Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de junio de 2012

WILLIAM TREVOR. VERANO Y AMOR

Hola, buenos días. Hoy quiero empezar Todos los libros un libro con una reflexión personal acerca del proceso de elaboración de estas reseñas, una reflexión que es a la vez una confesión de impotencia. Y es que esta mañana, queriendo hablaros maravillas de una estupenda novelita que he leído el verano pasado, sinceramente no sé qué contaros. No sé si sois conscientes de la dificultad que entraña muchas veces el presentaros un libro del que, como ocurre con mi referencia de esta semana, apenas puedo comentaros uno o dos detalles. Fijaos: por de pronto se trata de un libro de un escritor para mí desconocido (y en general con una mínima presencia en el universo editorial español, aunque lleva catorce novelas publicadas y es cada año reiterado candidato al Nobel de Literatura), por lo que esa vía, tan socorrida, del breve apunte biográfico del autor me resulta hoy intransitable. Además, tampoco puedo hablaros demasiado de la trama, de la historia narrada, pues a poco que os cuente desentrañaría ciertas claves que debéis ir conociendo a medida que leáis el libro, de modo que una ligera sinopsis de su argumento será todo lo que esté a mi alcance en estos comentarios. Como por otro lado no soy un experto en la materia (recordad que soy un mero aficionado a la lectura, sin cualificación académica o científica suficiente como para erigirme en crítico literario) tampoco soy capaz de analizar con profundidad la estructura, el lenguaje o la construcción de los personajes, por lo que sólo me queda reiterar, una y otra vez, para haceros esta reseña, que se trata de un libro magnífico, lleno de poesía, de sensibilidad y de emoción, un libro conmovedor, que habla de la vida, del amor, de esos acontecimientos esenciales en la existencia de cada uno de nosotros y que nos acompañarán en el recuerdo mientras vivamos. Un libro, en definitiva, que no deberíais dejar de conocer, so pena de perderos una pequeña joya literaria y, lo que es más, unos emocionantes momentos de lectura.

Pero vayamos con la mención completa de la obra, que con tanto preliminar corro el riesgo de olvidarla. Os hablo de Verano y amor (el título original en inglés es, justo al contrario, Amor y verano, lo que nos lleva a preguntarnos acerca de los ignotos criterios que siguen las editoriales a la hora de titular los libros; algo así ocurre también con los nombres de las películas, irreconocibles tras su paso al castellano. ¿Recordáis Someone like it hot, A algunos les gusta caliente, que se convirtió en Con faldas y a lo loco en nuestro país? ¿O el disparate de Norwegian wood, Madera noruega, nombre de una canción de los Beatles que dio título a un libro de Haruki Murakami, el cual sin embargo se llamó aquí, por arte de birlibirloque, Tokio blues, despreciando la referencia a los cuatro de Liverpool? En fin...). Verano y amor es la última novela del irlandés William Trevor, presentada en España, en traducción de Victoria Malet, por la editorial Salamandra. El libro vio la luz -y yo lo leí con enormes deleite y pasión- hace ahora un año, aunque he demorado la presentación de esta reseña a este momento, cuando la estación estival acaba de empezar y finaliza la temporada regular de Todos los libros un libro.

La acción de Verano y amor transcurre en Rathmoye, un pequeño pueblo de Irlanda, durante un verano de finales de los años cincuenta. Vaya por delante que la descripción del ambiente rural, provinciano, tranquilo y algo aburrido de la vida del pueblo, en el que la existencia transcurre sin sobresaltos, sin especiales acontecimientos, en el que, en cita literal del texto, nunca ocurre nada, es uno de los logros del libro. Una placidez, un tedio, una ausencia de novedades de los que el fallecimiento de la señora Connulty, con cuyo funeral se abre la novela, constituye la excepción. En ese capítulo inicial el autor nos pasea por el pueblo, al que en pocos trazos describe con maestría, sus cuatro calles, los principales comercios, los focos de la limitada vida comunitaria. Conocemos también a algunos de los ciudadanos de Rathmoye: por su lugar en la trama destacan sobre todo los hijos de la difunta, Joseph Paul y la señorita Connulty, a la que nadie en el pueblo conoce por otra denominación, privada de su nombre propio por la intransigencia opresiva de una madre que, al fallecer, permite una cierta liberación a la ya madura mujer; el anciano vagabundo Orpen Wren, su cerebro sumido en una nebulosa en la que se confunden pasado y presente, y que deambulará por la novela como lo hace, errático, por las calles del pueblo; y también Elli Dillahan, una joven sobre la que girará la trama, que se constituirá en el personaje principal del libro. Criada en un orfanato, aún una chica, Ellie es enviada a servir a la granja del señor Dillahan, una casona remota y aislada, alejada de toda civilización. El granjero encontrará en la sumisa muchacha el consuelo al padecimiento que arrastra por haber perdido a su esposa y a su hijo recién nacido en un accidente del que él mismo ha sido responsable. La discreción de Ellie, su abnegación, su entrega callada y provechosa a su labor de sirvienta, acabará ganando no sólo la confianza sino el cariño del viejo Dillahan, con el que terminará contrayendo un matrimonio en el que no parece haber germinado la pasión.

La tranquilidad de la vida de la pareja se ve perturbada, no obstante, ese día del funeral de la señora Connulty, cuando Ellie vislumbra a distancia, en la ceremonia, a un joven desconocido que se pasea por el pueblo en bicicleta y que no deja de hacer fotografías en el cementerio. Se trata de Florian Kilderry, un veinteañero melancólico y soñador, pendiente de liquidar la venta de la casa solariega de sus padres para levantar el vuelo y lanzarse al mundo, al viaje, a la aventura. La aparición inopinada del chico altera el reposado sosiego, aunque tedioso e insulso para una joven, de la rutinaria normalidad de Ellie. La pasión, repentina e irrefrenable, el veraniego amor del título, empuja a la joven hacia una relación con Florian, que se desarrolla a espaldas no sólo del marido maduro sino del pueblo entero, cuyo ambiente clausurado, gris y algo opresivo limita las manifestaciones más intensas del sentimiento. La joven se debate entre el impulso efervescente de su amor por Florian y una cierta sensación de culpa frente al bondadoso marido: Allí, piensa la chica en un solitario paseo por el monte, era más fácil no sentirse una extraña para sí misma, convencerse de que se había dejado seducir por una fantasía de niña de convento, avergonzarse y saber que avergonzarse era lo correcto. Ellie vive con intensidad su amor, pero sufre, además, por una cierta tibieza del joven, que parece contemplar la experiencia como una más ligera aventura veraniega antes de su marcha definitiva de la comarca y de Irlanda: Esa noche, volvemos a la novela, Ellie lloró en sueños. Intentó despertar, temiendo que se oyeran sus sollozos. Ella los oía, pero cuando consiguió abrir los ojos, comprobó que su marido dormía plácidamente. Notó la almohada húmeda y le dio la vuelta. Por la mañana, las lágrimas habían desaparecido como si hubieran sido fruto de su imaginación, aunque sabía que no era así.

Más allá de esta trama, tampoco demasiado novedosa, la novela es genial por la penetrante descripción de los contradictorios sentimientos de la chica, por el modo en que se muestra la superficialidad confundida del joven, por la magnífica recreación de la soterrada, de la escondida convulsión que provoca en el pueblo la aparición del chico y el intuido idilio con la joven, y también, pero esta vía no debo mostrárosla salvo que definitivamente os quiera arruinar la lectura, por las repercusiones que su aventura provoca en la íntima naturaleza de algunos otros personajes, singularmente de la señorita Connulty y, en menor medida, de su hermano Jean Paul. Y todo ello contado con la magistral capacidad de sugerencia e insinuación de un autor que con sabias y muy ligeras pinceladas nos traslada todas esas vertientes de las vidas de sus protagonistas.

Os recomiendo vivamente este pequeño librito de poco más de doscientas páginas. Lo leeréis en un suspiro arrebatado y estoy seguro de que os emocionará. Os dejo para completar la reseña una canción que habla del verano y sus tristezas. Se trata de Summertime sadness, en la voz de Lana del Rey (que me tiene fascinado desde hace meses y que aparece con asiduidad en buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com. el blog de mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca). Antes, un breve fragmento del libro, decisivo en la trama. Os invito también a visitarnos aquí durante el mes de julio, pues durante sus cuatro semanas seguiré ofreciendo reseñas literarias ya al margen de las emisiones radiofónicas "oficiales" que terminan ahora hasta el curso que viene. Pasad un buen verano.


Si volvía a verlo en Rathmoye, cambiaría de acera. Si le dirigía la palabra, le diría que llevaba prisa. Le daría vergüenza admitirlo porque era ridículo, porque lo único que tenía que hacer era pensar en otra cosa cuando la imagen de aquel desconocido le venía a la cabeza. Pero ahora lo intentó y no lo consiguió. Seguía viéndolo en el Cash and Carry delante de la gelatina Bird, las latas de mostaza, la sal Saxa. Como si todos esos productos significaran algo, los tenía clavados en la mente, como si fueran algo más de lo que podían ser, y se preguntaba si algún día volverían a ser lo mismo, si podría serlo lo que ella había comprado, la harina de maíz Brown and Polson, el detergente Rinso. Se preguntó si ella sería la misma; si ya no era -ni lo sería jamás- la persona que había acudido al funeral de la señora Connulty, ni la persona que era antes de aquel día.

Todo había empezado cuando él le preguntó de quién era el entierro, pero entonces ella no se percató. En cambio, había caído en la cuenta cuando la señorita Connulty se lo señaló en la plaza. Y cuando él le sonrió en Cash and Carry, ya lo sabía. Ya era distinta cuando permaneció de pie con él al sol, cuando él le ofreció un cigarrillo y ella negó con la cabeza. Cualquiera podía haberlos visto, pero a ella no le habría importado.


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