Hasta su incorporación a la policía, el único cadáver que Leo Caldas había visto de cerca era el de su madre en el interior del ataúd. Ni siquiera había podido verla, se había limitado a asentir cuando alguien sugirió la posibilidad de despedirse de ella. De repente fue alzado del suelo y se encontró en los brazos de alguien, como levitando, encaramado a la caja de madera oscura en que reposaba el cuerpo inerte de su madre amortajada. Confundido, había mirado el rostro recubierto por una pátina extraña que le pareció de cera, y algunas de sus lágrimas habían estallado en el cristal que cerraba el féretro durante aquellos segundos escasos que recordaba como si hubiesen durado una eternidad. Su madre tenía los ojos cerrados, muy hundidos en sus cuencas, y los labios pálidos apenas se destacaban del resto de la cara, tan distintos de la tonalidad con que ella se había acicalado incluso en los últimos días de su enfermedad.
Durante años, esa imborrable imagen de cera le había visitado en sueños. También había recordado con frecuencia a su padre sentado en una esquina del velatorio, con el rostro devastado por el dolor, sin derramar una lágrima.
En la academia, tiempo después, cuando todavía era un aspirante a policía, asiduamente había oído advertencias al respecto de la crudeza de hallarse en primer plano ante una muerte violenta. Leo Caldas se había sentido temeroso pero expectante ante aquel futuro primer encuentro cara a cara con la muerte, incapaz de prever cuál sería su reacción.
La ocasión de comprobarlo había tenido lugar muy pronto, cuando en una de sus primeras guardias nocturnas había acompañado a un agente veterano al parque donde había aparecido apuñalado un vagabundo. No sin cierta sorpresa comprobó que el encuentro con el cadáver de aquel desconocido no le producía impresión alguna. Ni siquiera dudó al acercarse.
Desde aquella primera vez, los muertos anónimos eran para Leo Caldas poca más que objetos sin dueño. Cuando se hallaba en la escena de un crimen se abstraía sin esfuerzo del hecho de que los restos hubiesen contenido el aliento de una vida, independientemente de que se tratase de un cadáver en descomposición o de un cuerpo todavía caliente. Se concentraba en obtener las pistas que pudieran ayudarle a determinar los motivos del fallecimiento, en buscar las piezas revueltas del puzzle que debía recomponer.
Sin embargo, era al revelársele la identidad de los muertos cuando sentía un estremecimiento íntimo; como si conociendo los nombres o algunos rasgos, aunque imprecisos, de sus vidas permitiese que aparecieran, junto a la materia de observación criminal, los seres humanos.
Hola, buenos días. Hoy empezamos así, con tan revelador texto, el Todos los libros un libro de cada miércoles. Un texto, un fragmento extraído de mi recomendación de esta semana, que es, como os digo, muy significativo, que describe de modo magnífico y muy sencillo, a través de unos pocos trazos, al personaje principal, al protagonista de los libros, pues son dos, cuya lectura hoy quiero aconsejaros. Se trata de dos novelas policiacas, las dos únicas obras publicadas del escritor vigués Domingo Villar, que escribe en gallego y que la editorial Siruela presenta en castellano en versión del propio autor. La primera de ellas, Ojos de agua, se publicó en 2006 y obtuvo un inmediato y deslumbrante reconocimiento, con multitud de premios y traducciones a múltiples idiomas, aunque he de reconoceros que a mí me resultó interesante pero endeble, poco consistente, algo esquemática y simple en su trama, rozando el estereotipo en más de una ocasión, bastante inverosímil en la resolución de los enigmas, aunque muy convincente y eficaz en la recreación de los escenarios, algo que he apreciado especialmente, pues siendo yo de Vigo, y desarrollándose la acción de la novela en sus atestadas calles sofocadas por un tráfico desquiciante, en sus tascas típicas, en sus playas, abarrotadas de turistas en verano, solitarias el resto del año, revisitar mi ciudad llevado de la muy fiel mano, en este caso, de la literatura, me ha complacido intensamente.
Es, no obstante, en la segunda novela de la serie, La playa de los ahogados, publicada en 2009, en la que Domingo Villar alcanza cotas literarias más estimables, pues en ella se mitigan algunas de esas deficiencias iniciales y, sobre todo, en ella se perfilan con maestría los rasgos con los que el joven escritor vigués construye su protagonista principal, el inspector Leo Caldas al que se refería el texto que os he leído como introducción. Es en la figura de este policía, silencioso, melancólico, solitario, abandonado por su mujer, Alba, cuya presencia sólo evocada, cuya ausencia, en realidad, marca su realidad y constituye, a mi juicio, otro de los hallazgos de la novela, es en el deambular siempre triste del inspector por los escenarios con frecuencia lluviosos del libro en donde éste encuentra sus momentos más apreciables.
Leo Caldas es un gallego prototípico, ambiguo, algo distante de todo y de todos, nostálgico, irónico, pero todo ello sin énfasis, sin excesos, sin demasiada firmeza ni convicción, sin innecesarios e insoportables subrayados, un hombre que vive su vida con una tristeza de fondo, existencial diríamos, la saudade que constituye una de las notas definitorias de la galleguidad, la seña de identidad por excelencia de lo gallego, aunque se asocie también habitualmente a lo portugués. Compagina su trabajo en la policía con su intervención en un programa de radio que todo el mundo sigue, y resuelve los crímenes que llegan a su comisaría con ayuda de Rafael Estévez, un gigantón aragonés algo brutote e impulsivo, que choca de continuo con la indefinición para él exasperante de los paisanos de su jefe. Interesantes también, convincentes, creíbles, llenos de humanidad, resultan otros personajes secundarios, en especial el padre del inspector, jubilado y retirado en su finca rural, entregado a sus pocas pero meritorias viñas. Y, en definitiva, atractivas también las historias criminales en sentido estricto, la investigación de los asesinatos, las pesquisas policiales, la búsqueda de pruebas, el seguimiento de los sospechosos, la solución de los enigmas, el descubrimiento de los culpables, el propio interés de unas tramas que hacen avanzar la lectura, ansioso el lector por desvelar y resolver él también los misterios que se plantean al inspector.
Os recomiendo estas dos novelas, Ojos de agua y La playa de los ahogados, escritas por Domingo Villar y publicadas por la editorial Siruela. Aparte de disfrutar de algunas horas de lectura apasionante, sobre todo en estos días veraniegos en los que el acto de leer multiplica sus placeres (acrecentados por el rumor del mar, la brisa en la playa, el silencio del campo, la fresca sombra de un árbol acogedor, el sosiego vacacional, la agradable lasitud de la sobremesa, las apacibles y estrelladas noches), le cogeréis cariño a su personaje principal, a este inspector Leo Caldas entrañable, y desearéis, como a mí me ocurre, que su autor continúe ofreciéndonos más historias que lo tengan como protagonista.
Música gallega, también, y con el mar, tan vinculado a las novelas de Villar, ocupando un lugar destacado, para acompañar esta reseña. La preciosa Montemar del grupo Nordestinas.
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