Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de abril de 2011

ALICE MUNRO. LA VISTA DESDE CASTLE ROCK

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Un miércoles más estamos con vosotros para ofreceros una recomendación de lectura que creo que puede agradaros. Hoy os traigo un libro de una magnífica escritora que ha escrito muchas obras extraordinarias aunque hasta ahora todavía no hubiera aparecido en nuestro programa. Se llama Alice Munro, es canadiense y el libro que quiero presentaros, uno de los últimos de los suyos aparecido en España, es La vista desde Castle Rock que, traducido por Isabel Ferrer y Carlos Milla, ha publicado la editorial RBA.

Alice Munro es, fundamentalmente, una escritora de cuentos, os recomiendo, aparte de la obra que hoy voy a comentaros, algunas de sus mejores colecciones de relatos: Escapada, Secretos a voces, El amor de una mujer generosa, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, o el último editado en nuestro país, Demasiada felicidad. En ellos escuchamos siempre la voz de unos personajes, a menudo mujeres, aparentemente convencionales, sencillos en su normalidad, pero dotados de una profundidad, de una complejidad que la escritora canadiense refleja con mano maestra. Alice Munro había pasado más o menos desapercibida en nuestro panorama editorial pese a que ha sido citada en más de una ocasión como candidata al Premio Nobel y pese a que en nuestro país ya había cuentos suyos traducidos desde los años ochenta, hasta que Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Vicente Molina Foix y otros conocidos e influyentes escritores se han ocupado de ella y la han recomendado desde diferentes tribunas literarias. Javier Marías, incluso, la promovió para un premio de su singular Reino de Redonda, al que la canadiense pertenece con todos los honores desde 2005 con el sugestivo título de Duquesa de Ontario. Ontario es el territorio en el que se desarrolla la mayor parte de su obra y en ella aparece como un espacio casi mítico, equivalente al Yoknapatawpha de Faulkner, o al Santa María de Onetti, por citar sólo dos de los más conocidos paisajes inventados por la literatura.

Este La vista desde Castle Rock es un libro algo especial dentro de la literatura de Alice Munro, pese a que, en su peculiaridad, conserva la mayor parte de los rasgos que definen su narrativa. Es especial porque se trata de una colección de relatos con una componente profundamente autobiográfica, algo no habitual en el resto de la obra de la autora canadiense. A través de una serie de cuentos con personajes diversos, pero unidos por un evidente hilo conductor, Alice Munro rastrea los orígenes de su familia, los Laidlaw, desde su vida en Escocia, en el valle de Ettrick, a finales del siglo XVIII, hasta la Canadá actual. A partir de la documentación manejada, en el caso de las generaciones pretéritas de la familia, y de su propia experiencia y sus recuerdos y una memoria prodigiosa, que ella misma reconoce, para fundamentar las vivencias más recientes, la autora construye una formidable sinfonía de historias en las que, mezclando realidad y ficción, historia e invención, la verdad de la vida y la verdad, quizá mayor, de la literatura, se nos ofrecen algunos momentos de las existencias de unos seres nada excepcionales, ni modélicos, ni arquetípicos, sino personas normales, como vosotros y como yo, aunque mostrados, gracias a la pericia de la escritora, en sus emociones más auténticas, en sus sentimientos más íntimos, en sus preocupaciones más genuinas.

Y es en esa presentación de los resquicios más profundos del alma común en donde afloran las características más destacadas de la obra cuentística de Alice Munro, habituales en la mayor parte de sus relatos y presentes también en este La vista desde Castle Rock. Veo la vida como piezas separadas que no acaban de encajar entre sí, ha declarado en alguna ocasión Alice Munro. Y esto es lo que leemos en sus cuentos: fragmentos de vidas, episodios aislados, momentos aparentemente anodinos en la existencia de sus personajes, situaciones que se muestran de un modo inconexo, con saltos en el tiempo, con vacíos, con elipsis que el lector debe rellenar… pero es en lo no dicho, en lo sólo sugerido, en el retazo de una personalidad que se esboza, en el sentimiento que de manera sutil se apunta, en la pincelada ligera, en el leve trazo con los que una emoción tan sólo se insinúa, es en todos esos pequeños detalles que configuran su estilo en donde reside la maestría de Alice Munro, porque es a través de esas tenues manifestaciones, a través de la sugestión de los silencios, de los finales inconclusos, como conocemos la verdad de sus personajes, sobre todo de sus mujeres, a las que de manera tan formidable retrata.

Y a propósito de personajes de poderosa construcción no me resisto a transcribiros para terminar unas bellísimas palabras de Antonio Muñoz Molina sobre las mujeres de Alice Munro, unas mujeres que, según el académico andaluz, huyen de pronto, desertan, se entregan a aventuras eróticas que saben insensatas pero a las que no quieren renunciar, abandonan a sus familias y renuncian a la respetabilidad social y a la solidez económica para instalarse en ciudades lejanas, en baratos apartamentos alquilados. Obtienen trabajos mediocres, escriben cartas, resisten a cuerpo limpio el cerco de la soledad y el desasosiego de la culpa. No son víctimas del abuso físico, cargadas de razones, o mujeres de una altura intelectual o de romanticismo que sus romos maridos no aceptan ni entienden. No son exactamente buenas, ni positivas, a la manera de esas heroínas como de realismo socialista soviético que abundan en la literatura considerada canónicamente de mujeres. Sus maridos las aman y les tienen respeto, pero ellas no están interesadas en el respeto ni en el amor de sus maridos, y les son infieles con mala conciencia, pero también con perfecta convicción, con una distancia fría que es la misma que a veces dedican a sus hijos. Cuidan a esposos o a padres enfermos, cumpliendo antiguas deudas de ternura, y a la vez sienten la molestia inmensa de esa obligación, y desearían salir huyendo de ella.

Leed este La vista desde Castle Rock, publicado por RBA y adentraos con él en el fascinante universo de Alice Munro. Estoy seguro de que no os vais a sentir decepcionados y querréis seguir leyendo toda su obra. Para acompañar a estas mujeres de los relatos de Alice Munro, os ofrezco, tras la lectura de un fragmento significativo del libro, una canción sobre los celos femeninos, Jealousy, de Natalie Merchant. Hasta la semana que viene.

Las ovejas se apiñan a mi alrededor. Desde que las esquilaron en verano, ha vuelto a crecerles la lana, pero aún no la tiene muy larga. Justo después del esquileo, de lejos presentan un asombroso parecido con las cabras, y ni siquiera entonces se las ve suaves y pesadas. Les sobresalen los huesos de las caderas, tiene las frentes protuberantes. Les hablo un tanto cohibida mientras extiendo el heno. Echo avena en el largo pesebre. Conozco a gente que piensa que éste es un trabajo reparador y que posee una dignidad característica, pero yo lo conozco desde que nací y tengo una opinión distinta. El tiempo y el espacio pueden estrecharse en torno a mí; es muy fácil que me asalte la sensación de que nunca me he marchado, de que me he quedado aquí toda la vida. Como si mi vida adulta fuera una especie de sueño que nunca se hizo realidad. No me veo como Harry e Irma, quienes en cierto modo han florecido en esta vida, ni como mi padre, que se ha acomodado a ella, sino más bien como uno de esos inadaptados, cautivos, casi inútiles, célibes, oxidados, que deberían haberse ido pero no lo hicieron, no pudieron y ahora no encajan en ningún lugar. Estoy pensando en un hombre que dejó morir sus vacas de hambre un invierno después de la muerte de su madre, no porque lo paralizase el dolor, sino porque no podía tomarse la molestia de salir al establo a darles de comer, ni había nadie para recordarle que debía hacerlo. Eso es algo que puedo creer, que puedo imaginar. Me veo a mí misma como una hija de mediana edad que cumplió su deber, se quedó en casa, pensando que algún día llegaría su oportunidad, hasta que despertó y supo que nunca llegaría. Ahora lee toda la noche y no atiende la puerta y, en un esquivo estado de trance, sale a esparcir heno para las ovejas.




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