Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 7 de marzo de 2012

ANDRÉS NEUMAN. EL VIAJERO DEL SIGLO

Hola, buenas tardes. Como de costumbre los problemas de tiempo y la dificultad natural de resumir en unas cuantas frases lo más relevante de una obra literaria, me impiden, aquí, en Todos los libros un libro, hacer mucho más que un ligero esbozo los logros de una novela que, como la que os presento hoy, tiene muchos y muy destacados. No querría por ello extenderme demasiado en este preámbulo, pero me gustaría traer a vuestra conciencia, siquiera en un breve minuto, un hecho sorprendente y sin embargo muy usual. Un escritor se encierra en su casa durante años, cinco en el caso del libro del que hoy quiero hablaros. Convive diariamente, hasta en sueños, con su obra, se plantea dudas, perfila personajes, resuelve centenares de problemas, meramente formales muchos de ellos, de estructura y de fondo bastantes otros. Corrige, y vuelve a corregir, y aún revisa una vez más y otra y una más su libro. Introduce modificaciones, cambia párrafos, elimina personajes. Titubea, reformula, analiza, vuelve atrás, reconsidera. Y corrige y corrige y vuelve a corregir. Ofrece sus primeros intentos a la consideración de escritores de su ciudad, de amigos con buen criterio literario, de conocidos y familiares habituados a la lectura. Altera lo previsto, da entrada a nuevos personajes, cambia un capítulo, algunos párrafos, cientos de palabras. Y corrige y corrige y sigue corrigiendo. Cuando, no del todo satisfecho, pues nunca llegará a estarlo plenamente, con el resultado final, lo considera, sin embargo, más o menos acabado y entrega el fruto de su creación, quinientas treinta largas páginas en el caso de la novela que hoy os traigo, a la editorial y el libro por fin es publicado... entonces, un crítico, un mero reseñista, un lector, que como mucho habrá pasado con ese libro unas cuantas semanas de su existencia, algunas horas dispersas, no siempre atentas, que en el mejor de los casos ha leído con detenimiento, pero sólo una vez (insólito el hecho de que fueran varias), la obra, se permite el lujo (nos permitimos todos el lujo) de calificar categóricamente: "obra maestra", "un desastre", "personajes mal construidos", "estructura defectuosa", o alguna otra simplificación por el estilo casi siempre precipitada y superficial.

Poneos ahora en mi lugar e imaginad por un momento las dificultades que me acometen cuando debo hablaros de este El viajero del siglo, de Andrés Neuman, premio Alfaguara 2009 y publicado, obviamente, por dicha editorial. Qué puedo decir para resumir en apenas cuatro escasos folios, en ocho o nueve minutos, en poco más de mil palabras, una novela compleja, densa aunque de lectura muy fácil, profunda, filosófica, histórica, plena de romanticismo, rigurosa, divertida, tierna, en muchos pasajes conmovedora, siempre inteligente, desbordante en la descripción de una época, la primera mitad del siglo XIX, deslumbrante en el lenguaje, en la información manejada, en la maquinaria perfecta de la estructura que la sostiene.

De manera que no intentaré hoy siquiera hablaros del libro, os ofrezco el breve resumen de la editorial y os dejo con un fragmento extenso pero significativo del estilo, del tono, de la tónica por la que discurre esta magnífica novela de este escritor jovencísimo y sin embargo formidable (debo decir también, más allá del preámbulo exculpatorio, que esta es una semana de muchas ocupaciones para mí y que apenas he tenido tiempo para pergeñar una reseña algo sólida, algo más digna). He ahí la sucinta descripción de la tenue trama argumental: un viajero enigmático en una misteriosa ciudad centroeuropea en el siglo XIX. La aparición de un personaje sorprendente, un organillero entrañable y sabio, que anclará al viajero en la ciudad movediza. Y a partir de ahí, el amor, las intrigas, la filosofía, la literatura, la cultura, la poesía, la política, el amor, el amor, el amor...

Leed, no desaprovechéis la ocasión de leer esta obra mayor de un escritor llamado a ser un grande. Andrés Neuman; estoy seguro de que os interesará el libro y de que disfrutaréis intensamente de él. Como cierre musical a esta reseña, una canción espléndida de un grupo, The Magnetic Fields, en el que brilla el talento de su líder, Steven Merrit, muy propenso a experimentar con instrumentos inusuales, clavicordios, mandolinas, banjos y quizá, incluso, creo recordar,... hasta organillos. Su título es I Don't Really Love You Anymore. El vídeo, ingenioso, ofrece una particular recreación fotográfica de la estupenda canción (que es lo que, en realidad, interesa). Hasta la semana que viene.

El único lugar que se mostraba invariablemente accesible era la plaza del Mercado, a la que regresaba sin cesar para orientarse. Ahí estaba Hans de nuevo, haciendo tiempo hasta la salida del carruaje, intentando fijar en su mente los puntos cardinales, vuelto un reloj de sol que proyectaba una lanza de sombra sobre el empedrado, cuando vio llegar al organillero.
De barbas canas, moviéndose con una mezcla de dificultad y delicadeza, como si al arrastrar los pies pensase que bailaba, el organillero llegó a la plaza tirando de su carretilla, dejando un rastro en la nieve incipiente. Lo acompañaba un perro negro que, con instinto rítmico, se mantenía siempre a la misma distancia respetando sus pausas, tambaleos, síncopas. El viejo iba abrigado, si no es mucho decir, con un capote pardo y una capa traslúcida. Se detuvo en un costado de la plaza. Acomodó sus cosas con extrema parsimonia, como ensayando la mímica de lo que haría más tarde. Al terminar de instalarse levantó el maltrecho paraguas que llevaba atado al mango de la carretilla. Lo abrió cuidadosamente y lo colocó sobre el organillo, para que la nevisca no le cayera a su instrumento. Este último gesto conmovió a Hans, que se quedó esperando a que el organillero empezase a tocar.
El viejo no tenía ninguna prisa o disfrutaba de la demora.
Bajo sus barbas se insinuaba una sonrisa de complicidad con su perro, que lo miraba alzando las orejas triangulares. El tamaño del organillo era modesto: encaramado a la carretilla apenas superaba la cintura del viejo, por lo que él debería encorvarse incluso más para tocarlo. La carretilla estaba pintada de verde y naranja. La madera de las ruedas había sido roja. Recubiertas por un aro que a duras penas las mantenía compactas, esas ruedas no eran redondas sino de otra forma más accidentada, golpeadas como el tiempo que llevaban rodando. El frontal del instrumento había sido decorado con un paisaje de primor infantil, que figuraba un río con árboles.
Cuando el organillero empezó a tocar, algo rozó el límite de algo. Hans no añoraba nada: prefería pensar en el siguiente viaje. Pero al escuchar el organillo, su pasado metálico, le pareció que alguien, otro anterior a él, se estremecía en su interior. Siguiendo la melodía como se lee un papel al viento, a Hans le sucedió algo infrecuente: sintió cómo sentía, se contempló emocionándose. Su oído atendía porque el organillo sonaba, el organillo sonaba porque su oído atendía. Más que tocar, a Hans le pareció que el viejo hacía memoria. Con una mano de aire, los dedos ateridos, movía la manivela y la cola del perro, la plaza, la veleta, la luz, el mediodía giraban sin interrupción, porque cuando la melodía rozaba su final la mano relojera del organillero hacía no una pausa, ni siquiera un silencio, apenas una rasgadura en un manto, le daba la vuelta y la música volvía a comenzar, y todo seguía girando, y ya no hacía frío.


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