Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 9 de enero de 2013

GABI MARTÍNEZ. SÓLO PARA GIGANTES

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Mi consejo de esta semana es un libro que, a mi juicio, no destaca por sus cualidades literarias, ni por lo excelso de su prosa, ni por la complejidad o el interés o el rigor de su estructura. Es más, con toda la humildad que me proporciona mi condición de lego en la materia, pienso que en esos terrenos relativos a la Literatura en sentido estricto el libro es bastante insulso y hasta deficiente y en último término fallido (si es que nació y fue escrito con pretensiones artísticas). Ahora bien, la materia prima, por así decirlo, de la que parte, el motivo que desencadena su escritura, el personaje principal que lo protagoniza son tan atractivos, encierran en sí tanta potencia humana, vital -e inevitablemente, por tanto, también literaria-, que sólo por ello ya merece la pena el que nos adentremos en sus páginas. Os hablo de Sólo para gigantes, un volumen de difícil adscripción a un género, pues podríamos catalogarlo simultáneamente como documento periodístico, trabajo de investigación, libro de viajes, narración histórica, crónica de aventuras... e incluso, quizá -si se es muy laxo en el uso de las categorías-, hasta no-ficción literaria. Su autor es el catalán Gabi Martínez, que ya había destacado con anterioridad a la publicación de este libro en alguno de estos géneros algo híbridos, como la docuficción o el reportaje viajero. Presentado por Alfaguara en 2011, el libro alcanzó una cierta repercusión mediática a partir, sobre todo, de un artículo escrito por el genial Jacinto Antón en El País, en octubre de ese mismo año. El entusiasmo y la erudición, el humor y la pasión que impregnan cada texto de Jacinto Antón resultan contagiosos y, al menos en mi caso -aunque pienso que el fenómeno es general, dadas las innegables virtudes del periodista-, me hacen salir disparado a la librería más cercana en busca de sus siempre enfervorizadas recomendaciones. Así ocurrió también en este caso y, como de costumbre, el libro -si hacemos abstracción de esa consideración literaria algo decepcionante- acabó por estar a la previsible altura de esas expectativas generadas. En estos días, además, se presenta un cómic, que editado Astiberri, ilustrado por Tyto Alba y basado en el libro. Se prevé también, al parecer, una película, que está preparando el director Agustí Villaronga.
 
Sólo para gigantes cuenta la vida, la intensa y desbordante vida, la enigmática y fuera de lo común y muy interesante vida de Jordi Magraner, un español, supuestamente zoólogo -aunque su cualificación profesional es ciertamente difusa, uno más de los múltiples enigmas de una existencia plagada de ellos-, que murió en el año 2002, asesinado en su casa, en la región pakistaní del Hindu Kush, donde llevaba residiendo desde quince años atrás. Magraner había nacido en 1958 en Casablanca, aunque recibió la nacionalidad española de sus padres. A los cuatro años se mudó con su familia a Valencia, la Valencia española, aunque pronto los Magraner optaron por las ventajas económicas que les procuraba la francesa Valence, adonde Jordi llegó con seis años y en donde creció y vivió su juventud. Técnico superior de Agricultura por el Liceo Agrícola Le Valentin de Bourg-lès-Valence, únicos estudios oficiales reconocidos, en 1987 dejó su barrio en la ciudad de provincia, con la declarada intención de conseguir algo grande, de dejarse ver. En diciembre de ese año, sin dinero ni apoyo alguno, movido exclusivamente por su propia iniciativa, viaja por primera vez a Pakistán con un afán principal: localizar al yeti, al abominable hombre de las nieves, en cuya existencia -avalada, a su juicio, por infinidad de datos científicos- cree firmemente. Casi quince años después, en agosto de 2002, y tras incontables y muy a menudo oscuras experiencias en el país asiático y en su vecino Afganistán, Jordi muere salvajemente degollado, sin que las causas del crimen puedan ser esclarecidas ni sus autores -que se han desenvuelto con una ostensible “profesionalidad”- descubiertos.
 
Gabi Martínez conoce este último suceso llamativo y terrible y, siete años más tarde, en 2009, se interesa por el personaje y su muy inusual historia, e inicia la investigación sobre lo sucedido arrastrado por una fascinación y un deslumbramiento fácilmente explicables dado lo singular del protagonista, que lo llevan a viajar al Hindu Kush buscando el resbaladizo rastro del enigmático hispano-francés y su misteriosa existencia. Hay historias difíciles de creer, y ésta es una de ellas. El aura que la rodea tiene desde el principio un no sé qué de fábula o maravilla, confiesa el escritor en un momento del libro. Y también: el origen periférico, la escasez de dinero y la falta de apoyos institucionales me hacían singularmente entrañable a Jordi, si bien fue su idea de volcarse en la persecución de un mito lo que me entusiasmó. La seguridad con la que entregó su vida a una causa sin aparente sentido que, contra pronóstico, iba a abrir impensables brechas en el establishment científico francés. Y de modo aún más explícito el autor confiesa al hermano de Jordi Magraner: Si investigo a tu hermano es porque creo que su historia merece ser contada, es una de las más increíbles que he escuchado, y creo que reúne sentimientos en los que mucha gente puede verse reflejada. Su vida es la metáfora de muchas, al menos yo mismo me veo constantemente en él, y le quiero rendir el homenaje que merece, porque es un acto de justicia y porque, por raro que te pueda parecer, su historia me concierne profundamente. Y aún hay más reveladoras declaraciones de principios. En una significativa cita que encabeza uno de los capítulos, una reflexión de Paul Zweig, Gabi Martínez nos ofrece la que para mí es una de las claves esenciales del libro, un texto que explica la razón de ser de éste, la atracción de su autor por el personaje y el motivo último de su voluntad de contar la insólita vida del valenciano: los más viejos, más divulgados relatos del mundo son los relatos de aventuras, sobre héroes humanos que se aventuran en regiones míticas a riesgo de sus propias vidas, y traen de vuelta historias del mundo más allá de los hombres... El arte narrativo por sí mismo viene de la necesidad de contar una aventura; ese hombre arriesgando su vida en peligrosos encuentros constituye la definición original de lo que merece ser contado.
 
Y es que ciertamente tanto el hombre, el poliédrico y controvertido Jordi Magraner, como su peripecia vital, también compleja, con múltiples facetas, desbordante, y, por supuesto, su muerte, confusa, oscura, llena de enigmas, reúnen todos los ingredientes imprescindibles en esos grandes -y clásicos- relatos de aventuras (Jacinto Antón alude, indirectamente, en su crónica a Verne, Conrad, Malraux o Kipling) y encierran suficientes motivos de interés como para que la narración que intente dar cuenta de todo ello, este Sólo para gigantes que de un modo tan entusiasta os recomiendo hoy, resulte excepcional. Si, además, a ello unimos la peculiar estructura del libro, su defectuosa pero atractiva composición heteróclita que mezcla entrevistas con los familiares, testimonios de amigos y conocidos, fragmentos del diario personal del personaje, recreaciones inventadas, artículos de prensa, referencias científicas, numerosas fotos, abundantes citas, el resultado final nos permite una lectura magnífica, envolvente, arrebatadora, apasionante. (Hago aquí un breve inciso en relación a las carencias literarias del libro: su redacción desmañada, el desorden en la presentación de los distintos enfoques, la no lograda armonía entre los numerosos y sugestivos materiales, y, sobre todo, la errónea -siempre a mi modesto juicio- perspectiva desde la que el periodista da cuenta de los hechos. Se sacudió unas motas de los hombros de la camisa, llega a escribir, mientras se nos narra una conversación en la que, obviamente, Gabi Martínez no estuvo presente. ¿Qué significa un detalle como ése, que por lo demás se repite de un modo similar -hasta agotar al lector- en todo el libro? ¿Un intento de legitimizar el realismo de la historia?, ¿una voluntad explícita de “literaturizar” el relato?, ¿un deseo inconsciente de asumir protagonismo, de dejar la propia huella, la del periodista, la del escritor, en la narración de una vida que por si sola, sin añadidos, sin florituras, sin el intervencionismo del autor, resulta suficientemente sugerente? En cualquier caso, es esta muy molesta confusión de los puntos de vista la que lastra mi valoración de un libro pese a ello muy recomendable. Dicho de otro modo, más drástico aún, quizá más reduccionista y maniqueo: la fascinante vida de Jordi Magraner interesa enormemente, la a veces enojosa presencia de Gabi Martínez no tanto).
 
Pero vayamos ya con los aspectos positivos, con estos tres focos de atracción a los que me he referido hace un momento. El primero de ellos lo constituye, como digo, la propia personalidad de Jordi Magraner. Era un hombre de otro tiempo, de Roma, de la Edad media, quizá del siglo XIX, de las épocas en las que se recompensaban las grandes energías, la audacia, la honestidad. El mundo actual era demasiado pequeño para él. En Pakistán había encontrado un lugar donde podía vivir como quería, disfrutar libremente de la naturaleza, de su profesión, de su sexualidad, escribe de él el autor en un momento del libro, a lo largo del cual se recogen otros testimonios sobre el personaje: demasiado iconoclasta, independiente y amante de la libertad, enigmático pero no corrupto. Y también: no era un misionero, tampoco un eremita, no suspiraba con fundirse con la naturaleza. Anhelaba expandir algún tipo de pureza, coqueteaba con la idea de ser grande y anónimo. Y desde esta misma perspectiva “espiritual”: encarnaba la felicidad, siempre comiendo y bebiendo de todo. Hacía del sentirse bien y ser feliz y vivir la vida a fondo una parte fundamental de su identidad. Demostraba una devoción casi mística por el carpe diem, y por vivir de acuerdo a los elementos fundamentales que nos definen como seres humanos: la camaradería, el amor por la diversión, la música, el baile, la cultura, proteger a los pobres, el medio ambiente, el amor en general. E igualmente: era un Tintín en Asia Central, un romántico impulsado por la exaltación del aventurero que se mueve en condiciones extraordinarias, un eterno adolescente. O del mismo modo: me pareció un aventurero un punto excéntrico, sentimental, de temperamento visceral. Un carácter fuerte, locuaz, y quizá sombrío. Al conocerle mejor me di cuenta de que también era hipersensible, muy hospitalario y generoso, simple y espontáneo. Aprecié mucho su franqueza, sus relaciones directas, su carácter tan íntegro. Y aún más: tenía un aura contagiosa, su inteligencia deparaba tertulias entre desafiantes y divertidas, era un animador que exacerbaba el romanticismo de una comunidad rendida a las personalidades exóticas.
 
Jordi Magraner, ajeno a las convencionales premisas por las que casi todos regimos nuestros días, encamina su vida a la búsqueda de sus sueños, y esta cualidad casi infantil -y a la vez peligrosa: he ido demasiado lejos solo, dice- es la que lo hace tan irresistiblemente atractivo. Él y su grupo de amigos más cercanos compartían la idea de la perfección de los comienzos. Estaban dispuestos a buscar juntos el paraíso perdido, ser fieles a la búsqueda con una devoción religiosa. Buscar, buscar, buscar por encima de todo, para ser mejores, más naturales, era su forma de sentirse completamente humanos. En el curso de su pesquisa, Gabi Martínez se persuade de que el orgullo de un hombre joven que sueña es, para él, una manera de sobrevivir. Y cuando digo sueña no hablo de los sueños que pueblan nuestras noches, las encantan, las fatigan, a veces las perturban. Ni de las ensoñaciones del día a día que son los vagabundeos del espíritu. Hablo de los sueños despiertos que se apoderan de nuestro ser, penetran en nuestro corazón, abrazan nuestra alma y nos devoran, dejándonos sin reposo.
 
Y ese sueño arrebatador, poderoso y que exige una entrega casi total -me doy cuenta de que nuestra empresa se resume en buscar una aguja en un pajar-, lo constituye para el excesivo personaje, la búsqueda del yeti, del barmanu (como lo llaman los lugareños). Una obsesión que se confunde -en el terreno simbólico- con el interés por el monstruo, por el ser extraordinario, ostentador de una anormalidad radical, por el individuo fuera de la norma. En el libro se citan, diluyendo las fronteras entre realidad y mito, entre ciencia y superstición, el okapi, el celacanto, el pecarí paraguayo, el hipopótamo enano, el buey salvaje de Camboya, el dragón de Komodo, los gorilas de montaña, los grandes babuinos, los elefantes pigmeos, los caballos remotos (todos en el ámbito de lo real, pues cada cierto tiempo se descubren especies animales que se creían extinguidas o que sencillamente eran ignoradas), o el lobo de Tasmania, los calamares gigantes, el monstruo del lago Ness, el Mokele-Mbembe -una especie de brontosaurio de Camerún-, mitos fantásticos que han habitado desde siempre la imaginación de los hombres. Una búsqueda, un sueño con el que, en definitiva, el propio Jordi acaba identificándose, su propia singularidad, su rareza, excluyéndole del mundo convencional: el gigante, cuando habla, ruge. Cuando estrecha la mano, estruja. Cuando pisa, aplasta. No es cuestión de mala fe, sólo de potencia y envergadura. No obstante, es cierto que la inercia de alrededor invita a que el gigante acabe actuando de manera monstruosa. Normalmente su rareza le margina y fácil que la rabia o la tristeza le induzcan al aislamiento. Retirado, contempla un mundo que discurre alegremente sin él e incuba el dolor que le causan los desprecios. En la guarida se cuece la furia, los deseos de revancha, la incomprensión. El gesto se vuelve severo, la voz cavernosa, los modales se pierden -al fin y al cabo, no hay nadie a quien molestar- y el gigante se va convirtiendo en bruto, en ogro, un ser desapacible y huraño que tiene todo lo que para muchos debe tener un monstruo.
 
Pero si fascinante es el retrato interior de un ser humano extraordinario, de cuya excepcionalidad el propio Jordi es consciente -tengo la sensación de estar solo, de ser único-, no menos sugestiva es su heterodoxa e imprevisible y muy compleja trayectoria vital. Jordi Magraner aparece, en un primer acercamiento, como alguien movido por intereses científicos, un zoólogo -sin estudios especializados- que viaja a los valles del norte pakistaní en busca de nuevas especies animales, sobre todo de pájaros, reptiles y batracios, además de pretender estudiar los markhor -las cabras salvajes de la región-, los buitres barbudos, los tigres, osos y lobos de la zona, el leopardo de las nieves. Aunque en un reportaje periodístico de 1987 en el diario principal de Valencia no menciona, sin embargo -oculta, pues-, el principal objetivo de su misión, la posibilidad de encontrar rastros de hombres salvajes, lo que aumenta la confusión sobre sus propósitos. Y, a medio camino de la ciencia y el mito, llega a impartir alguna conferencia en Cambridge, en inglés, ante laringólogos reconocidos, en las que da cuenta de sus investigaciones sobre el peculiar diseño mandibular en la cara de los neandertales, que altera el funcionamiento del aparato fónico de los hombres primitivos, lo que explicaría los sonidos guturales que él había escuchado algunas noches en Pakistán y que él identificaba, en su delirio seudocientífico, con algunas manifestaciones de su soñado barmanu.
 
No obstante, ese presunto interés originario y más o menos académico por la fauna local -auténtica o legendaria- que desencadena su voluntad de aventura, se complementa con muchas otras facetas vitales a las que se entregará también en mayor o menor medida. Jordi se apasiona con los kalash, un antiquísimo pueblo en el Hindu Kush con particularidades muy llamativas, tres mil paganos que viven en valles perdidos rodeados de musulmanes integristas. En sus costumbres, en sus ofrendas, en sus fiestas de purificación, en su mundo de hadas y demonios, en su paganismo primigenio, el hispano-francés reconoce aspectos esenciales de su propio modo de entender la naturaleza, el universo, la existencia, y por ello dedicará sus últimos años de vida a defender su peculiar civilización.
 
Esa atracción hacia el mundo de los kalash lo pone en relación con organizaciones no gubernamentales, abriendo rutas por inextricables desfiladeros entre montañas para el envío de alimentos y medicinas a Afganistán -conocía cada valle, a cada comandante, a cada pastor- y creando un corredor humanitario hacia Panjshir que luego utilizarían el Comité Internacional de la Cruz Roja y las Naciones Unidas. Además, fruto de su exhaustivo conocimiento de la zona y de su dominio de idiomas -hablaba español, francés, bastante inglés, y más tarde aprendería khowar, kalasha y urdu-, llega a desempeñar alguna suerte de no muy claras labores diplomáticas, ingresando en la Alliance Française de Peshawar, en la que acaba desenvolviéndose en un cargo con una cierta responsabilidad en un territorio -el de los remotos valles afganos, un avispero, la región más peligrosa del mundo en 2009, según los informativos occidentales-, crucial por sus implicaciones geoestratégicas, por la presencia de los talibanes, la invasión rusa, los intereses norteamericanos, Osama Bin Laden y las consecuencias del 11 de septiembre, los conflictos étnicos y religiosos, el fundamentalismo musulmán...
 
Y en su polifacética personalidad hay sitio también para las ideas fascistas, pues simpatizaba con la Falange y con los movimientos de extrema derecha, confesándose admirador de Primo de Rivera, aunque detestaba a Franco y a la Iglesia. Hipertradicionalista, hoy -afirman algunos de sus conocidos- hubiera votado a Le Pen.
 
Pero si esta multiplicidad de vertientes heterogéneas en su corta vida conforman un mosaico abigarrado y complejo, de extraordinario atractivo humano y literariamente muy atrayente, su muerte, la aún hoy inexplicada muerte de Jordi Magraner, desborda los límites de la normalidad, despierta todas las especulaciones posibles (e incluso alguna imposible) y acentúa la magnitud mítica de un personaje que de no haber existido en realidad nos hubiera hecho pensar en una leyenda sólo viva en el imaginario país de la literatura.
 
Muchas son las hipótesis que se han barajado desde su desaparición para intentar explicarla, y de todas ellas se hace eco Gabi Martínez en el libro. Así, Jordi habría sido asesinado por espía, su cargo en la Alliance Française lo ponía en el punto de mira del ISI, los servicios secretos del Pakistán. ¿Quién se iba a tragar que un cazador de entelequias pudiera escalar hasta semejantes alturas diplomáticas?, afirman algunos de los observadores. Quizá, también, el crimen tuvo implicaciones políticas y hubiera sido motivado por el afán proselitista de Jordi, que intentaba ganar adeptos al cristianismo. A Magraner le irritaban la ignorancia y los discursos demagógicos de los mulás. El asalto de los musulmanes a la cultura kalash, su lenta pero inapelable invasión, le disgustaba demasiado para contemporizar, por lo que denunciaba la hipocresía de aquellos religiosos que se pasaban el día hablando de Alá y del cielo mientras acumulaban un pecado tras otro. Además, se afirma que llegó a tratar con el legendario Massoud, líder de la resistencia antitalibán en la zona, lo que le habría puesto en el punto de mira de los fanáticos islamistas. Igualmente se baraja la hipótesis de un asesinato vinculado a las mafias de las drogas. Su intervención en los convoyes humanitarios en Afganistán, cruzando ilegalmente las peligrosas fronteras, le hacía conocer las vías y los pasos para el tráfico de drogas en una región en la que los negocios vinculados a los estupefacientes movían cuantiosos intereses económicos. Y también se habla de deudas, de sus permanentes problemas con el dinero y de los enemigos que ello siempre suscita, o de sus disputas con el delegado del gobierno regional que habría acabado por tomarse la justicia por su mano. En definitiva, proliferan las especulaciones y casi cualquiera pudo haber tenido un motivo para acabar con su vida, pues Jordi era un mito controvertido en Peshawar, todo el mundo lo conocía y tenía algo que decir sobre él, un tío peligroso, siempre con problemas.
 
Pero de todas las teorías vertidas sobre el asunto, es la de la pedofilia del personaje la que suscita más controversia. Toda la gente con la que hablé -dice una periodista que investigó el suceso- asegura que fue un crimen pasional. Así, el español habría sido asesinado por Shamsur, su joven protegido, celoso al ver que el aún más joven Wazir ocupaba su antiguo puesto de alumno predilecto. No siendo flagrante ni ostensible la tendencia homosexual de Jordi (otro enigma: no había forma de que soltara prenda sobre sus enredos sexuales), lo cierto es que no se le conocían aventuras amorosas, aunque tras su muerte se encontró en su ordenador material sobre sus actividades homosexuales. Bastantes de las personas que conocieron a Magraner admiten, sin embargo, la posibilidad de su virginidad. En cualquier caso, otra vertiente oscura y en parte aún inexplorada en un personaje, como se ve, fuera de lo común.
 
Es, en fin, esa singularidad del protagonista de Sólo para gigantes, el excepcional Jordi Magraner, lo que justifica con creces la lectura del libro. Os lo recomiendo vivamente, seguro que, pese a sus carencias, llegará a entusiasmaros. Música paquistaní, también, el genial Nusrat Fateh Alí Khan, que ya apareció hace pocos meses en esta sección, para cerrar el espacio. Akhiyaan Udeek Diyan es el título de esta joya, una más, en la que brilla la voz increíble del clásico asiático, desgraciadamente desaparecido.
 
 
Hay gente que sale a cazar lo invisible. El comandante Gould se desplazó en 1933 al lago Ness en busca del monstruo que, dicen, habita allí. Gould entrevistó a multitud de vecinos del lago logrando algunos testimonios de avistamientos. De todas formas, comprendió que este método no bastaría para localizar al monstruo y contrató a un experto en caza mayor y a un fotógrafo, además de conseguir un sónar con el que rastrear las aguas.
 
No encontró nada.
 
Por supuesto, hubo quien se burló de Gould. Algunos se encarnizaron, los científicos especialmente, divertidos con la paranoia del militar. El caso es que a investigadores profesionales como Heuvelmanss, Koffmann o Porshnev, curtidos en universidades de ciencias y que asimismo defendían la existencia de seres invisibles, la cúpula científica tampoco les daba crédito.
 
John Grem, buscador de esos Yetis norteamericanos a los que llaman sguatehs, asumía sin problemas su labor tan excéntrica: “La gente como yo seremos expulsados del circuito y, personalmente, me alegraré”.
 
Pero Jordi no pensaba igual. Para empezar, no admitía que se hablara del barmanu como de un mito, porque de algún modo eso implicaría no considerarlo real. Y estaba dispuesto a defender la sensatez de su proyecto ante quien fuera, no le iban a expulsar tan fácil. Si tienes una verdad, lucharás por ella, por darle luz, porque los demás la sepan. Desde luego que no se iba a resignar.

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