Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de septiembre de 2011

ANN BEATTIE. POSTALES DE INVIERNO

Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro que regresa cada semana a las ondas con una nueva reseña de un libro de interés que esperamos resulte de vuestro agrado. Mi recomendación de esta mañana de septiembre es una novela, una estupenda y muy significativa novela de la escritora norteamericana Ann Beattie, su primer libro publicado, con el que debutó en 1975 y que hace algunos años vio la luz en España en la editorial Libros del Asteroide. Se trata de Postales de invierno, al parecer una de las novelas más influyentes de su época, una genial descripción, como os comentaré dentro de unos minutos, del desencanto de la juventud post-hippie, aunque el libro no puede reducirse a esa muy lograda dimensión sociológica sino que presenta muchos otros elementos de interés. Postales de invierno ha sido traducida por Marta Alcaraz Burgueño y cuenta con un iluminador prólogo del escritor argentino Rodrigo Fresán.

No tengo demasiado tiempo hoy para analizaros la novela con detenimiento, pues el fragmento del libro que quiero leeros, que creo que traslada bastante fielmente lo esencial del espíritu de la obra, es bastante extenso, por lo que me limitaré a mencionaros, de un modo casi telegráfico, algunos de los principales logros de esta muy interesante Postales de invierno.

De manera principal, destaca, a mi juicio, la fotografía muy reveladora de la vida, de la triste y mediocre y decepcionante y desesperanzada vida de un grupo de personas, jóvenes en su mayoría, a mediados de los años setenta, en un Estados Unidos que vive, entre referencias al impeachment a Nixon, a la presencia de John Lennon y Yoko Ono en América, a Henry Kissinger, la mencionada resaca post-hippie, el amargo despertar del sueño, del a la postre fugaz y por ello frustrante sueño de la década prodigiosa, la década de Kennedy, de la aventura lunar, de la era de acuario y de la paz universal, del haz el amor y no la guerra, de las idílicas familias felices de los cuadros de Norman Rockwell, el equivalente iconográfico de nuestros sesenteros botes de Cola Cao. Los personajes de la novela, el protagonista desde que el se nos narra la historia, un Charles de veintisiete años, enamorado fatalmente de Laura, una mujer casada que lo ha expulsado de su lado, y absolutamente desorientado en la vida, y los secundarios: su amigo Sam, que debería entrar en la facultad de Derecho pero malgasta sus días vendiendo chaquetas de hombre; su hermana Susan que parece acercarse a la normalidad a través de su noviazgo con un médico algo extravagante; la madre de Charles y Susan, Clara, desequilibrada, suicida frustrada, que oscila entre estancias en psiquiátricos y hospitales; Pete, el marido de ésta, al que sólo la adquisición de un Honda Civic parece apuntalar en la realidad; todos ellos, sin excepción, viven una existencia insulsa, sin alicientes, sin proyectos, deambulan deprimidos en algunos casos, compulsivamente obsesionados en otros, abiertamente perdida la razón incluso en los ejemplos más extremos, transitan sin norte por unos días invernales transidos de nieve y frío, frío real, sus casas inhóspitas, sus coches decrépitos, sus neveras vacías, sus comidas caóticas, y, sobre todo, frío existencial, soledad, depresión, tinieblas del corazón, impotencia, tristeza. Nunca hago nada, maldita sea; Vosotros dos siempre estáis deprimidos; ¿Cómo hemos podido acabar así?; ¿Qué será de nosotros cuando nos hagamos viejos?, son algunas de las frases que dicen los protagonistas y que revelan esa impotencia, esa frustración, esa ausencia de horizontes, esa tristeza que Rodrigo Fresán señala en su prólogo como uno de los rasgos definitorios del libro, una tristeza a veces hasta graciosa, pues hay mucho humor también, un humor algo desencantado, en la novela.

Y destacan también los diálogos, magníficos, a mí me ha recordado el libro, salvando sus abismales distancias en todos los sentidos, a El Jarama, con su fidelidad a los modos verbales de una época. Y hay mucha música, en estas Postales de invierno, decenas de referencias a las canciones de los sesenta y los setenta, Bob Dylan, Elton John, los Rolling, los Beatles, Janis Joplin. Y hay ternura, y una peculiar historia de amor, y amistad, y sexo, y alcohol y tantas otras cosas.

Os dejo ya con un extenso fragmento del libro, en el que se pone de manifiesto esas impotencia y frustración vitales de las que os hablo. Charles, el protagonista, incapaz de cambiar su pobre vida, sueña ininterrumpidamente, fantasea con lo que nunca podrá llegar a ser, mientras se deja llevar por la absurda corriente de su vida. En este texto se refleja de un modo palmario y muy evidente el contraste entre la excelencia de sus sueños y la muy prosaica realidad en la que vive.

No dejéis de leer este Postales de invierno escrito por Ann Beattie y publicado por Libros del Asteroide, es un libro excelente. A partir de las muchas referencias musicales del libro me quedo con Janis Joplin como cierre de la emisión. Un clásico, Me and Bobby McGee, que alguno de los personajes escucha en la novela.


Apoya la cabeza contra la ventanilla empañada. Cierra los ojos e imagina escenas que no sucedieron jamás. Laura y él iban a la playa y el sol la quemaba y él le extendía crema en la espalda. Laura le preparaba un menú chino de diez platos y le organizaba una fiesta sorpresa de cumpleaños. Le pedía un consejo y él le daba uno muy bueno y la hacía feliz. Comían Fudgesicles en un parque de París, ¿venderán esos helados en París? Seguro, tienen un Mc Donald’s. Fantasía mejorada: Laura y él se comían un Big Mac en el Mc Donald’s de París y luego subían a la Torre Eiffel. Laura en el Lido o en el Crazy Horse con los ojos como platos. Escalaban una montaña en Suiza y bebían ponche de sidra caliente. Cogidos de la mano, paseaban por una calle en primavera. Ella tropezaba, él le arreglaba el tacón del zapato. A ella se le caía un pañuelo perfumado, él lo recogía, olía a Vol de Nuit. Pasaban las Navidades juntos y la casa olía a pavo. Ella le regalaba una piña. Él le peinaba la raya acariciándole el pelo entre una cepillada y la otra. En un supermercado, ella le besaba la oreja. Iban a patinar sobre hielo, ella llevaba una falda larga, él una bufanda larga, igual que en el grabado de Currier and Ives de su libro de Historia de sexto. En México, bajo la lluvia, ella compraba un cuenco grande y blanco con un gallo pintado, y él se lo llevaba. Tenían una villa y una muchacha de servicio, y allí el agua era tan azul que parecía arder.

En realidad, un sábado se comieron una hamburguesa con queso en un Mc Donald’s y fueron felices comiéndosela allí, a pesar del ruido que hacían los niños y de lo apaleada que parecía toda esa gente. Una vez él se metió en la bañera con ella y ella no le echó. Ella le enseñó a jugar al ajedrez y bebieron un vino francés delicioso y barato. Ella le regaló un suéter y él lo conservó durante mucho tiempo antes de perderlo. Él le regaló un frasco de Vol de Nuit y ella le sonrió. Una vez él se metió en la ducha con ella y ella se burló de él, pero no le echó. Ella imitó la postura de sus hombros cuando él caminaba, él imitó su mirada distraída. Nadie se enfadó. La montaña rusa y la noria. Hicieron galletas juntos. Ella se sacó una foto en el fotomatón y se la regaló. Comieron en un restaurante de marisco muy conocido y bebieron brandy. Se colocaron y escucharon a Schubert. Ella le envió una tarjeta de San Valentín firmada ‘anónimo’; siempre juró y perjuró que ella no la había mandado, aunque la letra era la suya. Él le regaló una silla para su apartamento, se la llevó cargándola bajo la lluvia. Ella se sentó en la silla. Estaba empapada.

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