Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 4 de diciembre de 2013

PABLO MARTÍN SÁNCHEZ. EL ANARQUISTA QUE SE LLAMABA COMO YO

Hay algo de emocionante y de aterrador a la vez en la idea de que el azar pueda gobernar nuestras vidas. Emocionante, porque forma parte de la aventura misma del vivir; aterrador, porque provoca el vértigo de lo incontrolable. En el caso de la escritura, el azar suele jugar un papel más peregrino de lo que a menudo se piensa, por mucho que algunos autores lo hayan convertido en protagonista de toda su obra. La historia que el lector tiene en las manos, sin embargo, no habría sido posible si el azar no hubiera llamado con insistencia a la puerta del que esto escribe. O mejor dicho: no existiría esta historia tal y como aquí se cuenta, pues buena parte de los hechos pueden rastrearse en las hemerotecas y los archivos, esos cementerios sin flores de la memoria. Pero una historia sin relato es una historia que aún no existe: alguien tiene que tejer el hilo de los acontecimientos. Y el azar o la coincidencia se han interpuesto en mi camino para que sea yo quien lo haga. Porque ésta es la historia de alguien que pudo ser mi bisabuelo. Es la historia de un anarquista que se llamaba como yo. Es la historia de Pablo Martín Sánchez, una historia que quizá valga la pena ser contada.
 
Todo empezó el día en que tecleé por primera vez mi nombre en Google. Por entonces yo era un joven autor inédito que echaba las culpas de su fracaso a lo anodino de su nombre. Y el buscador vino a darme la razón: escribí «Pablo Martín Sánchez» y la pantalla vomitó cientos de resultados. Incluso yo aparecía por allí, formando parte de un cóctel compuesto por surfistas, jugadores de ajedrez o provocadores de accidentes de tráfico perseguidos por la justicia. Pero hubo una entrada que llamó especialmente mi atención, tal vez por estar escrita en francés: «Diccionario internacional de militantes anarquistas (de Gh a Gil)», decía el titular; y a continuación podía leerse este fragmento: «Capturado, fue condenado a muerte y ejecutado con otros participantes en la acción, como Julián Santillán Rodríguez y Pablo Martín Sánchez…». Intrigado, entré en la página y descubrí que se trataba de un artículo dedicado al anarquista Enrique Gil Galar, donde se mencionaba de pasada a Pablo Martín Sánchez. Intenté acceder entonces a la letra M correspondiente a Martín, pero el diccionario estaba en construcción y sólo lle¬gaba hasta la G. Sin embargo, el texto dedicado a Gil Galar aportaba algo más de luz a lo dicho en la entradilla: «Miembro de un grupo de acción, Enrique Gil Galar participó los días 6 y 7 de noviembre de 1924 en la expedición de Vera de Bidasoa en la que un centenar de camaradas procedentes de Francia habían penetrado en España».
 
No logré encontrar en internet ninguna referencia más, pero durante varios meses seguí conectándome a la página de los militantes anarquistas para ver las evoluciones de su diccionario. Lo malo es que el ritmo de trabajo de aquella gente era desesperadamente lento y podrían pasar años antes de que llegaran a la letra M. Al final, les escribí pidiéndoles más información sobre Pablo Martín Sánchez. Su amable respuesta, que aún conservo, decía: «Buenos días y gracias por su correo. Lamentablemente, no tengo más información sobre Pablo Sánchez Martín [sic]. Habría que buscar, sin duda, en la prensa española de la época y en los archivos de los tribunales. Cordialmente suyo, R. Dupuy». Y eso fue exactamente lo que hice: rastreé los periódicos de la época disponibles en la Biblioteca Nacional, consulté docenas de libros sobre los sucesos de Vera y viajé hasta el escenario mismo de los hechos. Sólo entonces comprendí que debía escribir la historia de aquel anarquista que me había robado el nombre.
 
 
Hola, buenas tardes. Así, con este largo texto algo enigmático y sin embargo prometedor (y que tendrá su continuación en el extenso fragmento del capítulo inicial del libro con el que cerraré esta reseña), empezamos esta tarde Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca en el que cada semana, cada miércoles más exactamente, os ofrecemos una recomendación literaria con la indisimulada intención de persuadiros, de convenceros, de mover vuestra atención y vuestra voluntad hacia un libro cuya lectura consideramos aconsejable. Y así ocurre también hoy en que quiero hablaros de una novela muy estimable, que encierra en su largo texto -más de seiscientas páginas- innumerables motivos para el disfrute, para la reflexión, para el conocimiento, para el placer, también para la emoción. Se trata, como quizá habéis podido colegir del extenso fragmento de presentación, de El anarquista que se llamaba como yo, escrito por el casi novel Pablo Martín Sánchez y publicado por la Editorial Acantilado el pasado 2012.
 
En los primeros días de noviembre de 1924, un exiguo grupo de anarquistas españoles, exiliados en Francia huyendo de la Dictadura de Primo de Rivera, atraviesa los Pirineos, por dos frentes, en un delirante intento de derrocar al dictador. Los “sublevados”, víctimas probables de una encerrona urdida por el propio régimen, son detenidos en Vera de Bidasoa tras varios intercambios de disparos con la Guardia Civil en los que mueren dos miembros del instituto armado y algunos de los engañados “conspiradores”. Tras un juicio-farsa en el que las autoridades civiles y militares pretenden dar un castigo ejemplarizante a los responsables de la intentona, tres de los integrantes del absurdo episodio, entre ellos Pablo Martín Sánchez, el anarquista que se llamaba como el autor del libro que ahora comento, son condenados y ejecutados mediante el garrote vil a las pocas horas de conocida la sentencia.
 
El libro se estructura en dos planos cronológicos que acaban por coincidir. En el primero de ellos, que integra los capítulos impares, la acción se desarrolla en 1924, en los meses anteriores al inocente y desmesurado (precisamente por su ingenuidad) proyecto. Es ahí donde conocemos a Pablo Martín Sánchez, un joven de treinta y cuatro años que trabaja en una imprenta parisina en la que se edita un semanario dirigido a emigrados españoles, y que deambula por los círculos de los exiliados de la dictadura, contactando con anarquistas y revolucionarios, y asistiendo a mítines y conferencias de relevantes intelectuales de nuestro país: Blasco Ibáñez, Unamuno, Ortega y Gasset, en los que se denuncia la injusticia del opresivo régimen. Su realidad, teñida de sueños utópicos, se desenvuelve en un idealista y exaltado ambiente de maquinaciones e intrigas en contra del gobierno del dictador. La historia avanza, en esta parte de la obra, desde esas jornadas conspirativas, repletas de tramas y sospechas, de planes y rumores, de caos y despropósitos, de comienzos del otoño del 24, hasta llevarnos al desconcertante episodio de la “invasión” de nuestras fronteras y la consiguiente detención y condena de los muy verdes e ilusos revolucionarios. Cada uno de los capítulos de esta parte se abre con una cita de periódicos de la época, de documentos varios sobre el suceso, de fragmentos de discursos o textos literarios, singularmente de Pío Baroja y su La familia de Errotacho, parcialmente basada en los hechos reales de los que da cuenta el libro.
 
En paralelo, en los capítulos pares, asistimos, a partir de 1890, a los primeros años de vida del propio Pablo, su nacimiento en Baracaldo, su infancia con los padres y la querida hermanita, su desplazamiento a Madrid -primero- en donde su padre se examina de las oposiciones de Inspector de Educación, y a Salamanca -después- acompañando a su progenitor en los pasos iniciales de su profesión, sus desgraciados amores de juventud con una chica de Béjar, su huída a Francia, y allí, París, y más tarde Barcelona y Argentina y de nuevo Francia… Podríamos decir, pues -aunque hay algo de esquemático reduccionismo en mi síntesis-, que las acciones “externas”, “reales”, históricas, nutren el primer eje del libro, mientras que las más íntimas, las más subjetivas, las más -también- “inventadas”, surgen en la segunda sección.
 
Y precisamente aquí aparece uno de los aspectos más atractivos del libro -más allá del enorme interés intrínseco de la historia narrada-, que no es otro que el juego invención/realidad, el de los límites de la ficción y las licencias de la literatura que, tan común en infinidad de novelas recientes, impregna también la obra de Martín Sánchez. Y es que en El anarquista que se llamaba como yo nunca sabemos -salvo los hechos objetivos indiscutibles que figuran en los libros de historia- qué es verdad y qué inventado, qué obedece a la ingente labor de documentación llevada a cabo por el autor, con calas en archivos policiales, periódicos y revistas, en particular el ABC y el Diario de Navarra, con recreaciones muy verosímiles de los ambientes descritos, y qué es fruto de la libérrima imaginación de un escritor que no renuncia a los fines últimos de la literatura, esto es a la voluntad de contar historias.
 
Además, el libro interesa también porque sirve al autor -e igualmente a nosotros, los lectores- como una especie de excusa para dar cuenta de la historia reciente de nuestro país, de Europa y del mundo entero. Por la novela pasan, obviamente, la dictadura de Primo de Rivera y la conspiración o revolución del 24 que centra la trama, pero también la semana trágica catalana, Buenaventura Durruti, Francesc Macià, y tantos otros personajes de nuestro convulso pasado, e igualmente, en otra dimensión, momentos muy significativos de la historia europea contemporánea, la primera guerra mundial, el caos social de entreguerras que propiciará -el huevo de la serpiente- en nuestro continente el estallido de la segunda contienda bélica, y también el nacimiento del cine, el “esplendor” del anarquismo, el auge de los movimientos revolucionarios. Y la presencia de estos hechos, acontecimientos y personajes no es sólo episódica, no se trata sólo de un escenario difuso, de un telón de fondo inapreciable, sino que forman parte esencial del libro, impregnando sutilmente su desarrollo.
 
En fin, os recomiendo vivamente este El anarquista que se llamaba como yo, escrito por Pablo Martín Sánchez y publicado por Acantilado. No dejéis de leerlo. Como complemento musical a mi reseña os dejo con Maldita burguesía, una habanera anarquista, muy combativa, llena de sueños utópicos, creada en 1907 e interpretada -probablemente, pues no he podido confirmar la fuente- por Claudia Gambino.
 
 
Sin embargo, limitarme a contar lo ocurrido en 1924 no tenía mucho sentido. Ya lo habían hecho otros antes y desde primera línea: como don Pío Baroja en La familia de Errotacho, escrita en su despacho del caserío de Itzea, con vistas al camino que tomaron los revolucionarios la madrugada del 6 al 7 de noviembre. Lo que debía hacer era algo que aún no había hecho nadie: reconstruir la biografía de Pablo Martín Sánchez. Pero la empresa no iba a ser sencilla, pues si su participación en los sucesos de Vera estaba bien documentada, sobre su vida anterior poco se sabía, quizá por haber sido tan trivial como la de la inmensa mayoría de la gente, aunque acabe saliendo en los periódicos. De hecho, uno de los pocos datos que tenía es que había nacido en Baracaldo, así que decidí empezar la búsqueda por el principio: por el registro civil. Y hacia allí me dirigí una lluviosa mañana de otoño.
 
En el registro había cola. Esperé con impaciencia mi turno. Y cuando llegué a la ventanilla pedí la partida de nacimiento de Pablo Martín Sánchez. «¿Fecha?», preguntó la chica que me atendió. «No lo sé exactamente», respondí. «Pues sin la fecha de nacimiento no podemos hacer nada». Entonces recordé que las crónicas de la época aseguraban que Pablo tenía veinticinco años en el momento de la intentona. «Hacia 1899», aventuré. «Voy a ver», dijo la chica y se levantó a consultar un enorme cartapacio. Enseguida volvió negando con la cabeza: en 1899 no había nadie registrado con aquel nombre. «¿Y en 1900?», pregunté. Pero aunque la chica consultó los volúmenes comprendidos entre 1895 y 1905, lo más parecido que encontró fue un tal Pablo Martínez Santos, fallecido de un colapso respiratorio a los pocos días de nacer. Cuando noté que la gente de la cola se empezaba a impacientar, di las gracias y me fui, sin fijarme demasiado en la chica que me había atendido. Por eso no la reconocí cuando aquella misma noche se acercó hasta la mesa de la taberna Txalaparta en la que yo meditaba la estrategia a seguir al día siguiente y, con una sonrisa descarada, me soltó: «No esperaba que llegases vivo hasta la noche». Y ante mi cara de desconcierto, continuó: «Chico, saliste del registro tan deprimido, que pensé que te suicidarías nada más llegar a casa». La invité a sentarse, pero estaba celebrando un cumpleaños con unas amigas y sólo aceptó quedarse unos minutos. Le conté la historia que me había llevado hasta Baracaldo, intentando justificar mi frustración de aquella mañana, y me dijo que mirase las actas de bautizo de las parroquias, que a veces eran más fiables que los datos del registro. Me deseó suerte y se despidió con un par de besos. Sólo entonces me di cuenta de que ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba.
 
Al día siguiente volví al registro, pero en lugar de la chica de la sonrisa descarada me atendió un tipo gordinflón y sudoroso. Le pregunté por ella y me dijo que estaba enferma. Entonces escribí una nota en un papel, la firmé con mi correo electrónico y le pedí que se la dejara en algún lado, si era tan amable. Dos días después, tras recorrer todas las iglesias de Baracaldo, regresé a casa con las manos vacías. No sabía por dónde continuar mis pesquisas. Y cuando estaba a punto de desistir, un correo vino a devolverme las esperanzas: era de la chica de la sonrisa descarada (a quien seguiré llamando así, para respetar su voluntad de anonimato). Decía que, como le había interesado mi historia y las horas en el registro se le hacían eternas, se había puesto a consultar los archivos y había encontrado a un tal Pablo Martín Sánchez nacido el 26 de enero de 1890. No creía que fuera el que yo buscaba, pero quién sabe, tal vez sí. Además, le había contado la historia a su abuelo, haciéndole prometer que preguntaría en el centro cívico si alguien la conocía. Le escribí de inmediato dándole las gracias y pensando que, de nuevo, el azar o la coincidencia se habían cruzado en mi camino. Y es que si en vez de haber entrado aquella noche en la taberna Txalaparta hubiese entrado en el Tempus Fugit, lo más probable es que ahora, lector, tuvieras otro libro entre las manos, y no precisamente mío.
 
El dato que la chica de la sonrisa descarada había encontrado en el registro civil era correcto: se trataba del Pablo Martín Sánchez que yo andaba buscando, nacido bastante antes de lo que aseguraban las crónicas de la época (un error generalizado que ya habrá tiempo de explicar). Además, las voces que dio el abuelo de la chica entre sus compañeros del centro cívico pronto obtuvieron recompensa. Uno de aquellos ancianos de Baracaldo que se reunían cada tarde para jugar al mus conocía a alguien de un pueblo vecino que tenía un primo cuyo padre había estado en Francia durante la dictadura de Primo de Rivera, participando en algunas de las reuniones clandestinas en las que se planeó derrocar al régimen. El hombre había muerto casi centenario pocos años atrás, pero su hijo aún recordaba algunas de las historias que le había contado. El problema era que vivía en Boston, Massachusetts, y yo no podía permitirme el lujo de viajar hasta allí para entrevistarle, por lo que me limité a escribirle una carta que nunca recibió respuesta. Pero los abuelos del centro cívico no se dieron por vencidos y, entusiasmados con una historia que parecía haberles devuelto las energías de su primera juventud, continuaron dando voces por todo Baracaldo. La chica de la sonrisa descarada pasaba de vez en cuando a verlos y me mantenía informado de sus progresos, divertida con las historias que le contaban «los sabuesos del geriátrico», como ella los llamaba. Así que yo no tuve que hacer prácticamente nada; ellos mismos fueron tirando del hilo y un buen día me llegó la noticia de que habían localizado a alguien que podría contarme muchas cosas sobre la historia que yo andaba investigando: una sobrina de Pablo Martín Sánchez, de más de noventa años y con fama de misántropa, que vivía en una residencia de ancianos en Durango, a una treintena de kilómetros al sureste de Bilbao.
 
Quizá pienses, lector, que en aquel momento me embargó una alegría enorme, pero debo confesar que lo único que sentí fue miedo. Sí, un miedo inexplicable, un miedo inconcreto. Miedo a enfrentarme a una historia insípida, miedo a lograr hablar con aquella sobrina y tener que aceptar que allí no había ninguna historia que contar, miedo a descubrir que mi tocayo el anarquista había sido un ser insignificante o un delincuente de baja estofa enrolado en la expedición de Vera con mezquinas intenciones. Por un momento pensé en quedarme en casa y olvidarme del asunto. Pero el curioso que llevo dentro acabó ganando la partida al cobarde que me atenazaba y emprendí un nuevo viaje, esta vez con destino a Durango. Un sábado de finales de enero, frío pero soleado, me presenté en la residencia Uribarri. Me hicieron esperar unos minutos y luego me acompañaron hasta el jardín, donde la sobrina de Pablo Martín Sánchez me esperaba en un banco, medio adormilada. Su cabeza asomaba apenas por el cuello del grueso abrigo verde que la envolvía, lo que le daba un curioso aspecto de tortuga dormitando al sol. La enfermera le frotó suavemente el hombro y la anciana alargó el cuello hacia nosotros, abriendo los ojos con parsimonia tras unos gruesos cristales. Me escudriñó unos instantes antes de sonreír. Luego sacó del caparazón una mano arrugada, donde lucía un curioso anillo en forma de T, y me la tendió amablemente: «Teresa, para servirle», dijo. Y acto seguido, con la misma voz dulce, ordenó: «Siéntese, hágame el favor».
 
Aquel encuentro inauguró una serie de visitas que se prolongaría hasta el otoño siguiente: el primer sábado de cada mes subía a Durango para escuchar las historias de Teresa, la sobrina de Pablo Martín Sánchez a quien debo por lo menos la mitad de este libro, pues prácticamente todo lo que sé de la vida de su tío hasta el momento en que decidió enrolarse en la expedición revolucionaria procede de la inagotable fuente de su memoria, lúcida y chispeante al principio, aunque cada vez más enturbiada a medida que se sucedían las sesiones. Y así, desmintiendo por completo el sambenito de misántropa que algunos le habían querido colgar, me ofreció de forma casi cronológica el relato de la vida (o lo que ella recordaba que le habían contado de la vida) de su tío el anarquista.
 
La última sesión estaba programada para la víspera de Todos los Santos, pues en la visita anterior la enfermera me había advertido que la salud de Teresa estaba empeorando mucho últimamente y que los esfuerzos de memoria que se veía obligada a realizar conmigo podían ser perjudiciales. Me presenté en la residencia a primera hora de la tarde, con una caja de bombones en la mano y un nudo en el estómago. Me embargaba una extraña mezcla de tristeza y de alivio; de tristeza por poner fin a aquellos entrañables encuentros y de alivio por estar a punto de completar el puzzle de una historia que debía convertirse en libro. La vida de Pablo Martín Sánchez había resultado ser de lo más fascinante y la anciana me había anunciado en nuestro último encuentro una «sorpresita final», sonriendo maliciosamente y entrecerrando los ojos tras los gruesos cristales. Pero al preguntar por ella en recepción, la imprevista noticia de su muerte me golpeó de tal modo que llegué a perder el equilibrio: a pesar de su edad y de su salud deteriorada la había creído indestructible. «Falleció la semana pasada -me dijeron-, dulcemente, mientras dormía». Lamentaban no haberme podido avisar, pero no tenían mi número de teléfono. Les di las gracias y salí de la residencia, con la caja de bombones en la mano. Al cruzar el umbral, oí que alguien decía mi nombre. Me volví: era la enfermera, que traía un sobre en la mano. En el anverso estaba escrito «Para Pablo». «Lo encontramos en la mesita de noche de la señora Teresa -dijo la enfermera-, imagino que era para usted». La miré a los ojos y, no sé por qué, lo único que conseguí hacer fue abrazarla. Sería porque no me salían las palabras.
 
Ya en la calle, me senté en un banco y abrí el sobre. Dentro había una fotografía antigua, muy bien conservada, como si alguien la hubiera guardado con celo durante mucho tiempo. En ella aparecían tres personas: un hombre apuesto, una mujer morena y una joven adolescente, abrazados y apoyados en un flamante camión de mercancías de los años veinte, en el que la publicidad ya había hecho su aparición, pues por encima de ellos sobresalía el dibujo de una gran cabeza de vaca con pendientes, junto al rótulo de la marca: «La vache qui rit». Al fijarme bien, descubrí que aquel hombre era el mismo que había visto en el Archivo Histórico Nacional, en una de las fichas antropométricas realizadas por la policía tras los sucesos de Vera: ni más ni menos que Pablo Martín Sánchez, mi tocayo el anarquista. A la mujer y a la adolescente no las reconocí, aunque supuse que serían su hermana y su sobrina, la propia Teresa, a pesar de no parecerse en nada a la anciana que había abierto para mí el baúl de sus recuerdos. Al volver a meter la foto en el sobre, descubrí que había también un pedazo de papel, en el que, como garabateado a última hora, se podía leer: «Gracias por todo, Pablo. Mi tío se habría reído de lo lindo al saber que iba a acabar convertido en protagonista de una novela».
 
No puedo hacer menos que dedicarle a Teresa este libro y darle las gracias por haber hecho posible que ahora tú, lector, resucites la historia de su tío el anarquista.

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