Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de marzo de 2013

JORGE IBARGÜENGOITIA. LAS MUERTAS

Hola, buenos días, sed bienvenidos un miércoles más a vuestra cita semanal con la literatura en Todos los libros un libro, el microespacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que os proponemos una sugerencia de lectura con la esperanza de acertar, es decir, de descubriros algún libro que pueda llegar a interesaros.
 
Hoy quiero hablaros de una novela magnífica de un autor no demasiado conocido, pese a que publicó en vida numerosos libros y obtuvo por algunos de ellos reconocimiento y premios y extraordinarias críticas, sobre todo en su país, México, pero también entre nosotros. Se trata de Jorge Ibargüengoitia, un escritor mexicano, como os digo, que alguno de vosotros, además, puede recordar, al margen de las consideraciones literarias, por su trágica muerte, ocurrida en Madrid, en aquel horrible accidente aéreo del Boeing 147 de Avianca en Mejorada del Campo, que en noviembre de 1983 abrió todos los telediarios y llenó las portadas de periódicos. Este año se cumplen, pues, los treinta de su muerte, y hace unas semanas, el 22 de enero pasado exactamente, el escritor hubiera cumplido 85 años, razones todas por las que mi recomendación resulta especialmente oportuna. El libro que quiero presentaros se titula Las muertas, pasa por ser la obra maestra de su autor y una de las mejores novelas de la literatura mexicana en general, y ha sido publicado en 2009 por la editorial RBA, siendo la edición original mexicana de 1977.
 
Las muertas parte de un hecho real, desgraciadamente no demasiado inusual en el siempre convulso México contemporáneo, en el cual la violencia constituye uno de los rasgos definitorios de la singular identidad de un país por otro lado hermosísimo y muy interesante, atractivo y acogedor. Un país muy bien descrito en otro libro excelente, del que quizá podamos hablar en otra ocasión, el magistral y revelador El laberinto de la soledad de Octavio Paz, que publicado en 1950 describió con hondura, originalidad, precisión y acierto y rigor extremos el carácter mexicano. Pero volvamos a Jorge Ibargüengoitia y a Las muertas. Os decía que el libro tenía su origen en un suceso verdadero, la aparición en los años sesenta del pasado siglo de varios cadáveres de prostitutas, que mostraban signos evidentes de haber sido asesinadas, enterrados en diversas propiedades de dos hermanas que resultaron, a la postre, las dueñas de tres burdeles en distintos pueblos del interior del país.
 
Sobre estos acontecimientos reales, el escritor mexicano inventa su novela construyendo una decena larga de geniales personajes imaginarios que empezando por las dos hermanas, Serafina y Arcángela y siguiendo por el aprovechado Capitán Bedoya, por el panadero y ex-amante de Serafina, Simón Corona, cuya declaración a la policía constituirá el desencadenante del desvelamiento de la trama, por Tincho, el hombre para todo de las dos mujeres, por la fiel Calavera, al servicio de los burdeles desde su inicio, y acabando en las más episódicas y secundarias apariciones de las prostitutas, los cargos públicos corruptos, los modestos mafiosos locales, los policías e inspectores no menos envilecidos, conforman un mosaico inigualable de la hipocresía, la doble moral, la violencia soterrada, la corrupción generalizada, la ausencia de controles democráticos de la sociedad mexicana en su versión más común y popular. El crimen en una dimensión modesta, a pequeña escala, el crimen cotidiano, desorganizado, espontáneo, artesanal, podríamos decir, para oponerlo a los procesos de delincuencia industrial de las organizaciones “gansteriles" al uso, la Camorra italiana, la Yakuza japonesa o los cárteles del narcotráfico. Dos mujeres normales, sin una especial predisposición al delito, sin una maldad notoria, sin un empecinamiento culpable en las conductas antisociales. Dos mujeres del común que con la mayor naturalidad del mundo, sin conciencia alguna de estar transgrediendo las normas, prueba del grado de embrutecimiento moral de una sociedad, compran, esclavizan y explotan sexualmente a unas pobres chicas que, asumiendo su destino como irremisible -tampoco son demasiado conscientes de la irregularidad de su situación-, compran políticos, sobornan a policías, y con sus ‘mordidas’ consiguen permisos legales, allanan trámites administrativos, facilitan papeleos burocráticos, instan recalificaciones… Y cuando las situaciones se complican y la madeja de los turbios negocios parece enmarañarse, no dudan, con la misma sencillez y ausencia de principios morales, en llegar hasta el asesinato.
 
Lo mejor de la novela, no obstante, más allá de mostrarnos una fotografía muy ajustada de la sociedad mexicana, lo constituyen su estructura y su lenguaje. La estructura es poliédrica, pues la trama se narra desde diferentes puntos de vista y con materiales literarios también diversos: documentos varios, declaraciones de los personajes afectados, informes oficiales, testimonios de implicados, confesiones de arrepentidos, además de la voz de un narrador imparcial que con ironía, distanciamiento, sarcasmo, con mucho humor, cuenta en tercera persona algunos episodios de la historia… El lenguaje es también muy rico y desbordante, Las muertas no está escrita en español, permitidme la exageración, sino en un mexicano muy colorido, muy vivo, lleno de resonancias, lleno de términos que nos resultan desconocidos, que exigen la consulta en el diccionario, pero que son vocablos muy expresivos, muy vinculados -y por ello muy descriptivos- al paisaje, a las costumbres, a los modos de vida locales. El libro es, además, muy entretenido, se lee con facilidad y agrado, por lo que os aseguro unas horas estupendas en su compañía.
 
Como complemento al texto, una canción, Dignificada, en la que Lila Downs canta denunciando las muertes de mujeres en México. 
 
 
Cada año, en el 24 de septiembre, una de las mujeres, María del Carmen Régulez, tenía la costumbre de visitar a su madre que se llamaba Mercedes. En la antevíspera de esta fecha María del Carmen pedía a Serafina permiso para no trabajar en la noche del 24, y a Arcángela le pedía dinero, ya fuera el que ésta le tenía ‘guardado’, o, cuando estaba muy bajo su saldo, prestado. Dice María del Carmen que nunca, hasta el último año, había tenido dificultad: Serafina le daba siempre permiso y Arcángela le entregaba el dinero. El día 23 María del Carmen salía del burdel al mercado, compraba un ramo de flores, de preferencia gladiolas, que llegaban siempre marchitas a los brazos abiertos de la festejada, y una tela para vestido, o un rebozo o unos zapatos. Al día siguiente la jornada empezaba rayando el sol, porque María del Carmen tenía que tomar tres camiones para llegar al rancho donde vivía su familia. Se apeaba del tercero de éstos en una loma pelada y caminaba por una vereda apenas visible hasta llegar a un pitayo. Desde allí se divisaban las casas y la nopalera.
 
Cada año los perros desconocían a María del Carmen; cada año salían la madre y las cuñadas de la cocina a tranquilizarlos; cada año al verse las mujeres otra vez juntas, lloraban; cada año entraban en la cocina, se sentaban alrededor del brasero y hablaban -alguien había muerto, había nacido un niño, la cosecha se había perdido-. Los hombres regresaban del campo a la media tarde, la familia se sentaba a comer, María del Carmen ayudaba a servir la mesa. Sólo la madre sabía el oficio de su hija -como que había sido ella quien la había vendido-, el resto de la familia creía que era criada. En la noche tomaban té de hojas de naranjo con alcohol y se emborrachaban. Al día siguiente, rayando el sol, María del Carmen emprendía su regreso al burdel.

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