esta postrera edición del espacio, en la que voy a hablaros de tres libros excepcionales, casi mil páginas de soberbia literatura, en una nueva propuesta plural que os presento con la innecesaria excusa de un aniversario, en una coincidencia que, como pueden imaginar los más asiduos seguidores del programa, tiene poco de azaroso y todo de premeditado por mi parte. Y es que hace unos días, el pasado 13 de junio, se cumplieron los dos años de la muerte en Santa Fe, Nuevo México, del escritor estadounidense Cormac McCarthy, uno de los grandes autores de la literatura contemporánea, norteamericana y también universal, y uno de mis escritores favoritos, con una doble presencia en la vasta trayectoria de Todos los libros un libro que hoy celebramos. En 2015 os hablé aquí de La carretera y No es país para viejos, y el año pasado, por estas mismas fechas, al cumplirse entonces el primer aniversario de su muerte, de Meridiano de sangre; las tres, obras mayores de su literatura. En esa última ocasión ya adelanté que habría nuevas emisiones centradas en sus libros, y así será esta tarde, en que voy a dedicar el espacio a la denominada Trilogía de la frontera, quizá su obra más representativa, sin duda la más popular y conocida, un proyecto deslumbrante integrado por las novelas Todos los hermosos caballos, de 1992, En la frontera, de 1994, y Ciudades de la llanura, publicada en 1998. La primera de ellas fue objeto de una prescindible recreación cinematográfica, dirigida por Billy Bob Thornton en 2000 y con la presencia estelar de Matt Damon y nuestra Penélope Cruz, en un filme, como digo decepcionante y muy por debajo de la calidad del libro, del que, pese a ello, también voy a dejaros algún comentario. Los tres libros aparecieron en nuestro país en 1999 en el seno de la editorial Debate, en volúmenes de casi imposible adquisición hoy, fuera del circuito de las librerías de viejo, con sus precios exorbitantes. Hay, no obstante, infinidad de ediciones mucho más actuales y asequibles, en Penguin Random House, que compró el clásico sello barcelonés y que ha optado por mantener las excelentes y presumiblemente difíciles traducciones originarias de Luis Murillo Fort. 

Cormac McCarthy había nacido en 1933 en un Rhode Island muy alejado, paradójicamente, del territorio en que se desenvuelven sus obras más representativas, el Oeste y el Suroeste norteamericanos (aunque, al parecer, vivió durante años en El Paso, Texas, y después en Santa Fe; estos sí escenarios de sus historias). La mayor parte de las circunstancias de su biografía permanecen ocultas o envueltas en el misterio y hasta en la leyenda. Se sabe de sus estudios universitarios no terminados, de una vida de una cierta errancia, de sus tres matrimonios, de su reiterada paternidad -en algún caso a edad avanzada-, de su relativo retiro en una granja familiar, de su renuencia a conceder entrevistas (tras el éxito, en 2006, de La carretera, que ganó el Pulitzer de ese año, logró entrevistarlo, una relevante excepción en su conducta habitual, Oprah Winfrey, la muy popular periodista y prescriptora literaria norteamericana). Esa presumible austeridad vital, con sus notas de retiro y silencio públicos, de apartamiento de los fragores del mundo literario -del mundo en general-, de soledad y anonimato, de disciplina y rigor, casa muy bien con los motivos y, sobre todo, la atmósfera de sus novelas, en las que aflora un universo despojado, sobrio, austero, y unos personajes casi siempre fuertes, íntegros, insobornables… 

En la Trilogía de la frontera están ya, en mayor o menor medida, y con todos los matices que se quiera, los escenarios, la temática, los principales rasgos de estilo y los recursos técnicos de la literatura de McCarthy, unas notas distintivas muy singulares y características que hacen que quien tenga un mínimo conocimiento de su obra identifique desde las primeras páginas cualquier escrito de su autor. Las, a mi juicio, tres notas esenciales ya habían sido adelantadas por mí en mi reseña de hace un año. En primer lugar, la ambientación, que sea cual sea la época en la que se sitúan sus novelas, remite al territorio de la mitología clásica de Estados Unidos, el del western: grandes extensiones deshabitadas, naturaleza extrema y hostil, feroz y despiadada, desiertos, límites, las fronteras con el cercano México, un universo árido, baldío, inclemente, mortecino, atroz, poblado por hombres solitarios, independientes, desarraigados, a menudo asociales y de una violencia desmedida (no tan brutal, aunque sí cruel, como en Meridiano de sangre o No es país para viejos), vaqueros, cowboys, nativos paupérrimos, vagabundos errantes, prostitutas y asesinos a sueldo, seres condenados al despojamiento, la errancia, la soledad y la incomunicación. En segundo lugar, sus temas recurrentes, la brutalidad, la violencia, la crueldad (Lo constante en la historia es la codicia, la necedad y una avidez de sangre que incluso Dios (que sabe todo cuanto puede saberse) parece impotente para cambiar), la ausencia de compasión, el conflicto entre el bien y el mal, la difusa línea divisoria entre civilización y barbarie, la lucha por la supervivencia, la búsqueda de la propia identidad y del sentido de la existencia, la exploración de los rincones más oscuros de la naturaleza humana, la irrelevancia de la tenue huella de nuestro paso por el mundo -y, en abierto contraste, la necesidad de luchar por preservarlo, de recordarlo, de dejar testimonio de él- en un tiempo y un espacio de dimensiones cósmicas. 

Y por último, el tercer rasgo distintivo de la novelística de McCarthy es su propia escritura, su singular y muy identificable estilo, la prosa envolvente, austera, concisa, brillantísima, carente de ornamentos retóricos, la puntuación mínima (que convierte sus páginas, incluso desde el punto de vista tipográfico, en superficies “compactas”), los diálogos cortantes, lacónicos, las frases breves y directas, las descripciones poderosas y precisas, la manera de describir los paisajes, con una inusual atención al detalle, el ritmo ágil, rápido, el lenguaje arcaizante, el deslumbrante y vasto léxico, en apariencia paradójico, dada la economía en el uso de palabras, las construcciones sintácticas sencillas, sin digresiones ni desvíos, haciendo un uso escaso de las subordinadas, la frecuente inclusión de términos en castellano... 

En torno a este marco común, la historia que se nos narra en la Trilogía -si es que puede unificarse en un solo hilo conductor la multiplicidad de tramas que se cruzan en las cerca de mil páginas de la obra entera- reflexiona, con una gran belleza y una muy apreciable (en todos los sentidos, como perceptible y como valiosa) atmósfera de melancolía, sobre la pérdida de la inocencia, el paso del tiempo y el inevitable choque entre el pasado y la modernidad, en una sucesión de lances ambientados en el habitual paisaje agreste y desolado que enmarca la novelística más sobresaliente de McCarthy. Tres novelas que, en síntesis argumental apresurada, exploran el destino de dos muy jóvenes vaqueros en un mundo en constante cambio, entre las tierras de Estados Unidos y México a mediados del siglo XX. 

En la primera de ellas, Todos los hermosos caballos, se narra el viaje de John Grady Cole, un joven de dieciséis años que abandona su Texas natal en busca de un destino propio en México, en un esquema clásico de novela de formación o iniciación. La historia comienza en 1949 con la muerte del abuelo de John Grady, último sostén del rancho familiar en San Angelo. Su madre, separada de su marido, ausente, desligada de la vida rural (no todo el mundo cree que la vida en un rancho de ganado en el oeste de Texas es lo mejor después de morir e ir al cielo. No quiere vivir allí, eso es todo. Si fuese un asunto rentable, sería otra cosa. Pero no lo es) y trabajando ahora como actriz de teatro en la no muy lejana San Antonio, decide vender la propiedad, lo que, unido a ciertas desavenencias con el padre, un hombre frágil, atormentado, afligido por la separación de su mujer, deja al joven sin raíces ni futuro claro. Resuelve entonces, tras el rechazo materno y sin posibilidad de continuar como vaquero en Estados Unidos, cabalgar hacia el sur acompañado por su mejor amigo Lacey Rawlins, cruzar la frontera con México y buscar un lugar donde aún se conserve el mundo que anhela: el de los caballos, el honor y el trabajo duro. Durante el viaje, conocen a un tercer joven -casi un niño-, Jimmy Blevins, un personaje enigmático, impulsivo y ligeramente desequilibrado. Aunque Rawlins desconfía de él desde el inicio, John Grady siente una mezcla de compasión e identificación con su carácter errante. Este encuentro marcará el rumbo de los acontecimientos posteriores y será decisivo en el futuro de los jóvenes de un modo que no puedo revelar. 

Dejando atrás -temporalmente- a Blevins, los dos chicos empezarán a trabajar en la Hacienda de Nuestra Señora de la Purísima Concepción, un rancho de once mil hectáreas, propiedad de don Héctor Rocha y Villareal, en el estado de Coahuila. Su pericia, el dominio innato (montaba como si hubiera nacido cabalgando) y la habilidad de John Grady con los caballos pronto le gana la estima del patrón, quien lo promueve a capataz del rancho. En ese contexto, el joven conoce y se enamora de Alejandra, la hija del patrón, una joven muy bella, refinada y melancólica, a la que vislumbra, siempre al paso, en sus cabalgadas con los caballos de la hacienda. Aunque al principio ella parece inalcanzable (Casi había intentado hablarle pero aquellos ojos habían cambiado el mundo para siempre en el espacio de un latido), pues la muchacha pertenece a un mundo social y cultural muy distinto al suyo (es probable que (…) se cite con muchachos que poseen su propio avión, para no hablar de coches, le dirá Rawlins para mitigar la pasión de su amigo), terminan entablando una relación amorosa intensa pero clandestina. La historia se mueve aquí entre las descripciones la vida en la hacienda, el adiestramiento de los caballos, las faenas ganaderas, la cotidianidad en el rancho y la atracción entre los protagonistas, que introduce un contrapunto lírico, romántico, a los acontecimientos más duros que definen al resto de la novela. 

Entre ellos están, y su referencia será meramente superficial, por no desvelar demasiado de la trama, el arresto y la terrible estancia de los chicos en una cárcel mexicana, una experiencia marcada por la violencia extrema, con peleas a cuchillo, intentos de asesinato y corrupción sistemática (La prisión no era otra cosa que un poblacho amurallado y su interior era un constante hervidero de toda clase de tráfico e intercambio, desde radios y mantas hasta cerillas, botones y clavos de zapato y en medio de este comercio reinaba una pugna constante por la categoría y la posición. Apuntalando todo esto, como la norma fiscal en las sociedades comerciales, yacía una capa de depravación y violencia donde con una igualdad absoluta todos los hombres eran juzgados por un único patrón: su capacidad para matar). Tras la salida de la prisión, con el dramático bagaje de lo vivido -muertes y pérdidas-, Grady, solitario, rebelde en su valiente opción por mantener la dignidad, marcado por el daño y las ausencias, sin vínculos (Los vínculos más fuertes que conoceremos en nuestra vida son los de la desgracia. El vínculo comunitario más profundo de la pena), intenta vanamente retornar a un mundo que ya no existe: su abuelo ha muerto, la tierra ha sido vendida, y él, una figura trágica en un universo en que ya no caben los héroes románticos, ha cambiado para siempre: Pensó que en la belleza del mundo se escondía un secreto. Pensó que el corazón del mundo latía a un coste terrible y que el dolor del mundo y su belleza se movían en una relación de equidad divergente y que en este temerario déficit podría exigirse en última instancia la sangre de multitudes por la visión de una única flor. 

La adaptación cinematográfica de la novela, dirigida por Billy Bob Thornton y protagonizada por Matt Damon en el papel de John Grady y Penélope Cruz como Alejandra, se estrenó en el año 2000 con una acogida crítica tibia. La película sigue de forma bastante fiel el argumento principal de la novela, respetando los hitos narrativos más relevantes: la muerte del abuelo, el viaje a México, el encuentro con Blevins, el romance con Alejandra, el paso por la cárcel y el regreso a Texas. No hay invenciones significativas en términos de hechos, lances o episodios, pero ello es un logro muy pobre cuando estamos hablando de la traslación de un libro que es, como hemos visto, mucho más que su trama (todos lo son, pero las novelas de McCarthy de un modo bastante más notorio). Aunque se mantenga una notable fidelidad estructural al argumento, la traslación cinematográfica pierde lo esencial del alma del texto, que se omite o simplifica. A ello ha debido contribuir el que, al parecer, las tres horas de duración original de la película se hubieran convertido en apenas dos en la versión final comercializada, lo que, sin duda, habrá repercutido en la pérdida de “densidad” del filme. Lo cierto es que nada queda de una novela profundamente literaria, filosófica y simbólica, muy densa estilísticamente y cargada de matices psicológicos; nada de su ambigüedad moral, de su lirismo áspero y de su visión trágica del mundo, reducido todo ello en la pantalla a una muy simple, accesible, romántica y convencional historia que edulcora y desvirtúa los muchos focos de interés, ya reseñados, del libro. 

Así, no hay ni rastro de tono contenido y ambiguo de la novela (cierto es que la difícil prosa de McCarthy no parece fácil de convertir al lenguaje audiovisual sin perder su carga simbólica y existencial). Igualmente, la falta de explicitud del texto y su capacidad de sugerencia de las motivaciones internas de los personajes, que afloran de manera indirecta a través de los diálogos elípticos y las descripciones del paisaje, desaparecen para dar paso a convenciones dramáticas más claras, lo que trivializa y empobrece la complejidad del original. Del mismo modo, la representación del amor entre Grady y Alejandra, que en el libro se insinúa como una relación marcada por los silencios, la fatalidad, el destino, la represión y los códigos sociales, se ofrece al espectador al modo de un romance cinematográfico al uso, con escenas sensuales y una idealización de los cuerpos que está en las antípodas del espíritu austero, sobrio y despojado con el que la dibuja McCarthy. Muy alejado, también, de su referente literario, es el tratamiento de la violencia y el descenso a los infiernos de Grady en su estancia en la cárcel. La brutalidad de la prisión, los dilemas morales que lo asaltan, la sensación de descomposición del orden, todo ello aparece muy suavizado para acomodarse a las exigencias del cine comercial. No hay en el filme, tampoco, más que un leve y casi imperceptible apunte del poderoso y significativo valor metafórico que en la novela tiene la frontera entre los Estados Unidos y México en una metáfora de paso. El John Grady novelesco, que, transformado, endurecido y trágico, vuelve a su país tras sus dramáticas vivencias, no muestra ni siquiera un mínimo atisbo del aura romántica, luminosa y esperanzada de la que lo dota un final cinematográfico, en cierto modo “made in Hollywood”. 

Ni siquiera la elección de los actores contribuye a la valoración de la película. Matt Damon es demasiado “limpio” -en todos los sentidos- para encarnar a su personaje, y a Penélope Cruz le falta el aire de misterio, de melancolía y sobriedad de la Alejandra literaria. Hay apariciones fugaces e irrelevantes desde el punto de vista artístico de Sam Sephard, Bruce Dern y Rubén Blades. Los muchos mexicanos que se cruzan en la cinta rozan, todos, sin excepción, la caricatura. Destacan, no obstante, el trabajo visual de Barry Markowitz con una fotografía que, sin grandes alardes, captura con belleza y sobriedad los paisajes, los cielos despejados, las llanuras infinitas, la luz del amanecer, muy alejados, no obstante, del universo mítico de McCarthy. Por último, es apreciable también la banda sonora, compuesta por Larry Paxton, Marty Stuart, Kristin Wilkinson, con algún apunte, muy reconocible, de Daniel Lanois. La música, pese a ser “bonita”, suaviza también, como ocurre con el resto de los elementos y recursos técnicos de la película, el tono sombrío del relato original. 

En la frontera sigue la historia de Billy Parham, un joven de dieciséis años que vive con su familia en Nuevo México, cerca de la frontera con México, en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. La novela comienza con una imagen casi mítica: la aparición de una loba que ha cruzado la frontera desde México hasta los Estados Unidos. Billy, con un profundo respeto por la criatura, decide capturarla viva en lugar de matarla, y emprende un viaje solitario para devolverla a su tierra natal, atravesando la frontera hacia el país azteca. En ese viaje -el primero de una trama que incluirá varias idas y vueltas de uno a otro país- el chico se encuentra con una realidad dura y violenta, en una confrontación brutal con el sinsentido de la vida, ejemplificada en el atroz destino de la loba, robada primero, torturada luego, expuesta de manera inhumana en una feria local y, por fin, muerta de manera salvaje. Esa “aventura”, en cierto modo aislada y autónoma con el resto de la novela es de una atrocidad y, a la vez, una belleza indescriptibles, y resulta ser, a mi juicio, una muestra ejemplar, muy significativa, de la literatura entera de McCarthy. 

El retorno a casa del muchacho, tras su abrupto despertar a los aspectos más pavorosos de la condición humana, lo enfrentará a una tragedia aún mayor: su familia ha sido asesinada y su hogar devastado por un grupo de cuatreros. Solo queda su hermano menor, Boyd, de apenas catorce años. La imposibilidad de salir adelante tras la muerte de los padres y la pérdida del rancho marcan el colapso del mundo que Billy conocía, por lo que ambos hermanos deciden emprender un segundo viaje a México, esta vez con la intención de recuperar los caballos robados por los asesinos de sus padres. En su transcurso se ponen de manifiesto las personalidades casi contrapuestas de los dos jóvenes, escéptico, filosófico, estoico, casi meramente contemplativo Billy, que se lanza al camino -paisajes desolados, aldeas polvorientas, sierras imponentes y territorios donde la ley y el orden son conceptos difusos- sin un especial cometido, por la mera voluntad de continuar cabalgando (la hostilidad del mundo le resultaba ahora nuevamente manifiesta y tan fría como debe de serlo para todo aquel que ya no tiene para combatirla otra cosa que sí mismo), y sediento de venganza Boyd, ansioso por castigar a los responsables de su infortunio. En México Boyd de enamorará perdidamente -y el adverbio, tan tópico cuando se aplica al amor, resulta aquí muy apropiado- de una casi niña a la que encuentran en su ruta. Boyd desaparecerá, siguiendo a la chica, y Billy, tras varios intentos frustrados de alistarse en el Ejército, en los días en que los Estados Unidos se suman a la gran contienda mundial-, se lanza a un tercer viaje, en un desesperanzado deambular en su busca, guiado por rumores fragmentarios, por leyendas orales que apuntan a que su hermano se ha convertido en una especie de figura legendaria, un joven rebelde muerto en circunstancias violentas y elevado a la condición de mito, de símbolo de lucha revolucionaria, protagonista incluso de un corrido popular que ensalza su figura -el corrido del joven güero (“rubio” en México)-, en una nueva travesía, impregnada de resignación, de melancolía, de encuentros sombríos, de violencia, de descomposición, silencio y vacío (Le dijo al chico que aunque fuera huérfano debía dejar de vagar y buscarse un lugar en el mundo, porque errar de aquella manera podía convertirse para él en una pasión y que dicha pasión lo extrañaría de los hombres y en última instancia de sí mismo, le dirá, con lucidez, uno de los muchos personajes con los que se encontrará en su errancia). El joven idealista de la primera parte de la novela, siempre feliz a lomos de alguno de sus caballos, es ahora un joven taciturno, marcado por la muerte y la pérdida (El caballo avanzaba pesadamente. El perro iba detrás. Parecían lo que eran, parias en una tierra extranjera. Sin techo, perseguidos, cansados). 

Por fin, en Ciudades de la llanura, la última novela de la trilogía, los dos protagonistas de los libros anteriores se reúnen y comparten protagonismo, situando la acción hacia 1952, años después de los episodios previos. Billy Parham y John Grady Cole son ahora dos hombres, cercanos a la treintena, que ya han accedido plenamente al mundo adulto, aunque siguen compartiendo, además de unos fuertes lazos de amistad, el carácter itinerante, la independencia, el desarraigo, un acusado individualismo y su fuerte amor por los caballos. Trabajan como vaqueros en un rancho de Nuevo México, a punto de ser expropiado por el ejército. La novela está recorrida por un poderoso hilo conductor: Grady se ve poseído por una irresistible atracción por Magdalena, una jovencísima prostituta mexicana, epiléptica, que en un burdel de Ciudad Juárez vive aterrada, sometida al control de Eduardo, un proxeneta refinado e inteligente, despiadado y cruel. 

La acción se desenvuelve en varios planos. Por un lado, la vida en el rancho, la camaradería entre los vaqueros, las largas conversaciones en las que afloran retazos de sus vidas anteriores, las partidas de ajedrez con Mac, dueño de la hacienda, las historias del viejo Johnson, ya algo demenciado, los problemas con el manejo de los caballos y las posibles ventas a otros rancheros. En paralelo y, como digo, impregnando el relato entero, la historia amorosa, tierna, inocente, romántica e idealizada por el muchacho, aunque -y quizá por ello- ominosa y terrible, dramática y, a la postre, fatídica. Y también, en una dimensión que se insinúa de continuo hasta resultar casi explícita para el lector desde que Magdalena hace su aparición, el submundo violento y envilecido, doloroso y brutal en el que emerge la figura de un Eduardo perverso, que encarna la destrucción y la inevitable tragedia cuando constata la voluntad de Grady de “rescatar” a la chica y huir con ella para fundar una familia. No quiero destripar el desenlace, pero sí diré que las últimas páginas del libro, conmovedoras, un Billy de setenta y ocho años, solo, sin hogar ni trabajo, sobreviviendo a duras penas tras una vida de dolor y sufrimiento, marcado por sus numerosas pérdidas, recapitula su vida en un mundo devastado y corrompido: Todo lo que había pensado acerca del mundo y acerca de su vida era un desatino

En las tres novelas, además de los tres grandes motivos ya señalados, pueden identificarse otros muchos elementos sustanciales de la literatura de McCarthy. El primero de ellos, ya apuntado, es el de la “desconstrucción” de la mitología fundadora de los Estados Unidos. El inmenso país norteamericano levanta su joven historia sobre la épica del pionero, el sueño de la frontera como promesa de renovación, libertad e individualismo heroico. La literatura y, sobre todo, el cine de Hollywood, han contribuido a modelar la identidad nacional con imágenes del vaquero solitario, del territorio virgen conquistado, de las carretas de colonos que avanzan con su carga de orden y civilización, del progreso inevitable que se va a extendiendo desde el Atlántico hacia el Pacífico. En ese relato, la frontera, concebida como línea divisoria entre la barbarie salvaje de los indígenas y el afán modernizador, el espíritu democrático y el imperio de la ley que acompañan a los “padres fundadores”, se convierte en el mito que estructura la historia nacional. Por el contrario, McCarthy, en esta ambiciosa, crítica y muy compleja trilogía, desarticula esa mitología desde dentro, revelando su violencia fundacional, su carga de muerte y desposesión, cuestionando en particular -en una furibunda “contranarrativa” historia, geográfica, cultural y literaria que se opone a la retórica más convencional- las violentas relaciones entre Estados Unidos y México (México. Cabalgué mucho por ese país. Cuando oyes la primera ranchera te parece que entiendes todo el país. Cuando llevas oídas un centenar ya no entiendes nada. Ni lo entenderás nunca), entre el hombre blanco y los nativos indígenas, y mostrando en todo ello la profunda melancolía de sus personajes al exponer sus fisuras, su fragilidad y su carácter ilusorio. 

Y aquí surge otro aspecto muy significativo y atractivo de la obra, el dibujo de los protagonistas de las tres novelas como antihéroes. En apariencia, John Grady y Billy Parham representan figuras arquetípicas del cowboy, diestros a caballo, forjados en el riguroso paisaje del suroeste, guiados por códigos de honor que remiten a los consabidos parámetros éticos decimonónicos. Pero a diferencia del héroe clásico del western, no conquistan el mundo: lo encuentran ya perdido, aunque lo contemplan con añoranza (echo de menos la vida de la pradera. Hice la trashumancia cuatro veces. Fue lo mejor de mi vida. Lo mejor. Viajar. Ver otra región. No hay nada igual en el mundo. Ni lo habrá. Sentarse junto al fuego con el rebaño bien acostado y sin viento. Preparar un poco de café. Escuchar las historias de los viejos vaqueros. Buenas historias. Liar un cigarrillo. Dormir. El mejor sueño es al aire libre. No hay nada igual). La frontera que cruzan hacia México no es un espacio de promesas, sino un trágico escenario de muerte, traición y absurdo. En lugar de épicas de fundación, sus viajes devienen odiseas existenciales (ya hablaré más adelante de la dimensión metafísica de los tres libros) donde toda certeza -la justicia, la identidad, incluso el lenguaje- se desmorona (Lo último que dijo su padre fue que el país nunca sería el mismo). Ninguno de los dos, ni la mayoría de quienes los acompañan en sus aventuras, tienen ya ninguna frontera que conquistar, no hay en ellos un proyecto de renacimiento espiritual, de regeneración o crecimiento, ni poseen el optimismo natural que se asocia a los modelos estadounidenses de libertad e individualismo. Son, por el contrario, hombres -niños, en realidad, con catorce, quince… diecisiete años- solitarios, que deambulan por aquellos parajes agrestes sin objetivos claros, sin otro propósito perceptible que dé sentido a sus vidas que la mera supervivencia. Seres errantes, desnortados, sufrientes en su complicado proceso de convertirse en adultos, figuras trágicas enfrentadas a fuerzas que los desbordan y superan. Reflejan así la antítesis de la masculinidad agresiva, viril, compacta y sólida a la que nos ha acostumbrado la leyenda; y esta circunstancia, la fragilidad, la vulnerabilidad última de los personajes, tan contemporánea, contribuye no solo a la vigencia actual de sus experiencias sino al reconocimiento que en ellas puede encontrar el lector. Y todo ello en unas novelas -en una literatura- en las que la presencia femenina es muy limitada y residual; aunque las figuras de algunas indígenas, algunas prostitutas, alguna muchacha desvalida, alguna anciana sabia y bondadosa, alguna severa matriarca, puedan desempeñar un papel sustancial. Hay un significativo inciso, en la primera de las novelas, relativo al papel de la mujer en aquel universo brutal, que aflora en las palabras de la estricta madrina Alfonsa, de participación relevante en Ciudades de la llanura: Las sociedades a las que me han expuesto se me antojaban en su mayor parte máquinas para la supresión de las mujeres. La sociedad es muy importante en México, donde las mujeres ni siquiera tienen el voto. En México están locos por la sociedad y por la política y son muy malos en ambas cosas. 

En ambos frentes -el cuestionamiento del mito colectivo y la relativización del personaje del héroe- la frontera que da nombre a la obra opera como metáfora. Contiene, claro, una referencia geográfica, una ubicación física (el borde entre Estados Unidos y México por el que se mueven los protagonistas), pero es también y sobre todo, un concepto filosófico: el confín entre la infancia y la madurez, entre la vida y la muerte, entre la civilización y la barbarie, entre el sentido y su pérdida, entre el significado y su ausencia, entre la pertenencia y la soledad, entre la plenitud vital y el vacío existencial, entre la identidad y su dilución, entre la herencia cultural y el destino personal. Estamos, pues, ante una literatura crepuscular. Hay un universo -unos valores, una visión de la sociedad, unas coordenadas culturales y sociales, una identidad, colectiva e individual, una concepción de la masculinidad- que se agota, que se desmorona, y McCarthy nos presenta el derrumbe de ese mundo y los vanos esfuerzos de quienes lo habitan para lograr sobrevivir en él al precio que sea: la violencia, el desarraigo, la soledad, la errancia, pagando incluso, en último término, el alto precio de la muerte. 

Por lo tanto, leer la Trilogía de la frontera no es tan solo seguir el discurrir de las vidas de sus personajes en una serie de lances que se desenvuelven en el mítico territorio del western, aunque haya muchos episodios habituales en este género en cada uno de los tres libros. Hay, además de las otras vertientes reseñadas, una dimensión que podríamos llamar metafísica que se abre a los grandes temas universales, tratados con una perspectiva filosófica que brota con abundancia de referencias bíblicas y religiosas, de profundo simbolismo y de corte casi siempre apocalíptico; también ecos literarios, el viaje iniciático de Homero, las tragedias de Shakespeare, la bajada a los infiernos de Dante, el mal de Dostoiesvki. Algunos de estos temas son el tránsito, el desplazamiento, la falta de pertenencia, la identidad movediza, incierta, a menudo desgarrada; la orfandad -literal y metafórica- y la pérdida -de la familia, del hogar, del lugar en el mundo-; la transformación; la fragilidad y la ruina, la brutalidad y el sinsentido; el fatalismo, el destino; la erosión de los códigos éticos (honor, lealtad, palabra); la insuficiencia del lenguaje para dar cuenta de la radical experiencia de la vida (lo que se manifiesta en algunos pasajes de densos y oscuros discursos abstractos y especulativos de no siempre fácil intelección, en los largos silencios de los personajes, en el protagonismo del paisaje); el viaje como rito de iniciación; el dolor y la muerte (en todas sus vertientes: como experiencia física, como obsesión filosófica, como pasaje y como límite); la honda ininteligibilidad de la existencia; la imposibilidad del amor, impotente y vencido ante la soledad, la incomunicación, el desapego, la destrucción; el tiempo cíclico; el pasado que vuelve y contamina el presente; el mal y la inviabilidad de la justicia, un mal difuso, sistémico, natural, inexplicable, carente de justificación; la violencia constitutiva de nuestra naturaleza, omnipresente e inevitable; la crítica implícita a la modernidad y al progreso, que se ven como fuerzas de desintegración, no de avance; la animalidad como espejo de lo humano, en su dura supervivencia, en su sufrimiento, también en su nobleza (los caballos, esenciales en los títulos primero y tercero de la trilogía; la loba, nuclear en el segundo); el silencio y el misterio existenciales; la elocuente ausencia de Dios, un Dios elusivo, fragmentado, un enigma sin respuesta, indiferente, ajeno al dolor de sus criaturas, que contempla con idéntica impasibilidad el trágico devenir de los humanos y el sucederse de los días, la continua rotación de las estaciones, las tormentas, los vientos huracanados, las nevadas o el sol inclemente; la imposibilidad de la redención; la resistencia como una forma inútil, estéril, de dignidad; el fracaso como condición final de nuestro paso por la vida. 

Otra vertiente reseñable reside en el peculiar realismo de la escritura de McCarthy, una particularidad que se manifiesta en la muy acentuada fidelidad a los detalles, en una prosa impregnada en todo momento, pese a ello, de un notable enfoque simbólico, lo que lo aleja del limitado y romo costumbrismo. Es de un realismo deslumbrante la casi obsesiva exactitud física y material, rozando lo táctil y sensorial, en las descripciones técnicas de los caballos, de las armas, las tareas rurales, las comidas, las herramientas, los objetos, los oficios vaqueros, el herrado, las monturas, las cabalgadas, el rastreo, el cuidado de los animales, las vestimentas. Es realista la representación del cuerpo humano, la fatiga, la enfermedad, las heridas, el agotamiento, el sudor, la extenuación, el hambre, la sed, el deterioro físico. Lo es, y con un carácter de nuevo prodigioso, el tratamiento de la naturaleza, del territorio, su belleza, su aridez, su desolación, su crudeza, la austeridad de la tierra y la intemperie, los amaneceres, los crepúsculos, la luz implacable de un sol abrasador, la lluvia, la nieve, las tormentas, el viento, el polvo, las praderas, las montañas, el desierto, las vastas e interminables extensiones de tierra, su equivalente en la cúpula celeste, que impone su desmesura en las noches estrelladas, las aguas refulgentes de las charcas, los ríos, de caudal poderoso o de lechos agostados, todo ello presentado bajo una atmósfera densa, que envuelve un entorno místico, que oculta un misterio que sobrecoge, un paisaje que trasciende el decorado y alcanza una dimensión moral, que supera la condición de mero telón de fondo para convertirse en un protagonista más de las novelas, silencioso, omnipresente, muchas veces hostil, testigo implacable de la miseria y la impotencia humanas. En este sentido, la naturaleza opera como metáfora de los estados emocionales y filosóficos de los seres que la recorren: los paisajes inhóspitos son reflejo del vacío existencial y la lucha interior de los personajes, acentúan la insignificancia de los individuos frente a un universo poderoso e inflexible. Así, no es casi nunca benéfica y sí a menudo muda, distante y atroz, no ofrece consuelo alguno, no redime, no acoge, muy al contrario, castiga, condena, mortifica. 

McCarthy es también hiperrealista, y de un modo muy significativo, en la presentación de la violencia, cuando se detalla una acción humana repugnante, un asesinato, una pelea feroz o la muerte de un hombre o un animal (y son muchos los que atraviesan el relato: lobos, perros, conejos, coyotes, ciervos, caballos, zorros, burros, reses, pumas, murciélagos, aves varias). Pero en su minuciosidad extrema no hay morbo ni melodrama, no hay posicionamiento moral ni juicios de valor, hay una respetuosa traslación de los hechos, sin que se subrayen especialmente su brutalidad o su carácter trágico, de modo que es el lector el que los deberá calificar por sí mismo. Y, paradójicamente, hay también infinidad de pasajes en los que la ternura sume a ese mismo lector en la emoción más intensa (una conversación entre hermanos, una mirada a una muchacha o una caricia a un caballo: Cuando le hubo dicho al caballo todo lo que se le ocurrió, comenzó a contarle historias. Le contó historias en español que su abuela le había contado a él, y cuando le hubo contado todas las que recordaba, se puso a cantar). Y es que la muy conspicua “personalidad” de los animales, en particular la de los caballos, es otro elemento, a mi juicio sustancial, del planteamiento literario, filosófico y moral del escritor norteamericano, reflejado en infinidad de fragmentos en los que se reflexiona sobre su naturaleza y en los que se nos muestran como casi humanos, con nombre, con identidad propia, cuidados y arropados con mimo y esmero, con amorosa dedicación, la que merecen como seres muy queridos, con frecuencia la única compañía para aquellos hombres solitarios. 

Hay también un realismo geográfico, más allá del paisaje, y que atañe al espacio en que se desarrolla la acción, Nuevo México, Arizona, el sur de Texas, el norte de México, lugares que recorremos conociendo los pueblos, los emplazamientos abandonados, las viviendas de adobe, la pobreza de sus habitantes, con sus vestimentas precarias, sus silencios, su genuina hospitalidad, sus comidas someras pero apetitosas; también, en los entornos más urbanos, los inhóspitos descampados del extrarradio de las ciudades, los bares de carretera, los siniestros burdeles, los restaurantes con su limitada oferta de gastronomía local y su irrestricta venta de ingentes cantidades de alcohol, las destartaladas camionetas. Desde este punto de vista, del reflejo del entorno local, destaca el que podríamos llamar realismo lingüístico, con la presencia continua de vocablos -e incluso frases enteras- en español -en mexicano, en realidad- que puntean las novelas en su redacción original. Esas constantes irrupciones de nuestro idioma en el texto inglés -subrayadas con acierto por el traductor con reveladoras cursivas- contribuyen a la autenticidad y verosimilitud de lo narrado, facilitan el desplazamiento mental del lector a aquellos ámbitos de límites difusos, reflejan la frontera geográfica, cultural y hasta moral en la que se mueven los personajes y subrayan la profunda sensación de extranjería que envuelve a muchos de ellos. 

Y aprovechando mi comentario sobre esta presencia del español en la Trilogía quiero comentar brevemente otro elemento excepcional vinculado al lenguaje literario de McCarthy, cuya singularidad, ya comentada en general, merece la pena recalcar ahora, esos rasgos estilísticos de su literatura, tan fácilmente reconocibles, como ya he apuntado. En este sentido llaman la atención su estilo minimalista, su “desnudez gramatical”, especialmente en su sintaxis. Su prosa evita el exceso de adjetivos o descripciones, lo que crea un ritmo seco y conciso. Las oraciones no responden a la puntuación convencional, prescindiendo de las comillas para los diálogos, sin utilizar apenas apóstrofes para indicar contracciones (en sus originales, al parecer, es común leer “dont” en lugar de “don’t”, en una opción evidentemente intraducible), evitando los guiones para marcar los diálogos y restringiendo el uso de comas y otros signos a lo absolutamente necesario. La utilización de los diálogos es espléndida, con los personajes hablando de manera cruda y directa, lacónica, sin adornos, en un prodigio de economía lingüística caracterizada por los silencios, las elipsis, las preguntas sin respuesta, las conversaciones inconclusas, lo no dicho y las expresiones crípticas truncadas y sin terminar, donde lo esencial queda fuera de “foco” (lo que ocurre también con escenas clave apenas narradas o pasadas por alto que obligan al lector a reconstruir el sentido desde lo fragmentario). El lenguaje es evocador, poético, cargado de imágenes simbólicas y con un léxico muy rico y deliberadamente arcaico o regional, con un registro que oscila entre lo cotidiano y lo elevado, lo que provoca una suerte de extrañamiento que contribuye, junto a otros recursos ya señalados, a alejar a su narrativa del realismo más usual. Y es que, con frecuencia, la realidad descrita es ella misma y también su metáfora, caso del desierto, los caballos, el fuego, la sangre, entre otros elementos de alta densidad alegórica. Además, la estructura de las novelas no se acoge estrictamente a una pauta lineal, ni sigue una línea temporal rígida, saltando a menudo entre diferentes momentos o lugares sin la señalización explícita de un cambio temporal. 

El último elemento singular y muy característico de las novelas de la trilogía reside en el hecho de que, pese a que la voz narrativa se corresponde con la de un narrador omnisciente que suele mantener una rigurosa distancia, de observador casi clínico, aséptico, con lo relatado, McCarthy con frecuencia se permite digresiones reflexivas de gran hondura conceptual, en las que introduce nociones de corte filosófico, metafísico y moral sobre el destino, el mal, la muerte, el conocimiento, la pérdida, la culpa, la memoria, la redención o Dios, aportando un enfoque subjetivo que aflora de continuo en las historias, los cuentos, las anécdotas, los relatos, las digresiones narrativas, las fábulas, las confesiones o los testimonios, también los sueños, que pone en boca de diversos personajes secundarios o de paso fugaz por las novelas. Estas historias dentro de la historia suponen un complemento del hilo argumental principal, enriqueciendo el universo temático y filosófico de la trilogía, funcionando como espejos, como cámaras de resonancia que amplían el efecto de lo narrado, como anticipaciones o contrapuntos del camino que siguen los protagonistas. Participan, además, del clima general de las novelas, son oscuras, densas, a menudo terminan sin resolución, carecen de moraleja explícita, son escuchadas en silencio, no exigen interlocución, ni comentario o glosa. Como, por otro lado, en su mayoría están narradas en tono oral, como cuentos tradicionales o fábulas existenciales, se acentúa su poder simbólico y se refuerzan los vínculos con la tradición de las zonas rurales y fronterizas de Estados Unidos que tan bien reflejan las novelas. Insertados en la narración, funcionan como actos de transmisión (en eso reside lo esencial de la tradición, la traditio, en la entrega, en la transmisión): frente a un mundo brutal e indiferente, contar y escuchar sigue siendo un acto de humanidad (Pues también este mundo que a nosotros nos parece hecho de piedras y flores y sangre no es en absoluto una cosa sino una historia. Un cuento. Y en él todo es cuento y cada cuento la suma de otros cuentos menores, y aun así estos son también el susodicho cuento y contienen asimismo todos los demás). 

La trilogía está así poblada de personajes que cuentan historias -ancianos, ciegos, filósofos, soldados, músicos, religiosos, brujos, una curandera, mendigos, campesinos, indígenas, prostitutas, vaqueros, eremitas, antiguos revolucionarios-, todos depositarios de un saber oral, antiguo, cuyo rescate amplía la dimensión telúrica, abstracta, oscura, fatalista y misteriosa de la obra. A modo de ejemplo, y sin pretensión alguna de exhaustividad, cito aquí la historia del abuelo de John Grady Cole, una suerte de mito de origen que da sentido al apego del protagonista por la tierra y los caballos; las de los presos en la cárcel sureña; la de la dueña Alfonsa, tía abuela y madrina de Alejandra; la de Francisco Madero y los cruentos episodios de Revolución mexicana; la del anciano don Arnulfo que cuenta la singular peripecia de un lobo, narrada con un aire metafísico (El lobo es una cosa incognoscible, dijo. Lo que se tiene en la trampa no es más que dientes y pellejo. Al lobo en sí no se lo puede conocer. Es como preguntar qué saben las piedras. Los árboles. El mundo); las de los trabajadores de las minas de Chihuahua; la del “mozo” Luis, un anciano cojo que había estado en la guerra y que había visto las almas de los caballos y que era algo terrible de ver; la del indio que adivina la orfandad de Billy; la del ciego al que arrancaron los ojos de manera cruel (Dijo que había perdido la vista en el año del Señor 1913, en la ciudad de Durango); la de la muchacha que perdió a sus padres y hermanos en una de las escaramuzas de la revuelta zapatista; la del ermitaño que lanza su discurso apocalíptico desde el crucero de la iglesia de Caborca, ruinosa y resquebrajada por uno de los muchos terremoto que asuelan al país azteca; la de la bella mujer del circo, bañándose desnuda en el río; la del popular “corrido” del joven “güero”; la del gitano nómada del mundo; la de los padres y la hermana de Billy, de funesto destino; la trágica, e insoportable por su violencia, de la joven prostituta Magdalena; las oníricas de Billy, cargadas de simbolismo. 

Todos estos elementos, que configuran una propuesta literaria magistral, aunque ciertamente poco complaciente, han contribuido a que, en más de una ocasión, se haya tildado a McCarthy de autor complejo o difícil. Es cierto que su literatura no encaja en las rígidas etiquetas de los géneros; es cierto que la ausencia de tramas en sentido estricto obliga al lector a seguir el vagabundeo sin propósito de los personajes; es cierto que el lenguaje inusualmente rico o, quizá, en apariencia rebuscado, que las ausencias de marcas que aclaren algunos cambios de puntos de vista o que delimiten cuándo habla el narrador y cuándo el personaje, que la presencia intercalada de secuencias en las que los sueños se confunden con la realidad, que el hecho de que haya incisos o epílogos aparentemente alejados del curso principal, que el relato aparezca punteado por monólogos discursivos a veces algo abstrusos, pueden echar para atrás a un lector no avezado. Pero, transcurrido ya un cuarto del siglo XXI, todos los lectores somos ya lectores avezados, acostumbrados, por nuestras anteriores lecturas, por el cine, por la propia estructura fragmentada, inconexa, no lineal de la realidad que nos rodea, a las narraciones que se (des)estructuran conforme a los parámetros referidos. Creedme, estamos ante una obra maestra absoluta, fuente de un enorme placer para quien se adentre en ella. Y estas vacaciones a las que con este espacio final del curso doy paso son un excelente momento para hacerlo. 

Os dejo ya con un fragmento bellísimo -y muy elocuente, muy representativo de la atmósfera general de la obra- de Todos los hermosos caballos. Antes, y elegida de entre las diversas -aunque difusas- referencias musicales de los libros, sonará una pieza de The Carter Family, Will You Miss Me When I'm Gone (¿Me echarás de menos cuando me haya ido?). Es la versión de 1935 de un tema grabado por vez primera en 1928, y suena también en la primera novela de la serie (aunque en ella no se identifica título ni autoría) y en la película homónima. La familia Carter, formada por Alvin Pleasant -A.P- Carter, su esposa Sara y la hermana de ésta, Maybelle, fueron un legendario grupo de folk/country de los años treinta del siglo pasado, iniciadores de una saga que tuvo su continuación en June, hija de Maybelle, que acabaría casándose con Johnny Cash y compartiendo trayectoria artística con él. En mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, han aparecido en algunos programas dedicados, hace ya años, a la música de raíz de los Estados Unidos.


Al atardecer ensilló su caballo y se alejó de la casa cabalgando hacia el oeste. El viento había amainado bastante y hacía mucho frío y el sol estaba rojo sangre y elíptico bajo los arrecifes de nubes rojas que tenía frente a él. Cabalgaba hacia donde siempre elegiría cabalgar, allí donde la bifurcación occidental del viejo camino comanche bajaba de la tierra kiowa en el norte y cruzaba la parte más occidental del rancho y podía verse su débil rastro hacia el sur, sobre la baja pradera que se extendía entre las confluencias norte y mediana del río Concho. En la hora que siempre elegiría cuando las sombras eran largas y el antiguo camino se perfilaba ante él a la luz rosa y oblicua como un sueño del pasado en el que los ponies pintos y los jinetes de aquella nación perdida descendían del norte con las caras enyesadas y los largos cabellos trenzados y cada uno armado para la guerra que era su vida, y las mujeres y los niños y las mujeres con niños al pecho hacían todos promesas con sangre redimibles sólo con sangre. Cuando el viento estaba en el norte se podía oír a los caballos y el aliento de los caballos y los cascos de los caballos con herradura de cuero sin curtir y el ruido de lanzas y el arrastre constante de las narrias por la arena como el paso de una enorme serpiente y los muchachos desnudos a lomos de caballos salvajes, gallardos como jinetes de circo, y caballos salvajes arreando ante ellos y los perros corriendo con la lengua fuera y esclavos a pie siguiendo medio desnudos y dolorosamente cargados y sobre todo la queda salmodia de su canción viajera que los jinetes entonaban mientras cabalgaban, nación y fantasma de nación pasando en una coral suave a través de aquel desierto mineral hacia la oscuridad perdida para toda la historia y todo el recuerdo como un grial, la suma de sus vidas seculares, transitorias y violentas. 

Cabalgaba con el sol cubriendo de cobre su cara y el viento rojo soplando del oeste. Torció hacia el sur por la vieja senda de guerra y cabalgó hasta la cresta de una pequeña elevación donde desmontó y soltó las riendas y caminó y se detuvo como un hombre llegado al final de algo. Había un viejo cráneo de caballo en los matorrales. Se agachó y lo cogió y le dio vueltas entre las manos. Frágil y quebradizo. Blanco como el papel. Se quedó en cuclillas bajo la luz alargada, con el cráneo de dientes de cómic sueltos en los alvéolos. Las junturas como una soldadura dentada de los huesos. Sintió el ahogado fluir de arena en el cráneo cuando le dio la vuelta. Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo.


Videoconferencia
Cormac McCarthy. Trilogía de la frontera

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