Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de junio de 2012

RICHARD YATES. LAS HERMANAS GRIMES

Hola, buenos días. Esta semana os traigo un libro sobrecogedor. Os preguntaréis cuál puede ser la razón de que haya decidido, así de un modo tan aparentemente alegre, estropearos la plácida mañana de la que estabais disfrutando hasta ahora con una recomendación de este calibre, pero dejadme deciros que la novela que hoy reseño en Todos los libros un libro es además de estremecedora, extraordinaria. Y no penséis que los términos sobrecoger, estremecer, que he aplicado al libro, deben interpretarse en sentido literal. No se trata de una novela de terror; vamos, no hay vampiros, ni seres fantasmales, ni lóbregas mansiones encantadas... no, el temblor, el sobresalto, el tenso nudo en el estómago con el que se lee esta novela, tienen una dimensión espiritual y no física. Son el hastío de la existencia, el sinsentido último de la vida, la angustia provocada por el estéril paso del tiempo, la desoladora sensación que producen los sueños rotos los que protagonizan esta, insisto, excepcional novela y son todos esos sentimientos los que nos atenazan los nervios, los que alteran nuestro ánimo, los que, incluso, y exagerando un poco, nos aterran durante su lectura. Pero es un estremecimiento placentero, podríamos decir, porque la lucidez y la claridad del relato, la descarnada descripción que en él se hace de la existencia humana, son tan magníficas que provocan una suerte de identificación con esas vidas tristes que se nos muestran con precisión, de modo que se siente una especie de felicidad al reconocerse en ellas, al verse retratado en los personajes, en esa nuestra común fragilidad, en ese nuestro desvalimiento, en esa nuestra última y definitiva inutilidad. Dice una de las dos protagonistas principales del libro, a su término: Sí, estoy cansada. Y ¿sabes una cosa? Tengo casi cincuenta años y nunca he entendido nada en toda mi vida. ¿Cómo no sentirse partícipe de tal sentimiento? ¿Cómo no decir, “sí, esa es también mi vida, esas mis perplejidades, esos mis miedos, mis frustraciones, mis angustias”?

Pero bueno, ya veis que he empezado por el final, y aún no os he mencionado siquiera el título del libro. Se trata de Las hermanas Grimes. Su autor el norteamericano Richard Yates, al que también se debe la ahora popular, por su adaptación cinematográfica, Revolutionary Road. Por cierto, Las hermanas Grimes parece que también será llevada al cine, y se citan a este respecto los nombres de Ellen Barkin y Naomí Watts, como productora y protagonista principal, respectivamente. El libro ha sido publicado por la editorial Alfaguara, en una traducción con incómodos argentinismos (y espero que la corrección política imperante no "castigue" mi adjetivo) de Rolando Costa Picazo; una traducción que parece recuperada sin retoques de una anterior edición de 1977, publicada entonces con un título más cercano al original, Easter Parade, Desfile de Pascua.

Ninguna de las hermanas Grimes estaba destinada a ser feliz y al echar una mirada retrospectiva siempre da la impresión de que los problemas comenzaron con el divorcio de sus padres. Así, de un modo tan tajante y categórico, con esta ominosa rotundidad comienza esta novela desasosegante y magnífica. Sarah y Emily son dos hermanas que viven en el Nueva York de entre los años treinta y setenta del pasado siglo. Ambas viven con su madre, Pookie, una mujer a la que el abandono del marido ha dejado desguarnecida ante la vida, por la que va dando tumbos de unos oficios a otros, cambiando de domicilio a cada poco, haciéndose acompañar con cada vez mayor frecuencia, en su inexorable camino a la solitaria vejez, por la siempre peligrosa y a la postre falsa amistad de la bebida. Sarah, la mayor de las hermanas, una mujer más convencional, acabará casándose y dando al mundo tres hijos de Tony, un joven mecánico al que su parecido con Laurence Olivier y una difusa raigambre británica permiten disimular, aunque sólo en una primera apariencia, su auténtica condición de obrero y, sobre todo, su brutal violencia masculina. Emily, la pequeña, desde cuya posición seguimos la narración, con más nobles aspiraciones juveniles, que incluyen los estudios universitarios, deambula también, como su madre, de un trabajo a otro, frecuenta innumerables hombres, en relaciones muchas veces destructivas y siempre infelices, y ve pasar los años sin encontrar sentido a su existencia. Ambas se encuentran, llegada la cincuentena, perdidas en sus respectivas soledades, la familiar de Sarah, que soporta las agresiones de su marido y el vuelo libre de sus hijos ya crecidos, y la desarraigada de Emily que, absolutamente alejada del mundo, perdidos su trabajo y sus vínculos con la realidad, parece adentrarse lenta y casi imperceptiblemente en el oscuro territorio de la desoladora demencia.
 
Entiendo, insisto, que la triste descripción que acabo de haceros de la trama argumental de la novela(envejecer, morir es el único argumento de la obra, decía Gil de Biedma) pueda haceros huir de un libro sin embargo excelente. Es cierto que el encarar de frente ciertas demoledoras realidades de la vida puede no resultar un plato de gusto. Sin embargo, creedme, pese a todo ello, la lectura de Las hermanas Grimes nos pone en contacto en muchos instantes con la belleza, con la verdad, con el misterio de la vida, y todo ello a partir de una narración espléndida por la que se avanza con extraordinarios interés y atención. Os la recomiendo sin ninguna duda. Leedla, no os arrepentiréis. Como cierre a la emisión, una canción también triste que habla de desesperanza y sueños rotos, Mad world, de Tears for Fears, en la inmejorable versión de Gary Jules. Hasta la semana que viene.


Una vez, en esa época, cuando volvía a la oficina después del almuerzo, vio reflejado en una vidriera el rostro macilento y petulante de una mujer -que cualquiera hubiera dicho que estaba avejentado, repleto de arrugas y ojeroso, con una boca débil, llena de compasión hacia su dueña- y descubrió horrorizada que era el suyo. Esa noche, sola ante el espejo del baño, intentó de muchas maneras mejorar su aspecto: arrugar los ojos con una sutil sonrisa, agrandándolos luego en una sonrisa amplia de puro deleite, apretar los labios para aflojarlos luego de varias formas, mientras se miraba en un espejo lateral para observar el perfil desde varios ángulos, experimentando hasta el cansancio con nuevas maneras de realzar el óvalo con distintos peinados. Luego, frente al espejo grande del vestíbulo, se quitó toda la ropa y estudió su cuerpo bajo una luz brillante. Tenía que meter tripa para verse bien, pero ahora el hecho de tener senos pequeños era una ventaja, poco podía hacerles la edad. Dándose la vuelta, miró por encima del hombro y se cercioró de que tenía el trasero caído y la parte de atrás de los muslos arrugada. Sin embargo, al volver a mirarse de frente llegó a la conclusión de que no estaba del todo mal. Se echó hacia atrás y se miró a una distancia de tres metros, y al llegar a la alfombra del salón empezó a practicar los pasos y posiciones que había aprendido en la clase de Danzas modernas en Barnard. Era muy buen ejercicio, y le asaltó un sentimiento erótico de orgullo. El espejo lejano devolvía la imagen de una niña delgada y ágil, que se movía sin esfuerzo, hasta que puso mal un pie y sus movimientos se hicieron torpes. Estaba respirando fuerte y empezaba a sudar. Era un estupidez.

Lo que necesitaba era una ducha. Pero al entrar en el baño el espejo del botiquín la sorprendió con la misma imagen cruel de la vidriera a la luz del día: el rostro de una mujer de edad mediana, presa de una desesperante, terrible necesidad.

 

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