Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de octubre de 2013

LEV TOLSTOI. RESURRECCIÓN

Hola, buenas tardes. Hoy Todos los libros un libro vuelve a incurrir en una inveterada tradición, no demasiado frecuente, por desgracia, en nuestros programas aunque sí suficientemente significativa cuando se produce, que consiste en ofreceros una propuesta de lectura centrada en un libro clásico, una obra no contemporánea, alejada de las novedades más fulgurantes, y que cuenta por el contrario con el respaldo de los años, con su pervivencia incólume a lo largo del tiempo. Es normal, a todos nos ocurre, que en el frenesí en que se desenvuelve nuestro mercado editorial, con publicaciones que de continuo inundan los estantes de las librerías para ser reemplazadas, tras una estancia fugaz en los anaqueles, por otras igualmente novedosas, supuestamente indispensables y forzosamente condenadas al olvido, es normal, insisto, que cuando debemos elegir un libro con vistas a su adquisición y su lectura, nuestros ojos y nuestro pensamiento, también nuestra voluntad, tiendan a detenerse tan sólo en aquellos de presencia más ostensible en bibliotecas, librerías, programas televisivos, revistas literarias y suplementos culturales: las novedades, lo que suena, los libros de los que todo el mundo habla, lo refulgente, lo que brilla con los oropeles por definición casi siempre falsos de lo recién llegado, lo que está de moda. Pues bien, hoy, una vez más, queremos romper esa a mi juicio perniciosa tendencia -en la que sin embargo yo mismo incurro semana tras semana- con la recomendación de un libro que tiene ya más de un siglo, que fue escrito a finales del XIX y que como os digo no sólo ha resistido el paso de los años sino que resulta hoy día plenamente vigente y actualísimo en estos tiempos de crisis -sobre todo de valores-, de obscenas riquezas minoritarias y ostentosas y, a la vez, de una inicua pobreza que condena al sufrimiento a millones de seres en el mundo. Se trata de Resurrección, su autor el ruso León Tolstoi (¿se acentúa Tolstói en castellano?; creo que sí, aunque seguiré las pautas marcadas en la edición que ahora comento: sin tilde, pues), al que me sigo refiriendo con el españolizado León, como desde mi infancia he venido haciendo y no Lev como su nombre en ruso y la corrección académica exigen. El libro, la última novela de su autor, se publicó en 1999 -cien años después de que hubiera visto la luz originariamente- en la editorial Pre-Textos, en una edición al cuidado de Víctor Andresco, responsable también de su traducción y de una interesante introducción que, como casi siempre en estos casos, yo os recomiendo que leáis cuando hayáis terminado el libro. No he sido capaz de comprobar el dato, pero tengo para mí que este Víctor debe ser pariente de las hermanas Andresco, clásicas, aunque controvertidas, traductoras de Tolstoi.
 
Resurrección no es la obra más conocida de Tolstoi, no al menos si la comparamos con Anna Karénina o Guerra y paz, objeto, estas últimas, de constantes reediciones y también adaptaciones cinematográficas varias. Sin embargo, como ellas, se trata de una obra maestra absoluta, de lectura arrebatadora, repleta de personajes inolvidables -dos por encima del resto: el noble (en todos los sentidos) príncipe Nejliúdov, de nombre impronunciable, y la bella y desgraciada Katia Máslova-, y, sobre todo, rezumando una intensa humanidad y una lúcida espiritualidad, una tierna comprensión por parte de su autor de la mísera existencia de muchos de sus conciudadanos, una sensibilidad extrema y una implacable lucidez en la denuncia de las injusticias padecidas por su pueblo, una indignada protesta frente a los abusos de los poderosos, entre otros muchos planos en que, como os indicaré más adelante, se desenvuelve su extensa trama, desarrollada a lo largo de seiscientas páginas.
 
La historia central que se cuenta en el libro es la de una evolución, un cambio interior en el pensamiento y en el alma del protagonista principal. Dimitri, el joven príncipe Nejliúdov, seduce a la casi niña y muy bella criada de sus tías, Katia, Katiusha como también se la llama en la novela con el diminutivo tierno y cariñoso. Tras dar satisfacción a sus instintos, perdonadme el tono algo melodramático acorde con el espíritu de la época, desaparece, no sin antes dejar -humillación sobre humillación- un billete de cien rublos a la chica como obscena compensación por los servicios prestados. El aristócrata había tenido en su primera juventud preocupaciones sociales, siendo entusiasta seguidor de las teorías de Herbert Spencer en contra de la propiedad privada de las tierras y en favor de la justicia social, habiendo llegado incluso a ceder la herencia de su padre a los campesinos que trabajaban sus campos. Con el paso del tiempo, sin embargo, el ahora adulto se había deslizado abiertamente hacia la posición y los requerimientos exigidos por su clase, llevando una existencia de gasto y opulencia, de disipación y falta de conciencia. Mientras tanto, Katiusha, deshonrada -dejadme que siga utilizando la anacrónica terminología decimonónica- es despedida de la casa de las tías de Dimitri en la que trabajaba, encadena frustración tras frustración, sevicia tras sevicia, y va hundiéndose en una vida cada vez más miserable e indigna hasta acabar ejerciendo la prostitución en Moscú. La muerte, en condiciones oscuras, de un cliente del burdel en que presta sus servicios la lleva ante los tribunales acusada de robo y asesinato. Allí se reencuentra, varios años después de aquella primera funesta relación, con el príncipe Nejliúdov, que forma parte del jurado. Y es este hecho, la percepción por parte del noble de la triste condición de la ahora ya no tan joven Katia, el que desencadena el proceso de toma de conciencia y de profundo cambio espiritual y también de hábitos -no sin hondas y sinceras dudas- del sensible aristócrata. Consciente de que ha sido su innoble comportamiento con la chica lo que ha provocado la situación que ella ahora vive decide reparar en lo posible las consecuencias últimas de aquel despreciable comportamiento, de su abyecto e inmoral error, vinculando su vida a la de la joven, optando por acompañarla de juicio en juicio, de cárcel en cárcel, hasta su destierro final en Siberia. En esta su ‘resurrección’ (una idea central del libro que aparece en su título y se recoge también significativamente en el fragmento que os ofrezco como cierre a este comentario) se replantea su existencia entera, cuestiona sus privilegios de clase, percibe por primera vez las inhumanas condiciones en las que desarrollan su penoso deambular por la vida la mayor parte de sus compatriotas, decide renunciar a su confortable e inconsciente universo, aborreciendo la insulsa frivolidad de las gentes que lo habitan, a las fiestas inanes, a las conversaciones superficiales, a las comidas opulentas, a los lujos estériles.
 
Pero su cambio no es sólo cosmético, exterior, de hábitos y costumbres, no hay en él una mera denuncia de un modo de vida ligero e intrascendente, sino que la evolución es, como ya os he dicho, más profunda y auténtica, afecta a todas las capas de su espíritu, llevándolo a analizar, a tomar posición y a criticar -y aquí está, a mi juicio, el principal aliciente “teórico” del libro, más allá del encanto de su formidable escritura- el estado de cosas que propicia esa tan injusta organización de la sociedad.
 
Por el libro desfilan así, y es imposible dar una mínima cuenta de las decenas de notas que en este sentido he ido tomando en mi lectura, infinidad de ejemplos de la corrupción de las clases dirigentes de su país y de las repercusiones terribles que dicha conducta, consolidada a lo largo de los siglos, provoca en las buenas gentes que el príncipe va topándose en su camino. La injusta Justicia, con sus legiones de funcionarios, escribientes, guardias y ujieres, empeñados en perpetuar una ficción brutal, la radical mentira de una maquinaria que condena a los desgraciados, a los humildes, a los desfavorecidos por la fortuna antes de ser juzgados. La iglesia ortodoxa, tan alejada ya del mensaje de Jesús -se puede decir que Tolstoi es un libertario anarquizante que defiende el originario espíritu del cristianismo- y convertida en un elemento esencial para torturar a los hombres, justificando y hasta alentando los desmanes del poder. La vergonzosa aristocracia y, en general, las clases dominantes, instaladas en una absurda y ruin superfluidad, perpetuadoras de una esclavitud de hecho -ya que no de derecho, recién abolida por las leyes- de una inmensa parte de la población. Y la corte zarista y los políticos y los burócratas y los directores de prisiones y los banqueros inhumanos y tantos otros parásitos que condenan a la miseria y la enfermedad, al alcoholismo y la brutalidad, a la ignorancia y el destierro, a la cárcel y la muerte a millones de pobres seres, humillados y ofendidos, los campesinos que nada tienen, ni siquiera la tierra que trabajan, los niños condenados a la explotación laboral desde muy pequeños, las mujeres -el libro contiene muchas referencias al especial sacrificio femenino, así como, en un mensaje optimista, notables ejemplos de mujeres fuertes, decididas, capaces y moralmente libres.
 
Pero no creáis, con esta enumeración de desgracias, que el libro es un panfleto burdo que se limita a lanzar consignas más o menos consabidas para tocar nuestros corazones. La crisis existencial del protagonista, su relación con Katiusha, sus conflictos intelectuales, ideológicos, morales, su personalidad quebrada, la de la propia Katia, las vidas de las gentes que, en los distintos estamentos sociales, constituyen el entorno de sus propias existencias, se nos presentan de un modo muy rico e inteligente, en toda su complejidad y con todos sus claroscuros. Hay en el autor, claro, una posición moral de partida, que puede resumirse en las cuatro citas evangélicas con las que se abre el libro, y aún más sucintamente con el texto del Sermón de la montaña, pero si el libro es una obra maestra es, entre otras cosas, por su capacidad de recoger, más allá de la simplicidad de un mensaje político, la vida entera en toda su riqueza.
 
Os recomiendo entusiasmado este Resurrección de León Tolstoi que publica Pre-Textos. Tras su lectura, como tras la de casi cualquier clásico, nuestra vida no será la misma. Para acompañar con música la lectura de tan magna obra, y ante la imposibilidad de encontrar una pieza que se ajustara exactamente al universo recreado en el libro, me he dejado llevar por la imaginación y, con la tenue excusa del nombre de la protagonista, os ofrezco Katyusha, una canción de 1938, un clásico de la música rusa, muy conocida, en una interpretación anónima pero llena de evocaciones nostálgicas, más interesante para mí que las otras versiones que he encontrado en internet, de “paternidad” reconocida pero en el fondo insustanciales.
 
 
En vano se esforzaban cientos de miles de hombres, hacinados en un pequeño espacio, en esterilizar la tierra que los sustentaba, cubriéndolas de piedras, para que nada pudiera germinar, y arrancando las hierbecillas que pugnaban por salir; en vano impregnaban el aire con humo de carbón y petróleo; en vano talaban los árboles y exterminaban a los animales y los pájaros, porque, incluso en la ciudad, la primavera era siempre primavera. El sol resplandecía, la hierba -resucitando- crecía y verdeaba por todas partes donde no la habían quitado, no sólo en los céspedes de los bulevares, sino incluso entre los adoquines del empedrado. En los álamos, abedules y cerezos silvestres despuntaban hojas pegajosas y perfumadas; los brotes de los tilos estaban a punto de reventar; las cornejas, gorriones y palomas construían sus nidos con alegría primaveral, y las moscas -al calor del sol- zumbaban junto a los muros. Estaban alegres las plantas, los pájaros, los insectos y los niños. Pero los hombres -los hombres mayores, hechos y derechos- no cesaban de engañarse y atormentarse. Consideraban que lo sagrado e importante no era aquella mañana de primavera ni la belleza del mundo creada por Dios y concedida para dicha de todos los seres vivientes -belleza que predisponía a la paz, a la armonía y al amor-, sino lo que ellos mismos habían inventado para dominarse unos a otros.

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