Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de noviembre de 2012

DAVID VANN. SUKKWAN ISLAND

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Como todas las semanas os ofrezco desde aquí, desde la emisora universitaria salmantina, una nueva recomendación de lectura, elegida por su interés y su calidad, y aconsejada con la pretensión de que pueda atraeros y os decidáis a ir en su busca a la librería o la biblioteca más cercanas. Hoy, mi propuesta es una breve novelita, los críticos pedantes hablan de nouvelle, que se presentó en su edición original estadounidense incluida en una colección de relatos, pero que en España ha sido editada de modo autónomo en un volumen único, como una obra cerrada en sí misma. Se trata de Sukkwan Island, su autor es el norteamericano David Vann, y el libro vio la luz hace casi dos años en Ediciones Alfabia en traducción de Daniel Gascón. En la editorial Mondadori se ha publicado hace unos meses Caribou Island, otra interesante novela del mismo autor, de la que os hablaré en algún programa venidero.
 
Debo haceros, de entrada, una breve apreciación inicial. Creo que conviene saber, antes de abordar su lectura, que Sukkwan Island ha sido aclamada por la crítica, nacional e internacional, premiada con galardones varios, y bendecida por un inusitado éxito de público, con ventas millonarias en numerosos países, Francia por encima de todos. En España el libro recibió en el pasado 2011 el premio Llibreter, ese reconocimiento desinteresado y por ello más significativo, que otorgan los libreros catalanes. Adelanto este dato del impacto crítico y comercial de la obra porque, al leer yo el libro bajo esta influencia tan desmesurada: obra maestra, un clásico, su autor sucesor de Hemingway y Cormac McCarthy, y tantos elogios por el estilo, a medida que iba a adentrándome en sus páginas, me resultaba inevitable el buscar en cada situación narrada, en cada frase, en cada palabra incluso, alguna prueba inequívoca de esa condición magistral anticipada. Y como podéis imaginar, no hay libro que pueda resistir un escrutinio tan minucioso y exigente. Así, como podía preverse, acabado el libro, y pareciéndome éste muy interesante y sugestivo, muy valioso y sin duda digno de lectura, me he quedado con un regusto algo agridulce, ambivalente, un ‘sí, un gran libro, pero tampoco es para tanto...’. En fin, los riesgos de generar expectativas demasiado elevadas. Bueno es, pues, que si os decidís a leerlo, estéis al tanto de este efecto e intentéis mitigarlo.
 
Roy tenía trece años, era el verano después del séptimo grado, y venía de estar con su madre en Santa Rosa, California, donde había clases de trombón y fútbol y películas e iba al colegio en el centro de la ciudad. Su padre había sido dentista en Fairbanks. El lugar al que se trasladaban era una pequeña cabaña de cedro, con un tejado muy inclinado a dos aguas. Estaba metida en un fiordo, una pequeña ensenada en forma de dedo al sureste de Alaska, cerca del estrecho de Tlevak, al noreste del Área Salvaje del Sur de la isla Príncipe de Gales, y a unos setenta y cinco kilómetros de Ketchikan. Solo se podía llegar por el agua, en hidroavión o en barco. No había vecinos. Una montaña de seiscientos metros de alto se alzaba justo detrás de ellos en forma de un gran túmulo, y se unía a través de bajos collados a otras que había en la boca de la ensenada y más allá. La isla en la que estaban, Sukkwan, se extendía varios kilómetros por detrás, pero había kilómetros de densos bosques húmedos, sin carreteras ni caminos que los atravesaran, una rica vegetación de helechos, cicutas, píceas, hongos, flores silvestres, musgos y madera en descomposición, hogar de osos, alces, ciervos, muflones de Dall, cabras de las Rocosas y glotones. Un lugar como Ketchikan, donde Roy había vivido hasta los cinco años, pero más salvaje, y aterrador ahora que no estaba acostumbrado.
 
Así, con esta sucinta descripción del escenario en que se desarrollará el libro, comienza Sukkwan Island. Jim, el padre de Roy, decide encarar con su joven hijo, casi un niño, una experiencia singular: vivir con él, aislados ambos, durante un año en este lugar inhóspito, apartado del mundo. Una isla en la que no vive nadie en kilómetros a la redonda, un sitio en el que el vecino más cercano está a treinta kilómetros, en otra isla que el propio padre desconoce cuál es de entre las muchas circundantes. Jim planea su arriesgada iniciativa con antelación, visita cuatro meses atrás la zona antes de comprar el terreno. Después convence a Roy, a su madre y al colegio. Vende su consulta de dentista y su casa, planifica la aventura, compra el material y se hace llevar con su hijo en un hidroavión que los abandona a los dos en el desolado lugar con el vago compromiso de volver con provisiones cada cierto tiempo.
 
El padre, con una vida sentimental compleja, recién separado de su última mujer, distante igualmente de la madre de Roy, plantea su proyecto como una experiencia de conocimiento personal, de contacto intenso con su hijo, de superación de las dificultades, de inicio de una nueva vida, de aprendizaje de la supervivencia en un entorno hostil. Habían llevado comida, al menos para el primer par de semanas -se dice en el libro-, y los productos de los que no querían prescindir: harina y judías, sal y azúcar, azúcar moreno para ahumar. Fruta enlatada. Pero sobre todo comerían los productos de la tierra. Ese era el plan. Tendrían salmón fresco, salvelinos, almejas, y lo que cazaran. Habían llevado dos rifles, un revólver y una pistola. Jim considera que esta vivencia extrema, de enfrentamiento con la naturaleza, unidos padre e hijo, será enriquecedora para el chico, que además recibiría un año de educación en ‘casa’: matemáticas, inglés, geografía, ciencias sociales, historia, gramática y ciencia.
 
Sin embargo, pronto resulta evidente que desconoce los mínimos rudimentos de la vida a la que expone a ambos, que carece de habilidades prácticas para desenvolverse en ese entorno y, sobre todo, en el ámbito íntimo, espiritual, que manifiesta síntomas de un cierto desequilibrio psíquico, un patente desconcierto ante las dificultades, una patética añoranza de su exmujer, unos extraños -e irritantes para su hijo- lloros nocturnos.
 
Roy, en su ingenuidad de los trece años, empieza a descubrir las limitaciones de su padre, la falta de respuestas claras a sus dudas, sus debilidades y, expuesto a una naturaleza salvaje, se debate entre la necesidad de protección y la desconfianza progresiva con respecto a las capacidades de su progenitor. A partir de su inicial expectación: tuvo la sensación de llegar a una tierra encantada, un lugar que no podía ser real, Roy cae en la cuenta de la realidad de su situación: Ninguno de los dos sabía qué hacer y los dos tendrían que aprender. Poco a poco se va sumiendo en un estado de desconcierto, de tristeza y hasta de angustia: echó repentinamente de menos a su madre y a su hermana y sus ojos se llenaron de lágrimas, pero vio que su padre dejaba la playa de grava y volvía y se obligó a parar, se cuenta en un momento del libro. Y más adelante, piensa: El lugar y la forma de vida eran nuevos para ellos y apenas se conocían, pero al regresar, el aire era más frío y las plantas eran exuberantes pero aun así solo plantas y se preguntó cómo pasarían el tiempo. Todo era bruscamente lo que era y nada más. Y todavía: Empezaba a comprender algo de su padre: a menudo desaparecía en sus propios pensamientos y no se le podía alcanzar, y todo el tiempo que pasaba pensando solo no era bueno para él y lo hundía todavía más.
 
No puedo contaros mucho más sin desvelar aspectos esenciales de la novela que no pueden avanzarse, que deben ir descubriéndose con su lectura. Os diré tan solo, para terminar, que la relación entre el padre y el hijo, las desoladoras reflexiones del chico, el angustioso abismo interior de Jim, la embrutecida y pese a ello espléndida naturaleza, la dureza, interna por los terribles conflictos del alma de los personajes, y externa por el desasosegante entorno en el que se mueven, son algunos de los aspectos relevantes del libro que lo emparentan con La carretera, la obra maestra de Cormac McCarthy, con la que, sin embargo, muestra muchas diferencias. A mí, durante la lectura de este Sukkwan Island me ha venido a la cabeza Deliverance, una excelente película dirigida por John Boorman en 1972 en la que también la naturaleza brutal, pero sobre todo el ser humano despiadado y violento, asumen un protagonismo destacado. Precisamente, de la banda sonora del film os dejo un fragmento genial, casi un clásico muy recordado por todos quienes en su momento vieron -vimos- la cinta, un excepcional duelo de banjos entre el actor Ronny Cox y un muchacho desconocido que vivía cerca del lugar de rodaje de la película, aunque esta legendaria y algo fantasiosa interpretación de la mítica escena es objeto de numerosas discusiones.
 
 
La noche era oscura, sin estrellas ni luna. No veía nada, aunque sus ojos habían tenido horas para acostumbrarse. Avanzaba un pie delante de otro y tanteaba a su alrededor antes de echar peso. Se desplazó lentamente, paso a paso, a lo largo de la orilla, hasta que se acercó demasiado al borde del agua y se resbaló en unas algas y cayó pesadamente sobre la roca húmeda. Se levantó rápidamente y volvió a caerse, después gimió por el dolor de su codo y su cadera y encontró su bolsa y gateó hacia las rocas secas hasta que pudo ponerse en pie con seguridad. Continuó por los bosques, su pierna herida temblaba, paró a descansar y por la mañana descubrió que se había quedado dormido.
 
El segundo día recorrió mucho terreno, aunque las caídas le hacían sufrir. Le dolía el codo como si se hubiera dañado el hueso, pero eso no le importaba demasiado. Siguió alerta a los barcos y las cabañas y mientras caminaba se tranquilizaba pensando que encontraría a alguien. Pero después se preguntó si estaba en la isla Príncipe de Gales, la grande. No estaba tan lejos de su isla, tenía el mismo aspecto que todas las que había a su alrededor, y, a causa de su tamaño, parecía tan remota y aislada como Sukkwan. Muchas zonas de la costa estaban deshabitadas. Y suponía que podía haber más problemas con los osos en la isla grande. No habría forma de saber si era una isla más pequeña hasta que la hubiera rodeado, pero continuaba en esa orilla, y el sol se ocultaba a su izquierda.
 
A mediodía descansó y comió. Se sentó a la sombra, aunque el sol brillaba débilmente a través de la bruma. No vio barcos. No había visto ningún barco en ningún momento. Le parecía extraordinario lo aislado que estaba ese lugar. Había ido a la nada y había pensado que sería algo bueno; cuando había mirado por primera vez un mapa, le había parecido que su cabaña estaba demasiado cerca de la isla Príncipe de Gales y las escasas poblaciones que había en el suroeste de la costa, pero ahora le habría gustado recordar esas localidades y los otros pequeños enclaves dispersos en las islas vecinas. Aldeas, en realidad, solo dos o tres casas, casi sin carreteras. El tipo de sitios que siempre le habían inspirado una visión romántica. Había conocido a algunas familias que vivían en ellas, había visto sus cabañas de una sola habitación, hechas a mano, con aparadores caseros y mantas colgadas del techo para hacer un dormitorio. Alfombras de piel de oso en el suelo y las paredes. ¿Qué tenían de mágico esos lugares? ¿Qué tenía la frontera que le hacía sentir que era lo único que estaba realmente vivo? Carecía de sentido, porque no le gustaba estar incómodo y no soportaba estar solo. Quería ver a alguien todos los momentos de todos los días. Quería una mujer, cualquier mujer. El paisaje no significaba nada para él si tenía que verlo solo.

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