CHARLES DICKENS. DAVID COPPERFIELD
Hola, buenos días. Con unas fechas de retraso, en Todos los libros un libro queremos celebrar el segundo centenario de un escritor esencial, un clásico que ha dejado a la posteridad al menos una decena de novelas inolvidables. Se trata, como sabréis, pues no ha habido periódico o televisión en los que no se haya visto recogida la efeméride, de Charles Dickens, de cuyo nacimiento se cumplieron doscientos años el pasado 7 de febrero.
Confieso que, a la hora de realizar esta reseña me han asaltado bastantes dudas, y de una magnitud tal que casi acaban por impedirme llevarla a cabo. ¿Cómo encaro el comentario acerca de la obra de un autor inmenso? ¿Selecciono una sola de sus creaciones? ¿Doy cuenta, en apenas mil quinientas palabras, de una producción literaria absolutamente inabarcable? La verdad es que llevo rumiando semanas el modo más adecuado de presentaros mi admiración, mi entusiasmo por Dickens y no acabo de decidirme. De modo que he terminado por dejar que mi intuición me vaya guiando y, partiendo de ella, por ir mostrándoos algunos aspectos que me resultan especialmente significativos de sus principales libros.
El primer elemento de interés de las novelas de Dickens es, cómo no, su deslumbrante potencia narrativa. Cuando uno abre una de sus grandes novelas (yo he vuelto a leer en estos últimos meses, Oliver Twist y David Copperfield, y aún recuerdo Los papeles póstumos del Club Pickwick, también devorado en mi juventud, o Grandes esperanzas o Cuento de Navidad), se adentra en un territorio fascinante que es el que representa la mejor literatura: multitud de historias, intrigas y aventuras sin cuento, peripecias siempre entretenidas, misterios, sorpresas y giros inesperados en la acción, revelaciones desconcertantes y coincidencias insólitas, escenarios descritos con precisión y minuciosidad, y sobre todo infinidad de personajes inolvidables con los que identificarse o a los que aborrecer, que suscitan afinidad o compasión, rechazo o apasionada entrega. Las novelas de Dickens cuentan historias, historias que nos seducen, que nos encantan, que nos conmueven, que nos arrebatan, pues son, como escribió Chesterton, “un gran almacén de todas las emociones humanas”. Gustavo Martín Garzo, un declarado admirador del inglés, nos dice, en relación a su capacidad narrativa, a su portentosa imaginación generadora de relatos subyugantes y personajes memorables, que leerle es como asistir a un banquete. Uno de esos banquetes donde se reúnen los comensales más diversos, y donde no dejan de servirse todo tipo de platos y bebidas. Hasta el agotamiento. Con los personajes de Dickens uno no dudaría en irse de juerga. La diversión está asegurada porque el mundo nunca es para ellos un lugar aburrido. Para Dickens hay algo peor que pasen cosas malas, y esto es que no suceda nada. Eso es el verdadero infierno. Un infierno que no aparece en sus libros. Y es sabido que muchas de sus principales obras se publicaban por entregas, y del fervor con el que eran recibidas, de la expectación que provocaba cada nuevo episodio, nos da cuenta el hecho de que la gente se agolpaba en los muelles de Nueva York para esperar la llegada del barco que arribaba de Europa con las últimas novedades de la novela de turno, impacientes por conocer lo que el destino, o más bien la fuerza creativa de Dickens, había deparado a sus protagonistas. Su enorme popularidad, el impacto público de su obra, su capacidad para llegar a una inmensa mayoría de lectores explican también su éxito, un siglo después, en el universo del entretenimiento por excelencia, el cine, con más de ciento ochenta adaptaciones cinematográficas de sus novelas.
Otro aspecto interesante de los libros, de bastantes de los libros de Dickens, es un elemento ajeno estrictamente a la literatura. Se trata de su condición de testimonio de una época. Sus libros son una fuente inagotable de información sobre los modos de vida de su tiempo. A través de ellos podemos conocer las inhumanas condiciones de la existencia de los individuos en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX, la Inglaterra victoriana en la que la revolución industrial, los profundos cambios en el mundo y en particular en el trabajo, estaban dibujando una nueva realidad, germen de las sociedades capitalistas hipertecnologizadas en las que nos desenvolvemos en la actualidad y que, pese a su desarrollo, padecen profundos desequilibrios. La pobreza de las gentes, el hacinamiento en barrios inhóspitos, la precariedad de los servicios básicos, el duro trabajo de niños y ancianos, las depauperadas vidas de los trabajadores, sus extenuantes condiciones de trabajo y sus ruinosas existencias, las inicuas desigualdades sociales, los abusos y la corrupción de los poderosos, quedan reflejados con minuciosidad en la mayor parte de sus libros, y de ello resultan ejemplos muy significativos los fragmentos de David Copperfield y Oliver Twist con los que despediremos el espacio. Ese carácter de conciencia social de su tiempo, fue resaltado, al parecer, por Karl Marx, el cual escribió, según nos cuenta Guillermo Altares en un artículo reciente en El País, que Dickens había proclamado más verdades de calado social y político que todos los discursos de profesionales de la política, agitadores y moralistas juntos.
Y esa lectura social de Dickens, que se fundamenta en una precisa descripción de la realidad de su tiempo, aparece anclada casi siempre en un escenario muy reconocible y del que el autor inglés se constituye en una especie de cronista oficial, el Londres del siglo XIX. Al leer sus libros, recorremos la capital británica, nos adentramos en sus calles, atravesamos sus puentes, conocemos su barrios, tanto los céntricos, cuidados y nobles, como los marginales, abandonados y hediondos, paseamos por las plazas y los parques, nos introducimos en sus edificios principales, en los inmuebles institucionales, en las bibliotecas y los juzgados, en las iglesias y en los hospicios, pero penetramos también en las casas particulares, las burguesas y las del proletariado, las de la aristocracia y las del pueblo llano. Y todo ello, esa fidelidad a un espacio y unos lugares muy identificables, se produce al margen de que, como señala uno de su biógrafos, Peter Ackroyd, el Londres dickensiano es una creación profundamente imaginativa, y tiene un extraordinario poder simbólico, pese a lo cual, señala, supera con creces cualquier otra descripción de una ciudad realizada por ningún otro escritor.
Y la mención a Peter Ackroyd, cuya inmensa biografía Dickens. El observador solitario, publicada recientemente por Edhasa, estoy leyendo estos días con el interés y el apasionamiento que suscitan las mejores novelas, me permite comentar el último de los aspectos de las obras del inglés que quiero resaltaros en esta reseña forzosamente limitada: el carácter autobiográfico de la literatura de Dickens, algo muy presente y notorio, de modo singular, en David Copperfield, quizá la cima de su inmenso talento literario. En este libro desbordante y deslumbrante -pero también en innumerables fragmentos de otros- está gran parte de la propia vida del escritor: las desgracias de su infancia solitaria, reflejadas en los muchos menores sufrientes, maltratados, hambrientos, abandonados que aparecen en su obra; el desolador panorama laboral que esperaba a los niños desde muy pequeños, muy presente en sus libros, y que él mismo vivió cumpliendo jornadas de doce horas diarias en una fábrica de betún; la cárcel que albergó a su padre, que fue una de las causas de su infelicidad infantil y que se refleja en las peripecias de un entrañable personaje de la novela, el señor Micawber, trasunto de su progenitor, siempre ahogado por las deudas, asiduo visitante de las prisiones londinenses; la circunstancial alegría que esporádicamente le proporcionaron algunas personas bondadosas, esos islotes de felicidad que confortan a sus jóvenes protagonistas entre un infortunio y otro; sus tímidas experiencias como pasante en un bufete, reflejadas en la vivencia de David en los Doctor’s Commons, una suerte de muy británico Colegio de Abogados; sus amores imposibles, bien documentados en la biografía a la que hago referencia, y que se ofrecen, sublimados, en sus apasionados amores por Dora y Agnes, de nuevo en David Copperfield. Pero también su condición de periodista y gacetillero, su “activismo” social, sus viajes, su experiencia como cronista parlamentario, tienen presencia en sus libros. Y en todos ellos, su humor sutil y casi inapreciable en una primera lectura, muy discreto, muy británico, aunque a veces desternillante, como (así lo recuerdo) en Los papeles póstumos del Club Pickwick.
En fin, son miles los argumentos para acercarse a cualquiera de las obras de Charles Dickens, el escritor popular por excelencia, el gran narrador del siglo XIX, y uno de los grandes nombres de la literatura universal. Espero que el avasallador desembarco de su obra en las librerías con motivo de su segundo centenario pueda induciros a leerlas a aquellos de vosotros que aún no lo hayáis hecho. No os arrepentiréis, estoy seguro, encontraréis en ellas muchas horas de diversión y entretenimiento, de reflexión y de belleza, de alegría y emoción y, en definitiva, de felicidad. Y si os veis obligados a escoger una sola de sus obras, mi propuesta es este inmenso David Copperfield publicado -como la mayor parte de sus libros mayores- por la ejemplar editorial Alba en la excelente traducción de Marta Salís, y que cuenta con el placer añadido que proporcionan las entrañables ilustraciones de H.K. Browne, “Phiz”.
Como contrapunto musical a la obra de Dickens, una canción de temática social centrada en el trabajo en un sector que evoca, de algún modo, el espanto de las terribles condiciones laborales de la Revolución industrial en la Inglaterra dickensiana. En la planta 14, una militante canción sobre los accidentes en las minas interpretada por Víctor Manuel.
(David Copperfield)
Era un barrio de lo más lúgubre a aquellas horas, no existía ningún otro en Londres tan siniestro, triste y solitario por las noches. No había ni muelles ni casas en el camino, siempre desierto, que pasaba a escasa distancia de la enorme y oscura cárcel. Una acequia de aguas estancadas depositaba su fango junto a los muros de la prisión. Los terrenos pantanosos de los alrededores estaban cubiertos de hierbajos y de abundante maleza. En un lado, se pudrían los esqueletos de algunas casas que se empezaron a construir en condiciones adversas y nunca se terminaron. En el otro, se veían por todas partes, al igual que monstruos de hierro oxidados, calderas de vapor, ruedas, manivelas, tubos, hornos, paletas, anclas, campanas de buzo, aspas de molino, y no sé cuántos objetos extraños más, amontonados allí por algún especulador; medio sepultados bajo el polvo, después de haberse hundido por su propio peso en los días de lluvia, daban la impresión de querer esconderse en vano. El estruendo y el resplandor rojizo de varias fundiciones situadas en la orilla se alzaban en mitad de la noche para perturbarlo todo, excepto la espesa y continua columna de humo que salía de sus chimeneas. Algunos senderos cenagosos llevaban hasta el río, a través del fango y del lodo de la marea baja; corrían sinuosos entre viejas estacas de madera, de las que colgaba una sustancia nauseabunda, muy parecida a una cabellera verdosa, y algunos restos de carteles del año anterior, donde se ofrecía una recompensa por recuperar a los ahogados, y que se balanceaban por encima de las marcas que señalaban el nivel más alto de las aguas. Decían que por allí estaba uno de los pozos cavados durante la Gran Peste para enterrar a los muertos; y era como si su fatídica influencia se hubiera extendido por todo el lugar; o como si el paisaje hubiera adquirido aquel aire de pesadilla por las crecidas de aquella corriente putrefacta.
(Oliver Twist)
Cerca de esa parte del Támesis que linda con la iglesia de Rotherhithe, donde más sucios están los edificios de las orillas y más ennegrecidas las embarcaciones del río por el polvo de los barcos carboneros y por el humo de las casas apiñadas y achaparradas, existe aún hoy en día el más inmundo, singular y extraordinario de los muchos lugares ocultos de Londres, que resulta totalmente desconocido, hasta de nombre, para la gran mayoría de sus habitantes.
Para llegar a ese lugar, el visitante tiene que meterse en un laberinto de callejuelas estrechas y fangosas, pobladas por las gentes más burdas y pobres de las orillas, que se dedican al tráfico de todo cuanto pueda imaginarse. Los víveres más baratos y menos delicados se amontonan en las tiendas, las ropas más bastas y ordinarias cuelgan de las puertas de los prenderos y se asoman a las barandillas y a los balcones. El visitante camina con dificultad al abrirse paso a empujones, entre obreros sin trabajo de las clases más bajas, estibadores, descargadores de carbón, mujerzuelas desvergonzadas, niños andrajosos y toda la escoria del río, y se ve asaltado por toda clase de espectáculos y olores repugnantes, procedentes de los estrechos callejones que se abren a derecha e izquierda, sintiéndose al mismo tiempo ensordecido por el estruendo de pesados carros que transportan enormes montones de mercancías procedentes de los almacenes que se acumulan en cada esquina. Al llegar, por fin, a calles más apartadas y menos frecuentadas que las anteriores, el visitante camina bajo fachadas que se tambalean y se inclinan sobre la acera, muros ruinosos que parecen estremecerse a su paso, chimeneas semiderruidas que amenazan con caerse, ventanas guardadas por rejas herrumbrosas, que el tiempo y la podredumbre has desgastado casi por completo, y todas las muestras de desolación y abandono que puedan imaginarse.
En semejante vecindario, más allá de Dockhead, en el distrito de Southwark, se encuentra la isla de Jacob, rodeada por un foso lleno de fango, de dos o tres metros de profundidad y cinco o seis de anchura cuando la marea sube, llamado antiguamente el Estanque de la Fábrica y conocido en nuestros días como el Foso de la Locura. En realidad es un riachuelo del Támesis, que puede inundarse, cuando sube la marea, abriendo las esclusas de la fábrica de plomo, de donde tomó su antiguo nombre. En esas ocasiones, el forastero que se asome desde uno de los puentes de madera que lo cruzan en Mill Lane contemplará cómo los habitantes de las casas de ambos márgenes hacen descender desde sus puertas y ventanas cubos, herradas y utensilios domésticos de todas clases, para subir agua, y al apartar los ojos de estas tareas para posarlos en las casas, se quedará asombrado del espectáculo. Corredores desvencijados de madera compartidos por la parte trasera de media docena de casas, con agujero donde se ve el cieno del fondo; ventanas rotas y remendadas, de las que asoman palos para tender la ropa inexistente; habitaciones tan pequeñas, pestilentes y reducidas que se diría que el aire se encuentra impregnado por la suciedad y la inmundicia que cobijan; salas de madera que se inclinan sobre el cieno, amenazando con caerse en él, como ha ocurrido ya en algunos casos; muros embadurnados y cimientos podridos… Todas las características repulsivas de la pobreza, todas las muestras odiosas de la mugre, la podredumbre y la basura, decoran las orillas del Foso de la Locura.
1 comentario:
Gracias por el paseo hasta la infancia; sin querer lo he asociado a las películas que veía en tv en Navidad ( Oliver T. y también, mi favorito, el duro Mr Scrooge)
Recientemente he leído un libro: La vida dura de Flann O'Brian que, aunque ambientado en Irlanda, comparte el asunto de la orfandad. Confieso que lo empecé a leer pensando en O. Twits,luego, nada más lejos... (te lo recomiendo, si no lo has leído)
Concluyo con un poema (ideal para esta tarde lluviosa en Madrid y para celebrar el día que se conmemora hoy)
Lluvia, hoy no te siento.
Hoy no eres nada
mas que agua vertical.
Apenas si te escucho
golpear el pavimento
y llamar con tu clave
sobre mi ventanal
Lluvia, hoy no eres nada
para mi desaliento
nocturno y abismal.
Cuando era niña hallaba
en tu cancion un cuento,
y ya en mi adolescencia
me diste un madrigal.
Ahora lluvia tengo
tanta tristeza adentro,
que no me dices nada
solo te oigo golpear.
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