Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de octubre de 2013

JHUMPA LAHIRI. TIERRA DESACOSTUMBRADA

Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Desde que esta sección de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca comenzó a emitirse, hace ya varios años -más de diez, si incluimos la primera etapa en Onda Cero- ya advertí -aunque más que de una advertencia se trataba fundamentalmente de una declaración de intenciones- de la imposibilidad (algo que a poco que se reflexione resulta obvio) de seguir en este espacio el irrefrenable ímpetu, el ritmo imposible del mercado editorial español. Pues aunque yo pueda llegar a leer una media de dos o tres libros por semana (del orden de cien a ciento veinticinco cada temporada, de los que elaboro unas cincuenta reseñas anuales), si descontamos las cuatro semanas de obligado parón agosteño, son cuarenta y ocho las propuestas de lectura que os ofrezco cada año, mientras que en ese mismo plazo el sector ofrece al mundo setenta mil nuevos títulos. Disculpadme esta prolija y tediosa contabilidad, pero quiero reflejar con ella, aún más, quiero justificar con tantos áridos datos, por un lado, el hecho de que, como es evidente, no he podido leer infinidad de libros a priori interesantes y que muchos de vosotros quizá podáis echar en falta en el programa, esperando inútilmente mi reseña (en el improbable supuesto de que alguien pueda llegar a ansiar leerme o escucharme); y por otro, que algunos de mis comentarios se refieren forzosamente a obras publicadas -y leídas por mí- tres, cuatro y hasta muchos más años atrás, en un tiempo pasado en el que, bastantes de ellas, aparecían en la portada de los suplementos culturales, inundaban los escaparates de las librerías y eran recomendadas en todos los foros vinculados a la lectura, por lo que quizá ahora, años después, ya resulten sobradamente conocidas para quienes seguís Todos los libros un libro.

Y este último es precisamente el caso de Tierra desacostumbrada, el magnífico volumen de relatos (sólo en apariencia; en el fondo, y como luego intentaré demostraros, se trata de una auténtica novela) de la escritora nacida en Londres pero de origen indio -más exactamente, bengalí- aunque residente en Estados Unidos, Jhumpa Lahiri. El libro lo publicó la Editorial Salamandra en un ya lejano 2010 -“lejano” dada la vorágine editorial que acabo de comentar- en traducción de Eduardo Iriarte. Su aparición fue muy destacada entonces en los medios de comunicación, en las críticas de los expertos -periodistas, académicos, escritores- habituales de las secciones culturales de la prensa, y sobre todo en las estanterías de novedades de los principales dispensadores del para mí vivificante “alimento libresco”.

Tierra desacostumbrada es, en efecto, de entrada, una colección de cuentos. Dividido en dos partes, el libro reúne en la primera de ellas -que carece de título- cinco relatos con escenarios, temática, argumentos y personajes totalmente independientes y diferenciados, sin conexión aparente alguna. En la segunda parte, bajo la rúbrica de Hema y Kaushik, nos encontramos con otros tres cuentos, también autónomos, pero en los que la Hema y el Kaushik del título, sus familias, los principales detalles de sus existencias, afloran una y otra vez proporcionando continuidad a las historias y configurando una suerte de verdadera -y espléndida- novela corta de poco más de cien páginas. Pero es que, a mi juicio, hay un nexo, hay una conjunción, hay un sutil hilo conductor que enlaza unos relatos y otros, hasta el punto de que podamos hablar de una obra unitaria, de un todo cerrado y completo en sí mismo, no sólo en estos tres últimos cuentos en los que los protagonistas comparten los mismos nombres e idénticas experiencias de vida, sino también en el resto -los cinco primeros-, pese a que en ellos los personajes tengan nombres, edades, sexos, profesiones, amistades, parejas, circunstancias familiares y personales, aconteceres vitales bien distintos. En todos los casos, Jhumpa Lahiri nos cuenta la misma historia, un retrato coral, armado al modo de una figura poliédrica de la que cada narración breve constituiría una faceta, un mero fragmento del cuerpo final, de la vida de los bengalíes emigrados a Estados Unidos, una novela pues -una unidad coherente, con una estructura global y plenamente clausurada en sí misma (y ello pese a que algunos de los cuentos hayan sido publicados por separado en revistas literarias)-, con un presumible acento autobiográfico, además, en la que, casi a cada página, emergen las vivencias norteamericanas de esta peculiar comunidad a la que la autora pertenece, sus problemas de adaptación, las dificultades de integración, la confrontación -en ocasiones el enfrentamiento- con los nuevos valores, el conflicto de hábitos, costumbres y rituales, el difícil encaje de los distintos ritmos de vida, el contraste entre la tradición de la India de origen y la modernidad desatada del país de acogida, el desarraigo y la soledad, la nostalgia del pasado de los adultos recién llegados -en muchos casos aún anclados a sus raíces bengalíes, y siempre con añoranza de ellas- y la vida emancipada y sin ataduras de las segundas generaciones. La naturaleza humana no dará fruto, al igual que la patata, si se planta una y otra vez, durante demasiadas generaciones, en la misma tierra agotada. Mis hijos han tenido otros lugares de nacimiento y, hasta donde alcance mi control sobre su fortuna, echarán raíces en tierra desacostumbrada, reza, en este sentido, la significativa cita de Nathaniel Hawthorne con la que se abre el libro.

En unas declaraciones realizadas por la autora hace algunos años, en la gira promocional de su libro, Jhumpa Lahiri reconocía que identidad, familia y amor eran los tres grandes temas de su obra. La identidad, porque, como acabo de señalar, en las historias de la mayor parte de los personajes -casi todos indios con un alto nivel de formación, científicos, profesores universitarios- se manifiestan las dificultades que supone el profundo cambio cultural que lleva consigo el trasvase de una India todavía en gran parte ancestral, ritualizada, consuetudinaria, rural, embebida en sus tradiciones, “antigua” -pese a su evolución y el altísimo grado de desarrollo intelectual de sus élites, a las que sin duda pertenecen los protagonistas de los relatos-, y el informal desapego de una sociedad, como es la norteamericana, sin demasiados anclajes en el pasado, que se inventa día a día, exenta, independiente. Por los cuentos de Tierra desacostumbrada desfilan numerosos representantes de este microcosmos bengalí en los Estados Unidos -sobre todo los pertenecientes a la primera generación de emigrantes- que todavía mantienen sus vestimentas coloridas, la desbordante desmesura de sus comidas, el contacto casi exclusivo con la comunidad india, la aceptación de los valores tradicionales, el respeto a la autoridad natural de los padres, la fortaleza de los lazos familiares, los matrimonios concertados, las costumbres que han conformado y aglutinado sus sociedades originarias durante siglos; y ello pese a que se trata de gentes cosmopolitas que, en la mayor parte de los cuentos, han viajado, han vivido en la India y en Londres, en Nueva York y Berlín, en Australia o Suiza. Pero, poco a poco, con el paso del tiempo y el nacimiento de sus hijos ya plenamente “americanos”, esa sensación de pertenencia va diluyéndose, empieza a resquebrajarse, casi siempre de un modo tenue y pausado, aunque en ocasiones con sobresaltos, con rupturas, con desgarramiento. Las viviendas en aisladas e intercambiables áreas residenciales, la obligada dependencia del automóvil, las ropas informales y deportivas, las copas de Johnny Walker tras la cena, los donuts, las pizzas y los McDonald’s, la aparición progresiva en las familias de novios y parejas y cónyuges americanos constituyen sutiles manifestaciones de esta progresiva impregnación de lo occidental en la vida de esta “sociedad” india en Estados Unidos, una sociedad que así, poco a poco, va “desnaturalizándose”. Sus padres siempre habían sido ciegos a todo aquello que atormentaba a sus hijos: que les tomaran el pelo en el colegio por el color de la piel o las cosas tan raras que a veces les ponía su madre en la fiambrera del almuerzo, sándwiches de patata al curry que tenían de verde el pan Wonderbread. ¿Qué razones podrían tener para ser desdichados?, habrían pensado sus padres. “Depresión” era una palabra extranjera, algo americano. En su opinión sus hijos eran inmunes a las penalidades e injusticias que ellos habían dejado atrás en la India, como si las vacunas que les había puesto el pediatra cuando eran pequeños les hubiesen garantizado una existencia ajena al sufrimiento. Pero más allá de este valor “documental”, podríamos decir -absolutamente irrelevante desde el punto de vista literario-, de fidedigna fotografía que describe con precisión un grupo humano, el libro de Lahiri interesa -en este plano de la identidad- porque es capaz de trascender la experiencia singular de los miembros de esa comunidad india para hacernos reflexionar sobre algunas de las interesantes dimensiones que lleva consigo la humana preocupación por la pertenencia y la identidad, sobre todo en este siglo XXI globalizado en el que la movilidad y consecuentemente el desarraigo -o una nueva forma, aún desconocida o todavía incipiente, de echar raíces- serán dos de sus rasgos más significativos. Y todo ello narrado en un tono leve pero intenso, con una extraordinaria capacidad de sugerencia, repleto de alusiones indirectas, como contadas al paso, sin especiales énfasis -como puede apreciarse en el breve fragmento anterior-, con una formidable habilidad para mostrar los entresijos del alma humana a través de silencios significativos, de lo no dicho, de lo sólo insinuado.

Y este conflicto entre lo viejo y lo nuevo -otra formulación para referirse al asunto identitario-, cobra especial carta de naturaleza en el libro a partir del retrato de las innumerables familias que lo surcan. Los ocho relatos están repletos de relaciones familiares, padres e hijos, matrimonios, hermanos, amantes, amigos. En Tierra desacostumbrada, el primer cuento del libro, Ruma, que vive en Seattle con su marido estadounidense, Adam, y su hijo Akash, recibe la visita de su padre que, jubilado y solitario tras la muerte de su esposa, viaja por el mundo haciendo turismo. En Cielo e infierno, la narradora, hija de indios en Cambridge, Massachusetts, da cuenta de la fascinación que desde su infancia provocó en ella misma y sobre todo en su madre la presencia de Pranab Kaku, un joven algo excéntrico, bengalí de Calcuta, de asidua presencia en la familia. En Sólo bondad, las divergentes trayectorias juveniles de dos hermanos, Shuda y Rahul, y sus distintas formas de relacionarse con sus padres y desarrollar las expectativas de vida que estos han depositado en ellos, centran el relato. Y, por supuesto, las tres historias de Hema y Kaushik giran sobre dos jóvenes, cuyas familias se conocen en la infancia de ambos -siendo esenciales para ellos-, que volverán a encontrarse en distintos momentos de sus vidas. Y en todos estos casos -e igualmente en el resto de los cuentos- la magnífica literatura de la autora nos permite adentrarnos en los espacios más íntimos de sus protagonistas para que así podamos conocer los pensamientos, los modos de sentir, las perplejidades, los desgarramientos, las afinidades, los enfrentamientos, los conflictos que viven esos personajes en sus relaciones familiares: un viudo que intenta olvidar a su esposa muerta creando nuevos lazos con su hija expatriada y su casi desconocido nieto; una mujer casada -su vida no era feliz, pero tampoco infeliz- secretamente enamorada del joven amigo del matrimonio; una pareja que recupera parte del calor conyugal perdido en la fiesta de aniversario de la graduación del marido; un muchacho que añora a su joven madre prematuramente fallecida. Pero, de nuevo, lo esencial no son los aspectos externos, los “argumentos” -de los que se puede dar cuenta aquí en pocas palabras- de las vidas familiares de estos seres humanos, sino el modo íntimo, que atañe a las emociones, en el que viven esos vínculos de parentesco: el sentimiento de pérdida y desarraigo de jóvenes que se niegan a cumplir las expectativas de sus progenitores y que se construyen un futuro ajeno al universo familiar; el desconcierto de padres que asisten al resquebrajamiento -patente en la vida de sus hijos- de su sistema de valores tradicional (con el tiempo encontró empleo de encargado de una lavandería en Wayland tres días a la semana. Sus padres compraron un coche barato de segunda mano para que su hijo fuera al centro. Sudha era consciente de que aquel trabajo avergonzaba a sus padres. No les había importado que fregara los platos en el pasado, pero ahora vivían con miedo a que un día algún conocido viera a su hijo pesando sacos de ropa sucia en una balanza. Otros bengalíes cotilleaban sobre él y rezaban para que sus hijos no echaran a perder sus vidas de la misma manera. Así que se convirtió en lo que todos los padres temían: un descrédito, un fracaso, alguien que no contribuía al inmenso círculo de logros que estaban obteniendo por todo el país muchachos bengalíes, como cirujanos, abogados y científicos, o autores de artículos de primera página en el New York Times); las torturantes dudas de chicas -como es el caso de la treintañera Sang, en No es asunto de nadie- que se debaten entre el ansia de independencia y el desarrollo de un proyecto de vida propio en lo personal, lo profesional y lo sentimental, y la exigencia de sometimiento a los dictados de la familia, con la institución de los matrimonios concertados, paradigmática de ese conflicto, presente de modo elegante e indirecto en el relato.

Y es que éste, el del amor, es el tercer gran eje del libro. Fascinación infantil por el adulto atractivo, enamoramientos platónicos de juventud, amores imposibles, encuentros esporádicos, parejas que flotan en un mar de aburrimiento, esposos entregados a la felicidad de sus cónyuges, esposas sumisamente acomodadas a sus matrimonios pactados, hombres y mujeres que se quieren, jóvenes “adaptadas” -y por ello alejadas, una vez más, de las pautas tradicionales de sus familias- a la promiscuidad -sin connotaciones peyorativas- signo de la época, ancianos que añoran a sus esposas muertas, segundos emparejamientos, matrimonios interraciales, añoranzas, decepciones, romanticismo, expectativas, felicidad, tristeza... y también soledad (¿Acaso desde el nacimiento de Monika buena parte de su energía y de la de Megan no estaba dedicada a hacer cosas juntos sino a concebir el modo de que cada uno dispusiera de un poco de tiempo para sí, ella llevándose a las niñas para que él pudiera ir a correr al parque en sus días libres, o viceversa, de manera que ella pudiera ir a hojear libros en una librería o hacerse la manicura? ¿Y no era terrible lo mucho que ansiaba él esos momentos, tanto que a veces un trayecto en metro a solas era lo mejor del día? ¿No era terrible que después de todo el trabajo que invertía uno en buscar a una persona con quien pasar la vida, tras tener familia con esa persona, a pesar incluso de echar de menos a esa persona, como Amit echaba de menos a Megan una noche tras otra, esa soledad era lo que más ansiaba uno, lo único que, aunque en dosis fugaces y reducidas, le permitía mantener la cordura?), el universo entero del amor, en todas sus facetas, aparece en este Tierra desacostumbrada, el espléndido e inolvidable libro de Jhumpa Lahiri que ha editado Salamandra y que hoy os recomiendo. Os dejo, como cierre de esta reseña, con Billie Holliday, cuya música escucha con reiteración la protagonista de uno de los cuentos. The man I love es la magnífica pieza elegida.


Nuestras madres se conocieron cuando la mía estaba embarazada. Aún no lo sabía; de pronto se sintió mareada y se sentó en un banco en un parquecillo. Tu madre estaba encaramada a un columpio, meciéndose suavemente mientras tu planeabas por encima de ella, cuando reparó en una joven bengalí con sari que llevaba bermellón en el pelo. “¿Se encuentra usted bien?”, le preguntó tu madre con una fórmula de cortesía. Te dijo que te bajaras del columpio y luego ella y tú acompañasteis a mi madre a casa. Fue durante aquel paseo cuando tu madre sugirió que tal vez la mía estuviese embarazada. Se hicieron amigas de inmediato y empezaron a pasar el día juntas mientras nuestros padres estaban trabajando. Hablaban de la existencia que habían dejado atrás, en Calcuta: la hermosa casa de tu madre en Jodhpur Park, con hibiscos y rosales que florecían en la azotea, y el modesto piso de mi madre en Makiktala, encima de un mugriento restaurante punjabí, donde vivían siete personas en tres habitaciones pequeñas. En Calcuta probablemente hubiesen tenido pocas ocasiones de coincidir. Tu madre iba a un colegio de monjas y era hija de uno de los abogados más importantes de la ciudad, un anglófilo que fumaba en pipa y era miembro del Saturday Club. El padre de mi madre trabajaba en Correos, y ella no comió en una mesa ni se sentó en un inodoro hasta que vino a América. Esas diferencias carecían de importancia en Cambridge, donde las dos estaban solas por igual. Aquí iban a hacer la compra juntas y se quejaban de sus maridos y cocinaban en nuestra cocina o la vuestra, dividiendo los platos para nuestras respectivas familias una vez que habían terminado. Hacían punto juntas y se intercambiaban las labores cuando una de las dos se aburría. Al nacer yo, tus padres fueron los únicos amigos que fueron a la maternidad. Me dieron de comer en tu antigua trona, me paseaban por las calles en tu viejo cochecito.


No hay comentarios: