NANCY MITFORD. A LA CAZA DEL AMOR. AMOR EN CLIMA FRÍO
Hola, buenas tardes. Aquí estamos de nuevo, un miércoles más, en Todos los libros un libro, ofreciéndoos una recomendación de lectura que, como siempre, queremos que os resulte útil, sugestiva y de interés. Hoy quiero invitaros a adentraros no en uno sino en dos libros, pues nuestra propuesta de esta semana se centra en dos novelas que, siendo independientes, reflejan el mismo universo, tienen en común la mayor parte de los personajes principales y, en definitiva, fueron concebidas como un proyecto unitario. Se trata de A la caza del amor y Amor en clima frío, las dos obras mayores en la trayectoria literaria de Nancy Mitford, una aristócrata inglesa que, entre otras muchas ocupaciones, y al margen de sus muy variadas y a veces agitadas peripecias vitales, se dedicó a la literatura entre la década de los treinta y la de los sesenta del siglo pasado, con un más que relativo éxito. Las dos novelas, que vieron la luz originariamente en 1945, la primera, y 1949, la segunda, han sido publicadas de nuevo ahora, en ediciones primorosas y bellísimas, por la magnífica editorial Libros del Asteroide. La traducción de la primera novela es de Ana Alcaine y Miguel Martínez-Lage se responsabiliza de la segunda.
A la caza del amor y Amor en clima frío son dos novelas deliciosas que se leen con extraordinario agrado e intenso placer y con una permanente sonrisa en los labios. En ellas, Mitford nos relata la historia de su propia familia, una singular familia aristocrática, encubierta en las novelas bajo la personalidad ficticia de los Radlett, en las primeras décadas del siglo pasado. Fanny, una prima de los Radlett, íntimamente unida a ellos, cuenta en tercera persona las extravagancias de este grupo estrafalario y numeroso. Los Radlett, como digo trasunto literario de la auténtica familia Mitford, son tío Matthew, Lord Resdedale, un viejo casi siempre malhumorado, cascarrabias y entrañable, vociferante y desaforado, permanentemente enfurruñado y tronante, aunque sensible y cariñoso, que dirige la familia desde su majestuosa casa de campo en Alconleigh, despotricando contra todo y contra todos y asistiendo impotente al declive de un mundo hecho de tradiciones milenarias y en muchos casos absurdas; su esposa, tía Sadie, algo devota y bastante despistada; y, sobre todo, sus innumerables hijos: la mayor Louise, seria, adulta y responsable; Bob, a punto de incorporarse a sus estudios en Eton; la hermosa Linda, la mejor amiga de la narradora, personaje que es en realidad la propia Nancy Mitford y sobre cuya juvenil búsqueda del amor gravita íntegra la primera novela; la alocada Jassy, que desde los ocho años ahorra para escaparse de casa; los pequeños Matt, Victoria y Robin. Y junto a ellos una pléyade de personajes delirantes y simpatiquísimos, la Desbocada, madre de Fanny, siempre de viaje por el mundo, en brazos de uno u otro hombre; Tía Emily, tutora de Fanny; su marido el capitán Davey Warbeck, adorable e hipocondríaco; el excéntrico bromista y desprendido millonario Lord Merlin; los sucesivos pretendientes de Linda, el insulso Tom Kroesig y sus más insulsos y muy adinerados padres, el filocomunista Cristian Talbott, envuelto siempre en su nube de causas sociales, el hombre de mundo Fabrice de Sauvaterre… y tantos otros…
Las dos novelas, que rezuman un muy inglés sentido del humor, teniendo como tema principal el relato de las peripecias sentimentales de sus principales protagonistas, la prima Linda Radlett en la primera obra y Polly Montdore en la segunda, nos permiten acercarnos a ese mundo cerrado y anacrónico, pero que la visión amigable de la autora convierte en encantador, de la vieja Inglaterra aristocrática de entreguerras, un mundo que se resiste a aceptar la llegada de los nuevos tiempos, de la modernidad democrática, de las costumbres más libres. Una aristocracia que vive encastillada en sus feudos, en sus lujosas mansiones e inmensas casas de campo, en sus residencias veraniegas e inabarcables apartamentos en Londres, entre bailes de sociedad, puestas de largo y recepciones oficiales, reuniones en los clubes privados y cazas del zorro, rodeados de objetos valiosos y piezas de anticuario, obras de arte y joyas y ropas de valor incalculable, siempre atendidos por una cohorte de niñeras, amas de llaves, guardabosques, mozos de cuadra, mayordomos, cocineras y chóferes. Nancy Mitford se mueve con naturalidad en el ‘ecosistema’ de esta aristocracia, con sus privilegios de cuna, con sus tics de clase, un mundo en el que resultaba un problema esencial en la vida el modo correcto de nombrar al espejo, jamás mirror, siempre looking glass, o la expresión adecuada para el papel de cartas, nunca notebook, sí en cambio writing paper. Un mundo en el que las guerras, los conflictos del acontecer social, las crisis del devenir histórico, sólo eran percibidos en el universo cerrado y alejado de la realidad de Alconleigh porque en esas ocasiones, como dice tía Sadie, el papel higiénico se hacía más grueso y el papel de cartas más fino.
Termino ya, no tengo, como es habitual en Todos los libros un libro, tiempo para mostraros otros ángulos, otros enfoques de las muy recomendables novelas presentadas. Espero que lo dicho hasta ahora os sirva para que os intereséis por ellas. Con esa intención dejadme que os ofrezca el comienzo de la primera; un inicio que resulta muy revelador del clima que os vais a encontrar si os decidís a leerlas. Para ilustrar musicalmente el mundo refinado y elitista de las novelas de la Mitford, un músico siempre aristocrático, Bryan Ferry, que también habla de amor en su ya clásica Slave to love.
Existe una fotografía de tía Sadie y sus seis hijos sentados alrededor de la mesa del té en Alconleigh. La mesa está colocada, como estaba entonces, como sigue estando y como siempre estará, en el salón, delante de un enorme hogar de leña. Encima de la repisa y claramente visible en la fotografía cuelga una pala de zapador con la que, en 1915, tío Matthew había matado a golpes a ocho alemanes, uno tras otro, mientras salían de un refugio subterráneo; aparece recubierta todavía de sangre y cabellos, y de niños siempre nos había fascinado.
En la imagen, el rostro de tía Sadie, siempre tan hermoso, aparece extrañamente redondo; tiene el pelo abultado y sedoso, y la ropa que lleva es de lo más ñoña, pero no hay duda de que es ella quien está ahí sentada con Robin arrellanado en su regazo y envuelto en mares de encaje. No parece muy segura de qué hacer con la cabeza del niño, y se percibe, aunque no se ve, la presencia de Nanny aguardando el momento de llevárselo. Los demás niños, de edades comprendidas entre los once años de Louisa y los dos de Matt, están sentados en torno a la mesa, vestidos con sus mejores galas o con baberos de encaje y puntillas, y sujetan con la mano tacitas o tazas para el té, según la edad. Todos miran a la cámara con los ojos muy abiertos por el fogonazo del flash, y todos tienen aspecto de no haber roto un plato en su vida, con esas boquitas redondas.
Ahí están, quietos como moscas fosilizadas en el ámbar de ese instante: la cámara hace clic y la vida sigue adelante, los minutos, los días, los años, los decenios… llevándoselos cada vez más y más lejos de esa felicidad y esa promesa de juventud, de las esperanzas que tía Sadie debía de haber depositado en ellos y de los sueños que habían soñado. Muchas veces pienso que no hay nada más dolorosamente triste que los viejos grupos familiares.
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