DAVID GILMOUR. CINECLUB
Hola, buenos días. Como todos los miércoles, aquí estoy, aguardándoos en Todos los libros un libro, dispuesto a proporcionaros una nueva recomendación de lectura esperando acertar, esperando que mi criterio coincida con vuestras preferencias y mi consejo pueda resultar de vuestro agrado. Os recuerdo que no soy experto en literatura, soy sólo un lector como cualquiera de vosotros, por lo que mis sugerencias semanales no responden a ningún dictado académico ni a argumentos de autoridad sino tan sólo a mis propias preferencias. Parto de la base, espero que no demasiado infundada, de que no soy una persona excesivamente rara, soy alguien normal, por lo que los libros que a mí me gustan pueden perfectamente gustarles a muchas personas más y por ello me atrevo a recomendarlos. Así ocurre con el que hoy traigo para vosotros, un estupendo libro que narra, además, una peripecia autobiográfica y muy singular de su autor, el escritor canadiense David Gilmour. Cineclub es el título del que quiero hablaros, y ha sido publicado en la colección Reservoir Books, de la editorial Mondadori, en traducción de Ignacio Gómez Calvo. Se trata, como el título inequívocamente apunta, de un libro vinculado al mundo del cine, y por ello he querido traerlo aquí hoy, cuando aún no se han apagado los ecos de la reciente ceremonia de los Oscars correspondientes a 2012.
Como os digo, David Gilmour es un escritor canadiense que cuenta con varias novelas en su haber y que ha hecho también algunas incursiones en el terreno del periodismo televisivo. Cineclub no es, en cambio, una novela, aunque os anticipo que se lee con la fluidez y la atención que consiguen provocar las mejores ficciones; no es una historia inventada sino que parte de un episodio esencial de la propia vida de su autor. El hijo de David Gilmour, Jesse, empezó a mostrar unas sorprendentes irregularidades en sus notas cuando cursaba tercero de secundaria, y ya en cuarto, con dieciséis años, su rendimiento académico cayó en picado. El chico, apremiado por sus padres, se escabulle y miente. Falta a sus clases, muestra un comportamiento algo errático e inusual, es detenido por pintar con espray los muros de su antigua escuela primaria. Sus progenitores, el propio David y su ex-mujer (lo siento, sigo escribiéndolo con guión) Maggie, pertenecientes a un mundo de artistas, escritores, periodistas, intelectuales, gentes ‘modernas’ del mundo de espectáculo, respetables ciudadanos de clase media alta, deciden cambiarlo de colegio y enviarlo a un instituto privado. Pero ni siquiera esa fórmula funciona. El adolescente desgarbado que es Jesse, un metro noventa y cinco centímetros de desconcierto juvenil, resulta indomeñable: no tiene libros de texto, no parece llevar apuntes de clase, su letra es ilegible, manifiesta una ignorancia supina en los conocimientos básicos que se le suponen a un chico de su edad, y sobre todo, lo que preocupa principalmente a los padres, sus dedos manchados de nicotina, su palidez, su aburrimiento existencial, su odio al instituto, son signos que quizá anticipan algún mal mayor: la sombra amenazante del peligroso universo de las drogas llena de inquietud la mente de David.
Éste, entonces, urgido por la trascendencia del problema que debe encarar, lleno de dudas e incertidumbres, asediado por el miedo a equivocarse gravemente, toma, sin embargo, una decisión valiente y atrevida, muy arriesgada y de efectos imprevisibles. Oigamos a David reflexionar en voz alta: Es cierto, pensé. Tiene que hacer algo. Pero, ¿qué? ¿Qué puedo conseguir que haga que no acabe siendo una repetición del desastre del Instituto? No lee, detesta los deportes. ¿Qué le gusta hacer? Le gusta ver películas. A mí también. De hecho, durante unos años, cuando rondaba los cuarenta había hecho de crítico de cine de forma bastante convincente en un programa de televisión. ¿Qué podríamos hacer con eso? David dejará que su hijo decida libremente -recordad, tiene sólo dieciséis años- si quiere continuar o no con sus estudios en el instituto, aunque le pone algunas condiciones en el caso de que su opción sea abandonar su educación. En otras palabras, David propone a su hijo un trato: Jesse podrá dejar el instituto, no tendrá que trabajar ni pagar el alquiler, se le permitirá dormir hasta las cinco de la tarde todos los días, pero ni puede tomar ninguna droga -en caso contrario se romperá el trato- y además, y éste es el desencadenante de la historia que el libro cuenta, tiene que ver tres películas semanales con su padre, tres películas que el adulto elegirá y que constituirán la única educación del chico.
Y así, durante tres años, David y Jesse empiezan a ver tres películas semanales. Comienzan por Los cuatrocientos golpes, de Truffaut y siguen por El padrino, Con faldas y a loco, El resplandor, Manhattan, Lolita, Pretty woman y cientos y cientos de ellas que se reseñan en el índice final del libro y que constituyen un elenco muy destacado y significativo de la historia del séptimo arte. Y a lo largo de todo este tiempo, padre e hijo discuten, se enfadan, se cuentan confidencias, viajan, se cambian de casas, crecen juntos y hablan, hablan de chicas, del amor, del sentido de la vida, de las drogas, del trabajo, de los sueños, del futuro, de música, de las relaciones personales, y por supuesto hablan, claro, de cine. De este peculiar modo se desarrolla la educación de Jesse, su educación en general y su educación sentimental en particular, hasta el punto de que, al cabo de tres años, cuando es ya un mocetón de diecinueve, el joven empezará a llevar las riendas de su vida y, gran experto en cine, se matriculará en la universidad abandonando el hogar paterno.
Os dejo precisamente con un fragmento final del libro en el que David evoca con nostalgia esos tres años fascinantes y decisivos en las vidas de ambos. Cineclub, de David Gilmour, Editorial Mondadori; no dejéis de leerlo si os gusta el cine, si tenéis hijos en la edad del pavo o si vosotros mismos no habéis abandonado aún tal insulsa etapa, si os dedicáis a la educación o, simplemente, si queréis pasar unas horas entretenidas y repletas de reflexiones interesantes. Música de cine, también, para cerrar el espacio por hoy. Rose Murphy canta el clásico Pennies from heaven, en una versión incluida en la magnífica y muy premiada, la sensación cinematográfica de este año, The artist.
No volvió a vivir en mi casa. Se quedó en la de su madre y luego buscó un piso con un amigo que había conocido en el instituto. Tuvo un problema con una chica, creo, pero lo solucionaron. O no lo solucionaron. No me acuerdo.
Nunca llegamos a ver el programa de películas extraordinariamente bien escritas. Simplemente se nos acabó el tiempo. Supongo que en realidad no importaba; siempre habría algo que no llegaríamos a ver.
Él dejó atrás el cineclub y, en cierto modo, me dejó atrás a mí, dejó atrás el hecho de ser un niño para su padre. Se percibía desde hacía años, por etapas, pero de repente estaba allí. Se podía notar en los dientes.
Algunas noches paso por su cuarto del tercer piso, entro y me siento en el borde de la cama; me parece irreal que se haya ido, y durante los primeros meses me angustiaba pasar por allí. Veo que se ha dejado el DVD de Chungking Express en su mesilla de noche; ya no le sirve de nada; ha tomado todo lo que necesitaba de ella y la ha dejado atrás como una serpiente su camisa.
Sentado en su cama, me doy cuenta de que nunca volverá bajo la misma forma. De ahora en adelante será una visita. Pero qué regalo tan raro, milagroso e inesperado fueron esos tres años en la vida de un joven, en un momento en que normalmente empieza a cerrar la puerta a sus padres.
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