Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de julio de 2012

BERNARDO ATXAGA. SIETE CASAS EN FRANCIA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os hacemos una modesta proposición de lectura. Hoy, ciertamente, no es mucho el esfuerzo que debo hacer para persuadiros de lo benéfico de mi recomendación, porque el libro del que voy a hablaros y cuya lectura quiero aconsejaros encarecidamente, ha estado, aunque de esto hace ya unos cuantos años, en todos los escaparates, en todos los suplementos literarios, en todos los espacios televisivos dedicados a la literatura… muy pocos, en realidad, pero así son las cosas en nuestro depauperado mundo de la lectura. En fin, se trata de una novela que cuenta con un poderoso grupo editorial detrás y que se ha beneficiado, como os digo, de un intenso apoyo mediático, por lo que, probablemente, ya la conoceréis e incluso, en algunos casos ya la habréis leído. Pero es que, sobre todo, el libro es magnífico, permitidme esta aclaración innecesaria, razón por la que, más allá de su mayor o menor repercusión pública, al margen de que hayan pasado tres años desde su publicación, yo quiero hablaros de él. Se trata de Siete casas en Francia, la última novela del escritor vasco Bernardo Atxaga, publicada por la Editorial Alfaguara en, como os digo, 2009. El libro, escrito originariamente en euskera, ha sido vertido al castellano por el propio Bernardo Atxaga y por su mujer, Asun Garikano.

La carrera literaria de Bernardo Atxaga se ha desarrollado, hasta ahora, en el territorio del País Vasco. Un territorio "real", como en sus novelas Un hombre solo o Esos cielos, con la singularidad del mundo vasco, los problemas de la identidad nacional o las consecuencias del terrorismo entre sus temas principales; o un territorio inventado, como en el caso de su exitosa Obabakoak o incluso, aunque en menor medida, El hijo del acordeonista, en las que un espacio mítico, Obaba, una geografía imaginaria trasunto de su Euskadi natal, ocupaba el lugar central de su propuesta literaria. Una Obaba que fue trasladada al cine en la película del mismo nombre dirigida por Montxo Armendáriz. Atxaga se desenvuelve también con soltura y mucho éxito en el mundo de la literatura infantil, con el perro Bambulo como su más conocida creación.

Siete casas en Francia rompe, por el contrario, esa tendencia centrada en las historias locales, podríamos llamar, aunque de alcance universal, no en vano su novela sobre Obaba ha sido traducida a más de veinte idiomas, para desplazar el foco de sus preocupaciones a un lugar y un tiempo exóticos y, por supuesto, inusuales en la trayectoria del escritor. La novela se desarrolla en el Congo Belga, el país que hoy es conocido como República Democrática del Congo, en los primeros años del siglo XX. (De paso, con la mención del Congo, y teniendo en cuenta las fechas vacacionales en las que esta reseña sale al aire, abro para vosotros, una vez más, la perspectiva del viaje, del viaje al continente africano más exactamente, un espacio tan ignorado, tan envuelto en tópicos, aunque siempre fascinante. Si tenéis posibilidades de viajar y aún dudáis sobre vuestro destino... ¡¡adelante!!... ¡¡¡África es la alternativa!!!).

Pero aunque la peripecia que el libro narra, y de la que os hablaré brevemente a continuación, se circunscribe a ese específico ámbito africano, el alcance de Siete casas en Francia es mucho mayor, pues toca asuntos de interés más general, más abstracto y que a todos nos afectan como personas: el mal, la ambición, la avaricia, la explotación, la barbarie, la codicia, la atrocidad de las que a veces es capaz el ser humano. Además, hay una dimensión histórica en la novela, que nos ilustra de un modo leve, como en sordina, en voz baja, sin excesos, sin especiales énfasis, de un modo lateral, sesgado, inapreciable en apariencia, pero sin embargo tajante y contundente, nítida e inequívocamente, sobre la brutalidad de la aventura colonial, sobre los excesos de las potencias europeas en África, sobre la crueldad de la esclavitud, sobre los abusos, las humillaciones, los sufrimientos, las violaciones, los asesinatos, el genocidio, aunque en aquellos tiempos tal término aún no estaba acuñado, a los que fueron sometidos millones de africanos en ese negocio descarnado y salvaje que se llamó colonización.

Estamos en 1903. El Congo, ese país inmenso, un continente en sí mismo, atravesado y nutrido por el mítico río del mismo nombre, está bajo el dominio de Bélgica, regida por el sanguinario Leopoldo II. En Yangambi, un pequeño poblado al borde del río, un destacamento militar belga, al mando del capitán Lalande Biran y constituido por un puñado de oficiales blancos, varios suboficiales negros, y cinco compañías de soldados, los askaris, también negros y reclutados en diversos lugares de África, se ocupa de tutelar la extracción del caucho de la muy tupida selva congolesa. La explotación cauchera se lleva a cabo de un modo absolutamente deshumanizado, y esa inhumanidad es relatada por Atxaga de ese modo ligero e indirecto, sin subrayados, sin sobresaltos, con humor incluso, al que antes me refería: la economización de los cartuchos, que no de vidas humanas; las prácticas de tiro con los monos como diana; el tedio existencial y el aburrimiento de los oficiales belgas entre el calor asfixiante y la opresiva atmósfera de la selva tropical; sus distracciones para matar el tiempo: las expediciones al interior de la maleza en procura de jóvenes vírgenes congolesas, violadas sistemáticamente, los juegos de puntería a lo Guillermo Tell con niños africanos como soporte de las piezas de fruta a las que hay que acertar, el consumo de alcohol y de comida como consuelo y evasión, el castigo a los indígenas por cualquier pequeño exceso: latigazos, torturas, miembros cercenados con un supuesto afán ejemplificador. Pero, además, este motivo oficial de la presencia de la guarnición militar en Yangambi, el caucho, encubre otros negocios ilegales, el tráfico de caoba, de maderas nobles, de marfil. El capitán Lalande Biran debe satisfacer los deseos de su mujer que, esperando en la Costa Azul el retiro de su marido, le conmina a conseguir más recursos para poder adquirir un total de siete residencias en Francia, las siete casas del título, y ello le lleva a esquilmar los recursos de la región, a la caza ilimitada de elefantes, al tráfico clandestino de maderas, hasta enriquecerse subrepticiamente, fuera incluso de la mirada del Rey al que sirve. En el personaje del capitán, Bernardo Atxaga encarna la metáfora del colonialismo más despiadado, un hombre culto, poeta, en apariencia refinado, pero de una crueldad despreocupada e inconsciente, que se hace servir por sus subordinados una adolescente cada día, una niña negra a la que viola con una naturalidad y un desapego sorprendentes.

Así descrita, la atmósfera en la que el libro se desenvuelve remite a otra novela que también os he presentado en este mismo espacio, la última de Mario Vargas Llosa, El sueño del celta, aunque en mi percepción la propuesta de Atxaga tiene más enjundia, más densidad, más hondura, aparece como más interesante literaria y humanamente.

En fin, hay muchos más elementos atractivos en esta magnífica novela, entre otros la extraordinaria construcción de personajes o la convincente ambientación africana, pero las limitaciones de tiempo me obligan a cerrar ya la reseña. Os dejo con un breve fragmento en el que aflora parte de la terrible realidad que se describe en el libro. Os dejo también música, por supuesto congoleña, para ambientar estos comentarios. El gran Lokua Kanza interpreta en vivo una de sus canciones más emblemáticas, Wapi yo.


Echaron a andar por la playa camino del Club Royal. Eran dos hombres blancos en África, uno desnudo con una toalla al cuello, el otro medio desnudo con la toalla en la cintura, respirando el olor de una madera noble, oyendo el murmullo del río, sintiendo la presencia de la selva interminable. Vistos de lejos, hubieran podido ser tomados por los personajes de una escena clásica. Pero en la realidad, y por decirlo tiernamente, su corazón palpitaba como el de dos adolescentes. Incluso el del subordinado, porque no era lo mismo tener una información en la cabeza que expresarla en palabras. Al pronunciarla, al verbalizarla: ¡Tenemos más de un millón de francos en caoba en esta playa! ¡Sumándole las ganancias del marfil, llegaremos al millón y medio!, su grado de realidad aumentaba y se hacía carne. Tanto más al ver la cifra escrita en la arena. 1.500.000. Era tan excitante que el cuerpo reaccionaba. Ambos tenían en aquel momento piel de gallina. ¡Millón y medio! ¡Millón y medio!

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