Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de junio de 2025


JUAN GÓMEZ BÁRCENA. MAPA DE SOLEDADES

Bienvenidos a la penúltima entrega de Todos los libros un libro por este curso 2024-2025. Una emisión, la de esta tarde, ciertamente especial por un motivo muy subjetivo y personal, como lo es el hecho de que hoy lleguemos a las seiscientas emisiones del programa, una cifra desmesurada que yo no podía siquiera imaginar cuando el 27 de octubre de 2010 salíamos al aire por vez primera en Radio Universidad, tras cuatro temporadas previas en Onda Cero Salamanca. En estos quince cursos os he recomendado casi mil libros, en una modesta, esforzada y muy placentera tarea de difusión literaria, de promoción de la lectura y, sobre todo, de entusiasta voluntad de compartir el interés y el disfrute que me ha proporcionado esa ingente cantidad de obras leídas. En este punto, pues, solo me queda agradecer a los seguidores del espacio su presencia y su fidelidad, acicates ambos para perseverar en mi algo quijotesco empeño. 

Para celebrar tan inusitada efeméride, esta semana nuestro espacio gira sobre un libro también excepcional, el último publicado por un joven escritor español que me interesa mucho y que va a estar presente, de un modo central en la emisión de hoy y de manera algo más secundaria y tangencial en hasta un par de programas del curso próximo. Se trata de Mapa de soledades, como digo la más reciente creación de Juan Gómez Bárcena, santanderino -circunstancia muy relevante en sus textos- de diciembre del 84 (ha cumplido, pues, cuarenta años hace unos meses), con una triple licenciatura en Historia, Filosofía y Teoría de la Literatura y Literatura comparada, en otra condición, esta brillante cualificación humanística, de evidente peso en los libros que yo le he leído. Con una extensa trayectoria literaria a sus espaldas, pese a su relativa juventud, Gómez Bárcena es un autor muy premiado, con una excelente recepción entre los lectores y la crítica, que ha reconocido el valor de sus novelas El cielo de Lima, Premio Ojo Crítico y Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa; Kanada, Premio Ciudad de Santander, Premio Cálamo Otra Mirada y primer finalista del Premio internacional Tigre Juan; Ni siquiera los muertos, finalista del premio del Gremio de Libreros de Madrid; y la espléndida y desbordante Lo demás es aire, Premio Ciutat de Barcelona de Literatura y Premio Vanity Fair, una novela que yo leí hace casi tres años y que no pude comentar aquí en su momento, pese a que me entusiasmó y me pareció -y me sigue pareciendo- altamente recomendable, razón por la que espero poder ofreceros mi reseña sobre ella el curso próximo. 

Mapa de soledades se publicó en octubre de 2024 en el seno de la editorial Seix Barral, responsable de los dos últimos libros del santanderino y que está recuperando, además, los anteriores, aparecidos en Sexto Piso. Estamos ante un libro de difícil clasificación genérica. No es una novela, aunque se lee como tal, pues su estructura, sus recursos estilísticos, el talento narrativo de su autor sí pueden sugerir un cierto carácter novelesco. De hecho, todos esos rasgos son apreciables igualmente en Lo demás es aire, un libro -más fácilmente catalogable como novela, aunque también con reparos-, con el que guarda muchas concomitancias pese a tratarse de otro género y girar sobre una temática muy distinta. Tampoco es propiamente un ensayo, pese a los muchos aspectos de investigación y de bien documentada indagación que presenta, a la infinidad de referencias históricas, literarias, científicas y culturales que incorpora, y a la muy perceptible y relevante bibliografía manejada que se recoge en las páginas finales de la obra. Si hubiera que situar Mapa de soledades en una calificación taxonómica, siempre algo absurda, podríamos decir que nos encontramos ante una narración ensayística o un ensayo novelado, sazonado con abundantes notas de lirismo y poesía, con un ritmo y una cadencia envolventes, con frecuentes calas en lo autobiográfico, en unas ostensibles “marcas de la casa” del escritor, poseedor de un muy característico y reconocible estilo literario sea cual sea el tema tratado en cada libro. 

Tal y como revela su título, la obra es una suerte de cartografía de la soledad, una amplia y exhaustiva representación de las distintas manifestaciones de ese fenómeno complejo, heteróclito y multifacético que se ha dado en llamar la “epidemia del siglo XXI”. Con una magistral fuerza narrativa, Gómez Bárcena explora casi cualquier ángulo imaginable de ese estado, sentimiento, vivencia o situación de alcance universal y que hoy define la existencia de gran parte de los ciudadanos del mundo entero, singularmente el desarrollado. Jugando con la idea de mapa, que hila su relato, el muy completo análisis se articula en torno a trece “lugares” de la soledad, espacios, no solo geográficos sino también metafóricos, que resultan propicios para la experiencia solitaria, cada uno de los cuales da nombre a su respectivo capítulo: Selva, Ciudad, Isla, Hogar, Océano, Jardín, Desierto, Cosmos, Frontera, Casquetes polares, Cumbre, Terra incógnita y Piel. A este respecto, el autor introduce, con una voluntad -reiterada en todo el libro- de precisión terminológica, la noción de soledumbre, en principio referida a un paraje solitario o vacío de presencia humana, y que él utiliza en relación con los epígrafes que encabezan cada sección: todos los capítulos de este libro llevan por título una soledumbre, o bien un paisaje capaz de devenir soledumbre

En cada uno de ellos la voz narrativa, en apariencia digresiva pero muy bien medida y ajustada, con conexiones y engarces sutiles ajustados con precisión, se abre a reflexiones, anécdotas, observaciones, ejemplos, curiosidades, personajes, datos y referencias que se presentan entremezclándose en infinidad de hilos, haciendo avanzar un relato que se desliza de un tema a otro, saltando de historia en historia hasta conformar un todo coherente que acabará por reflejar de manera fascinante todas las dimensiones del fenómeno que estudia (o sobre el que piensa o divaga). 

En las primeras páginas de su obra, y sometido ya a este planteamiento fragmentario, que va entrelazando relatos y narraciones diversas, Gómez Bárcena da cuenta al lector del desencadenante -aunque en realidad son varios, una sucesión de carambolas: La historia de este libro es también la historia de una partida de billar, escribe- del libro que tenemos en nuestras manos. El escritor llega a Buenos Aires en agosto de 2022 -en una primera muestra, de las numerosas que surcan el ensayo, de la presencia de “lo personal” en su texto- como profesor invitado de un programa de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes, una estancia subvencionada por el Ministerio de Cultura español. El director del programa, el escritor argentino Roque Larraquy, al que se cita por su nombre pese a no salir muy favorecido en el retrato que de él se hace en el libro, le acoge, muy amable, y le invita, entusiasta, a diversos planes en los que él se brinda a oficiar de “embajador”: impartición de clases y conferencias en instituciones a las cuales él le allanaría el acceso; escritores locales -Mariana Enriquez, Martín Kohan, Tamara Tenenbaum- que el propio Larraquiy le presentaría; veladas y fiestas de gentes conocidas en las que se compromete a introducirlo; parajes turísticos, excursiones y periplos por el entorno a los que le acompañaría en su visita; todos ellos esbozados con apasionamiento por su entregado anfitrión. En una ciudad desconocida, sin amistades ni relaciones en ella, con apenas obligaciones laborales y por tanto, con sus jornadas casi enteramente disponibles, el recién llegado acoge las múltiples sugerencias del argentino con esperanza e ilusión. Entonces no se hable más, dijo al despedirse: te marco mañana y vamos concretando, afirma, categórico, Larraquy. Pero esa efervescencia inicial pronto se disiparía: Roque jamás me llamó. En los encuentros esporádicos al salir de sus clases o en la calle (vivían a escasos veinte minutos el uno del otro), Roque, muy afable y cordial, una y otra vez le estrechará la mano, le preguntará por su adaptación, le recordará que pronto recibirá su llamada para concretar el prometido y ambicioso programa de actividades, y se despedirá, impertérrito, hasta otra ocasión. Roque Larraquy jamás marcó mi número de teléfono

De este incidente decepcionante brota la primera semilla del libro. Solo en la inmensa Buenos Aires, carente de lo que el propio escritor denomina “una red de apoyo”, que, sin embargo, sí estaba acostumbrado a construir, desde muy pronto, en otras estancias suyas de índole similar en otros países del mundo, habitando el tiempo conjetural de las promesas, empantanado en un estéril compás de espera, en la expectativa de la llamada de Roque, se ve envuelto en una contundente impresión de soledad. Escribe: Tengo la sensación de haber pasado la mayor parte de mi estancia en Buenos Aires esperando cosas que no llegaban, o que al llegar lo hacían en su versión más mediocre y disminuida. Buenos Aires fue para mí una especie de vestíbulo eterno para otra cosa, una víspera de un día que nunca fue. Un viaje consagrado a la soledad, en un lugar en el que todo era nostalgia de otra cosa. Y aquí, entonces, aparecerá la primera idea para su nueva obra: Creo que fue paseando solo por Buenos Aires, a la sombra de sus cuadras gigantescas, donde comencé a pensar en este libro

Al poco tiempo, recibe un WhatsApp de su amigo el escritor Andrés Barba, que vive con su mujer, Carmen Cáceres, en la provincia argentina de Misiones, invitándolo a visitarlos. Allí, en ese territorio fronterizo con Brasil y Paraguay, que alberga las cataratas de Iguazú y las ruinas de las antiguas misiones jesuíticas (aprovecho para recomendar, al paso, La Misión, la excelente película de Roland Joffé, estrenada en 1986, ambientada en ese entorno geográfico y en el contexto histórico de la controvertida aventura de los jesuitas), conoce las circunstancias de la existencia de Horacio Quiroga, el escritor argentino que en 1910, con veintiocho años, se instala con su joven esposa -de solo dieciséis- en unas tierras que ha comprado en San Ignacio, una localidad de la provincia, deslumbrado por el entorno desde una visita anterior, siete años atrás. La fatal aventura de Quiroga -la selva, la soledad, la locura, la muerte-, de la que dará cuenta en sus libros, fascina a Bárcena, que a su vuelta a España comenzará a leerlo obsesivamente; y esa lectura constituirá el segundo hito del camino que lo llevará hasta Mapa de soledades

Y hay todavía un tercer detonante del proyecto. El 30 de agosto de 2022, el mismo día en Bárcena llegaba a la selva de Misiones, los periódicos informaban de la muerte del Hombre del Agujero, un indígena de otra selva, la del Amazonas, que había vivido durante casi treinta años en la más absoluta soledad. Avistado por primera vez en 1995, y ya entonces completamente solo, pues el resto de su tribu había sido masacrada, probablemente por alguna partida de leñadores o de cazadores furtivos, vivía en las profundidades de los bosques amazónicos alimentándose de monos, papayas y jugos de semillas, amenazando con sus flechas a cualquiera que se acercara a él y moviéndose constantemente, a través de más de ochenta mil hectáreas de selva. Estas mudanzas fueron tan constantes, tan desquiciadas, podemos leer, que a lo largo de veintisiete años construyó con madera y hojas de palma más de cincuenta chozas, todas ellas con un agujero de casi dos metros de profundidad excavado en el suelo, una extraña práctica de la que los antropólogos no han podido dar explicación. Un agente de la FUNAI, la brasileña Fundación Nacional del Indio, lo encontró en su cabaña, acostado en su hamaca, su cuerpo difunto cubierto por plumas de guacamayo. 

El impacto de la noticia, el misterio no aclarado de los insólitos agujeros y, sobre todo, el irreductible aislamiento del hombre, llevaron al escritor a pensar en la inmensa soledad de la selva; y esos pensamientos, junto a los referidos a su propio desconcertado desamparo bonaerense y a los nacidos del conocimiento posterior de la historia de Horacio Quiroga, fueron, escribe, los que meses más tarde me decidieron a recorrer este mapa de soledades que todavía hoy atravieso

Todo ello se relata en el primer gran capítulo de la obra, de título obvio -Selva- que se abre con el suicidio en 1988 de Elena Quiroga, la última hija viva de Horacio. Pese a ser habitante de Buenos Aires durante más de cincuenta años, se registrará en un hotel de la capital, en un acto lleno de significado, como residente en San Ignacio, provincia de Misiones. Allí, desde la ventana de una habitación del noveno piso, se lanzará al vacío. A partir de este comienzo impactante -en todos los sentidos-, comienza esta apasionante exploración en las diferentes vertientes de la soledad, atravesando sus variados territorios en un recorrido experiencial a través de paisajes, pero también paisajes de mi propia vida, como ha declarado el autor en alguna entrevista. 

Así, en este capítulo inicial, aparte de dar cuenta de la génesis de su libro, Bárcena nos introduce en la experiencia extrema de Horacio Quiroga, narrando su difícil y egoísta peripecia entre reflexiones sobre la soledad -la del escritor, elegida, voluntaria, expansiva, gozosa, creadora- y la solitud -la de Ana, su mujer, forzada, impuesta, sufriente, dolorosa, oculta, silenciosa- en otra distinción terminológica de las varias que reaparecerán una y otra vez a lo largo del libro; sobre el suicidio, a partir de la propia muerte de Elena Quiroga y de los comentarios de un taxista de Iguazú que le informa de la existencia de un cuerpo de guardaparques cuya misión consiste en patrullar las famosas cataratas detectando potenciales suicidas; sobre los trabajos solitarios -vigilante nocturno, barquero, farero-, aunque ninguno tanto como el oficio de perderse en la muchedumbre para reconocer los rasgos de la desesperación en miles de rostros, ocho horas cada día de los “cazadores de suicidas”; sobre el aislamiento de los indígenas en la selva amazónica, y su caso más extremo, el Hombre del Agujero; sobre los escritores que “huyen” de la civilización, Thoreau en su cabaña a orillas del lago Walden y Knut Hamsun en su cabaña en los bosques de Noruega; Robinson gobernando su isla virgen, Kipling internándose en las junglas de la India, Tolstói liberando a sus siervos en Yásnaia Poliana; sobre la ausencia y sobre la extraña soledad de las ruinas, de los lugares que estuvieron poblados por muchedumbres y que ahora están vacíos; sobre los indios kaluli de Papúa Nueva Guinea que, en su creencia de que los pájaros son los espíritus de sus muertos, no pueden sentirse nunca solos, acompañados desde la eternidad por sus antepasados, siempre presentes en las aves que cantan en las ramas. Y todas estas historias, que se despliegan como un árbol frondoso que ofrece su sombra acogedora a un lector entusiasmado, van apareciendo entre poemas de Emily Dickinson, referencias al buen salvaje de Rousseau o menciones a los románticos suicidios literarios, el de Dido, el del joven Werther, el de Romeo. 

Y jugando con un muy elegante recurso de “raccord”, un expediente que se utiliza de continuo en el libro para encadenar capítulos, escenas o cambios en el enfoque, la novena planta del edificio de Buenos Aires desde el que se precipita Elena Quiroga abre la narración al segundo espacio de la soledad, la Ciudad. Desde las ventanas de los rascacielos, las ciudades aparecen como selvas de asfalto, junglas de cristal, bosques de cemento (he ahí, en las expresivas metáforas, el imaginativo vínculo entre secciones). En relación con ellas surgen infinidad de muy sugerentes consideraciones, en una apoteosis de excursos, desviaciones, incisos y divagaciones, unidos entre sí por muy bien engarzados vínculos y todos sumamente interesantes. Así las cavilaciones sobre la actual inversión de los conceptos de ciudad y selva, dos polos irreconciliables en Roma, como símbolos de civilización y barbarie, que hoy se han desnaturalizado y trastocado: la polis como espacio privilegiado de refinamiento y cultura ha devenido brutalidad, aislamiento y hostilidad, un ámbito generador de alienación y soledad, mientras que la dura naturaleza, áspera y salvaje, se nos muestra como el lugar de la serenidad y la paz, del recogimiento y la plácida contemplación. También, el análisis del fenómeno del anonimato, una “invención” típicamente urbana que está en el origen de la actual forma de experimentar la soledad. Y reaparece el vocablo soledumbre, anticipado líneas atrás, que se recupera ahora, leído en una traducción de Petrarca, y dotado de una acepción de creación personal del autor: la soledad de la muchedumbre. Y se estudia la ambivalencia de las ciudades, fuentes de libertad, de expansión y desarrollo personales, de efervescencia y riqueza culturales, de ampliación de los límites reduccionistas en las costumbres y en los valores, pero también focos de indiferencia y vacío, de incomunicación y tristeza, de individualismo y soledad. Y, desde esta vertiente deshumanizada de la vida urbana, el libro se introduce en los hogares, en sus tabiques que aíslan, en sus muros que encierran, en sus paredes que separan, en sus alarmas y cerraduras, en sus blindajes y pestillos que enjaulan, esas angostas viviendas que nos recluyen e invisibilizan, el agujero que nos traga, que nos oculta de la vista de los otros. Y se suceden los asuntos de interés: la creciente frecuencia con que leemos en la prensa y en los noticiarios la aparición de cadáveres de gentes que viven solas y cuya muerte pasa desapercibida durante semanas; la cada vez más generalizada sensación de soledad que nos acomete entre el anonimato urbano (el 56 % de los londinenses declaraban sentirse solos: una cifra que la ha hecho valedora del título de capital mundial de la soledad); la aceleración y el vértigo “urbanitas” que se extienden también a lo rural, con el consumo incesante, el turismo desaforado, el ocio “productivo”, omnipresentes hoy por doquier; los espectrales espacios de la soledad contemporánea, incluso cuando aparecen repletos de muchedumbres: estaciones de tren, terminales de aeropuertos, grandes centros comerciales, vestíbulos de hoteles, estadios, gasolineras, burgers, desolados lugares del anonimato; la proliferación de mendigos y homeless; la soledad de los viudos, la de los separados, la de los inadaptados, la de quienes no han sido capaces de encontrar o mantener un compañero de vida, la de los ancianos (Según una estadística publicada en 2018, casi una de cada cuatro personas de la tercera edad en Reino Unido ha pasado el último mes sin sostener una conversación con otro ser humano); las consecuencias médicas y de salud del aislamiento (Según un estudio realizado por la revista Nature Human Behaviour, el aislamiento social aumenta hasta un 26 % las posibilidades de sufrir muerte prematura); la exacerbación de la soledad en sociedades como la japonesa, en la que miles de ancianos -sobre todo ancianas- cometen periódicamente pequeños hurtos para poder ingresar en la cárcel, evitando de este modo su desubicación social; la proliferación de animales de compañía, de mascotas, de maniquíes sexuales -en auge en Japón-, de fenómenos como el aparentemente inconcebible muckbang surcoreano -una práctica por la que individuos solitarios que aborrecen comer solos, comparten ese tiempo con vídeos, subidos a internet por otras personas, en los que se ve a alguien disfrutar de abundantes comidas-, del uso de robots “conversacionales”, del “anclaje” a los objetos como sustitutos “manejables” de las complejas relaciones humanas, de, incluso, la anunciada aparición de una pastilla para curar la sensación de soledad, convertida ésta, en efecto, en una epidemia universal, susceptible de tratamiento médico. 

Y todo ello cruzado, una vez más, por muy bien traídas referencias a Olivia Laing y su excelente libro La ciudad solitaria; sobre los no-lugares de Marc Augé, ya citados aquí en la emisión dedicada a Gozo, el estupendo texto de Azahara Alonso; sobre La teoría sueca del amor, el documental de Erik Gandini; sobre una significativa escena protagonizada por Leonardo DiCaprio en Revolutionary Road; sobre la soledad de Charles Foster Kane en Ciudadano Kane o de Don Draper en Mad Men; sobre los epicúreos que huían de Roma asqueados de su decadencia; sobre unas declaraciones del expresidente uruguayo José Mujica (Acá nos preocupamos solo por los pobres y tenemos que empezar a preocuparnos por los infelices. La soledad de las grandes ciudades, el estar solo en el medio, en la multitud); sobre el insólito caso de Carol Santa Fe, una norteamericana que en 2017 confesó llevar seis años enamorada de una estación de tren; sobre Mehran Karimi Nasseri, quien por un enrevesado enredo burocrático se vio obligado a vivir dieciocho años en la terminal 1 del aeropuerto Charles de Gaulle de París. 

El tercer lugar de la soledad, explícito ya desde su nombre, es la Isla. El recorrido en el que consiste el libro se detiene aquí en Isla Serrana, un modesto banco de arena en el que en la actualidad, en turnos que se renuevan cada dos meses, doce infantes de Marina colombianos se turnan en unas difusas maniobras militares en este perdido punto del Caribe. Accedemos así a la peripecia de su descubridor, el español Pedro Serrano, que en 1528 sobrevivió con otro marinero a un naufragio en los bajíos de la isla y que, doce años después, redactaría o dictaría un documento de ocho páginas publicado en su tiempo en el Archivo General de Indias, una carta en primera persona en la que da cuenta al emperador Carlos V de los sufrimientos padecidos en los ocho años de terrible aislamiento en el inhóspito paraje. La desoladora aventura de Serrano fue la inspiración principal, al parecer, para Daniel Defoe en su clásica creación del personaje de Robinson Crusoe. Gómez Bárcena glosa ambas experiencias, la real y la de ficción, observando con Virginia Woolf que, en ninguno de los dos casos, los relatos, epistolar el uno, novelesco el otro, hacen mención expresa a la soledad, ni tampoco ninguno de los narradores explicita su desolación por la falta de contacto con otros seres humanos. Siguiendo a la historiadora Fay Bound Alberti, autora de un estupendo libro sobre el tema que también protagonizará nuestro espacio en la temporada próxima, esa en apariencia extraña circunstancia tiene que ver con el hecho de que la soledad y sus padecimientos, tal y como hoy los conocemos, constituyen una experiencia relativamente moderna. Serrano y Crusoe sin duda se sintieron contrariados, hastiados, enfurecidos, abrumados, tristes: pero no fueron exactamente seres solitarios. Y ello contrasta, en ejemplo citado en el libro, con la vivencia, tan contemporánea, de Tom Hanks en Náufrago, a quien la insoportable soledad llevaba a dotar de vida a un balón de reglamento. 

Sobre la base de esta doble referencia y de la dificultad que tenemos para penetrar en la conciencia íntima de los seres anónimos de la Historia, el autor se adentra en la especulación acerca de la percepción que de la soledad habrían podido tener los 685.000 integrantes de la Grande Armée napoleónica que en 1812 atravesaron la frontera de Rusia, o de la idea que sobre el amor pudiera concebir un ciudadano cualquiera de Roma. Y entre estas reflexiones surge la constatación de la ignorancia que tenemos sobre los pensamientos de los personajes secundarios del pasado, de los deseos y la esperanzas de los individuos del común, de los anhelos de los parias y los desgraciados, de los sueños de las mujeres, de los sentimientos de quienes ocupaban un lugar secundario en los grandes acontecimientos que relatan las crónicas. Se introduce así en el análisis una nueva taxonomía, la que diferencia entre la “soledad épica”, que se vive hacia afuera, que se relata, que da noticia de alguna hazaña, de algún comportamiento esforzado y ejemplar, y la “soledad no productiva”, la que se experimenta en silencio, sin ostensible repercusión externa, la soledad de los inmigrantes, la de quienes no tienen voz, la de los invisibles. Y aparece aquí el nombre de Beatriz Flamini la deportista que pasó quinientos días en la oscuridad de una cueva de Granada entre noviembre de 2021 y abril de 2023. Sus confesadas alucinaciones durante la experiencia -que también refería Pedro Serrano- llevan a Bárcena a repasar esa dimensión médica -y religiosa- de la soledad. Y el relato salta ahora al Archipiélago Gulag, los campos siberianos de concentración, esa pavorosa multiplicación de islas de desolación fruto del terror estalinista. Y de ahí a las cárceles, la del nazi Albert Speer, que encerrado en Spandau tras el juicio de Nuremberg, decidió vivir su cautiverio viajando con la imaginación, para lo cual medía cada día los pasos que daba por el jardín de la prisión y trasladaba luego su recorrido a las coordenadas de un globo terráqueo, reproduciendo en su mente las circunstancias de su viaje ficticio. Al ser liberado, en 1966, había caminado 31.939 kilómetros y cubierto tres cuartas partes de la circunferencia terrestre por el ecuador. Y de un militar a otro, el sargento del Ejército Imperial japonés Shoichi Yokoi que en enero de 1972, regresaba a su país después de haber pasado en soledad los últimos veintiocho años oculto en la jungla de la isla de Guam, desde donde, sin noticias del fin de la guerra, había mantenido viva la llama del combate contra los enemigos de su país. La nacionalidad nipona del contumaz combatiente encadena el relato con los pasajes dedicados a los hikikomori, que han abandonado toda interacción social, hasta el punto de acabar recluidos en el sepulcro de sus dormitorios, aislados en sus voluntarias cárceles domésticas. Y leemos sobre el sentimiento de vergüenza que los acomete, y sobre la soledad de los ermitaños, y de nuevo sobre Emily Dickinson, muy presente en el libro, y sobre el poeta John Donne y su conocido verso: Ningún hombre es una isla

Y entramos ahora en el Hogar, el reducto acogedor, confortable, protector en el que nos resguardamos de las inclemencias de la vida, pero que, como hemos visto (hay abundantes conexiones entre unos y otros capítulos, con vínculos discretos entre ellos), y como tantas veces se intuye en los cuadros de Edward Hopper, puede ser también una opresiva cárcel, de solitario padecimiento. En el capítulo conocemos el origen de la expresión Home, sweet home, la canción compuesta en 1823 por John Howard Payne, pero que se popularizaría cuarenta años después, con los soldados que regresaban a casa tras la guerra de Secesión norteamericana. Y aquí Bárcena imagina -por entre la indudable soledad de los contendientes- la de sus mujeres que en todo ese tiempo esperaban en casa, y desde esa percepción se extiende en el estudio del papel de la mujer en ese ámbito doméstico, sus largas jornadas solitarias, la invisibilidad de su trabajo, el enigma que para nosotros representa esa cotidianidad hogareña en las mujeres de Cartago o Roma, las de la sociedad feudal, las del mundo victoriano, la soledad de las amas de cría, arrebatadas a su entorno precario para alimentar a los príncipes en Versalles. Rodeadas de continuo por hijos, maridos, familiares, su soledad no es física sino emocional, modernas Sísifos condenadas a repetir una y otra vez los mismos rituales en el fondo estériles, conscientes de su inutilidad. Comparecen entonces los ejemplos de la protagonista de la película de Chantal Akerman, Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, recientemente elegida por los críticos -con un evidente exceso, desde mi punto de vista- como la mejor de todos los tiempos; y la Betty Draper de Mad Men, pese a todo triste en su acomodada vida; y Sylvia Plath, metiendo la cabeza en el horno tras preparar el desayuno a sus hijos. Surgen aquí las reflexiones sobre la maternidad como causa de soledad. Y siguen los ejemplos, la novelista Rachel Cusk en Un trabajo para toda la vida, Alejandro Zambra, Alice Munro. Y ahora el libro se demora en el recorrido reposado por las dependencias domésticas, espacios de soledad (todo hogar es un mapa de soledades, y la soledad doméstica se conjuga casi siempre en femenino): las habitaciones de los hijos independizados; las cocinas, testigos de tantas lágrimas (Infinitas mujeres han encontrado entre estos azulejos su refugio; se han reunido con las vecinas para preparar canapés mientras despotricaban contra los maridos o contra los hijos; han soñado fantasías con los ojos abiertos mientras picaban verdura, sin saber nunca si derramaban lágrimas por las fantasías o por las cebollas); el salón, territorio del esposo; su despacho, intocable y tantas veces inaccesible; el dormitorio común -común, subraya, nunca propio-; las buhardillas y los sótanos en los que tantas veces fueron encerradas por sus maridos, sus secuestradores. Y surgen, claro, Virgina Woolf y Jane Austen y, otra vez, Emily Dickinson y Charlotte Brontë y Louise May Alcott, con sus diversas maneras de reivindicar un espacio personal e independiente. Y unas cosas llevan a otras, y la autora de Mujercitas, soltera hasta su muerte, es la excusa para introducir ese hilo, el de la soltería y, tras él, y en el caso de las mujeres, el de las brujas. Y así, saltando de una referencia a otra, ya estamos con Beatrice y Dante, con Elizabeth Siddal, la musa prerrafaelita, al borde de la muerte por hipotermia en una bañera helada, obligada a posar durante horas para Dante Gabriel Rossetti. Y volvemos a la casa, el cuarto de baño como santuario de la soledad femenina, el pestillo que se cierra, liberador, aislando del mundo hostil. Y hay tiempo para comentar la relación con la soledad de los espejos, de los armarios, y hay, a partir de la expresión “salir del armario”, un valioso excurso sobre la persecución de la homosexualidad. 

La siguiente sección, también muy sugerente y llena de estimulantes evocaciones, se centra en el Océano, y en el capítulo se entremezclan las obligadas menciones a las soledades de Ulises o Penélope, o la del capitán Ahab, con historias prodigiosas, como la de la ballena más solitaria del mundo. Whalien 52 o the lonely whale, como es conocida, es un ejemplar único, cuyo canto, trágicamente singular, está fuera del umbral auditivo del resto de ejemplares de su especie. Durante treinta y cinco años su señal ha sido captada en diversas partes del mundo por los ingenios tecnológicos de los científicos, sin que pueda ser percibida, sin embargo, por sus congéneres, que nunca han respondido a su llamada, presumiblemente desesperada, en la romántica interpretación de Gómez Bárcena. Y de una soledad a otra, la del último uro documentado, que, al parecer, murió en Polonia en 1627 y al que se representa en las pinturas con un aire melancólico y reflexivo, imposiblemente consciente de ser un “fin de raza”. Y otro animal irrumpe en el relato, Hachiko, un perro tokiota que, acostumbrado a hacer dos viajes al día a la estación de Shibuya acompañando a su dueño, por la mañana cuando éste debía coger el tren y por la noche tras su vuelta, pasó diez años en la estación aguardando el imposible regreso de su dueño, fallecido en uno de los trayectos. Una frase con la que describe el triste deambular de Whalien 52 -Como un adolescente que vagara por el comedor del instituto con la bandeja del almuerzo, sin encontrar un amigo con quien sentarse- sirve de engarce, en una muestra más del inteligente uso de esos “conectores” en el libro, para que el autor se adentre en su experiencia personal -otro rasgo “made in Bárcena- para hablar del bullying. La mía no es una historia de acoso escolar, sino más bien de soledad escolar, escribe, en una dimensión de su biografía -la timidez, la introversión, un cierto aislamiento de “niño” raro y sensible: Siento lástima por el niño que fui, y a veces también por el niño que soy- que ya conocíamos por Lo demás es aire. Esta soledad adolescente encontró una salida esperanzada en los videojuegos, lo cual abre el capítulo al examen de la soledad digital, el aislamiento al que inducen las pantallas y los perniciosos efectos de la constante inmersión en el proceloso océano de las redes sociales (las metáforas marinas son evidentes: “navegamos” en internet). Y en una nueva caracterización taxonómica leemos sobre la soledad sintónica, la sensación de que no podemos sintonizar con los demás, lo que lleva al texto a sumergirse en asuntos como el del individualismo contemporáneo, los populismos -Hitler fue un solitario-, la agresividad y el déficit de empatía que caracteriza a quienes se sienten excluidos o desarraigados, entre otras interesantes derivaciones del fenómeno digital. 

Y una improbable ballena de secano, la que enorme escultura que construyó en su jardín de Mojácar el impenitente viajero Nino Cortés, es la puerta de entrada a otro territorio, el del Jardín. El libro recorre su reveladora etimología -cercado-, su condición de espacio para el recogimiento y la meditación, para el encuentro de los amantes -Calixto y Melibea, de nuevo Romeo y Julieta, Teresa de Jesús y su Señor, Antonio Machado y su Guiomar-, de símbolo del retiro y el alejamiento del mundo. Y, una vez más, la anécdota personal -su poca maña para las plantas- lleva a Bárcena a reflexiones de más hondura en torno a la paradójica soledad del artista, del escritor, aislado, forzosamente solo en su creación (y hay menciones a grandes literatos alejados del mundo Proust, Juan Ramón Jiménez, Thomas Pynchon, Elena Ferrante, Salinger, Wittgenstein, Knut Hamsun) y a la vez conectado con su público y ansioso de contacto, de vínculo, de comunicación cuando ofrece el resultado de su obra. Y otra curiosidad biográfica -los nueve cuadernos donde escribí la Historia de la Humanidad (…) a los siete años- hace brotar páginas muy bellas sobre la literatura y su función, sobre la necesidad de contar, sobre las narraciones, sobre el ser humano como animal que cuenta historias, sobre la terrible soledad de la infancia. Y reaparece otra vez la dimensión médica del fenómeno, la escala de soledad de UCLA, los fármacos contra la soledad (la Universidad de Chicago está experimentando con la pregnenolona, una hormona capaz de aliviar los niveles de ansiedad del aislamiento social percibido). 

Y ahora caminamos por el paraje solitario por excelencia, el Desierto. Los ermitaños decorativos, una rareza de los jardines paisajistas de mediados del siglo XVIII, llevan al narrador a hablar de los eremitas y su radical soledad solo soportable desde la fe. Para revivir su experiencia, un concienzudo Bárcena se recluye durante unos días en una celda del monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, en la provincia de Soria, en compañía de libros de místicos y ermitaños. Conoce así la soledad del monje y da cuenta de ella a los lectores, a los que habla de la oración, del silencio y de la entrega a Dios, del teléfono de la esperanza. Pero, en una más de las conexiones imposibles que pueblan el libro, ahora la “acción” se desplaza a Ecuador, donde hace unos años dos turistas argentinas que viajaban “solas” fueron asesinadas. Y entonces la inagotable prosa de Bárcena se extiende en el análisis de los feminicidios, de la violencia contra las mujeres, las migrantes hispanoamericanas que no logran cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, violadas y asesinadas por las mafias, cuyas muertes, cuyas desapariciones no dejan rastro en nadie, perdido para siempre el contacto con los suyos tras sus arriesgados y trágicos periplos. 

Y de las vastas extensiones del desierto saltamos a las inabarcables, las infinitas superficies del Cosmos. El expediente que permite vincular ambas inmensidades es Jesús, retirado en el desierto y, probablemente, confrontando su trágico destino con la nítida cúpula celeste, cubierta de estrellas. El viaje interestelar que nos propone Mapa de soledades nos lleva a Atacama, el desierto chileno, paraíso de astrónomos; al documental allí rodado por Patricio Guzmán; al campo de prisioneros de Chacabuco, erigido en la región por el Gobierno de Pinochet; a la nave Apolo 15 en la que, en 1971, Al Worden, el astronauta que se encargó de pilotarla mientras sus dos compañeros pisaban la superficie lunar convirtiéndose en el hombre más aislado de la Historia, durante setenta y dos horas, las que permaneció a bordo de la nave mientras a más de 3.600 kilómetros de sus compañeros y a casi 400.000 kilómetros de la Tierra; al particular y fascinante universo de Carl Sagan, al que el padre del autor admiraba; a los cálculos del radioastrónomo Frank Drake; a la historia de la sonda Huygens, el objeto de fabricación humana que más lejos se ha posado jamás. Y en todo este periplo, aparecen valiosas reflexiones sobre nuestra infinitesimal huella en el espacio, sobre las magnitudes de vértigo que dan cuenta de nuestra soledad en el cosmos, sobre nuestra metafísica pequeñez: tengo la certidumbre casi física de que en alguna parte, orbitando en torno a muchos de esos diez sextillones de estrellas, se ocultan seres orgullosos y frágiles como nosotros, que se plantean las mismas preguntas. Sus temores y sus sueños, sus gozos y miserias son también los míos. Y en esa alegría y en ese dolor compartido encuentro, no sé por qué, alguna clase de compañía y de consuelo, afirma Bárcena, pese a todo esperanzado. 

Y el libro no abandona del todo el desierto, pues en el siguiente capítulo, Frontera, volvemos a él acompañando a los migrantes que se juegan la vida vadeando el Río Bravo, desafiando a los guardias fronterizos texanos, arrostrando dificultades indecibles en busca de su sueño del libertad. De nuevo el objeto del relato se imbrica en la experiencia personal de su autor, invitado en 2018 a impartir un ciclo de conferencias en universidades de Idaho y California. Ello es la ocasión para volver a hablar de la tragedia de la divisoria entre México y Estados Unidos (Se calcula que en los últimos veinte años se han recuperado cerca de siete mil cadáveres en el desierto de Arizona. El número real es seguramente mayor); del síndrome de Ulises, que describe la profunda soledad del migrante, y con él, en una nueva tipología, de otros tres tipos de soledad: la íntima, la relacional y la colectiva; de la inutilidad de los muros; de la trágica experiencia de María Antonieta y su hijo Luis Carlos de Borbón; de nepantla, la palabra en náhuatl que define ese estado de indefinición del inmigrado, que acaba por no pertenecer a ninguno de “sus” dos mundos: ese vagar en el límite, a caballo entre un mundo que muere y un mundo que todavía no termina de nacer; del exilio de Ovidio en Tomis y con él el de otros deportados: Ósip Mandelshtam, Alexander Pushkin, Salman Rushdie. 

¿Qué lugares más aislados que los Casquetes polares, con su invierno perpetuo, con su frío inhumano, con su silencio espectral, con la lenta y constante caída de la nieve, con su blanco cegador? Escribe Bárcena en la introducción al capítulo: Si la soledad es una estación del año, esa estación es el invierno. Si es un color, es el color blanco. Si es un movimiento, es el movimiento lento, casi fantasmagórico, de los copos cayendo lentamente sobre la tierra. Si es un sonido, es el silencio (…) Si es una temperatura, esa temperatura es, claro está, el frío. E instalados en los desolados paisajes del Ártico y el Antártico, por su narración se cruzan los grandes nombres de las expediciones polares, Scott y Admunsen y Shackleton y sir John Franklin y su expedición a Groenlandia en 1847 saldada con la muerte de los ciento veintinueve hombres que la componían, tragedia recreada en El lamento de lady Franklin, que pocos años después dio voz a su viuda y de la que haría una versión Bob Dylan; la inimaginable gelidez de las glaciaciones y la desconcertada soledad de nuestros antepasados prehistóricos; las tremendas exigencias -físicas, psicológicas- de los científicos -glaciólogos, meteorólogos, geólogos, vulcanólogos- de las bases polares en sus encierros prolongados; el síndrome del ermitaño, el desánimo, la desgana paralizadora de quien se ve sometido a largos períodos de aislamiento, un efecto que se detectó también tras la pandemia de covid; los problemas de salud mental y los impulsos suicidas a los que muchas veces conduce la soledad, fenómenos especialmente apreciables en los países nórdicos, con sus congeladas noches perpetuas; las singularidades culturales de los inuits (con el relato de una experiencia muy triste y conmovedora: Quince esquimales posando traídos a Europa en 1900 en un espectáculo del famoso circo de Barnum & Bailey, posando desubicados para una foto periodística en el madrileño parque del Retiro); la boda de los últimos habitantes vikingos de Groenlandia; el abominable hombre de las nieves y, con él, la realidad terrible de los monstruos, el hombre lobo, el vampiro, el Minotauro, el de Frankenstein, el hombre elefante, todos ellos aislados en su desesperada singularidad; los otros monstruos, demasiado humanos, “normales” en su cotidianidad, introvertidos, desarraigados, carentes de empatía con su soledad patológica, los asesinos en serie, los criminales nazis, los genocidas, los violadores múltiples, los psicópatas despiadados, Josef Mengele, Jeffrey Dahmer, el monstruo de los Andes, el Carnicero de Rostov, Brenda Ann Spencer, que desde la ventana de su casa disparó sin motivo ni propósito alguno, solo por aburrimiento, a sus propios compañeros de colegio (No me gustan los lunes, declaró, en frase que dio pie a una conocida canción y que ya está en la historia); los a menudo solitarios escenarios de la Navidad, con menciones a Qué bello es vivir o Love Actually; Sylvia Plath, Robert Burton y su Anatomía de la melancolía, Charles Foster Kane y su bola de cristal llena de nieve; la psicoanalista Frieda Fromm-Reichmann, y su famosa paciente, uno de los primeros casos diagnosticados de soledad patológica -El infierno es si estás congelado en un bloque de hielo-; la eficacia de los baños calientes como paliativo de la soledad y su frío helador; la trágica historia de Leonora Carrington, violada en Madrid por un grupo de requetés tras la guerra civil. 

La soledad de las Cumbres protagoniza el antepenúltimo capítulo del libro, que se abre con el recuerdo de Ötzi, habitante del 3255 antes de Cristo, su cuerpo encontrado en 1991, semienterrado en la nieve, en un valle de los Alpes austríacos. Y, una vez más, se suceden las historias: Petrarca y su “inaugural” ascenso al Monte Ventoux, anticipador, en 1336, de las aventuras de montaña; los primeros y ya legendarios alpinistas que acometieron la locura de escalar el Himalaya; las metafísicas experiencias de los modernos escaladores solitarios, Walter Bonatti, el gran Reinhold Messner, el español Ferrán Latorre; la terrible “zona de la muerte” en las ascensiones, la altura -7.500 metros en el Everest, 6.000 en el Aconcagua- a partir de la cual la vida humana deja de ser posible, pues la escasez de oxígeno en el aire mata las células humanas (en el último tramo de ascensión al Everest existen cerca de doscientos cadáveres diseminados). La piramidal forma de las montañas conecta en la imaginativa mente del escritor con el dramático hacinamiento de cuerpos humanos en las cámaras de gas de los campos de exterminio, y ello lleva a Bárcena a adentrarse en sugerentes cavilaciones sobre la pirámide social y la profunda soledad que lleva aparejada el ejercicio del poder y, por extensión, cualquier liderazgo. Y entonces el discurso salta a las estrellas de rock, los deportistas, las actrices, experimentando el desamparo, la melancolía, el inconcebible aislamiento de las anónimas habitaciones de hotel, minutos después de disfrutar del éxtasis multitudinario de los conciertos, las competiciones, la exposición colectiva en certámenes y festivales. Janis Joplin -Cada noche hago el amor con 25.000 personas en el escenario, y luego me vuelvo sola a casa-, Miley Cyrus -Cantar frente a cientos de miles de personas no es realmente lo que más me gusta (…) Te sientes aislada, porque estás frente a cien mil personas, pero estás sola-, Lady Gaga -Estoy sola. Todas las noches. Y toda esa gente se irá. Se irán y luego estaré sola. Y pasaré de que me toquen y me hablen todo el día a un silencio total-, Michael Jackson -Incluso en casa me siento solo-, afloran en el libro, que a continuación se detiene en los “juguetes rotos” del mundo del espectáculo y de la cosmopolita high life: Drew Barrymore, Macaulay Culkin, River Phoenix, sobre todo Diana de Gales (Diana in her loneliness, tituló la prensa, en los días previos a su muerte). Desde ellos, el ensayo salta a la actual necesidad de llenar nuestras vidas de “acontecimientos”, de experiencias superficiales, de viajes, de fiestas, de citas, de personas, en un paroxismo consumista, amplificado por las redes -Bárcena se detiene en comentar un vídeo de Rosalía y Rauw Alejandro, exponiendo la intimidad de su pedida de mano ante el mundo entero (¡ciento doce millones de visualizaciones en YouTube!)- que banaliza nuestra existencia y nos impide emociones, afectos, sentimientos “reales”, incapaces de vivir un vida verdadera, sumergidos en esa vorágine frenética, que, en el fondo nos aísla y nos deja insatisfechos. 

La muerte es la Terra incognita a la que se refiere la penúltima sección de Mapa de soledades. En un nuevo apunte autobiográfico, Gómez Bárcena cuenta el terror infantil a la muerte de sus padres y, con él, trae a nuestra memoria otros miedos semejantes: Era Sarah Jane agarrada al ataúd de su madre en Imitación a la vida; era TJ viendo morir a John Voigt en Campeón —«despierta, Campeón, por favor no te duermas»—; era Tarzán en Greystoke y su madre muerta con los ojos abiertos; era Piecito en En busca del valle encantado y era Bambi en Bambi y era yo, solo en mi cama, y papá y mamá bajo tierra. Con Borges, Homero y Schopenhauer el escritor formula la ecuación “muerte y sueño”, que le lleva a hablar del insomnio y de su condición de noctámbulo, garantía de soledad, la propia existencia desajustada a la del resto del mundo. Ese noctambulismo le trae a la mente los nombres de grandes noctívagos: Kafka, Drácula, Hitler, Napoleón cuya experiencia nocturna en la cámara de los faraones junto a la Pirámide de Giza es la excusa para hablar de cuevas y espeluncas, de grutas y concavidades tenebrosas, de fosas y cementerios, de pasajes y aberturas al subsuelo, entradas todas a ese mundo desconocido y solitario que es la muerte, la Terra incognita a la que aludía la leyenda que los antiguos cartógrafos medievales anotaban en los márgenes inexplorados de las tierras conocidas y que anticipaba monstruosas amenazas: Hic sunt dracones. La muerte de los seres queridos -sus casas llenas de objetos carentes ya de sentido-; los fallecidos que “reaparecen” como fantasmas, esos entes solitarios; la niña Omayra, su agónica muerte retransmitida al mundo entero; los marineros del submarino Kursk; las cartas de despedida de los suicidas; la soledad de los supervivientes (con otra dramática experiencia personal vivida con su pareja -la igualmente escritora Marta Jiménez Serrano, con protagonismo también en Lo demás es aire- en un piso de alquiler con una caldera averiada). 

Y el libro se cierra con Piel, en el que explora la importancia del contacto físico para nuestro equilibrio emocional. Se parte del terrible experimento ideado y puesto en práctica por Federico II de tras ascender al trono del Sacro Imperio Germánico, aislando desde la cuna a treinta niños, sin palabras, sin gestos, para observar qué lengua acabarían hablando, en un delirante intento de investigar la lengua común y primigenia de la humanidad. Y las modernas investigaciones científicas con monos, para calibrar la necesidad de la interacción social en el desarrollo humano. Los beneficios de las terapias de piel con piel, basadas en las caricias, para el facilitar y potenciar el crecimiento físico y psicológico de los niños. El mito del andrógino, la ruptura de nuestra condición dual y el amor como permanente búsqueda de la piel, del tacto del otro que hemos perdido, desgajado de la unidad primitiva que nos constituía. La soltería, el amor romántico, los encuentros amorosos, también los suplicios de las celdas de aislamiento, de las cámaras anecoicas, el vacío y la insensibilización derivados de la falta de contacto, el tamaño de nuestra piel -casi dos metros cuadrados; el tamaño de una toalla de playa-, la superficie de piel humana -unos 3.500 kilómetros cuadrados, el tamaño de la isla de Mallorca- para cubrir y proteger y revivir a más de la cuarta parte de la población mundial que según una encuesta de Meta-Gallup realizada en 2023 en 142 países se siente sola. 

Coser una inmensa piel metafórica, he ahí el ilusionante -e ilusorio- proyecto que Gómez Bárcena expone casi al final de su excepcional libro, en un fragmento que yo también os dejo para poner fin a esta muy larga reseña. Hay algunas referencias musicales en el libro, y muchas más, centenares, fuera de él, con la soledad como tema. En paralelo a esta reseña os invito a visitar el blog de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com, en el que he dedicado hasta cinco programas a presentar significativos fragmentos de Mapa de soledades, envueltos en canciones que tienen a la soledad como centro principal. Ahora, he elegido una de ellas como acompañamiento musical a mis comentarios. Se trata de un clásico de la música brasileña, Triste, de António Carlos Jobim -Triste é viver na solidão (triste es vivir en soledad)-, en una versión de la que acaban de cumplirse cincuenta años, la del disco Elis & Jobim, una maravilla grabada por el compositor junto a la gran Elis Regina. 


La experiencia de soledad de tantos hombres y mujeres, unidos gracias al milagro cotidiano de la costura. Al fin y al cabo eso es lo que hacemos para luchar contra la soledad no deseada. Coser nuestra piel a la piel de los otros. Buscar el retal con el que creemos encajar; el trocito de lienzo al que anhelamos pertenecer. Nuestra aguja y nuestro hilo puede ser el lenguaje. Tejemos palabras para formar parte de la experiencia de los otros. Con ellas bordamos puentes, ideas compartidas, sueños comunes. Acaso sea esto lo que he intentado hacer en estas páginas. Emplear el hilo de las palabras para zurcir experiencias ajenas, hasta inventar un lugar que no existe. Un paisaje en el que la soledad de Ovidio o de Carrington o de Quiroga puedan trenzarse y confundirse en una sola. Me pregunto qué pensarían los personajes que pueblan este libro si pudieran cerrar los ojos en la eternidad y abrirlos de nuevo a la vida. Qué sería para ellos reconocerse juntos, en esta fotografía de grupo que jamás fue tomada. ¿Se sentirían más solos o menos solos?

Videoconferencia
Juan Gómez Bárcena. Mapa de soledades

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