Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de julio de 2012

HARUKI MURAKAMI. TOKIO BLUES

Hola, buenos días. Una semana más estamos aquí en Radio Universidad de Salamanca para ofreceros una nueva recomendación de lectura que pueda resultar de vuestro agrado. Hoy os traigo una novela de un autor que me entusiasma y al que ya he dedicado alguna emisión en Buscando leones en las nubes, mi otro programa en la radio universitaria. Se trata de Haruki Murakami, el magnífico y cada vez más valorado escritor japonés, del que se habla reiteradamente como candidato al Premio Nobel de Literatura. El título original de la novela es Norwegian wood, aunque es España ha sido publicada bajo la insólita denominación de Tokio blues. El libro lo presentó en 2005 la editorial Tusquets, responsable también de la presencia en nuestro país del resto de la obra de Murakami. Desde 2005 hasta hoy, la novela ha sido reeditada en varias ocasiones, prueba de que la capacidad de interesar del escritor japonés no llega sólo a los académicos suecos sino al público en general. Lourdes Porta, traductora habitual de Murakami, es responsable también en este caso de verter al español el texto original japonés. Casi cualquiera de los restantes libros del nipón es altamente recomendable y os los aconsejo también con apasionamiento y vehemencia. Kafka en la orilla, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, After dark, Sputnik, mi amor, o su última y grandiosa obra, 1Q84, merecen la lectura sin ninguna duda. De entre todos ellos he elegido este Tokio Blues porque quizá sea el más convencional y el que permita, pues contiene gran parte de las notas distintivas del universo de su autor, un acercamiento más plácido, más “natural”, a su obra.

Dejadme, antes de hablaros brevemente del libro, que os comente alguna curiosidad sobre su título. Como quizá muchos de vosotros recordaréis, Norwegian wood, 'madera noruega', es el título de una conocida canción de los Beatles, incluida en un LP extraordinario del año 1965, Rubber soul. La música, singularmente la música de los Beatles, es esencial en toda la obra del novelista japonés. De hecho este Tokio blues está repleto de referencias musicales. Entre mis notas de lectura he entresacado cerca de cincuenta menciones a canciones pop, músicos de rock, obras clásicas, piezas de jazz. El propio Haruki Murakami fue durante bastante tiempo propietario de un club de jazz y, como os digo, la influencia de la música impregna toda su obra. No es, pues, del todo descabellado que el editor haya elegido como título en castellano el de Tokio blues, puesto que, además de la referencia a la tristeza que la palabra 'blues' lleva consigo y que da cuenta, a mi juicio, de uno de los rasgos más significativos de la novela, la melancolía, las muchas citas musicales convierten al libro en una especie de repertorio de las inquietudes del protagonista, un adolescente de Tokio, en el terreno de la música, de modo que, en cierto modo, 'el blues de Tokio' refleja otra de las señas de identidad del libro. No obstante, permitidme que insista, uno no acaba de ver la necesidad de alterar el título original, en inglés, por otro 'traducido'... también en inglés. Misterios del mundo editorial.

En fin, más allá de nomenclaturas, Tokio blues nos presenta a Toru Watanabe, el protagonista de la novela, en cierto modo trasunto del propio Haruki Murakami, un hombre de treinta y siete años que, de paso en un aeropuerto europeo, escucha incidentalmente por la megafonía de la terminal la canción Norwegian wood, que tanto había significado en su adolescencia. La capacidad evocadora de la música lo retrotrae, veinte años atrás, a su etapa de estudiante universitario, a sus diecisiete años de finales de los sesenta. A partir de aquí, la novela es un largo flash back, una recreación, contada en presente, en el presente de 1967 y los años posteriores, de aquella época decisiva en la educación sentimental, moral e intelectual de Watanabe.

A lo largo de la novela asistimos a la búsqueda, un tanto perpleja, por parte del joven Watanabe, de su propia identidad, de su lugar en el mundo. Toru es un chico callado, relativamente introspectivo, que asiste a sus clases universitarias, realiza trabajos esporádicos para pagar sus estudios, vive en una residencia compartiendo habitación con ‘Tropa de asalto’, el mote que recibe su extraño compañero de cuarto, busca -y encuentra, en ocasiones- la oportunidad para llevar a cabo encuentros sexuales (el sexo, libre, desenfadado, desinhibido, ocupa un papel muy importante en la novela). En definitiva, la vida común y más o menos anodina de cualquier estudiante, no ya en los años sesenta japoneses, sino en la España de principios del siglo XXI. Es verdad que el escenario de fondo en el que transcurre la novela es inequívocamente japonés, con la singular comida, la extraordinaria gastronomía nipona, omnipresente en la novela como uno de los elementos característicos; es verdad igualmente, que los acontecimientos en los que se envuelven las peripecias del protagonista tienen un aroma indudablemente sesentero, la rebeldía juvenil de la época, las manifestaciones post-sesentayocho, que tanto impacto tuvieron en Japón, el ansia de los jóvenes por una vida más libre, la banda sonora, como ya os he señalado, con los Beatles y Marvin Gaye, los Rolling y Miles Davis, Simon & Garfunkel y Antonio Carlos Jobim…; pero la esencia de la novela, es, en cambio, intemporal, y ése es uno de sus mayores atractivos. Cualquier joven de nuestros días -cualquier adulto también, creedme, mi juventud ha quedado atrás hace demasiado tiempo- puede reconocerse en la historia de Toru Watanabe, la historia, como digo, de un joven, de un adolescente casi, que empieza a abrirse paso en la vida, que intenta definir su personalidad, que comienza a vivir sus primeras experiencias suyas, personales, de adulto. En este sentido, son especialmente destacadas -hasta el punto de constituir el núcleo central del libro- las relaciones del protagonista con dos chicas: la atractiva pero algo desequilibrada Naoko, con la que Toru alcanza un alto grado de intimidad espiritual, y la quizá más convencional, más normal, Midori, de la que llega a enamorarse. En ambos casos, y en el de otros personajes importantes de la novela, la presencia de la muerte oscurece estas existencias jóvenes.

Os dejo ya -no hay tiempo para más- con un fragmento de la novela en el que pretendo trasladaros un atisbo, una ligera pincelada del espíritu del libro. Inevitablemente, la música que acompaña hoy esta reseña debe ser Norwegian wood, la canción de los Beatles que proporciona el título original al libro. La podréis escuchar con un fondo de curiosas imágenes del grupo. Hasta la semana próxima.


El único recuerdo que conservo de 1969 es el de un lodazal inmenso. Un profundo lodazal, viscoso y pesado, donde cada vez que daba un paso se me hundían los pies. Y yo lo cruzaba haciendo un esfuerzo sobrehumano. No veía nada, ni delante ni detrás de mí. Sólo un cenagal de tintes oscuros extendiéndose hasta el infinito.

El tiempo transcurría al ritmo de mis pasos. A mi alrededor hacía tiempo que todos habían emprendido la marcha, y yo y mi tiempo seguíamos arrastrándonos con torpeza por aquel lodazal. A mi alrededor, el mundo estaba a punto de experimentar grandes transformaciones. John Coltrane y otros muchos habían muerto. La gente clamaba cambios, y éstos se encontraban a la vuelta de la esquina. Pero los acontecimientos que tuvieron lugar, todos y cada uno de ellos, no fueron más que pantomimas carentes de entidad y significado. Y yo me limitaba a vivir día tras día sin apenas levantar la cabeza. Lo único que se reflejaba en mis pupilas era aquel lodazal infinito. Levantaba el pie derecho, luego el izquierdo, de nuevo el pie derecho. Ni siquiera sabía con certeza dónde me encontraba. No lograba orientarme. Sólo sabía que tenía que dirigirme a alguna parte y, por ese motivo, movía los pies.

Cumplí veinte años, el otoño dio paso al invierno, pero mi vida no experimentó cambio alguno. Asistía sin interés a las clases, trabajaba tres veces por semana, de cuando en cuando releía El Gran Gatsby, y los domingos hacía la colada y escribía largas cartas a Naoko.

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