Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de diciembre de 2013

PASCAL QUIGNARD. TODAS LAS MAÑANAS DEL MUNDO

 
Hola buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, la sección de Radio Universidad de Salamanca en la que os ofrecemos semanalmente una recomendación de lectura que aspira a resultaros estimulante y sugestiva. Hoy quiero presentaros un breve pero hermosísimo libro, una novela, muy corta, muy intensa, una joya, una preciosa gema muy medida, redonda, muy cuidada, perfecta, una maravilla ya publicada en España hace bastantes años, pero reeditada hace poco en un formato bellísimo, un objeto delicado y admirable que, también por su envoltorio formal además de por la perfección de su texto, merece la pena que llegue hasta vosotros. Se trata de Todas las mañanas del mundo, escrita por el erudito, cultísimo y refinado Pascal Quignard y publicada en la Editorial Espasa Calpe. La traducción, admirable como todas las suyas, es de Esther Benítez. Todas las mañanas del mundo, quizá lo recordaréis, dio lugar también a una excelente película, con el mismo título, dirigida por Alain Corneau, con el protagonismo del músico catalán Jordi Savall en su banda sonora.
 
En la primavera de 1650 la señora de Sainte Colombe murió. Dejaba dos hijas de dos y seis años de edad. El señor de Sainte Colombe jamás se consoló de la muerte de su esposa. La amaba. Fue en esa ocasión cuando compuso La tumba de los pesares. Así empieza Todas las mañanas del mundo. El señor de Sainte Colombe es un portentoso maestro de viola. Su elevada y exigente concepción del arte musical, de la interpretación, lo convierten en un hombre huraño, arisco, maniático, descuidado en el vestir, austero en sus hábitos, ajeno a los asuntos del mundo, intransigente con todo aquello que rebaje la nobleza, el carácter excelso, la perfección de la música. La muerte de su esposa lo sume en una tristeza, en un desconsuelo que lo llevan a apartarse del mundo y a rehuir la vida, entregándose al cultivo apasionado de su música, único vínculo con su esposa muerta, con cuyo espíritu logra comunicarse en sus momentos de inspiración, provocando una suerte de apariciones fantasmales de su desaparecido amor. Desde ese momento consagra su existencia a su instrumento, aislado y desinteresado de todo lo que no sea la ejecución de las obras que su melancolía le inspira, y de la educación de sus jóvenes hijas, que, a su lado, se convierten también en inspiradas y sapientísimas intérpretes. Construye una sencilla y tosca choza de madera en las ramas de una morera de su jardín y en ella se recluye, huyendo de su tristeza, entregado a sus improvisaciones, negándose a los requerimientos de la Corte, del propio monarca Luis XIV, el cual, teniendo noticia de su virtuosismo lo reclama para acogerlo entre sus músicos de cámara. Soy tan salvaje, señor, que pienso que no pertenezco sino a mí mismo, contesta firme y orgulloso al enviado real rechazando la gloria, la riqueza y la fama de la corte y eligiendo su soledad, sus recuerdos, su libertad. Prefiero la luz del ocaso sobre mis manos al sol que me ofrece, dice a los escandalizados emisarios de Versalles, prefiero mis ropas de paño a vuestras pelucas descomunales, prefiero mis gallinas a los violines del rey, y mis cerdos a vosotros mismos.
 
La aparición en las vidas del señor de Sainte Colombe y sus hijas del atractivo joven Marin Marais, que, a sus diecisiete años y habiendo abandonado la coral del Rey, se presenta en la vivienda del anciano músico, atraído por su prestigio y su renombre, reclamando de él que sea su maestro de viola y composición, cambiará la rutinaria y recogida existencia de la familia. El joven Marais acabará perfeccionando su arte entre las reticencias e incluso el rechazo del viejo Sainte Colombe, que en su humilde torre de marfil descree de cualquier uso espurio de la música, el que la relega a mero acompañamiento de la danza o a trivial regalo para los oídos del rey. El anciano cree en la música, y aspira a imbuir en su discípulo tal creencia si se consagra a sus más altos y auténticos fines, la belleza, lo inefable: Cuando tomo mi arco, lo que desgarro es un pedacito de mi corazón en carne viva, afirma.
 
Pasan los años, Marin Marais, que ha amado a las hijas de su maestro, ha abandonado la casa de éste, se instala en la corte, asume cargos de importancia en las orquestas reales, compone óperas, también toma esposa, acaba teniendo diecinueve hijos, pero sólo al final de su vida logra penetrar en la esencia de las enseñanzas de su maestro, sólo entonces comprenderá que la música es un pequeño abrevadero para que beban aquellos a quienes el lenguaje ha traicionado, que la música se crea y se interpreta por la sombra de los niños, por los martillazos de los zapateros, por los estados que preceden a la infancia, cuando carecíamos de aliento, cuando carecíamos de luz.
 
Os dejo ya con un fragmento significativo de este bellísimo e inspirado, poético y filosófico libro, que os recomiendo vivamente, Todas las mañanas del mundo, escrito por Pascal Quignard y publicado por la editorial Espasa Calpe. La ilustración musical de la reseña de esta tarde no podía ser otra, claro está, que una pieza extraída del magnífico film de Alain Corneau. Se trata de Gavotte du tendre compuesta por el propio Sainte Colombe e interpretada por Jordi Savall.
 
 
Descubrió una forma distinta de sujetar la viola entre las piernas sin que descansara en la pantorrilla. Añadió una cuerda baja al instrumento para dotarlo de una posibilidad más grave y con el fin de proporcionarle un timbre más melancólico. Perfeccionó la técnica del arco aligerando el peso de la mano y cargando la presión solamente en las cuerdas, con ayuda del índice y el medio, lo cual hacía con asombroso virtuosismo. Uno de sus alumnos, Côme LeBlanc el Viejo, decía que lograba imitar todas las inflexiones de la voz humana: desde el suspiro de una jovencita hasta el sollozo de un hombre entrado en años, desde el grito de guerra de Enrique de Navarra hasta la suavidad del aliento de un niño que se aplica y dibuja, desde el estertor desordenado al cual incita a veces el placer hasta la gravedad casi muda, con poquísimos acordes, y poco variados, de un hombre concentrado en la plegaria.

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